viernes, 6 de noviembre de 2009

LA TRILOGÍA KOUNELLIS


JANNIS KOUNELLIS: 'ABIERTO x OBRAS'
MATADERO MADRID: 03/10/09-15/11/09
GALERíA NIEVES FERNANDEZ: 03/10/09-15/11/09

¿Alguien se ha dado cuenta? 2009, después del 69 y del 89. Epílogo de un epílogo, o la dejación de todo intento: ningún dios nos espera ya. Si Hölderlin aún mantenía la esperanza, si Cavafis se esforzaba por rumiar los últimos vestigios, para Kounellis el fin está aquí mismo: entre las cuatro paredes de la sala del Matadero. Pero vayamos lentamente y con cuidado en nuestro recorrido.
Si bien puede convenirse que el leitmotiv del povera de que el arte debe de sustituir a la vida misma goza de una salud envidiable, seguro estamos que en absolutos aquellos pioneros pueden estar satisfechos del resultado obtenido. Si para ellos se trataba de un intento casi desesperado por dotar al arte de todo su poder expresivo y ritual, alejándose así de la epistemología del conceptualismo o minimalismo tan en boga en aquella época, ni que decir tiene que todo ese exceso que se supone origina el arte ha sido conquistado por unos mundos de vida que hacen gala de su poder dogmático, de su frivolidad y de sus ganas de espectáculo.
Así, casi más que decir que el arte ha sustituido a la vida, lo que se ajustaría más a la realidad sería apuntar que la vida ha conquistado al arte a golpe de talonario. La inocencia del povera consistía en pensar que con dar la vuelta al pedestal, todo estaría ganado, que el mundo, en un abrir y cerrar de ojos se haría uno con el arte. En todo caso, bendita inocencia. Pero vayamos todavía por laberintos más intrincados.
Si bien es cierto que en el arte contemporáneo de los últimos veinte años se ha dado lo que Hal Foster definió como una ‘vuelta a lo real’, sobre todo de mano de lo abyecto y escatológico, no menos cierto es que se ha dado también el proceso inverso: una estética de la desaparición y la invisibilidad. Pudiera pensarse que esta estética viene ya de lejos, de los movimientos minimalistas y conceptuales, o incluso dadaístas, que problematizaban la idea de objeto de arte, de obra de arte, gracias a enfatizar otros momentos creativos que no fuesen los ya consabidos de la obra-cerrada y, a poder ser, total. Pero, por el contrario, no se trata solo de una simple desmaterialización del objeto artístico como pudiera haber teorizado Lucy Lippard en su célebre ensayo.
Se trata más bien de que el arte necesita coger aire ahí donde todavía quede algo, que el arte ha perdido toda batalla a la hora de plantar cara a los procesos de reificación capitalistas y que cualquier apelación al objeto, entendido ya en todas sus dimensiones como maquina absolutista y absolutizadora, se sabe juega del lado tiránico del objeto-mercancía.
Es así por tanto que las estrategias son dobles: o apelar a un hiperrealismo que suponga un tour de force en la maquinaria hipercapitalista que lo haga perentoriamente desestabilizarse (cosa que por otra parte tiene ya poco que decir habiéndose plegado a los dictados del espectáculo y el divertimento), o hacer desaparecer al objeto mismo para que el arte, desfondado de aquello que le resulta demasiado cómodo, trate de llegar a alguna orilla antes de perecer ahogado.
La premisa de Baudrillard de que el arte se ha convertido en un sinfín de imágenes donde ya no hay nada que ver se ha hecho real: no hay nada que ver, en sentido positivo y eminentemente diferente de aquel que intentaba darle el sociólogo francés, porque el arte postmoderno todavía tiene el mínimo de sentido común para saberse dominado en su propio terreno de juego y saber que su misión ya no es la de proponer ‘nuevas’ imágenes.



Nuestra encrucijada es entonces la siguiente: o el proceso de ocultamiento con que el arte parece querer jugar sus últimas cartas resulta de veras creíble y capaz de plantar cara a la dogmática del poder maquínico del objeto o, sintiéndolo mucho, no será sino el canto del cisne de un arte que, incluso a la hora de su muerte, corre sin saberlo al encuentro con el poder que le destruye. Porque, ¿no será ese retraimiento un momento más en la economía del signo que ensaya con el arte cómo hacerse hipervisible incluso en los momentos de ceguera?, ¿no será ese ocultarse la prueba más clara de que renunciamos a las claras a correr el velo de lo Real llevando acabo el último simulacro que el objeto necesita para su hegemonía: hacer como si todavía estuviésemos al acecho aun sabedores de que nuestra pose es la de la rendición absoluta?
Lo Real de la mercancía es aquello que consigue fetichizar toda mercancía, eso que precisamente nunca se cumple, el engaño al que siempre somos sometidos creyendo en un ‘plus de goce’ que nunca termina por satisfacerse. Y, por tanto, negarnos a la pura visibilidad de la mercancía puede ser entendido como una especie de ‘epojé’ fenomenológica que simula con dejar sólo al objeto-mercancía en su juego pero que nos puede salir muy caro debido al hecho de que sea obvio que el objeto no nos necesita ni siquiera para postularse como mercancía.
Sea como fuera, y como pronosticar no es nuestro fuerte, quedémonos con la idea de que esta diatriba sobre el ocultar y desocultar no es demasiado lejana a los presupuestos del povera. Los artistas povera sabían ya que las estrategias minimalistas o conceptualista, y mucho más aún las que pudieran venir del pop, no eran más que simulaciones de andar por casa con la que querer desconectar al signo de su entramado praxeológico. Ya fuese debido a privilegiar el momento de la contemplación, o por querer sustituir al objeto por su idea como hacía canónicamente el conceptualismo, o incluso por plegarse sin ningún rubor a la propia maquinaria del signo esperando llegase de no se sabe dónde el momento de desvelamiento, lo cierto es que el arte estaba demasiado cómodo parapetado detrás de unas estrategias que poco a poco lo fueron convirtiendo, al arte, en un hacer remolón y amanerado, más preocupado por sus quince minutos de fama que por cargar sobre sus espaldas con la labor que se le suponía.
El arte povera sabe, quizá fue el primero en saber, que la partida se jugaba en los dominios del objeto-mercancía, que era necesario no solo esperar a momentos de asunción con los brazos cruzados, que nada, nada en absoluto, iba a ser dejado al azar por una economía que comenzaba ya a dar muestras de su arma más poderosa: el simulacro. Desanclado ya de su lógica del causa-efecto, consumido en una vorágine que hacía cada vez más insalvable la grieta entre el valor de cambio y el valor de uso, al objeto le valía cada vez instantes más fagocitados para postularse como lo que de veras era: quantums de información dispuesta para ser consumida de inmediato.
Así, el arte povera renuncia a seguir dictado alguno y va al centro del asunto: un arte pobre para no dejarse cegar por la luz de un arte que comenzaba a hacer acopio de poderes en forma de frivolidad, glamurismo y cortedaz de miras. Venidos los primeros artistas povera de Italia y Grecia, su arte apuntaba a un dotar al objeto de su esencia más primitiva: aquella que la conectaba casi con el principio del logos y del mito. El objeto, desanclado por completo de su dimensión mercantil, se postulaba como simple material, como pedazo de naturaleza con la que seguir la labor ancestral de creación humana. La fuerza y sentido de sus obras remitían a una activación energética de los materiales que las ponía en comunión con el origen, con el momento en que el hombre era uno con la Naturaleza: el hierro no es aún hierro, la madera no es aún madera. Eso vendría más tarde, cuando se olvidó de que, en palabras de Adorno y Horkheimer, “la falsa claridad es sólo otra expresión del mito” y que “éste ha sido siempre oscuro y evidente a la vez, y desde siempre se ha distinguido por su familiaridad y por eximirse del trabajo del concepto”.





No se trataba ya de re-presentar sencillamente porque se quería hacer el esfuerzo de rememorar un origen donde aún nada había adquirido la posibilidad de ser representado. Daba igual un iglú que una docena de caballos, la pregunta sería la misma: ¿por qué sustituir un caballo por la representación de un caballo pudiendo tener al mismísimo caballo? El sentido de la obra no hay que buscarlo en ninguna hermenéutica ni en ninguna obtusa conceptualización: no mundos de vida, sino un único mundo de vida destilado de aquel origen en el que se sabía qué era un caballo pese a no haberlo nombrado nunca, pese a no haberlo re-presentado nunca. El propio Kounellis dice que su arte “significa vivir en este espacio (en ese espacio previo) darle dimensión y así tener la libertad de crear arte”. Donde nos atrevemos a corregirle es que, en esas condiciones, ya toda creación sería, por sí misma, arte.
Así, llegamos a la primera parada. 1969: Kounellis muestra doce caballos vivos en una galería como obra de arte. A partir de aquí, las cosas toman una velocidad endiablada. 1989: Kounellis expone la carne y el esqueleto de un animal muerto. 2009: en el antiguo Matadero de Madrid, Kounellis expone… un cuchillo de matarife. ¿Demasiada casualidad o es, como dijimos al empezar, el epitafio de toda una cultura que ha sido mostrada, troceada y aniquilada en el matadero de la superficie telemática del simulacro globalizado?
Al principio, al entrar, el entramado de cuerdas es muy poco obvio, apenas una cuerda atada a una columna que luego va a otra. Pero, poco a poco, la red se hace más abigarrada, más espesa. La cuerda se va retorciendo de columna en columna en un zigzag cada vez más denso formando un laberinto que no sabemos si hay que traspasar o sólo seguir con la mirada. Pero es sólo el tiempo justo en percatarnos de que ahí, en el mismo centro de la sala, del matadero, cuelga algo. Caminamos entonces despacio pero sabiendo donde ir, engañándonos en un laberinto que ya no es tal.
Desde media distancia ya se distingue, pero queremos llegar hasta él. La luz le da cenitalmente y dudamos de que sea lo que parece ser. Pero sí, un cuchillo, limpio y como nuevo, cuelga rodeado de una tensión de cuerdas que se coagulan ya en la segunda mitad del matadero hasta casi la asfixia.


Lo que queda, ese dramatismo de las cuerdas que no se sabe muy bien si empuja al cuchillo a elevarse en su propia tensión o si, por el contrario, pretende obstruir el paso hasta aquello que no ha de verse, es lo que conforma la obra en su totalidad: una nada, un vacío, un suceso que solo nos cabe silenciarlo. La obra de Kounellis, esta obra, ya no remite, porque no puede, a tensionar elementos, a moverse en lo rememorante de un pasado que se sabe ya nunca vendrá.
Nos atrevimos a mostrar caballos porque todavía esperábamos un arte capaz de sobreponerse a la tibieza en que se había convertido la representación del imaginario capitalista; nos atrevimos, ya bien entrados en la postmodernidad, a problematizar el encuentro traumático con lo Real mostrando vísceras y restos animales para ver si lo abyecto era propicio a conjurar el poder de un objeto que ya se postulaba eminentemente como mercancía.
Pero hoy, en un mundo que ni mira ni ve, la tragedia griega es esto: un silencio coagulado en el dramatismo de una tensión que sabe que toda violencia debe ser hiper, que todo acontecimiento es tan futil como innecesario. La obra sería entonces el reverso de lo que propone esta estética de lo oculto, estética que ha de comprenderse como el límite propio de un arte que desfallece sabedor de que no el queda apenas tiempo: coger el cuchillo, tener las agallas. Simplemente eso sería suficiente, sangraría por sí mismo.
Pero aún con todo, creemos, sería igual de inútil. A raíz de una obra que consistía en unas bolsas de carbón con cortes, Kounellis decía: “No, los cortes no son heridas. Heridas, como las del apóstol Santo Tomás que introdujo sus dedos en las heridas de Cristo. Son parte de mi cultura. Los cortes no tienen nada que ver con esa clase de heridas. Las heridas están en mi sangre.” Es decir, la herida está por dentro, la sangre es ya herida, nace infestada. Interior y exterior se confunden en un infrafino duchampiano que remite a la identidad ontológica en que ha devenido el mostrar y el ocultar: cuando ser y nada se confunden en el límite del simulacro postmoderno; la aletheia heideggeriana se atrofia en un desvelar que, a fin de cuentas, resulta no ser nada.
Cansados de ser Odiseo, el hombre postmoderno prefiere a todas luces silenciar su lucha y plegarse ya con descaro al silencio de una lucha y un destino que permite sea programado por el ordenador de turno, anestesiada por la risa enlatada del showman nocturno y deglutida en impulsos libidinales de nauseabundo hiperconsumismo. Al arte le queda únicamente mostrar el lugar de la batalla. Lo que no sabemos aún es si este matadero es un ‘antes’ o ‘después’ de la batalla, pero lo cierto es que quedan ya pocas orillas donde poder arribar: incluso Ítaca puede que sea sólo un simulacro más.

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