lunes, 16 de diciembre de 2013

MAÍLLO: PINTAR LA DERIVA, PINTURA EN TRÁNSITO



MAÍLLO: DETROIT
GALERÍA PONCE+ROBLES: 14/11/13-10/01/14

Hablar de pintura, desde esta edad moderna en la que estamos instalados, es siempre hablar de pasado. Si el arte contemporáneo tiene esa extraña relación con lo ya sido, la pintura, como ámbito más primigenio del arte, es ya desde el principio, desde nuestro principio, un asunto de renegociación constante con ese pasado. Hablar –pintar– de este aquí y ahora esquizoide no puede ser sino un recorte y reconfiguración de las historias ya contadas. Y es que esta modernidad nuestra no es en absoluto una linealidad normativa según la cual lo nuevo sucede en oposición a lo antiguo, sino más bien un esclarecimiento en cada oportunidad de lo que es, establecido siempre en relación con su ha-sido, el arte.
Es decir: el arte establece una disyunción con su propia historia para, por una parte, romper con lo anterior pero, por otra, no ser sino una renegociación e interpretación. En definitiva: toda pintura es una reinvención de la propia pintura. Y, corolario, toda pintura (presente) no es sino un llenar el hueco de otra pintura (pasada) que no era lo que decía ser. Es decir: un enmendar la plana a la propia pintura desde la pintura. De aquí se infiere, por último, que en la pintura no hay progreso alguno, sino una reconsideración constante de un mismo trazo, de una misma mímica gestual que está siempre en envío hacia su ulterior significado.
Si Maíllo, pensamos, es un gran pintor es porque esta parrafada se la sabe de memoria.  Su pintura no trata de coger el hilo de la actualidad para hacerla hija de su tiempo, sino que cae de golpe y porrazo dentro de ese maremágnum de idas y venidas, flujos y contraflujos, que han establecido una cierta idea –putativa e ilegítima– de la historia de la pintura. Maíllo no se sabe un eslabón más, sino el candado que bien abre o cierra –lo mismo da que da lo mismo– una cierta serie, un cierto aire de familia, que él va trazando y mostrando en su propia pintura. Es decir, que establecer una ascendencia en su trabajo –ahora quizá más  en esta exposición Pollock que la consabida consigna a Basquiat– no es, pensamos, sino tomar la parte por el todo y, en definitiva, no comprender absolutamente nada. 


Lo dicho supone, entiéndaseme, que la pintura no se ejecuta desde el cerebro ni el corazón, sino más bien desde las vísceras: desde la propia corporalidad. Es el pintor frente al mundo, y basta. Porque si pintar siempre ha sido una lucha, este combate es ahora ya fratricida: sin arquetipo alguno, sin canon que sirva de platilla, la imagen se resuelve en sí misma, inmanente a un sentido que nunca surge por referencialidad al mundo exterior sino que ha de mostrarse en el mismo trazo del pintor. Todo sucede en el cuadro. Al pintor ya solo le vale un instinto: el instinto de supervivencia, el sobrevivir al lienzo. 
Podría uno hacer acopio de palabras-clave para, en su extraño apelmazamiento, dar una idea de lo que guía a Maíllo en su hacer. Que si reapropiación, fragmentación, repetición, etc. Pero sería inútil: porque a estas alturas de la historia –de la historia de la pintura, bien puede decirse– la producción de imágenes pictóricas no puede remitir sino a un lugar vacío, al límite donde sucede el desbordamiento, al epicentro de un caosmos original. Y es ahí donde, en esa lucha, debe colocarse el pintor: colocar su cuerpo, colocar su historia. Colocarse ahí mismo y servir de dispositivo, de vomitorio para que el propio cuerpo, mímica y gestualmente, realice no una representación sino una expresión. Una expresión inmanente en su propia significatividad, testimonial y biográfica en sí misma, pero trascendente en el sentido de mostrar más que aquello que puede decirse.
Y ahí es, precisamente, donde Maíllo se ha erigido en poco más de tres años en un revulsivo de la joven pintura española. Pintor como catalizador, cocina en su mente una infinidad de influencias sin hacerle ascos a nada, rumiando esa densa nube tóxica antes llamada cultura y que ahora, en una inversión bipolarizada, llena casi todos los ámbitos de la existencia. Y es que si algo tiene claro Maíllo es que la cultura no es ya –si es que alguna vez lo fue– esa exclusividad aristocrática del gusto, ni siquiera el rasgo ilustrado de una nueva ciudadanía. No sabemos si este borrado de fronteras es bueno o malo o si todo lo contrario; pero ese no es el problema, ese no es nuestro problema. 


El problema de la pintura es cómo generar y producir imágenes con el poder suficiente de dotarse de significado propio en la era de la e-imagen (en terminología de Brea) y al mismo tiempo atraer otra mirada, otro régimen de visibilidades que no consistan (ni consientan) en lo architrillado. Y para eso vale todo, ha de valer todo como producción tardomoderna que es.
Pero el problema, creemos también, es cómo llevar a cabo esto, como negociar con ese “todo” al que queda ya referido la pintura. No es un todo como totalidad, sino un todo como equívoco emplazamiento de no-lugares, de no-historias, de no-identidades. Dar solución a este entramado rizomático de disyunciones procesuales, de desplazamientos y deslizamientos  siempre en continúo fluir: esa es la gesta pictórica por excelencia. Es decir: no ya cómo acabar un cuadro, sino cómo siquiera empezarlo ahora que toda historia es cualquier historia, ahora que cualquier nadería (porque realmente no sucede nada) es elevada al rango de acontecimiento.
En este sentido, Maíllo da en esta exposición una lección de pintura. Sabe que, en esta situación anteriormente explicitada, solo cabe una solución: estar en deriva, en continuo desplazamiento, en tránsito constante. Solo así puede el régimen ficcional del arte servir de disparadero para las maneras de mirar dadas por válidas y consensuadas en la actualidad: enfatizando la falta de fin de cada historia, acentuando el sinsentido de toda ficción, sirviendo de dispositivo crítico para desmontar los camelos que nos tenemos que tragar para seguir creyendo que todo sigue bajo control.
Y si se pinta como se vive, Maíllo se remite a la práctica artística como envés de su propia experiencia vital. Y ahí, en la diáfana realidad de todos los días, el tránsito y la deriva no queda referido con el haber-sido del arte, sino a una falta radical de finalidad y sentido en que se resuelven nuestras vivencias. Ahora el desplazamiento casi queda referido a la psicosis cotidiana de estar en movimiento para no percatarse que el vació está bajo nuestros pies. Ante el nihilismo, ante el vacío, sólo queda transitar.


Maíllo despliega una serie de recorridos, imbricados unos con otros, para dejar constancia que la meta está ya, definitivamente, en ningún lugar y que las historias que nos han podido contar se han disuelto en el aire como azucarillo. Quizá la idea de ciudad, la ciudad como historia de una nueva ciudadanía, es el objetivo primordial de Maíllo: si en esta crisis estamos viviendo el fin de muchos sueños, quizá uno de los conceptos-clave que vale para calibrar el despropósito sea el de ciudad.
Y es que la ciudad en la actualidad no es sino el emplazamiento para la formación de nichos de mercado. La ética neoliberal del intenso individualismo posesivo se eleva a pathos normalizador en una comunidad urbanita creada para la socialización del individuo bajo la egida del capital y el consumo compulsivo. Así, las ciudades están cada vez más divididas, fragmentadas y son cada vez proclives al conflicto. La ciudad: lugares creados para que el crédito hipotecario fluya a velocidad máxima. Así hasta que el proceso se vicia y cae ne picado, justo como hace unos años con la crisis de las subprimes.
¿Conclusión? En reguero de ciudades fantasma, de centros devastados por la inflación, el paro y los desahucios; una multiplicidad de no-lugares que consiguen que la población se masifique en un nuevo centro esperando la siguiente sacudida sísmica del mercado. Baltimore, Detroit…pero también Getafe: Maíllo envuelve en un mismo gesto, en un mismo devenir, lo fantasmático de la vida moderna con la práctica artística; une en un mismo trazo la imaginería popular de estas urbes fracasadas con su propio periplo personal. Así pues, el recorrido que él mismo hace desde Getafe a Madrid, pero también el recorrido por todas esas formas de cultura subyacentes al fenómeno de la devastación urbana como The Wire.
Maíllo reconcentra todas esas motivaciones brindándonos un trabajo construido también en deriva, paseando él mismo sobre los cuadros, caminando encima de ellos. Es su cuerpo –y el tiempo– quién los va pintando en una deriva que sabe que ya poco cabe esperar de aquel melancólico paseo del flâneur o del situacionista. Ahora, definitivamente, hemos de ponernos en lo peor. Y lo peor quizá sea esta ciudad ficcional que nos ofrece: Detroit. 
Pero, y he aquí el milagro del arte, si la verdadera Detroit acaba hace unos días de declararse en ruina, esta otra Detroit, la de Maíllo, aún tomando parte de esa devastación de la ciudadanía en la que estamos engullidos, ha de comprenderse como una toma de conciencia de donde habitamos, por donde nos movemos, qué nos cabe esperar. Es decir: una toma de posición respecto a estas existencias, las nuestras, reducidas las más de las veces a devaneos inconscientes, inconexos, aglutinados únicamente por la vibración del capital que fluye delante de nosotros.
Si no un grito si al menos la construcción de otro emplazamiento, la repetición casi traumática (como ese viaje en Cercanías desde Getafe a Madrid) de uno de nuestros devenires pero esta vez sublimado, catalizado por la esperanza que siempre anida detrás de toda ciudad: que seamos capaces, esta vez sí, de imaginar otro modo de ciudad. Y esa tarea empieza aquí, desde la pintura, imaginando nuevas historias, solapándolas, borrándolas, pisándolas, …

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