miércoles, 13 de marzo de 2013

EL PAPA Y LA SOSPECHA: VER PARA CREER



Llama la atención esto del Sínodo de los Obispos. Llama la atención porque no lo entendemos, porque para nuestra forma de ver las cosas, lo suyo es que te la peguen en la cara, a la vista de todos para que el escarnio sea cosa pública. Digo esto –lo de que no lo entendemos- porque no es que me haya estado leyendo todas las noticias que circulan en relación al nuevo papa, pero es que la cosa está muy malita. Apenas un par de comentarios frívolos y la remisión siempre patética a que la liturgia, y más en este caso, es milenaria y, cómo no, debería ser modificada.

Si le echo chulería para intentar ir un poquito más allá del asunto no es por sapiencia mía, sino por falta de profundidad de los llamados “medios serios”. Y es que la cosa, apenas se le eche algo de teoría crítica, marcha sobre ruedas y sin tener que cifrar todo en una bobalicona lógica quinielística de papables. Porque el que para uno sea una maniática superstición y que para otros sea una decisión del Altísimo, eso, digo, ya lo sabemos todos. Y, tal y como pintan las cosas, maniqueísmos, los menos.

El que el periodismo sea una profesión en decadencia precisamente debido a una lógica líquida donde Realmente –en este desierto de lo real baudrillardiano- nunca pasa nada ya lo sabemos todos, pero lo de la fumata blaugrana de anoche fue ya de traca.

Dejando cuestiones de fe a un lado, lo cierto es que el Cristianismo se ha aupado desde casi su origen con el poder más fabuloso porque su historia es precisamente la de una Revelación, la de constituirse en un “dar a ver”. Su historia es la de una Encarnación de modo que “quien ve al Hijo ve al Padre”. Es decir, si el Cristianismo es lo que es, lo es en gran medida por haber iniciado él solito una nueva economía cultural de las imágenes donde, al contrario de lo que ocurría en el helenismo, la copia no desmerece en modo alguno al origen. Es más, la copia es una mediación para llegar a lo absoluto, al origen.

Si digo esto, que a priori no parece tener nada que ver con el asunto que nos traemos entre manos, es porque de esta nueva economía de la imagen surge un nuevo régimen mediático y una sospecha mediática. Esto de la sospecha no es mío, como muchos habrán podido intuir. Es de Boris Groys, teórico alemán de renombre y que no me dejará mentir –aunque sí fabular un poco- en lo que sigue.
 
 

La sospecha es ese efecto mediático de querer ver qué hay debajo de las imágenes, de las apariencias. Porque si éstas representan una realidad, y si siempre hay un desfase en este intento, ¿qué verdad es a la que tratan de imitar?, ¿porqué no mirar directamente y a los ojos a lo que hay debajo y dejarse de tanta representación y tanta historia?

Siempre que hay imagen hay sospecha. Y, siempre que hay sospecha, hay quien se arroga el prurito de decir cuando es pertinente mirar bajo las apariencias y cuando no. Es decir, imagen y poder van de la mano de modo radical. Porque, en esa nueva economía cultural de las imágenes, en la aceleración transaccional que sufrió la imagen cuando se dio la mano con el modo de producción capitalista que se da en las democrácias liberales occidentales, poder significa, ni más ni menos, capacidad ideológica para moldear las miradas capaces de adentrarse en el interior. Poder es ideologizar el momento de excepción –de sinceridad mediática- de modo sublime para que el propio mirar, incluso comprendido como un efecto de los propios signos que operan en la superficie mediática, pueda ser tildado de “vedadero”.

Es decir, no hay tal mirada al interior de las imágenes, sino solo un efecto ideológico que nos simula una realidad oculta. El arte, como bien puede intuirse, ha cifrado toda su historia en poder domesticar esta mirada. En el límite, el genio romántico y loco era aquel capaz por su sola fuerza de nadar en el límite de la visión para proponer nueva imágenes espectrales.

En definitiva, lo que queremos decir al hilo de estas consideraciones es que el poder por tanto de la Iglesia no es ni mucho el de poseer una Verdad. Su poder emana de saber que no hay verdad sin imagen y que, sobre todo, no hay imagen sin la manipulación correcta de la sospecha mediática.

Ahora bien, la supuesta pérdida de poder de la Iglesia no viene del hecho de habernos confraternizado todos en afirmar que nada hay detrás de esa sospecha que toda fe genera (porque, incluso, ¿qué es la fe sino una creencia en el otro lado de las imágenes?). La pérdida de poder de la Iglesia viene de haberse producido un vuelco en la economía de la sospecha. Dicho vuelco, al ser coetáneo de la Ilustración, muchos lo cifran en un triunfo de la razón. Tamaña milongada, a estas alturas del partido, y cuando dicha razón a sido descubierta como mítica y violenta, no debería confundir a nadie.
 
 

Lo cierto es que si antaño la sinceridad surgía al refutar la sospecha dirigida a toda superficie de diseño, ahora la sinceridad se da al confirmar la sospecha. Así, hoy en día, en la nueva capitalización de la imagen, donde la desjerarquización de las imágenes remite a una fluídica rizomática, aquel que más rápido fluye concita en torno a sí mayor capacidad de sospecha. De este modo la profilaxis del mundo hiperestetizado de hoy en día,  el diseño-global como estrategia del capital, remite –a pesar de su clínica asepsia- en una sospecha total. Visibilidad total igual a sospecha total. En el medio, una confusión entre público y privado que da como resultado una auto-gestión de la propia imagen donde cuanto mayor sea el efecto de visibilidad alcanzado, más lejos –pues la sospecha será radical- se llegará  

La Iglesia entonces, apalancada en la vieja economía de la imagen, sigue las directrices de una ideología caduca que trata de ocultar el propio régimen escópico por Ella dispuesto. Dicho con otras palabras, ahora, cuando el poder se afana en proponernos que todo se puede ver, la Iglesia se escleorotiza en agarrarse a una lógica del poder ya del todo periclitada: yo te diré lo que puedes ver y lo que no.  

Pero, como todo en esta sociedad espectacularizada, ahora que cada crítica apunta a su inversión, decir que este es el mal de la Iglesia, decir que cuando se darán cuenta que así no pueden seguir, es no comprender nada. Porque, ¿no es justo ahora –ahora que, repetimos, desde Debord, todo remite a su inversión ideológica- que toda lógica de resistencia ha de venir dada por crear disrupciones en al panavisión global? El proponer momentos de excepción en la lógica de la cibervisión panóptica, hacer de la sospecha un arma de doble filo con el que decir al capital que no todo ha devenido superficie mediática para su usufructo, se ha convertido en una liturgia anti-sistémica capaz de, por un instante, devolver el aura mítica al mundo.

Quizá la Iglesia peque de muchas cosas, quizá es tal el poder del espectáculo que aún momentos de ceguera escópica como estos convierten en más poderoso al acontecimiento en sí. Sí, quizá. Pero aconsejar que deje sus viejas costumbres precisamente ahora que tienen algún potencial descentrador para ese Gran Hermano global es –y ahí sí que aciertan los popes de la rancia mediología- matar a la Iglesia. Porque, de una vez por todas, una Iglesia cuyo espectro de lo visible venga dado por las lógicas del capital, habrá renunciado a su tesoro más importante: “ver” y creer.

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