FRANCISCO RUIZ DE INFANTE: LA LÍNEA DE LOS OJOS (THE DEATH LINE)
GALERÍA ELBA BENÍTEZ: 11/09/14-20/11/14
Si cabe, de (casi) cualquier artista, apelar a su particularidad, de Ruiz de Infante (Vitoria, 1966) la cosa se queda incluso corta. Porque en él y en su quehacer se dan cabida
preocupaciones y modos de actuar que rayan en lo insólito, en un atrevimiento
formal que va más allá de la pose circunspecta de quien comprende el arte como
una labor de acoso y derribo. Y es que lo suyo remite a un difuminar fronteras
hasta el límite de lo permisible.
La obra no ocupa una galería, la conquista. Y si es necesario, y casi
siempre “es necesario”, se agujerean y derriban muros. Causa de ello es que el
espectador no entra en la galería sino que se sumerge en ella. Se inunda de
unas obras que travisten los cuatro muros de la galería en un reducto
expansionista abierto a la novedad de un caminar que se sorprende al irse topando
con cada pieza -unas grandes y visibles, otras infinitésimas y creadas al
detalle. Así, sus obras no son objetos aislados sino que son dispositivos de intermitencia,
de verticalidad para una percepción que siempre está contaminada por nuestra
propia posición en el entramado expositivo. No es extraño por tanto que en ese
solapamiento de textos, imágenes y sonido la experiencia estética redunde en
una cacofonía distorsionada, en una mezcla de percepciones caóticas.
Parejo a este difuminar del armazón de la exposición con el de la galería, Ruiz
de Infante se toma a chirigota el glamour de la tecnología en la producción
artística y, sin complejo alguno, combina la más alta tecnologización en la
producción de la imagen con un bricolaje urgente y como de andar por casa,
cercano a la estética del do it yourself.
Con ello, con ambas estrategias, nuestro artista trata de provocar una
disrupción en ese flujo de datos que percibimos y que consensuadamente llamamos
“realidad”. La exposición, concebida como un parcours que raya en el transitar existencial, y la ejecución propia de la obra,
estratégicamente diseñada para no resultarnos extraña y ajena, son epicentros
desde donde el artista propone una experiencia estética bien concreta: tocarnos
el inconsciente memorístico, ahí donde habita los a prioris kantianos de la percepción -el espacio y el tiempo-, para
crear un ámbito de extraña cotidianeidad.
Inserto en ese espacio, el espectador no puede por menos que experimentar
una distancia respecto esas estructuras sensoriales en las que se basa toda
experiencia. Desde ahí, ante una percepción que se le niega en su organización
sensorial, el sujeto práctica una pseudo-epojé fenomenológica donde las cosas
se le presenta en su óntica desnudez. Así, devenida la experiencia estética
indagación psicológica acerca de nuestros difusos y frágiles agarraderos en la
realidad, el propósito del artista es explorar los mecanismos subjetivos de
adiestramiento y aclimatación al medio. El resultado es casi un estudio de
campo acerca de esas etapas transitorias de la vida como la infancia y la
adolescencia en las que la educación y el aprendizaje funcionan a pleno
rendimiento.
Para esta exposición, Ruiz de Infante se centra y concentra en torno a uno
de los fundamentales absolutos no solo del arte sino de toda experiencia: el
tiempo. Obviamente este punto de partida no es en modo alguno original. Como
bien dice el texto de la propia galería “todo arte se enraíza esencialmente en
el paso del tiempo; del tiempo buscado, del tiempo perdido, del tiempo
perseguido, del tiempo recuperado, hasta tal punto que podría decirse que el
Tiempo mismo es el tema eterno y el contenido fundamental del arte”. Pero
obviamente, y al hilo de todo lo sugerido más arriba, la misión de Ruiz de
Infante no es mostrarnos lo que ya sabíamos sino tensar la cuerda para que la
experiencia estética quede dinamitada en sus presupuestos espaciales y
temporales.
Nada más entrar escuchamos un metrónomo, un tic-tac que marca nuestra errar
en la sala reforzando la sensación de tránsito y, sobre todo, de tiempo y
espacio en construcción. Porque de eso se trata: de “descordar” la percepción
espacio temporal para que ambas tengan que, en la propia percepción, ser reubicadas
y reelaboradas según nuestras disposiciones interiores.
Según nos adentramos
artilugios de toda índole nos salen al paso para, en un conglomerado de
sensaciones lograr esa distorsión a la que hemos aludido. Así por ejemplo, en
la obra más conseguida, Selva húmeda
(Vanitas), imágenes tomadas en un mismo espacio pero en tiempos diferentes
se superponen creando una heterocronía inquietante que fluye a mayor velocidad
que la que nuestra percepción puede soportar. En otra instalación (Amanecer Múltiple) el sistema modular de
jaula-casa-reloj-sombra varía acorde a la posición del espectador.
La conclusión,
una vez más, es obvia: el espectador, en
su vagar y divagar construye los a prioris
de la apercepción haciendo obvio que, si bien el presente necesita de un espacio-tiempo
bien construido, el ser humano habita, sobre todo, en esa difusa región del
“quizás” y del “tal vez”, del “a lo mejor” y del “puede ser”. Es decir: tiempo
y espacio son los ladrillos de toda experiencia, pero que estén modularmente
coordinados…eso es solo una ficción a la que el arte opone la suya propia: una
donde tiempo y espacio coinciden únicamente como sustrato volatizado en el que
pasado, presente y futuro quedan abiertos –en la subjetividad del sujeto– a una reconstrucción incesante.
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