miércoles, 29 de octubre de 2014

FRANCISCO RUIZ DE INFANTE: POÉTICAS ERRANTES EN EL ESPACIO-TIEMPO

 
FRANCISCO RUIZ DE INFANTE: LA LÍNEA DE LOS OJOS (THE DEATH LINE)
GALERÍA ELBA BENÍTEZ: 11/09/14-20/11/14

Si cabe, de (casi) cualquier artista, apelar a su particularidad, de Ruiz de Infante (Vitoria, 1966) la cosa se queda incluso corta. Porque en él y en su quehacer se dan cabida preocupaciones y modos de actuar que rayan en lo insólito, en un atrevimiento formal que va más allá de la pose circunspecta de quien comprende el arte como una labor de acoso y derribo. Y es que lo suyo remite a un difuminar fronteras hasta el límite de lo permisible.

La obra no ocupa una galería, la conquista. Y si es necesario, y casi siempre “es necesario”, se agujerean y derriban muros. Causa de ello es que el espectador no entra en la galería sino que se sumerge en ella. Se inunda de unas obras que travisten los cuatro muros de la galería en un reducto expansionista abierto a la novedad de un caminar que se sorprende al irse topando con cada pieza -unas grandes y visibles, otras infinitésimas y creadas al detalle. Así, sus obras no son objetos aislados sino que son dispositivos de intermitencia, de verticalidad para una percepción que siempre está contaminada por nuestra propia posición en el entramado expositivo. No es extraño por tanto que en ese solapamiento de textos, imágenes y sonido la experiencia estética redunde en una cacofonía distorsionada, en una mezcla de percepciones caóticas.  

Parejo a este difuminar del armazón de la exposición con el de la galería, Ruiz de Infante se toma a chirigota el glamour de la tecnología en la producción artística y, sin complejo alguno, combina la más alta tecnologización en la producción de la imagen con un bricolaje urgente y como de andar por casa, cercano a la estética del do it yourself.
 
 
Con ello, con ambas estrategias, nuestro artista trata de provocar una disrupción en ese flujo de datos que percibimos y que consensuadamente llamamos “realidad”. La exposición, concebida como un parcours que raya en el transitar existencial, y la ejecución propia de la obra, estratégicamente diseñada para no resultarnos extraña y ajena, son epicentros desde donde el artista propone una experiencia estética bien concreta: tocarnos el inconsciente memorístico, ahí donde habita los a prioris kantianos de la percepción -el espacio y el tiempo-, para crear un ámbito de extraña cotidianeidad.

Inserto en ese espacio, el espectador no puede por menos que experimentar una distancia respecto esas estructuras sensoriales en las que se basa toda experiencia. Desde ahí, ante una percepción que se le niega en su organización sensorial, el sujeto práctica una pseudo-epojé fenomenológica donde las cosas se le presenta en su óntica desnudez. Así, devenida la experiencia estética indagación psicológica acerca de nuestros difusos y frágiles agarraderos en la realidad, el propósito del artista es explorar los mecanismos subjetivos de adiestramiento y aclimatación al medio. El resultado es casi un estudio de campo acerca de esas etapas transitorias de la vida como la infancia y la adolescencia en las que la educación y el aprendizaje funcionan a pleno rendimiento.
 
 
Para esta exposición, Ruiz de Infante se centra y concentra en torno a uno de los fundamentales absolutos no solo del arte sino de toda experiencia: el tiempo. Obviamente este punto de partida no es en modo alguno original. Como bien dice el texto de la propia galería “todo arte se enraíza esencialmente en el paso del tiempo; del tiempo buscado, del tiempo perdido, del tiempo perseguido, del tiempo recuperado, hasta tal punto que podría decirse que el Tiempo mismo es el tema eterno y el contenido fundamental del arte”. Pero obviamente, y al hilo de todo lo sugerido más arriba, la misión de Ruiz de Infante no es mostrarnos lo que ya sabíamos sino tensar la cuerda para que la experiencia estética quede dinamitada en sus presupuestos espaciales y temporales.

Nada más entrar escuchamos un metrónomo, un tic-tac que marca nuestra errar en la sala reforzando la sensación de tránsito y, sobre todo, de tiempo y espacio en construcción. Porque de eso se trata: de “descordar” la percepción espacio temporal para que ambas tengan que, en la propia percepción, ser reubicadas y reelaboradas según nuestras disposiciones interiores.
 
 
Según nos adentramos artilugios de toda índole nos salen al paso para, en un conglomerado de sensaciones lograr esa distorsión a la que hemos aludido. Así por ejemplo, en la obra más conseguida, Selva húmeda (Vanitas), imágenes tomadas en un mismo espacio pero en tiempos diferentes se superponen creando una heterocronía inquietante que fluye a mayor velocidad que la que nuestra percepción puede soportar. En otra instalación (Amanecer Múltiple) el sistema modular de jaula-casa-reloj-sombra varía acorde a la posición del espectador.

La conclusión, una  vez más, es obvia: el espectador, en su vagar y divagar construye los a prioris de la apercepción haciendo obvio que, si bien el presente necesita de un espacio-tiempo bien construido, el ser humano habita, sobre todo, en esa difusa región del “quizás” y del “tal vez”, del “a lo mejor” y del “puede ser”. Es decir: tiempo y espacio son los ladrillos de toda experiencia, pero que estén modularmente coordinados…eso es solo una ficción a la que el arte opone la suya propia: una donde tiempo y espacio coinciden únicamente como sustrato volatizado en el que pasado, presente y futuro quedan abiertos –en la subjetividad del sujeto– a una reconstrucción incesante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario