lunes, 3 de abril de 2017

EN TORNO AL MODERNISMO: DUCHAMP, DANTO Y EL ETERNO BALAR


Está claro que una de las estrategias del sistema hipermediático actual es tirar la piedra y esconder la mano. O, lo que es lo mismo: lanzar el anzuelo para que entre unos y otros nos devoremos sin saber muy bien porqué, anquilosados en unas posiciones ante las que no cabe más que la frialdad de las buenas maneras. Con esto quiero decir que si el arte ha de servir de detonante para que la chispa crítica prenda en el complejo social de una u otra manera, una labor que tiene que hacer previa es limpiar de polvo y paja la esfera pública en la que se establece el debate. Con ello no quiero aludir a ninguna prioridad en temas ni a ningún elitismo sino, simplemente, a que los agentes artísticos han de tener la brillantez para poner encima de la mesa asuntos de verdadera relevancia y no aquellos otros que de vez en cuando nos lanzan los juegos de manos telemáticos de la realidad administrada para que nos desgastemos en poner el cascabel al gato.

Dicho todo esto, no tengo reparos en hacer público que yo soy el primero en contradecirme: la obra de las ovejas y la fuente de Duchamp del artista Boyer Tresaco no puede ni debe llenar un solo instante de una tarea –la del arte– que todavía tiene todo por hacer. No obstante –y como, insistimos, no nos duelen prendas en ser nosotros quienes nos desdigamos– el hecho de que (casi) toda la crítica que se ha podido leer alude a las condiciones de maltrato animal en que se ha incurrido, me parece pertinente desmontar la instalación desde un punto de vista meramente estético, donde quepamos todos aquellos –entre los que me encuentro– que no somos capaces de sintonizar demasiado con ese pretendido maltrato. 

Pero, pertinente, decimos, ¿por qué?, ¿porqué llenar un par de cuartillas acerca de una obra de la que ya hemos dicho no merece emborronar la plaza pública donde el debate estético-político debe continuar sin dilación ni interrupción alguna? Porque creo que escenifica uno de los síntomas más repetidos en la actual práctica artística y porque el “centenariazo” de la Fuente puede ser momento idóneo para desenmascarar tales estrategias.

Entrando ya directamente al trapo, sería bueno empezar diciendo que el arte es desde siempre la escena de un crimen. Si en regímenes estéticos anteriores –mimético o representacional– la escena se contemplaba desde fuera, desde el romanticismo se fue teniendo conciencia de que lo suyo sería meterse dentro de la escena. Este anhelo se consumó, para unos, con las vanguardias o, para otros, con las neo-vanguardias. O, dicho de otra manera: con Duchamp o con Warhol.

En cualquiera de los casos, se entró en la escena para constatar lo que ya era una verdad a voces: que el cadáver había desaparecido. Es decir: que no había nada que investigar ni ningún secreto que revelar. Y este es el gozne desde el que las diferentes interpretaciones a este punto de no retorno salen a la palestra y donde el confusionismo entra en liza en la más reciente historia del arte. Porque no es lo mismo pensar –y actuar– desde el primado warholiano que desde el pontificado duchampiano. Y porque, más grave aún, no suele dar buenos resultados mezclar ambas “creencias” pues al mixtificación (y mistificación) que se genera lleva a verdaderas boutades como la que nos ocupa. 
 
 

Duchamp y Warhol sitúan al arte frente a su acabamiento –cierto acabamiento de una determinada narración del arte– pero el problema está en que aunque la Fuente sigue manteniendo su seducción, la interpretación de Arthur Danto a las Cajas de Brillo es el silencioso invitado en la feria del arte contemporáneo. En este sentido, y aunque las ideas del teórico norteamericano no son de las más valoradas, sin duda que sus efectos –de pluralidad– sí son seguidas a pies juntillas.

De manera harto sucinta la teoría de Danto puede resumirse en que el ser de la obra de arte es su significado, al cual se accede empleando una teoría del arte capaz de desentrañar este significado que la obra de arte encarna y que viene dado, artísticamente, en forma de metáfora. Danto llegó a esta tesis cuando en 1964 fue a una galería de arte y quedó extasiado al contemplar las Cajas de Brillo Box de Warhol indiscernibles de las que se vendían en el supermercado. Desde esta iluminación profana, el bueno de Danto se lio la manta a la cabeza y conjugando de forma extraña esa visión analítica que hasta entonces le había caracterizado como filósofo de la historia con Hegel dio en la tecla para de buenas a primeras encumbrar a Warhol en genio de la filosofía y de paso concretar el final de arte. El propio Danto señala que “la cuestión principal que hizo de las Cajas de Brillo algo tan excitante para mí fue, en cualquier caso, por qué eran obras de arte, cuando los paquetes de Brillo a los que se parecían tantísimo eran simple paquetes de estropajos de la marca Brillo”.

Con la entrada de la Caja de Brillo Box en la galería –en la institución arte- sucede que por fin el desarrollo histórico del arte alcanza a su concepto: por fin ambos, esencia y existencia, se equiparan e igualan. El hecho de que dos objetos, indiscernibles el uno del otro, tengan la capacidad de ser uno incluido dentro del arte y otro no, remite a que ya no queda nada por hacer, a que el desarrollo del arte por fin a alcanzado su cúspide: a que el arte ha alcanzado en su desarrollo histórico su propia autoconciencia. Vicente Jarque lo explica así: “lo que Danto viene a sostener es que, en la medida en que el arte ha alcanzado el punto en que su existencia ha pasado a involucrar su propio concepto y queda descartada su definición en función de ninguna clase de rasgos sensibles o cualidades estéticas, no solo se superan todas las teorías anteriores (en cuanto que fundadas en un arte aún no desplegado hasta ese límite insuperable), sino que su esencia puede considerarse por fin revelada de una vez por todas”.

Y es en este punto donde todo viene a descarrilar de lo que parecen ser las afianzadas vías históricas del arte: porque, de aceptar estas tesis de Danto, ¿cómo continuar la historia del arte? El propio Jarque señala que “de hecho, lo que al carácter ultimado del arte le corresponde es, como insiste Danto, una filosofía detenida. Pero esa detención, en la medida en que implica la negación de la posibilidad de una futura trasformación ya no del arte mismo, sino de su concepto, no se limita a constatar la imposibilidad de nuevas narrativas autónomas del arte, sino que confiere a las ya cumplidas una condición absoluta que se impone a la definitiva contingencia  con que se  nos presenta el pluralismo que les sucede”.
 
 

Es este, pensamos, un resumen perfecto de la confusión teórica de muchas prácticas artísticas que no saben muy bien a qué carta quedarse pues, sabiéndolo o sin saberlo, hacen suyas las tesis del filósofo analítico. Este hecho, implícito y dado de facto, supone una comprensión de la historia del arte post-warholiana como una horizontalidad sin horizonte, una retahíla de narrativas e interpretaciones donde el único punto de anclaje es el fin de la Modernidad: con el genio filosófico de Warhol el arte elimina todo resto de diferencia ontológica y adviene a ser, por fin, pura filosofía señalando así el fin de la historia del arte al tiempo que inaugura un pluralismo radical que hace que sea imposible concebir una gran narrativa.

Y es ahí donde se sitúa Boyer Tresaco: en una idea de un después del arte como un mero después del relato del arte, en un quéhacer artístico como un dar vueltas una y otra vez, en ese pluralismo que hemos señalado, al relato que ha concluido en el final del arte. Entrando a patadas en esa escena del crimen que es el arte, no se le ocurre otra que contarnos la misma historia pero creando un pequeño desplazamiento con el que poder decir, él mismo, ¡eureka, ya sabía que no había ningún cadáver!  

El error por tanto de esta instalación no es la de utilizar animales –cosa que, tampoco sobra decir, es de todo punto innecesario y que subraya aún más el carácter impostado de la obra– sino el hacer explícito la confusión de la narración histórica del arte sobre la que trabaja: por el hecho de erigir en un pedestal la Fuente de Duchamp ya cree que está hablando de ella cuando lo cierto es que nada más lejos de la realidad. Está hablando quizá de todo menos de ella. Dicho esto, lo más sensato que se puede decir del asunto es que el artista no sabe muy bien de lo que está hablando o, como poco, no sabe muy bien qué quiere decirnos. 

Pero, ¿no nos estaremos ensañando con una obra de la que a priori estamos ya calificándola de mediocre? Creemos que no pues aunque lo cierto es que la idea del “fin del arte” es una constante en muchas teorías del arte, todas ellas son capaces de virar en redondo para proponer una continuidad cifrada en el sesgo político con que desde Benjamin carga el arte. De este modo se considera que el arte nunca podrá sobrevivir como tal, ni siquiera posthistóricamente, a no ser que se trate de algo que merezca ser prioritariamente considerado desde el punto de vista del proyecto de emancipación del ser humano, un proyecto que ya no puede ser el sustentado en los derruidos pilares de la Ilustración sino que debe de tomar pie en esa irrevocabilidad de acabamiento con que carga el arte y al mismo tiempo en la necesidad de, pese a todo, continuar. 

Por ejemplo, si Adorno puede merodear la cercanía del “fin del arte” en términos parecidos a los de Danto –cambiando únicamente la eliminación ontológica de este último por la irrefutable autonomía hacia la que para el filósofo alemán camina el arte–, sin duda supera el planteamiento mediocre de Danto al separarse de las redes de Hegel y, fiel al impulso negativo del arte, comprender que “il faut continuer”: una continuación que evita que la autoconciencia que el arte alcanza culmine en una plena iluminación de sí mismo, sino que más bien alumbre en la conciencia un cierto sinsentido, o mejor, una confrontación en la perplejidad más absoluta. Allí donde se esperaba la claridad, aparece una noche oscura. Mientras el progreso conduce a Auschwitz y a la consagración de la ciega ‘razón instrumental’, el arte históricamente confrontado por la catástrofe se manifiesta como la imagen precisa aunque inconsciente del sinsentido.
 
 

            De todo esto, en la obra que nos ocupa, no hay nada. El sinsentido que de ella emana no tiene ninguna capacidad de mostrar los esquejes de la dominación del hombre por el hombre sino que entra de ello en esa frusilería con que una pluralidad de estrategias llenan la narración del arte después de su –dantoniano– acabamiento. El “fin del arte” que las ovejas cantan no es sino la marcha militar de un arte normativo, nihilisticamente post-histórico, granjeado en lo reaccionario de su propia iniquidad.   

Pero, y por último, ¿cuál fue el descubrimiento de Duchamp?, ¿qué senda inaugura la Fuente? No sabemos si las circunstancias, su talento o la más sorprendente de las casualidades, hicieron que el descubrimiento del ready-made superase por mucho a todos los demás intentos vanguardista que, de una u otra manera, acababan en el callejón sin salida de las antinomias idealistas –¿hasta qué punto una representación que no represente?, ¿hasta dónde un solapamiento de la vida y el arte?, ¿hasta dónde no-ver lo que de alguna forma ha de verse?, etc.

El truco del ready-made es que todo está a la vista: no hay nada que saber ni ninguna clave interpretativa. Se entra en la escena del crimen que hemos dicho es el arte con el único saber posible: que está siendo engañado, que el cadáver no está. No es –terminando por aniquilar la teoría de Danto– ninguna metáfora. Paradójicamente lo que esto logra es que el secreto esté siempre oculto: es decir, que no se llegue a ninguna conclusión, a ningún significado. La presencia del sentido está siempre ausente, a la espera de un momento más, de una interpretación más, de un instante más donde, definitivamente, se vea la trampa del juego y todo caiga bajo su propio peso. Pero sin embargo ese momento no termina de suceder nunca: ni aunque se condene a la Fuente como boutade sin parangón, ella seguirá manando un sentido siempre derivado, seguirá esperando el momento de plena revelación.

La Fuente autoproduce su propio campo de escritura donde esta deviene infinitamente en una búsqueda de significado que nunca acaece plenamente. El mecanismo del ready-made no se aplica en hacer trasparente el mundo sino, más bien todo lo contrario, a sumirlo en un indiscernibilidad perpetua, en una tensión de significancia nunca resuelta ni descifrada plenamente. La Fuente es una máquina de producción de interpretaciones infinitas, una máquina de diseminación de un sentido siempre desplazado. Lo que descubrió Danto que hizo Warhol con una caja Brillo ya lo había hecho Duchamp con el mundo entero: una máquina de reterritorialización del sentido

 
El secreto de la Fuente está a la vista pero, pese a ello, lo paradójico, lo que determina el nuevo régimen del arte, es que no hay posibilidad de concretar su sentido, su propio secreto: ¿es una fuente que es un urinario que es una obra de arte?, ¿es un urinario que no es una obra de arte dentro de una exposición de obras de arte? No traten de ensayar ninguna posibilidad como única, no traten de descubrir un sentido como el dado: la Fuente nos muestra un campo de absoluta de ilegibilidad, el del propio arte.

En esta situación, y como hemos apuntado al principio, cualquier interpretación es la correcta, cualquier acto de habla en relación a la Fuente es la más pertinente: es el espectador quien debe cerrar –temporalmente– el círculo, quien sella –parcialmente– el proceso itinerante de significancia. Y todo porque no hay sino misreading forzados por un significante que siempre elude su cita y que fuerza al significante a crear por sí solo algún efecto de significancia.

Claro que aquí llegamos a la mayor dificultad teórica que esta obra puede plantearnos: ¿quién dice que lo que las ovejas cantan no puede –no debe– ser dicho?, ¿quién dice que su balar no es arte cuando al mismo tiempo estamos diciendo que la Fuente vehicula la posibilidad de cualquier decir? Quizá la escena que abre Duchamp sea la caja de Pandora donde todo discurso puede por fin ser dicho: pero la cuestión es que aunque pueda ser dicho no debe ser dicho. Es un perfecto anacronismo estar situados en la atalaya de nuestra contemporaneidad y valernos de la Fuente de Duchamp para hacer balar a una oveja cuando lo cierto es que hay muchas otras cosas que deben ser dichas: mucho dolor, mucho sufrimiento, mucho sinsentido…, mucha noche aún que pasar antes de arribar a una nueva aurora.

Si esto es así, y aunque sin duda pueden estar acertados en parte, no incurren en muy diferente error quienes ven en tal obra solo el maltrato animal cuando lo cierto es que es un maltrato prioritariamente a toda la humanidad: quizá sea de modo objetivo la oveja la que sufre, pero el desprecio del artista por la condición humana es mucho más garrafal pues utiliza el altavoz que la escena duchampiana le otorga para hacer, simplemente, balar a unas ovejas.

De este modo queda probado que la escena de las ovejas es deudor de una noción de acabamiento del arte totalmente conservadora, que hace pasar como divertimento lo que para nada debe de servir como causa del arte. Es de la Fuente de donde mana una topografía desplazada y en deriva donde arte y no-arte, objeto encontrado y obra de arte, autoría y accidente, bifurcan una significancia itinerante que delinea en cada intento de aproximación las coordenadas propias de acción del propio arte. Cada espectador, tratando de averiguar el secreto a la vista de la Fuente, no está haciendo sino reconstruir el campo de acción del arte: un campo siempre diferente ya que en cada intento de lectura el propio espectador modula el espectro de lo posible del arte, en cada intento de comprensión el espectador desmantela el entarimado propio del arte para promover en el mismo instante otro alternativo, igualmente sin respuestas, formado únicamente por puntos de fuga, por alternadores de retoricidad. Pero todo esto con una salvedad: todo decir que puede ser dicho en la ausencia de un sentido nunca pleno sino que se mantiene silencioso, manando invisible de la propia boca de la fuente, tiene que estar a la altura de las circunstancias, unas circunstancias –las nuestras– donde nuestra vida es estafada y ninguneada, y donde nuestro destino apenas levanta un palmo de la burocracia ornamental en la que estamos sumidos.   

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