sábado, 30 de mayo de 2009

EL BOSQUE: NATURALEZA MUERTA


CONCHA GARCÍA: “EN LO PROFUNDO DEL BOSQUE”
GALERÍA FÚCARES: 25/04/09-30/05/09
El romanticismo, como cruce de caminos entre la pasión descarnada por la heroicidad de toda subjetividad y lo oscuro que toda idealidad, la del individuo como otra cualquiera, lleva consigo, no tuvo reparos en elevar al bosque en metáfora del propio camino interior que todo sujeto debe recorrer en pos de su esencia, tan valerosa y heroica, como (y ahí está el asunto) perversa y oscura.
De esta manera, el bosque es lo mistérico, el otro lado de la razón, el más allá de lo sublime kantiano, lo paradójico que surge en el mismo centro de la nueva mitología romántica, el punto de fuga del poetizar de Novalis como reverso del proyecto ilustrado, es lo nocturno de la razón, aquello que produce monstruos. El bosque es la pasión por el abismo que toda razón, como productora, lleva en su seno a modo de estigma, es la antesala del bailar narcolépsico y dionisiaco de Nietzsche, el lugar inconsciente para la pulsión de muerte de Freud.
Y es que, en el pliegue que opera toda racionalidad, el lado externo y el interno no van de la mano a la hora de trazar geografías de lo conocido. Todo consiste en acercarse, al abismo, tanto como uno quiera, hallarse a las puertas de la muerte, de la locura, bajar al Hades y, como Ulises, regresar indemne. Proyectos de otra época, desde luego, pero que merecen tenerse en cuenta a la hora de diagnosticar los síntomas de una sociedad, la nuestra, paralizada por una subjetividad amorfa y pueril, que clama en el desierto de su libertad (simulacro bien aprendido) al tiempo que sólo tiene el valor de comprenderse como hecho liberticida.
El romántico, en cambio, pasea, contempla, se deja seducir por lo tomentoso del paisaje, por lo sublime de la naturaleza que escapa a su propia razón como fundadora y, en ese pasear, descubre por primera vez en la historia que su racionalidad escapa de un mero producirse utilitarista con arreglo a fines. Descubre que, él también, posee su propio interior y que no es ningún ‘claro del bosque’, sino que más bien se trata de un lugar tortuoso y enfangado en sus propios horrores.
En este sentido, la ‘buildinroman’ romántica como novela de formación alcanza su cota de hecho artístico al ser capaz de entender que sólo enfrentándose a los bosques que pueblan el interior nocturno del alma humana es como la subjetividad llega a conformarse. “El camino misterioso va hacia el interior”, decía Novalis. El romántico es el que invierte los términos, el que prefiere sumergirse en los terrores del interior que abrirse a los encantos del exterior, pero también el que, en su inversión, halla la infinita libertad de darse a sí mismo como subjetividad creadora. El romántico es el viajero de su propio ‘yo’, el que practica el nomadismo de su propia libertad.
La excelente exposición de Concha García es fiel reflejo del estado detrítico y de urna museística en que el proyecto romántico ha devenido en la actualidad. La subjetividad, moldeada a expensas de la tecnología límite del simulacro, no halla ni siquiera el mínimo de fuerzas para vérselas cara a cara consigo mismo. Su deseo, porque de deseo se trata en una sociedad que ha perfeccionado hasta el límite los canales de producción libidinal, queda mediatizado e idiotizado en la pantalla de la telegenia global.
No hay lugar para la heroicidad en una época en la que el friki campa a sus anchas, no hay lugar ni momento para enfrentarse a nuestros propios miedos en un mundo en el que la esquizofrenia globalizada genera la angustia implosiva de la mercancía y el fetiche al tiempo que trata de curarla a base de librito de autoayuda. El bosque, hoy en día, es lugar para el dominguero o el neo-progre de salón.
El bosque es entonces eso que la artista nos muestra: arbolitos dentro de copas de champan, geométricamente dispuestos y inestables en su formación. Un golpe de aire y todo se vendrá abajo. Una belleza que aterra en sí misma. El bosque como algo que contemplar desprovisto de todo matiz de trasgresión o gesto libertario. Y lo peor es nuestra seguridad, nuestra bien aprendida domesticación a la hora de saber que no vale la pena ni intentarlo, que los miles de cristalitos en que se convertiría el bosque en caso de heroicidad o de gesto disciplente, no reflejaría más que nuestra renuncia a intentar siquiera agacharnos y recomponerlo según nuestra propia voluntad.
Pero, aún más lejos en su propósito, en otra sala la artista nos muestra la instalación de lo que vendría a ser un bosque en miniatura. Sillas descompuestas hacen las veces de madera mientras abetos de plástico intentan dotar de profundidad y grandiosidad a la escena. La proyección sobre la pared de pájaros hitchcochianos ponen la guinda al simulacro. La maestría de la artista no consiste en querer que su obra haga las veces de bosque, cosa que sería tan ridícula como irrisoria, ni tampoco consiste en coquetear con el povera a modo de reflexión sobre las relaciones arte/naturaleza vía, por ejemplo, Giusseppe Penone.


Esta obra nos enfrenta a aquello que cabe esperar y de lo que se nos hace difícil hablar: del estado del arte, de la forma en que éste nos guía en nuestro propio autoconocimiento, a través de una artificiosidad del artificio, de unos miedos fetichizados como transculturales, de una puesta en escena que nos exige pero al que apenas reconocemos como lugar de algún acontecimiento. Siendo la naturaleza, el bosque en particular, objeto de explotación y dominio del mercado sociopolítico, quizá no sea culpa del arte no poder ofrecer más que una artificiosidad donde apenas adivinar algún vestigio de tiempos heroicos.
Descarnadamente, sin paliativos ni aditamentos, dentro de una delicada fragilidad tanto formal como conceptual, la artista nos muestra como, en lo profundo del bosque, no queda sino el espejismo, a modo de vajillas rotas (la tercera obra de la exposición), de lo que un día nos atrevimos a soñar y ser.

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