viernes, 10 de diciembre de 2010

ARTE EFÍMERO: TIEMPO-CERO COMO EXPERIENCIA LÍMITE EN EL ARTE


ON & ON
LA CASA ENCENDIDA: 19/11/10-16/01/11

De todas las categorías que han quedado reducidas a cero en la frenética carrera con que el arte contemporáneo se ha desarrollado en la última mitad siglo, quizá sea la que apela a su fragilidad temporal la que ha producido un mayor terremoto conceptual a la hora de enfrentarnos a la propia obra de arte. Un arte, entendido como sustento y soporte de unos imaginarios colectivos condensados en la durabilidad de unos relatos estructuradores de la realidad global, ha quedado desbaratado por diferentes intensiones que remiten a una fuerza interior de tal envergadura que hace de la destrucción y de su carácter de efímero la esencia propia del arte. Sin embargo, este destino del arte, lejos de ser comprendido, parece estar preso de tales contradicciones que reducen lo artístico a mera instancia inútil, cuando no mero campo abonado para la estupidez. A intentar una reflexión acerca de las efectivas condiciones de producción artística, así como al modo y razón en que éstas quedan inexorablemente ligadas al límite de una durabilidad-cero, apunta esta exposición que hasta el día 16 de Enero puede verse en La Casa Encendida de Madrid.

La cosa viene de lejos. Y es que casi parecería ser un error de bulto cometido por principiantes el seguir apostando por un aroma de eternidad en relación al arte contemporáneo. Incluso, abriendo el abanico hasta sus más claros antepasados, el asunto tendría el mismo gusto por el equívoco. Desde las fuerzas nocturnas e irracionales desplegadas por el yo-creador del genio artístico, pasando por el malditismo y satanismo de figuras claves como bien pudieran ser Baudelaire o Sade, el arte parece haberse aliado con lo fantasmático y febril en clara lucha con la sed de durabilidad que habita en el aparecer de lo bello natural –lugar éste, como no, del surgimiento de la verdad y la bondad de todo lo eterno.
Un poco más tarde en el tiempo Mallarmé sentencia: “la destrucción fue mi Beatriz” –sentencia ésta que no ha de tomarse como la sintomatología precisa de un fin de siécle enfermo de art pour l’art, sino la más clara concreción de lo paradoja fundacional del arte: en la trama por la cual el arte viene a rencontrarse con la plausibilidad de una certera autonomía –concretada en el grado-zero de toda expresividad-, la destrucción es el más corto y preciso de los caminos.
Trazando una breve historiografía contemporánea, tres son, pensamos, las fuerzas intensivas que han venido a confluir en la catalogación contemporánea del arte como efímero en contra del tan vanagloriado désir de durer de las obras clásicas. En primer lugar, la crítica del fetichismo de la mercancía que, junto con un énfasis en la autoreflexividad del arte –movimientos ambos referidos a lo conceptual y minimal de los años sesenta-, ha provocado una virtual desmaterialización del objeto artístico. En segundo lugar, la estética postmoderna, adjetivada a grandes rasgos como estética nihilista, tiene en la teoría de lo sublime de Lyotard (heredera también clara de lo sublime kantiano) un rasgo de relevante importancia a la hora de proponerse como crítica de los actuales regímenes panópticos de visibilidad, haciendo de la ceguera el, como diría Benjamin, “inconsciente óptico” capaz de subvertir el actual régimen de lo dado.
Por último, la propia obra de arte, entrada de lleno en la era de la reproducibilidad técnica, desbarata por completo sus referencias auráticas -de culto- haciendo que la temporalización que la atraviesa como producto socialmente producido quede referida a un instante descoyuntado en su mismo emerger temporal. Así, en esta profusión de imágenes en que queda cifrado el régimen económico del simulacro telemático, cada reproducción queda referida a un instante que, en la hipernovedad, queda destruido en el mismo momento en que se propone como imagen. Tanto es así, y aquí tenemos ya un primer acercamiento al tema que nos ocupa, que en el límite de la reproducibilidad, lo efímero adquiere rango de eternidad. O, dicho de otro modo, en la actual sociedad posthistórica y postutópica, la destrucción ha devenido aurática.



Es decir, el tiempo interior a la actual obra de arte no ha dejado de ser aurático, sino que, más bien, ha sido la condición del propio aura lo que ha cambiado. Si Benjamin definía al aura como “la captación de una lejanía” en referencia directa a un valor de culto adquirido durante el tiempo, el aura ha quedado, hoy en día, despojado de todo carácter mítico, ritual o mágico, para proponerse como potencialidad referida a un tiempo que se desmigaja, que se descompone y que queda reducido a una serie de instantes que se fagocitan en su propia reproducción. Así, si el arte, digamos tradicional, recoge sus potencialidades de la profundidad semiótica adquirida durante siglos –presencia, durabilidad, etc, pueden ser sus principales características-, ahora el arte, catalogado como efímero, recoge potencialidades destruyendo el tiempo, aniquilándolo y reduciéndolo a duración-zero.
Así por tanto, desmaterialización del objeto artístico, ceguera como régimen panóptico contrario a la hipervisibilidad promovida por el poder máquinico del signo-mercancía, y destrucción aurática en un tiempo que se desvanece en su mismo producirse, son los tres pilares sobre los que se erige la actual producción artística que toma de su calidad de efímero las potencialidades utópicas que antes recogía de su capacidad de atesar un tiempo dado siempre como perdurable.
En este sentido ha de quedar claro que la destrucción como modo de producción postmoderna no es por tanto un capricho de los popes del invento de ‘eso llamado arte’, ni un intento de despistar al personal, ni, mucho menos, la forma preferida en que lo idiota-artístico ha ido a converger con lo incomprensible de un arte tildado de engaño por el ciudadano medio, sino que, muy por el contrario, la destrucción queda referido al caudal necesario para que la obra de arte reaparezca como potencial emancipador y utópico.


Dicho sea de otra manera, si, siguiendo aquí a Guy Debord, el futuro se cumple irrebasablemente en el espectáculo, dándose éste como forma-mercancía acabada en la imagen-presente como objetivación precisa de una determinada cantidad de flujo capital, si el actual régimen del espectáculo concretiza y cierra la posibilidad de pensar el futuro en una presencia que llena el campo de lo social –y con ello igualmente el campo de la praxis- dándose todo lo ente bajo la categoría de la hiperpresencia de lo espectacular, el arte se ve en la necesidad de replegarse en su capacidad de autodestrucción para así, como pretendía hacer Benjamin, hacer saltar el continuo del tiempo y romper la factualidad de un futuro que es siempre ‘ya dado’ por el sistema
Ampliando aquí el campo de lo teórico sobre el que sustentar una crítica sustancial de lo efímero, podemos bien decir que es que, en la destinación propia del propio concepto de arte, en su específica negatividad, al arte no le ha quedado más remedio que proponerse en su autoaniquilación: si en la dupla racionalidad/mímesis en que queda cifrada la producción artística, el propósito del arte ha sido siempre proponer un regreso mimético a la naturaleza merced al carácter de aparecer que toma toda representación, lo cierto es que los instintos artísticos y creadores de una naturaleza que recoge sus potencialidades del hecho de ser interpretadas dionísicamente, se ven arrasados por una pulsión de muerte que ve en la propia autosuperación del arte la razón de ser de su tendencia a la aniquilación.
Si el arte conceptual va en esta línea -en el sentido de que a la idea estética no le hace ya falta ni siquiera su carácter de ‘aparición’- el arte efímero desdibuja las propias lindes de la facturación artística proponiendo un ‘más allá’ que raya no ya en su autocuestionamiento escópico, sino en su mero hecho de sustentarse con carácter de durabilidad –carácter ése indiscernible a toda representación.



Si se quiere, el arte efímero sería el último estadio del carácter de irreconciliado que está en la base de la esencia del propio arte. Si ya en Hegel el autoreconocimiento consciente que verifica la forma propia en que el pensamiento se vuelve consciente redunda ya, en su mero acto de aparición, en una determinación histórica más del pasado que del presente (pues toda determinación objetiva del Espíritu es dialécticamente superada en un presente que es ya desde siempre sido), si Adorno apunta igualmente a un ‘más allá’ del propio concepto de arte para el cual la síntesis de lo disperso que asume una apariencia de reconciliación solo puede ser conocida como tal volviéndose contra sí misma, de manera que “el arte es verdad solo en la medida en que haga aparecer lo real como irreconciliado”, entonces el arte efímero vendría a ser la última estación de un arte que en su querer ganar tiempo al tiempo de su imposible reconciliación no tiene más remedio que subvertir los ordenes y, más que seguir desdoblándose miméticamente en una segunda naturaleza, autodestruirse a sí misma.
Normal entonces que en esta poetología del proceso en que ha venido a encallar la producción artística contemporánea, sea la rememoración y la arqueología la metodología preferida para proferir potencialidades utópicas a una reificación y objetivación, la de la obra de arte, inconclusa en su ‘ir más allá’ de sí misma y que remite siempre ya a un tiempo descoyuntado y desmembrado.
Y normal también entonces que más que el símbolo sea la alegoría la forma preferida de representación postmoderna. Si la primera supone una relación entre la parte y el todo temporalizada en una durabilidad y permanencia del propio símbolo, la alegoría se caracteriza por lo inexpresivo y por la aparición de lo fantasmal en que queda remitida toda crítica sustancial de la apariencia. En la alegoría el pliegue de representación queda sellado debido a una duración –en el sentido más bergsoniano del término- reducida a cero y que imposibilita la súbita aparición quedando todo reducido a una forma inexpresiva.
Dicho sea de otro modo, si el tiempo es la forma donde se coagula la vida, si el carácter de apariencia del arte se hace verdad en la expresión de un símbolo, es por tanto en lo inexpresivo de un aparecer remitido siempre a un devenir temporal que está sin consumar siempre en cada instante por donde se cuela lo destructivo del arte y, como no, de la propia vida.



Eso, precisamente, es lo que nos ofrece está magistral exposición: arte y vida luchando por concretizarse en lo irrepetible de unos instantes sobredimensionados en cada retorno y devorándose en cada diferencia; arte y vida experimentándose en la frenética temporalidad del diferir de diferencias, hecho éste que, contra lo comúnmente afirmado, es la única manera de que el campo de lo posible –aquel que interseca perpendicularmente con el campo de lo real- devenga verdadero campo abierto a la fuerza utópica de lo vital.
Si la pregunta que nos esencia como humanos es aquella que nos invita a interrogarnos sobre lo que nos es lícito esperar, el arte, con su inherente potencialidad a la hora de experimentar una temporalidad siempre otra y diferente, nos abre el campo perceptivo de lo posible. Así pues, de esperanza es de lo que nos habla esta exposición que tiene en la destrucción y en la noción de efímero la llave de paso para una experiencia verdaderamente estética de nuestras vidas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario