viernes, 29 de noviembre de 2013

NICOLÁS GUAGNINI O CÓMO REHACER LA REVOLUCIÓN




NICOLÁS GUAGNINI: PARA LOS HIJOS DE LA REVOLUCIÓN FALLIDA
GALERÍA MARTA CERVERA:desde 16/11/13

Cierto que, enfangada la sociedad en el aburrimiento con que Le Monde explicitaba la situación apenas dos meses antes, fueron los situacionistas los únicos a los que el archicélebre Mayo’68 no les pilló con el pie cambiado. Su venazo idealista no cuadraba bien con la escolástica marxista del momento y, ajenos a pusilánimes diatribas de salón, Debord y sus secuaces fueron los únicos en tomar verdadera “conciencia de clase”. Sumando la Tesis 11 sobre Feuerbach con las estrategias subversivas de las vanguardias de principio de siglo, Debord dinamita la escena parisina sin que, paradójicamente, nadie, con anterioridad, lo sepa: como dice José Luis Pardo, “el 68 estuvo a la altura de los situacionistas, mientras que casi todos los demás tuvieron que procurar ponerse a la altura del 68”.
En la base de su argumentario filosófico, una tesis que alumbra ya más de medio siglo: el descubrimiento de Marx de que la fuerza de trabajo del obrero es una mercancía, una mercancía especial habida cuenta de que es la única mercancía cuyo valor de uso constituye la “fuente, no solo del valor, sino de un valor mayor del que ella misma tiene”, es acertada pero solo cubre la mitad del problema. Y es que el capitalismo se había ya desarrollado lo suficiente como para exigir no solo la expropiación de su tiempo social de producción, sino, también, el de su ocio. Así, el sujeto se convierte en espectador de una enajenación, la de su vida, que le compete a tiempo completo. La ideología, pues, es más que una falsa conciencia: es un espectáculo, devenido, en nuestros días, hipermedial.
Pero la cosa es que la mecha prendió mal y la derrota fue devastadora; y la cosa es que nuestro mundo, institución-arte incluida, vagabundea con el norte más que perdido entre las ruinas del “después de la batalla”, con los adoquines levantados y cerciorados de que, definitivamente, debajo no hay ninguna playa. El capitalismo, más que desplomarse, crece sorteando con audacia infinita sus crisis; la sociedad, exhibe una indignación impotente para sortear la lógica del espectáculo. En tal situación, normal que Danny el Rojo concluye la aventura sesentayochista con un lacónico y profético “fuimos la primer generación televisiva”: o sea, la primera generación que supo que toda consigna queda adulterada al no tener más remedio que difundirse como mercancía según los canales institucionalizados por el espectáculo. El acabose.


Y es, precisamente, sobre ese fracaso sobre el que se levanta acta de un mundo que solo cabe ser interpretado, no transformado ni cambiado. Y en esas estamos: casi cuarenta años interpretando los signos de un tiempo que no sabe bien a qué carta quedarse. ¿Es la realidad la que está falseada y la que no nos deja ver nuestra verdadera posición de alienados, o es realmente toda actitud contestataria un eslabón en nuestra falsa conciencia (una simple creencia administrada para hacernos creer que cabe una salida)?
Nicolás Guagnini (Buenos Aires, 1966) –como buen artista de esta tardo-postmodernidad flagelatoria– trabaja sobre y con estas ruinas arqueológicas para mostrarnos un vistazo de lo que somos en ese espejo ideológico en el que estamos adiestrados. Así por ejemplo, la duda casi metódica anteriormente comentada, aquella que remite al juego de apariencias ideológicas, a la realidad de lo real o a lo aparente de una revolución necesaria, es rearticulada a través de un panóptico invertido que ocupa el centro de la primera sala. Más que reflejarnos en él –es decir, más que devenir imagen identitaria en relación a descubrirnos de cara al poder de la ley que todo lo ve– somos repelidos, sacados fuera, invertidos en nuestra aparente identidad de ciudadanos de esta modernidad licuada. Guagnini ha trabajado con Dan Graham…y se nota.
Pero este ejercicio espectral no remite a un simple juego de espejos: es la posibilidad única de reabrir la herida, de dejar que la historia se reabra justo en referencia a aquello que nos dicen nunca pasó. El juego de inversiones al que la historia y los acontecimientos remiten no nos deja más que una salida, justo aquella que ya vio Debord: invertir lo invertido. 
Y es que si la historia está invertida, es decir, consignada como verdadera únicamente en relación a los intereses de la clase hegemónica; y si, al tiempo, todo acto revolucionario –Mayo’68 incluido– nunca ha pasado, no ha sido sino una travesura infantiloide de burgueses aburridos, la única solución es invertir lo invertido, hacer el gesto –quizá el más revolucionario y más imposible que cabe– de negarle a la realidad establecida el carácter mismo de realidad.
Es decir: lejos de ser individuos en relación única al “sí” ideológico al que nos dirigimos encantados, nuestra imagen reflejada en las estructuras de poder –panóptico– no hacen sino enajenarnos de nosotros mismo, alienarnos, sacarnos fuera. Así, nunca somos menos que cuando, aparentemente, más somos (o más nos hacen creer ser). A esto se debía de estar refiriendo el propio Debord cuando comentaba la necesidad de “transformar policialmente la percepción”.
Es decir, si el espectáculo invierte lo real tergiversando entonces nuestra negativa, no cabe otra que invertir la propia inversión. Es decir: no ser reflejados, no ser inscritos como imagen en el espejo ideológico que, aunque lleve un ‘no’ por respuesta, en su inversión, no supone más que un firme y rotundo ‘sí’.   


Invertir por tanto la realidad ya de por sí invertida supone una negación, un  rechazo, un no querer ser ya más eso que nos dicen somos: y no, simplemente, porque no; sino porque hemos descubierto el núcleo traumático sobre el que se levanta toda realidad: que, ella también, está invertida, que, ella también, digámoslo así, es un producto más de la falsa conciencia.
Este ‘no’ nos recuerda a la figura que glosa toda nuestra época: Bartleby. Y es que, no pudiendo ser de otro modo, la famosa pintada “ne travaillez jamais” de Debord tiene mucho del famoso copista. Incluso, nos dice Vila-Matas en su fascinante Bartleby y compañía, Debord realizó su grafiti en la rue de Seine, perpendicular a la rue de Beaux Arts, donde justo cincuenta y tres años antes había muerto, casi indigente y después de renunciar a escribir, Oscar Wilde.
Guagnini presenta en esta ocasión varias de las siete reinterpretaciones (pues “Seven” es el título genérico de la serie) que de la célebre frase debordiana ha ido realizando con el único propósito, pensamos, que de calibrar bien los modos y maneras que tenemos ahora de decir ‘no’. Sus pinturas, monocromas, hacen difícil percibir siquiera la inscripción: pero no es solo la lectura lo que parece sin más prohibida. Es que, simplemente, la premisa situacionista se ha convertido en un leitmotiv, en una cacofonía de la pose contestataria, en un slogan para camisetas y –ya casi falta poco- para gadjet de todo tipo. Porque, incluso, ¿no sería incluso una galería de arte el lugar menos propicio para su intento de ponerla de nuevo en circulación?
Pero no se trata de una apropiación acrítica: se trata de reflejar un estado de la cuestión donde el cinismo ideológico se ha instalado entre nosotros y ya casi da lo mismo lo uno que lo otro: decir que si o tratar de decir que no ha terminado convergiendo en el aborregamiento espectacular de las masas. Y lo más cruel de todo es que nuestra empatía para con el otro –y para con nosotros mismos, claro está- casi no tiene límites. Es decir, y como decía Sloterdijk, vivimos según valores falsos pero, irónicamente, somos consciente de ello …y tan felices.
En este estado de cosas, si Zizek se ha instalado entre los filósofos más capaces en los últimos tiempos es porque ha sabido ver –en ese refrito casi imposible de digerir de hegelo-lacanismo que se gasta- que la falsedad está del lado de lo que ‘hacemos’ y no de lo que decimos. Es decir, ha invertido la interpretación clásica de la ideología: si antes las prácticas sociales se consideraban reales pero las creencias para justificarlas eran falsas (falsa conciencia), ahora poco importa que se diga ‘sí creo’ o ‘no creo’ ya que la falsedad se da en el orden de la praxis, es decir, está inscrita en la propia situación.
Es decir, al fin y al cabo, da igual si creemos en el capital o no creemos; incluso, nuestro cinismo de supervivencia nos alerta de cuando sostener una cosa y cuando otra: y da igual porque lo fundamental es que, previamente, para poder proferir un acto político de enunciación hemos tenido que ser visible para esa ideología que tratamos de refutar. Es decir: la cuadratura del círculo.

En definitiva, podemos repetir una y otra vez “ne travaillez jamais” que su potencial emancipatorio está por completo desconectado: desconectado porque estamos ya demasiado domesticados para saber que creerlo o no creerlo, sostenerlo o no sostenerlo, afirmarlo o no afirmarlo, nada importa. 
Así las cosas, el vídeo que se proyecta en la segunda sala viene a dejar las cosas en su sitio. ¿Cómo hacer para mascullar siquiera una negativa?, ¿cómo hacer para rebelarnos, siquiera mínimamente, y no por ello quedar reconsignada nuestra posición en hueras poses inscritas en el espectáculo? Es decir, y aunque la jerga hegeliana nos obnubile un poco: ¿cómo hacer para, en el momento en el que la humanidad está presa de un momento de autoalienación, provocar un reinscripción en sí misma, hacer que tome autoconciencia? Sí Debord sostiene que “el espectáculo es el momento de enajenación dialéctica hegeliana por el cual la realidad sale fuera de sí y queda objetivada esperando la síntesis, el momento en el que se conozca a sí mismo” y que “esta síntesis es el momento de la revolución, ¿cómo hacer para salir del espectáculo?, ¿cómo hacer la revolución?
Difícil porque, incluso el arte, ese ámbito en el que torticeramente han ido a parar falsificados todos los momentos de utópica emancipación, juega en contra nuestra. Remitirnos a Benjamin es ya casi una obligación: “la humanidad se ha convertido ahora en espectáculo de sí mismo. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético”. La estetización de los mundos de vida, esta consigna de la belleza-utilitaria que nos inunda no es sino el reverso traumático de una humanidad que goza sentándose delante del Tv en prime time para ver el grado de destrucción apocalíptica que se ha alcanzado. 
Pero volvamos al video. El propio artista, bandera en mano, recorre desde la parte más pobre de Harlem la ciudad durante 36 minutos hasta llegar a la Universidad de Columbia, una isla de privilegio a la que él pertenece como profesor. El arte situacionista del deambular, heredera directa del flaneur fin de siécle, pero ahora a sabiendas de que no hay ninguna belleza fugitiva que contemplar: todo lo sólido se ha desvanecido en el aire y el mismo aroma líquido de las cosas remite a una retroalimentación de la maquinaria capitalista.
Una o varias personas que se abandonan a la deriva renuncian durante un tiempo más o menos largo a los motivos para desplazarse o actuar normales en las relaciones, trabajos y entretenimientos que les son propios, para dejarse llevar por las solicitaciones del terreno y los encuentros que a él corresponden. Una parte aleatoria, de dejación de principios, de sujeto no objetizable durante algunos momentos –los que dure la deriva.
Pero el gesto de portar una bandera trasparente es inequívoco de querer tomar, el artista, una posición determinada, una posición política que, quiero entender, es la única opción válida para posicionarse de cara al espectáculo sin ser fagocitado en el intento: portar la consigna del lugar vacío, disponer de una identidad.


En su discurrir el artista va creando una fisura, una reordenación de todas los afectos que han ido urdiendo una trama que se nos repite ha de quedar silenciada, barrida por relaciones únicamente consignadas en el valor-trabajo. Parecido a la famosa perfomance de Omar Jerez, aquí Guagnini realiza una deriva que reabre el tiempo dando la posibilidad de una emancipación, aquella justamente que fue tongada.
La única obra de arte capaz de sortear el influjo malévolo del espectáculo no es aquella que denuncia a las bravas, no es aquella que se ofrece como soporte para el docudrama. Es algo más íntimo, más sencillo: el momento de la obra es el de la inscripción de un “él” entre un “yo”, una inscripción que hace posible dar la palabra al otro, una inscripción disensual, un, como dice Rancière, “estar juntos estando separados” como forma sensible de darse una eficiente política de la estética.
Guagnini, en su paseo situacionista, introduce la heterocronía, la inscripción del otro, remitiéndose para ello a una identidad (la suya) que solo puede ser comprendida como apertura radical a un nosotros, a una colectividad que adquirimos identidad no ya reflejados en el panóptico ideológico del espectáculo, sino en el juego de las diferencias disensuales adquiridas entre las partes, entre ellas mismas, con su pasado y su por-venir. Y es que, como dice de nuevo Rancière, “hay política porque hay causa del otro, una diferencia de la ciudadanía consigo misma”.
Es precisamente esta diferencia la que nos ningunean desde una nueva ideología democrática; y es, también precisamente, esta diferencia la que Guagnini trata de abrir para que ahí, de una vez por todas, quepamos todos.

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