jueves, 6 de marzo de 2014

AVELINO SALA: ARQUEOLOGÍAS DE LA REVUELTA (O LA PREGUNTA SIN RESPUESTA)


AVELINO SALA: LOCKED-IN SINDROME
GALERÍA PONCE+ROBLES: 30/01/14-18/03/14

Silenciando los efectos devastadores de la propia razón, el latiguillo que se nos repite una y otra vez es siempre el mismo: seamos razonables, mantengamos la calma, no nos dejemos llevar por la pasión. Y es que la razón sabe camuflarse a las mil maravillas, tanto que, en el juego fetichizador que nos impone, el rastro de desolación que deja a su paso es visto como un imponderable necesario, como una nimiedad sobre la que se levanta la que debe ser nuestra única virtud: ser, de nuevo, razonables.
Pero la razón es falsa. La razón –su astucia– simula llevar siempre la voz cantante, tener siempre las de ganar; la razón lleva a gala el no oponerse a nada porque sabe que, antes o después, todo ámbito de resistencia será aniquilado bajo sus pies. Aún así, sospechamos. Hay una sospecha generalizada que todos tratamos de silenciar de la mejor manera para, eso sí, llevarnos lo mejor posible. Porque, dado que no hay mal que cien años dure, ¿quiénes somos nosotros para oponernos a los designios de la razón bienpensante?
Quizá no seamos, efectivamente, nadie; pero si el arte es algo en esta época de búsqueda impotente de sentidos, solo puede serlo como laboratorio desde donde ofrecer pistas de la naturaleza simulacionista de esta razón moderna. Pistas de qué es la razón, cómo funciona y, sobre todo, cómo ofrecerle una mínima resistencia la cual, aunque aniquilada siquiera al instante siguiente, deje tras de sí un vestigio, una huella que pueda ser, quizá algún día, reconstruida con la dignidad que merecemos. Si no podemos “ser”, si no nos dejan “ser”, el arte ha de obturar la posibilidad de al menos “desear ser” quienes realmente somos.
A tal fin Avelino Sala ha dispuesto una magnífica exposición donde, sin medias tintas, la razón es desnudada, decapitada en su múltiples tentáculos, ofrecida como sacrificio. Pero, sobre todo, las piezas que aquí muestra Avelino Sala remiten al hecho innegable de la razón y que, hemos de decir, muchas veces el arte silencia maniqueamente: que tal desnudar, decapitar y sacrificar son acontecimientos imposibles. Es decir, trata de hacer valer que nuestra posición frente a la razón no puede ser la de quien intenta destronarla pues, tal destrone, no es sino el anticipo de la venida perversa de su otro despótico: queremos matar a la razón, matar al padre (quemar banderas), y lo único que conseguimos es asestar una puñalada trapera a su mensajero. 


Y es que la razón se funda en un travestismo especular que hace que nunca esté ahí donde se la cree. Hemos tardado en pillarle el truco; casi desde que Descartes la elevara a nuevo dogma camuflando sabiamente sus envites y presentándolos como nueva teología, no hemos hecho más que estar en la inopia. De ahí a nuestros días, la razón moderna, la razón cartesiana, se zambulle sigilosamente, se camufla en su otro, nos presenta su cara amable mientras por detrás nos da de lo lindo.
La remisión a Descartes, la mía y la del propio artista, no es gratuita: Avelino Sala dispone un gran capa española colgada con una frase grabada a la espalda: Larvatus Prodeo. Y es que, el jesuita se las sabía todas: ocultándose se avanza. Esa es la única manera de medrar en el asunto, de que a uno le tomen en serio, de que, sobre todo, la razón llegue a erigirse en potestad absoluta destronando a Dios de su pódium: llegar a saber que solo manteniéndolo, se le puede eliminar. 
Y es que el avance sin duda sin par de Descartes no es tanto hacer de la razón órgano regulativo, sino el comprender que todo gobierno de la razón ha de tomar la forma prestada de algo que no es ella. Es decir: toda presumible preeminencia de la razón no es sino una mascarada para hacer valer un determinado poder que, haciendo de su capa un sayo, interponga la pantalla preferida para engatusar al sujeto aclamado en su engaño como “sujeto moderno”.
Lo mismo que Descartes se valió de un punto exterior, de una palanca de cambios adicional para hacer que la remisión a la razón del individuo tuviera potestad regulativa, durante estos siglos la razón no ha hecho más que zafarse de su responsabilidad proponiéndose siempre –camufladamente, eso sí– como otredad alternativa más allá de la cual no hay, evidentemente, nada.
Es decir: Descartes, atrapado en el cogito solipsista, solo pudo abrir la puerta a la realidad circundante con el subterfugio de la existencia de Dios que aparece como as en la manga en forma de idea de “infinito”. Infinito: ese es el verdadero núcleo traumático de toda la Modernidad; el hecho de que el aparente reino de la razón no es sino la martingala bajo la cual se cambia el Dios-infinito por el, pongamos por caso y ya en esta época licuada, el mercado-infinito. En sí, es la misma operación: ahí donde la razón hace aguas, la estrategia es crear la paranoia de que podemos tocar la pantalla, de que podemos caer del otro lado, de que ese “más allá” no está sino en nuestro interior, encerrado en nuestra esfera ideológica: ya sea éste Dios o ya sea, lo mismo da que da lo mismo, los mercados. ¿No son, en este mismo sentido de infinito, las mónadas de Leibniz el intento de fraguar una razón lo suficientemente operativa como para que cada uno tuviese su infinito particular?   


Lo mismo que Descartes “avanzaba sigilosamente” proponiendo a Dios como todavía causa eficiente, camuflando así en un pío disfraz el imperio de la razón que estaba por venir, hoy en día, en esta época de crisis lacerante, nuestros poderes fácticos no hacen sino marcar el ritmo cartesiano: nos muestran la globalidad de un mercado como inexcusable garantía de que, en el bienestar que éste nos ofrece, la razón puesta en marcha no puede estar equivocada.
La sombra alargada de la susodicha capa, colgada y tendida en el vacío, funciona como leitmotiv de una exposición que trata, creemos –y ahí radicaría su máxima virtud– no en denunciar una razón blasfema, camaleónica y transformista, sino en hacer explícito cómo los últimos intentos de derrocamiento del mercado-infinito no han valido para nada: una razón, siempre, otra, la que sea, parecida pero, quizá, más buenista, más enrollada, viene a proponer diálogo, a decirnos que las cosas no son tan así, que, como hemos dicho al principio, seamos razonables.
Lo –me atrevería a decir– glorioso de la exposición es que no nos ofrece las posibilidades del triunfo sino que se afana en mostrarnos las arqueologías de la derrota. Más aún: en cómo tal arqueología, reificada, cosificada, fetichizada incluso bajo una fina pátina de bronce, puede serle útil –en un reciclado que tiene mucho de perverso– al mundo del capital. Y no, no me estoy refiriendo al sambenito de la doble moral del arte, que denuncia para, al tiempo, sacar tajada. Tal discurso me parece tan pueril y pasado de moda que solo lo cito para que no se crea que escurro el bulto. 


La misión del arte, enfrentada a esta razón que ya se sabe travestida pero que, sobre todo, se la sabe imposible de desnudar, radica en ofrecernos la huella de nuestros fracasos: no ya tanto apuntar a un porvenir utópico, sino que, cansados de esperar lo inesperado (y sabiendo que cualquier cosa que sea lo inesperado ya estará antes que nada de venta en El Corte Inglés) la labor del artista debe ir en la honda del trapero de Benjamin: recolectar los restos con el fin, no ya de abrir tiempo alguno, sino tomar conciencia de que nuestro emplazamiento es y será el del fracaso. Solo desde ahí, solo sabiéndonos habitantes de esa parcela distópica, podemos rastrear la lógica espectral, invertida y espectacular en que ha recaído la razón cartesiana, sin por ello darle carnaza al enemigo.
Quizá es hora de sabernos derrotados pero incólumes en nuestra dignidad, una dignidad que sabe que lo más íntimo es preferir el fracaso que simular una pactada salida que solo servirá para otra vuelta de tuerca, la enésima, y que la razón se camufle no ya en Dios, no ya en mercado, sino –imagino yo– en una entelequia cibernética, inmaterial e infinitamente transaccional (así se nos vende) donde ya ni siquiera el fracaso podrá ser celebrado: y es que el fracaso, como tal, une en la comunidad de los desplazados, fragua un procomún siquiera en su mantenerse en el olvido. Quizá, esos adoquines como arqueologías de las revueltas que han colapsado el mundo durante los últimos años y que aquí Sala nos muestra como obras de arte, señalen justo ahí: que, aún con el fracaso,  no hay nada perdido, que casi cabe decir el fracaso es síntoma de no haber pactado con la razón mercantil una salida edulcorada y meliflua.
Como se ve, el arte también, y antes que nadie, ha aprendido a estar en lugar de otra cosa: los adoquines no son ya fetiches de la insurrección derrocada, sino monumentos a un porvenir que, en su negatividad, es más necesario que nunca salvaguardar. Solo hace falta un artista con la sapiencia de Avelino Sala para que lo haga patente y que señale que, frente a cuantos disfraces haga valer la razón despótica, el arte es el único con la capacidad dialéctica de, aún en el fracaso, saberse como efectiva resistencia, como creación heterotópica de comunidades y sentidos.     


Así pues, y para resumir, pudiera parecer que estamos paralizados en un síndrome de enclaustramiento total (locked-in síndrome, se llama la exposición); pero lo cierto es que, como los enfermos de tal síndrome, nuestra estrategia es mantener los ojos bien abiertos y, aunque permanezca sin respuesta -pues todo intento de contestación es un subterfugio de la razón para reactualizar su dominio-, mantener la pregunta en el aire: cui prodest? ¿Quién se beneficia? Hacer circular la pregunta, reenviarla en cuantas direcciones nos sea posible, hacer memoria de todo lo que hemos olvidado (de ahí la necesidad de chuletas) es la única posibilidad de no dejarnos domesticar en respuestas aprendidas, en poses de inocente rebeldía. Y es que recordar lo ya sabido solo puede ser un previo olvidar para, ahora sí, sacar un diez en el examen.
La cosa es lo suficientemente seria para que, habiendo descubierto que todo derecho (con la Declaración Universal de los Derechos Humanos a la cabeza) es una pantalla para patentizar el olvido, volver a poner la pregunta en circulación. Ya con eso, tendríamos razones para haber triunfado. Ya solo por eso, esta exposición de Avelino Sala es una inteligente llamada a reflexionar sobre nuestras razones, esas que, como no podía ser de otro modo, no son razonables.

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