jueves, 23 de octubre de 2014

VER O NO VER: LA INOCENTE PERVERSIDAD DE CIERTO ARTE EN LA EPOCA IDEOLÓGICA DEL TRATAMIENTO LUDOVICO


YOLANDA DOMÍNGUEZ: GALERÍA

TWIN GALLERY: 21/10/14-25/10/14


En estos tiempos de colapso no hay nada peor que un artista comprometido. Un artista comprometido es aquel que se toma en serio el arte y, si hay algo precisamente que no merece el calificativo de serio, eso es el arte. El arte renquea en la fatuidad de creer atesorar potencialidades nuevas cuando no es sino un trasunto hipostasiado de lo que un día quiso ser y no pudo. Así, el arte de hoy en día colea en una mezcolanda mistizoide donde el aura, el mito del genio y el ámbito de lo sagrado no es que hayan sido destruidos sino que, simplemente, y parejo a esa ideología espectral y simulacionista que muchos todavía no quieren ver, ha invertido sus posiciones.

El artista comprometido es aquel que todavía juega a que el arte como práctica y él mismo,  como artista, están invitados a ver detrás de las apariencias, a jugar con las apariencias, a guiar al pueblo proponiéndole buscar la verdad oculta. Si Platón echó a los poetas de su República fue por esta vis paradójica e idealista del agente doble que supone todo artista: producir copias de copias, espectros fantasmales susceptibles de descentrar la medida democrática de la polis. Pero, ha de quedar claro, el supuesto malditismo romántico con que el arte encontró dos mil y pico años después su lugar en el mundo duró, como diría Sabina, lo que duran dos hielos en un whisky on the rocks. Y no por menudencias sino porque la ideología encontró, precisamente, en el simulacro (en la producción de copias, justo la labor del artista) la ley imponderable de su reinado.

Yolanda Domínguez es una artista que muchos dicen que es comprometida. Y lo cierto es que, vista su última acción, el apelativo le viene al pelo ya que cumple punto por punto la fantasmada mística del arte contemporáneo. Domínguez, igual que el artista de la polis griega, igual que aquel del Renacimiento, el suicida romántico o el étonnant vanguardista, se inserta en la producción de apariencias (de copias y originales) para o bien llevar a la catarsis al pueblo, elevarle en busca de la idea o, lo mismo da que da lo mismo, escandalizarle y, actualmente, indignarle. Son, las cuatro, idénticas respuestas a un mismo emplazamiento del arte que solo modula por mor de la instancia ideológica que lo vertebra.

Nuestra artista, como es lo común en todo artista comprometido, se sitúa en la senda de lo indignante, de “reflexionar” acerca de lo indignante que es cómo funciona nuestra red hipercapitalista de copias, originales y simulacros. Porque, convengamos: es indignante que a la mujer se la trate así. Pero menos mal que el arte está ahí para hacernos ver lo oculto, el impulso maquínico de toda esta tele-realidad. Aunque, claro está, parejo a la estupidez de querer moralizar al capital, solo cabe la estupidez estética de querer moralizar al arte.  



Yolanda Domínguez nos presta su Smartphone para que simulemos uno de esos robos cibernéticos que han sacudido las redes sociales hace unas semanas. Gurú chamánico, el artista comprometido de nuestra esclerotizada contemporaneidad se ofrece en sacrificio para que pensemos, para que le demos al tarro, para que descubramos como son las cosas bajo esa narcótica capa de apariencias que nos dicen es la realidad. Nosotros, espectadores que “sabemos” de qué va la cosa artística, entramos en la galería y nos enfrentamos cara a cara con su dispositivo móvil. Según la hoja de sala se trataría de que en el momento de que estén a solas el móvil y el espectador éste se interrogue acerca de las condiciones escópicas promulgadas por el sistema: de que, en definitiva, el espectador se interrogue acerca de la decisión de mirar.

Total: puro sarcasmo, pura estrategia deglutida de antemano por las tectónicas del capital y una sobrevaloración del arte que solo indica el sesgo idealista y místico con el que, para algunos, aún carga.

            Pero para explicarnos lo mejor será empezar por el principio. Y el principio es que en un mundo devenido imagen donde todo acontecimiento es una copia sin original ocurre una cosa muy curiosa que es sabida por casi todos: que existe una indiscernibilidad radical entre un simulacro real (un simulacro de primer orden, un simulacro de los que definimos han sustituido a la propia realidad) y una reduplicación de tal simulacro, una simulación del simulacro, una imitación. Baudrillard, en su celebérrimo libro La precesión de los simulacros lo explica con meridiana claridad y propone un ejemplo creemos que contundente y que viene muy al caso: ¿existe diferencia objetiva entre un robo o la simulación de un robo? Uno, el primero, pertenece al orden de los simulacros; el otro, el segundo, al orden de las simulaciones. Pero, para el orden ideológico imperante ambos pertenecen a ese rango de visibilidad orquestado como realidad, no habiendo por tanto, ni en los gestos ni en los signos, diferencia alguna.

Así las cosas, Baudrillard se hace una pregunta que desvela por sí sola cual es la lógica ideológica del simulacro y hasta qué grado de abstracción ha llegado: teniendo por caso ejemplo un robo, ¿ante cuál de ellos reaccionaria la represión policial más violentamente, ante un robo real o ante un robo simulado? Baudrillard, como no, lo tiene claro: “la transgresión, la violencia, son menos graves, pues no cuestionan más que el reparto de lo real”.

Siguiendo esta misma lógica, nuestra artista, muy sabiamente, sabe también que la simulación (es decir, su trabajo, el “robo” de su Smartphone) es infinitamente más poderosa que el simulacro real (en este caso, el robo real) ya que permite siempre suponer, más allá de su objeto, que el orden y la ley podrían muy bien no ser otra cosa que pura simulación. Es decir, la simulación hace más daño al mundo-imagen ya que hace patente la coincidencia entre ambos “engaños”, el que es calificado consensualmente como “real” y el que es desvelado como parodia o simulación.

Sin embargo –y aquí es donde viene el retruécano ideológico-, tal “mayor gravedad” es precisamente lo que es inaceptable para el poder tautológico de lo real. Y es que el ficcionar sobre la base de lo que el sistema entiende por real es un  callejón sin salida. Para Baudrillard, de hecho, es imposible: por mucho empeño simulacionista que uno ponga, siempre se topará con lo “real”: un policía que dispara, un rehén que muere de un infarto, etc. Es decir: el sistema, antes o después, reduce su estrategia de subversión simulacionista reduciendo su ejercicio a un ataque real haciendo así inviable el aislar el proceso de simulación para poder desvelarlo. En definitiva: todo ataque, tanto si “es” como si no “es”, deviene ataque real.



Si referimos esto al caso que nos ocupa, solo pueden ocurrir dos cosas: que el espectador confunda la simulación estética y realmente quiera ver la vida y milagros de la artista Yolanda Domínguez (es decir, obvie el estado de excepción que supone el arte y confunda la ficción simulada de un robo con un robo real) o que, por el contrario, el espectador se mantenga en el terreno aristocrático del arte y, bajo el peso de tal contexto, se interrogue, piense, debata consigo mismo la pertinencia o no de violar una intimidad que, por otro lado, la artista (desde su posición privilegiada de trabajadora mediática) ha preparado para nosotros.

Así las cosas, y para no extendernos mucho, el ejercicio virtuoso de la artista fracasa de todo punto ya que solo logra implicación efectiva bajo el paraguas efectivo del arte. Es decir, es metafísicamente imposible que la simulación llevada a cabo por Domínguez incida de modo efectivo en la realidad ya que el efecto que persigue solo es tal en tanto en cuanto se mantiene en la exclusividad del mundo del arte. De querer superarlo, la simulación cae del lado del simulacro, de la ideología imperante, dando carnaza a aquel que, sin despeinarse, encuentra lo que buscaba: es decir, cae –y sin problematizarlo un átomo– en lo real. Aquel que sin tener ni la más remota idea de que esto es arte se pusiese a disfrutar del espectáculo exhibicionista de las fotografías sería entonces quién de forma más radical daría al traste con el efecto estético perseguido por la artista. Dicho de otra manera quizá más comprensible: la estrategia solo funciona en aquel que ya “cree saber” cómo funcionan las cosas, en aquel que sospecha de las imágenes, aquel que, en definitiva, “cree” en el arte. Para el otro –el que no sabe– es simplemente otra posibilidad, simple y llana, de ver lo que está simplemente a la vista.


Esta situación es parecida a aquella otra que ve Rancière al comentar que esa modalidad de arte crítico fundamentada en inmiscuirse en las redes de lo real no son demasiado útiles ya que en su caso y debido al carácter de indiscernibilidad que existe entre ambos acontecimientos, el éxito total coincide con el fracaso total: consiguen “engañar a sus adversarios adoptando sus razones y sus maneras”. Es decir: logran revelarnos como son las cosas “realmente” pero, eso sí, invitándonos –exactamente igual que las lógicas exhibicionistas del capital– a tomar una decisión, en este caso mirar o no mirar.

Y es que ese es en última instancia el truco: camelarnos para confundirnos respecto a la decisión ideológica que hemos de tomar. Porque muchas de las prácticas artísticas usadas hoy en día, además de (cómo ya hemos dicho) funcionar únicamente en el caso de ser ya creyentes artísticos, caen en la falsedad de presentarnos la misma pregunta ideológica pero confundiendo los términos. Y en esto de confundir los términos no habría más problema si no fuese porque no solo no ayuda a encontrar resortes de resistencia sino que va en la dirección que el propio sistema ideológico desea: el darnos a creer que, en última instancia, somos nosotros mismos quienes decidimos, quienes podemos optar, quienes podemos elegir nuestra inscripción en la esfera ideológica.

Es la creencia común y que la hojita de sala repite lo que está en la base de la confusión: “la decisión de mirar o no está en manos del espectador”. Porque si optásemos por no ver las imágenes, aunque nuestra decisión sea evidentemente real, desde un punto de vista ideológico (que es, creo, de lo que se trata) lo importante es la muesca imaginaria que antecede a nuestra decisión, el lugar donde la ideología nos ha situado a sabiendas (porque la ideología lo sabe antes que nosotros). Así, tanto veamos las imágenes o no, la muesca ideológica con la que construimos nuestra identidad está ya hecha.

Lo que sucede es que muchos artistas –obviamente no solo Yolanda Domínguez– tienen una fe tan ciega en el poder telúrico del arte que confunden la interrogación imaginaria que nos lanza la ideología con la pregunta real (enfangándola además con una galopante pestilencia ética) que ellos enfatizan con el fin de que, en el proceso, nos percatemos de nuestra situación ideológica. Pero una estrategia semejante es totalmente inútil desde el punto de vista de que la ideología no quiere nuestra respuesta real, no le interesa. Es más, la crítica cultural sabe, desde Débord a Rancière, que el conocimiento del proceso de separación no conlleva emancipación alguna: conocer la ley del espectáculo, la ley de dominación, la ley que se oculta detrás de lo que se nos ofrece a ver…no lleva implícito ningún momento liberador. Es más: es simplemente un momento en la lógica de la ideología.

Aún con todo, la hojita de sala de esta exposición se empeña en llevar al arte por los insensatos derroteros que le confabulan con el poder ideológico: “¿Por qué pensamos que “la culpa es suya por hacerse esas fotos”? ¿Por qué tratamos a las famosas como si no fueran personas? ¿Por qué se considera que lo que pasa en Internet no ocurre en el mundo real? ¿Cuánto gana la prensa digital con este tipo de situaciones? En suma, ¿por qué la tecnología, los medios y la fama diluyen la culpa hasta el punto en que todos estamos dispuestos a mirar la vida robada de una mujer sin remordimientos?”. Preguntarse por esta retahíla de obviedades a estas alturas de la partida es de órdago. ¿Qué por qué? Pues porque el medio nunca es inocente: el medio es la superficie libidinal donde el simulacro opera a velocidad límite. Ver es simple voluntad de poder, de poder ver más y, a ser posible, lo que nadie ha visto. Situado más allá del bien y del mal, el régimen escópico que impera en la ideología capitalista es el epígono de la voluntad de poder nietzscheana. Ser sujeto, ser alguien, es ver, verlo todo, sentir el placer de verlo todo. Video ergo sum: ser, en el actual estadio de desarrollo de la ideología, está referido a desear ver.



Para concluir, la pregunta lanzada por el arte debería ir orientada a desenmascarar lo imposible: el hecho de que la ideología nos tenga pillados, que no podamos dejar de ser ratones de ensayos condenados a tomar decisiones reales respecto al ver. ¿Por qué la ideología mediática se afana día sí y día también en ofrecernos imágenes que consumir?

 ¿Recuerdan La naranja mecánica y el tratamiento Ludovico? El asunto no es que, en caso de poder, cerremos los ojos. La cuestión es que estamos sentados en el sillón. Ni más ni menos. Que abramos los ojos o los cerremos es algo que a la ideología que nos ha sentado en el sillón no le importa lo más mínimo. ¿Por qué, por tanto, no podemos levantarnos del sillón? Esa, y no otra, debe ser la pregunta estética. Obviamente una pregunta sin respuesta correcta (porque la respuesta estará ya mediada ideológicamente), pero que no podemos –o que no deberíamos– dejar de hacernos.



            P.S. La obra en cuestión vale un millón de euros. Lo pone, como todo, en la hoja de sala. Solo se me ocurre decir, al igual que cuando Damien Hirst fue interrogado acerca de su tiburón, que “vale un montón de dinero”. No digo más.


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