martes, 24 de diciembre de 2013

ARTE Y ABORTO: UNA (OTRA) POSIBILIDAD

               Paloma Checa ha escrito en a-Desk un muy interesante artículo donde, a colación de una “genial pieza” de Teresa Margolles, traza la pertinencia de que la mujer tenga derecho a interrumpir su embarazo cuando ella lo considere. Habiéndose producido mucho debate en torno a este tema, y al haber sido éste enfocado por la autora desde el arte, me he decidido a establecer, también desde el ámbito artístico, otra posibilidad. Sólo una posibilidad.
El artículo es, en sí mismo, perfecto; rezuma una lógica aplastante. Toda praxis no es sino una tirada de dados lanzada dentro de un marco legal cuyo fundamento no es otro que el que la propia sociedad se ha dispuesto como tal. De ahí que, muy pertinentemente dice la autora, toda mujer que a partir de unos meses desee abortar, no tendrá más que renegociar los límites fronterizos desde donde su praxis pueda ser considerada como lícita. Todo queda referido a una lucha por el marco, por el discurso capaz de enarbolar un específico ámbito de legalidad o de, en su defecto, ilegalidad.
El arte, como no, con ese cariz crítico-político con el que ha atravesado el final del siglo XX y lo que llevamos de XXI, se erige en dispositivo disensual respecto de ese status quo que, se mire por donde se mire, en cualquier época y lugar, no es sino una estructura de poder levantada sobre precisos valores de las clases hegemónicas. Arte y lucha van de la mano para reconfigurar, a su modo, el marco: para subvertir la legalidad desde el fundamento que supuestamente cada uno se arroga para sí.
Obviamente, para Paloma Checa –y para una inmensa mayoría, parece ser– es de lamentar que el juego legal, ahí donde los discursos se erigen por sí mismos en verdaderos, halla trazado una intersección con la esfera social –con la pluralidad de sensibilidades que conforman el procomún– de forma tal que se haya dejado fuera un buen número de casos que antes sí entraban dentro del subconjunto legalmente dispuesto para poder abortar.
Dicho lo cual, y bajo mi punto de vista, ¿cuánta teoría postestructuralista estamos dispuestos a tragarnos sin esfuerzo alguno? Lo digo más que nada porque tal paradigma se me antoja, en esta fase del capitalismo tardomoderno en que estamos, algo impotente e inane frente a la que se nos está cayendo encima. Es más: el comprender el espacio común como un entramado de juegos de lenguaje en busca de su efecto de poder correspondiente, el cifrar toda lucha en encuadrar el ámbito público dentro de un polvorín donde cada uno busca su mecha, no ha hecho sino dar sus frutos y ganancias…con cargo, eso sí, al propio capital.
Multiplicar los afectos, reproducir los efectos de reverberación de los discursos, desenmascarar cada valor como momento de máximo poder ideológico, no ha hecho –pienso yo, que puedo estar muy equivocado- sino realizarle el juego sucio a un capital que no sabía cómo entrar en ámbitos hasta entonces infranqueables. Me refiero, como espero pueda imaginarse fácilmente, a que una vez el capital moldeó a su antojo el mundo de la producción material de la existencia, tiró de lucha por el lenguaje, asumió la microfísica del poder para lanzarse a opinar también sobre la producción inmaterial de la existencia: el título igual no me ha quedado muy trasparente, pero aludo a ese ámbito privativo de la identidad, la intimidad cuartelaría de cada subjetividad.
Obviamente que dicha intimidad estaba anteriormente moldeada por unas ordenaciones morales que no dejaban resquicio alguno desde donde operar siquiera una mínima resistencia. Pero, siendo a mi juicio, insisto, más que clara la infiltración de las lógicas maquínicas del capital en la fracturación permisiva de lo social, no encuentro razón alguna por la cual esa posibilidad de trazar cada uno su jugada ganadora ha de ir parejo de una eficiente emancipación. Todavía estamos a la espera que la desublimación de un significante –sí, de esos patriarcales, eclesiales, etc- haya acarreado siquiera un mínimo efecto liberalizador.
Lo que quiero decir, y aunque quede muy mal decirlo: me parece que el efecto postestructural, de tanto que dura, se ha solapado definitivamente (de hecho siempre ha sido así, aunque al principio pudieran, eso sí, inferirse algunos desenmascaramientos más que interesantes) con un positivismo capitalista que tira por la calle del medio para sacarle todo el jugo necesario a esta refracción discursiva de disensos que poco, o más bien nada, tiene ya de disensual. 
“Los cuerpos de las mujeres –no solo las embarazadas– son en este caso ese campo de batalla”, dice de nuevo la autora. Totalmente de acuerdo. Todo cuerpo es un campo de lucha y de batalla, un recinto desde donde desplegar una praxis encaminada a hacer efectiva la libertad. Pero la pregunta creo debe ser (una vez aclarado que las ideas hegemónicas no son, ni directa ni aparentemente, las de la clase hegemónica; una vez que, a estas alturas del partido, tenemos más que serios indicios de que, después de toda praxis revolucionaria, resulta siempre que “el capital ya estaba allí”, dispuesto a ofrecernos la siguiente salida al mar): ¿de qué superación estamos hablando?
En la obra de Manuel Saiz que actualmente puede verse en el MNCARS (One True Art-16 respuestas a la pregunta qué es el arte), Renzo Martens a colación del libro “This is Not Art: Activism and other not-art” de Alana Jelineck, establece unas coordenadas muy concretas para el arte crítico, intentándose alejar del cliché de arte político. El ejemplo que pone es bien claro. Es bien sabido que petrolíferas como, por ejemplo, Shell, comete barbaridades en lugares cómo Nigeria; es también conocido que ese mismo petróleo es el que necesitamos no ya solo para nuestra vida diaria sino para acudir en vuelo a cualquier Bienal de las que colapsan el globo y donde, seguramente, existirá una obra “crítica” sobre el modelo de producción del petróleo. A poco que uno tome distancia, la burda broma sobre la que se cimienta el arte no hay por donde pillarla del putrefacto olor que expele.
¿Qué deberíamos hacer, dice Renzo Martens? Obviamente no dejar de ir a tal o cual Bienal, sino tener plena conciencia de donde ha de moverse la práctica artística y dejar de reflejar, repetir, las propias estructuras de dominación capitalista. En un régimen espectacular como el que vivimos, el capital goza como un enano de estas muestras “cariñosas” de denuncia que no hacen sino hacer de todo ámbito de crítica un modo de exhibición y de mercantilización.
Lo que expone Renzo Martens es que la práctica artística debe encaminarse no ha denunciar las formas deshumanizadas de producción, sino a evidenciar como cualquier forma de vida, sin ese petróleo Shell, está llamada al fracaso. Es decir, la práctica artística es la del fracaso: hacer evidente cómo, según los parámetros materiales y productivos desde los que nos movemos, no hay manera de escapar de nuestras vidas alienadas, que estamos de lleno circunscritas a las prácticas alienadoras que denunciamos y que, el simple hecho de denunciarlas, no nos saca de ningún atolladero sino que, más bien, nos remite a una mercantilización obscena de la protesta. Paradójicamente, es en esa experiencia del fracaso donde el arte se levanta un par de palmos de su inane capacidad disensual: no ya denunciando la praxis neoliberal sino haciendo visible nuestra oscura participación en todo el tinglado.
Dicho lo cual, de entre todas las interpretaciones a la pieza de Margolles, la única que a mi entender no replica las condiciones de violencia sobre las que se erige cualquier vida, sería la de que tal bloque de cemento evidencia no ya una violencia ideológica en concreto sino el hecho universal de que no podemos existir si no es en referencia a una –cual sea– forma de violencia, de la que nosotros, de una forma u otra, queramos o no queramos, participamos.
Solo así, sabiéndonos como participantes en el juego de la cosificación y alienación humanas, podemos tomar parte en la escena primigenia: no aquella que señala al culpable, sino que nos señala a nosotros mismos como lugar de la tragedia. Sólo así el otro se nos descubre no ya solo como un nódulo discursivo de poder sino como otro al que, simplemente, socorrer. El otro no es sobre quien ejercemos la denuncia de señalar la violencia que lo destina al silencio, sino que el otro es a quien dotar de palabra, de mi palabra, ya que el culpable siempre soy yo. Es decir, quiero decir, no hay márgenes para la inocencia. Desenmascarar un discurso como ideológico no conlleva en modo alguno emplazamiento para la emancipación. El arte es el dispositivo que hace aparecer mi subjetividad como participante en el juego de los intereses, que me descubre como isla a la deriva solo capaz de identidad desde un decir que, de una u otra manera, ningunea al otro, a quien sea en cada caso el otro.
Pero, y digo yo, ¿no ha sido el arte en la modernidad ese dispositivo desde el que dar la palabra a lo que no soy yo? Antes justo de matar a Dios, cuando ya gozaba de bastante mala salud, Kant realizó el bosquejo para una teoría del arte que, a mi modo de ver, todavía no ha sido superada. Destruida toda posible apelación a la trascendencia, el arte moderno seculariza la posibilidad íntima que alienta debajo de toda posibilidad de lenguaje: el ser capaces de referirnos a un mismo juicio de valor. El “sentido común” kantiano no es una figura retórica: es el eufemismo con el que llamar a la posibilidad de convenir una misma valoración, sean cuales sean los condicionantes. Es más: descubierto el sesgo ideológico con que Kant hacía referir esa posibilidad (el valorar era una capacidad del nuevo sujeto burgués), el arte muy pronto se vio en la necesidad no solo de establecer las condiciones para un mismo valorar intrasubjetivo, sino que también ese valorar había de ser despejado de cualquier incursión ideológica.
Si el arte existe, el arte tal y como lo conocemos aún, es porque de una u otra manera seguimos creyendo en la posibilidad de hallar un sustrato donde toda apelación al otro sea hecha sin interés alguno, sin mediación ideológica que lo cosifique. Thierry de Duve, en “Kant after Duchamp” lo dice bastante claramente: arte es la posibilidad de decirle a otro “esto es arte”.
Creo que seguir creyendo en el arte (cosa que, a las pruebas de nuestra realidad diaria, poca gente hace ya) es creer en la posibilidad de un decir previo incluso al sentido, un decir que nos señale a todos como seres humanos en nuestra insondable dignidad. Creo que esa es la única posibilidad de caer del otro lado del sentido y, por ende, superar la infranqueable frontera de las ideologías.
Así las cosas, creo también que el paradigma postestructuralista sobre el que descansa la casi totalidad de discursos emancipatorios no son otra cosa que una fractura impotente del procomún, llamada únicamente a establecer polos de discursividad con el suficiente poder de consenso para oponerse a una valoración hegemónica que, de tan diluida que está en la esfera común, hace ya imposible su efectiva confrontación.
La culpa es de Nietzsche, que nos dejo una labor a medio hacer y de la que no terminamos de ver la salida. Pensábamos que el superhombre ya estaba aquí, entre nosotros, que éramos nosotros mismos, y no nos descubrimos sino como decadentes ‘últimos hombres’ en busca de un sí afirmativo y dionisiaco a la vida imposible de realizar. Pensábamos que éramos sus más directos herederos y no vimos la trampa de que el nihilismo reactivo está aquí para quedarse. Pensábamos que con buscar dentro de nosotros la lógica afirmativa particular estaba todo hecho: mis intereses, con ser solo míos, remiten ad hoc a una esfera de emancipación de la que yo soy el único legislador y beneficiario. Pero el que no haya fundamentos ya sólidos no significa que no haya fundamentos: existe siempre un otro a quien la violencia ideológica impide afirmarse, impide crecer en voluntad de poder, impide decir sí. El drama está en que nosotros no somos nuestras propias fronteras. Formar parte del coro ditirámbico con el que celebrar dionisiacamente la vida no supone bailar según nuestro propio ritmo: nadie ha visto nunca un coro individual. El ‘amor fati’ no es sino salir a bailar nosotros y, sobre todo, sacar a bailar a otro: aquel que aún solo puede construir su identidad en relación a la máquina ideológica.
En definitiva, no terminamos de asentar el sentido en el sinsentido más que nada porque no encontramos salida ideológica alguna. La superación como disolución es una tarea que no se realiza solo con el martillo. No dejamos de estar enfermos de historia: todo discurso no hace sino reproducir hasta el infinito sus propias consignas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario