martes, 14 de febrero de 2012

DOUG AITKEN: EN BUSCA DEL ODISEO MODERNO



DOUG AITKEN: BLACK MIRROR
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 19/01/12-10/03/12

“Where am I from? Different places. Where’d I grow up? I can’t tell you exactly. Where am I? Egypt Norway Iraq Germany Thailand Cameroon.”

Si todo mito es siempre una narración en viaje, un discurso nómada que zigzagea a través del tiempo; si, como no, de todo cuento existe otra versión igual de importante silenciada y olvidada en esa memoria colectiva construida a base de guiños y secretos que nos conforma, normal entonces que cuenten que, como no, en el mito fundacional de Odiseo hay una segunda parte perdida en alguna lejana biblioteca: aquella que dice que Odiseo, nostálgico de su viaje, sufriendo como quien dice un nostoi invertido, recela de la seguridad confortable de héroe y se lanza, al poco de volver, a perderse de nuevo, aunque esta vez de forma voluntaria, en los mares.

Si digo esto es porque si la sociedad nuestra puede bastante bien perfilarse como la perfecta sociedad sintomatológica que a base de represiones primarias ha lograda hacer del trauma y de la pulsión esquizoide su razón de ser, normal entonces que ese delirio nostológico al vagabundeo, al nomadismo travestido de seguridad nomótica, esté dando como resultados una humanidad sustentada en la implosión instantánea sufrida a expensas de una serie de ritos fundacionales bien preciados y, como no, semíoticamente bien codificados: del serial radiofónico, de la compra sabadera en el moll, hemos pasado a la experiencia pública/privada en las hiperbreves transacciones económicas, a los loops infinitos de controles de seguridad, de confirmación de identidades, de conversaciones de móvil ultrarápidas, al cotilleo espúreo de toda red social. Aquí o allá como bien pudiera ser en ningún sitio: “si estás en el aire es como si pudieras estar en cualquier parte”, dice la protagonista en un momento dado.

Y es que, en esto como en todo, nuestro Caballo de Troya ha terminado por convertirse en un conjunto de redes nodulares que con impunidad nos vigilan y castigan en la necesidad de segir consumiendo información cuando, a poco que uno se pare, bien se intuye que una vez se sabe donde se va, el 99’9 de la información es inútil, el 99’9% del tiempo es perdido..

Pero hablemos del artista: si algo puede decirse de Doug Aitken es que la palabra medida no tiene ningún sentido para él. Medidas, límites, fronteras, palabras tabús para un artista que tiene en el desplazamiento, en la interdisciplinariedad de prácticas, en el nomadismo de su existencia una razón de ser. Si la coletilla ‘vida de artista’ apunta a lo vacío de la pose decadente, con Aitken sin embargo llega a revalorizarse hasta el límite dromótico de sus propias imágenes. Un fluir sin límites, un explorar sin límites, un vivir al borde del abismo insondable de ese crack de las imágenes que, no nos engañemos, nunca sucederá.

Así entonces, si vivimos en un mundo fragmentado, disruptivo, que casi puede decirse que ha devenido imagen, donde toda narración tiende a ser elíptica y todo pensamiento visual, Doug Aitken es uno de los artistas que más pueden plegarse a estas características del mundo actual. Conocido por la innovación de sus instalaciones, participante de la Bienal de Whitney en 1997 y 1999, ganador del Premio Internacional en la Bienal de Venecia de 1999, sus obras investigan las implicaciones sociales de un sujeto saturado visualmente y temporalmente fragmentado consiguiendo en el espectador una verdadera y única experiencia estética audiovisual. Así, emplazado en un mundo eminentemente audiovisual Aitken enfatiza las interacciones del sujeto moderno con el medio que le rodea para provocar experiencias de una intensidad emocional casi únicas.


Para ello, y tomando al mundo como su estudio, Aitken se sirve de un amplio espectro de prácticas con las que modular cada una de sus necesidades: de la fotografía a la videoinstalación, de la perfomance a la escultura, todo en Aitken remite a provocar una experiencia completa de imagen y sonido. Haciendo gala de un saber que combina los elementos artísticos de la videoinstalación con los dictados propios del espectáculo de masas, Doug Aitken propone en sus últimas obras un híbrido impactante de video multicanal y una narrativa que combina las imágenes e historias de manera similar a como las percibe la mente humana.

Por otra parte, los límites para su obra parecieran no existir: las fachadas del MOMA como ‘improvisada’ pantalla (Sleepwalkers, 2007), las montañas de Brasil para situar un emplazamiento desde donde poder oír el sonido de la Tierra (Sonic Pavillion, 2009), las orillas del río Tíber a su paso por la Isla Tiberina en Roma (Frontier, 2010) o, como ahora en Black Mirror en un barco atravesando el Adriático de Atenas e Hydra.

Lo que aquí presenta la Galería Helga de Alvear es la versión video-instalación de la citada Black Mirror. En un hexágono recubierto y decorado todo ello con cristales, el espectador se introduce en el mismo centro, ahí donde cinco pantallas confluyen –multiplicadas por cien por efecto de los espejos- para dar cuenta de una narración elíptica y disruptiva donde la vida de la protagonista queda remitida a toda esa secuencia de puntos nodales en las que hemos querido referir la existencia humana: checkpoints, conversaciones virtuales, incomunicaciòn global, viajes nómadas pero repetitivos, la sensación lacónica y melancóliocia de estar viviendo en un eterno presente donde nada cambia. Aquí como en Tokio o Bangladesh, las coordenadas existenciales no varían ni un ápice. Únicamente ese extrañamiento, esa sensación de soledad, de impotencia e incomunciación en relación a un entorno que se nos da –en cada caso- como archisabido en su propio insustancialidad.

Uno no puede por menos que recordar cintas como pueden ser ‘Up in the air’ o ‘Lost in translation’, pero si éstas dan por válido una narración lineal, Doug Aitken se revela como un prodigioso mago de la tecnología para construir un relato abocado al extrañamiento, a subrayar los procesos de alienación a las que queda remitida toda vivencia. Y es que sobre todo, y volviendo al principio del texto, los devaneos existenciales de la protagonista recuerdan -y caben comprenderse como la prolongación lógica a la hipertecnificación y estetizaciónn en que han devenido los mundos de vida actuales- al nomadismo del otro Odiseo, de Leopold Bloom.

En definitiva, si podemos decir que hemos devenido héroes es sobre todo por ser los herederos directos del Odiseo, de Bloom: lanzados día sí día también en pos de un desenlace que nunca tendrá lugar, nuestras vidas quedan lanzadas al mar sin fin de lo cotidiano, ahí donde no suele haber nadie al otro lado de la línea de teléfono.



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