miércoles, 17 de septiembre de 2014

ABRAHAM Y LA BIENAL DE SAO PAULO: CONSIDERACIONES ACERCA DEL ARTE Y LA TIERRA

Video “Inferno” de la artista israelí Yael Bartana


UNO

Como solemos ser más papistas que el papa y eso de que a río revuelto ganancias de pescadores nos parece el último eslogan de marca, el arte –en ese espectro de formas más o menos institucionalizadas en las que se mueve– parece haber encontrado en esta época de crisis (¿y cual no lo es?) su cultivo preferido. Y es que después de haberse movido sin mucho brío en los últimos tiempos, por fin parece haber encontrado una presa digna de echarle el diente. Es de ahí que la palabra ‘político’ no se nos caiga de la boca. Como si pareciéramos los primeros habitantes de un mundo en crisis nos hemos lanzado en pos de mostrar y demostrar que, ahora sí, por fin, el arte será digno de llevar el apellido que siempre ha merecido: el de arte político.
Así sin ir más lejos, el ya periclitado bienalismo parece haber reencontrado el tiempo perdido y cuando parecía abocado casi a la desaparición –o como poco a una indigesta inanidad– ha cogido fuerzas de flaqueza para configurarse como el dispositivo político por antonomasia. Si todos recordamos aún lo sucedido en la Bienal de Berlín del 2012, ahora la 31ª Bienal de Sao Paulo parece haber tomado el relevo para proponer, bajo el título de “Cómo hablar de cosas que no existen”, una bienal eminentemente política, que busca arrancar a la realidad (o de la realidad) esas parcelas de invisibilidad que el consenso plebiscitario ha mandado al cuarto oscuro.

Los números son más que impresionantes: 250 obras presentadas en 81 proyectos de 100 artistas de 34 países. Y, de postre, siete curadores, entre ellos dos españoles, Nuria Enguita y Pablo Lafuente, y, casualidades, dos israelíes (Galit Eilat y Oren Sagiv). Y seguro que, por lo que hemos podido ver, hay cosas muy interesantes… pero sin duda nada como la polémica con la que se dio el pistoletazo de salida a la bienal y que al menos señala la confusión que pesa sobre la práctica artística cuando adopta el sesgo crítico y/o político.

Me refiero sin duda a las cartas enviadas y renviadas (todo dentro del más cordial diálogo institucional) por los artistas 55 de un total de 100 a la Fundación Bienal de Sao Paulo para que retirase el sponsor oficial del Consulado Israelí, poco más tarde la de la misma Fundación validando y comprendiendo las exigencias de los artistas y, por últimos, otra vez de estos para recalcar que el logo del Consulado Israelí, si bien no puede ser validado como sponsor oficial del evento, sí que puede seguir siendo utilizado por los propios artistas israelíes que en su día lo recibieron como apoyo a su trabajo.

Total y resumiendo: que se veía venir. Porque la confusión que reina en el mundo artístico acerca de las actitudes que son capaces de efectiva disidencia y aquellos otros ejercicios que no son más que refritos de un postureo que ante la duda toma siempre el camino del medio es más que evidente.

Una de ellas, quizá la más común, es confundir el pecado con el pecador, para, en una burda ecualización de las maldades, poder erigirse en dispositivo plebiscitario con el que poder seguir dispendiando a quien tender la mano y a quien no. Y, claro está, en esta fabulación llamada realidad, el Estado de Israel tiene todas las de perder, gracias por una parte al despliegue de sus atrocidades y, otra, por lo fácil que resulta al mundo occidental ver la paja en ojo ajeno y no la viga en el propio.       

Y lo curioso es que la situación debería de estar, como poco, controlada. Cualquiera que haya visto si no las ocho horas que dura la obra de Manuel Saiz One True Art-16 respuestas a la pregunta qué es el arte –un docu-performance en el MNCARS que luego pudo verse en el propio centro el año pasado- si al menos la interesante entrevista con el artista alemán Renzo Martens lo debería de tener bastante claro. Porque en dicha entrevista Martens describe con todo lujo de detalles lo que ha sucedido en esta ocasión, no por tener dotes proféticas, sino porque la situación, de recurrente que es, ha llegado a poder ser prescrita según una fácil metodología.

En dicha entrevista, Renzo Martens, a colación del libro “This is Not Art: Activism and other not-art” de Alana Jelineck, establece unas coordenadas muy concretas para el arte crítico, intentándose alejar del cliché de arte político. El ejemplo que pone es bien claro. Es sabido que petrolíferas como, por ejemplo, Shell, comete barbaridades en lugares cómo Nigeria; es también conocido que ese mismo petróleo es el que necesitamos no ya solo para nuestra vida diaria sino para acudir en vuelo a cualquier Bienal de las que colapsan el globo y donde, seguramente, existirá una obra “crítica” sobre el modelo de producción del petróleo. Y, tampoco es nada descabellado, que empresas de corte similar patrocinen de una u otra manera eventos artísticos en algún lugar del planeta. A poco que uno tome distancia, la burda broma sobre la que se cimienta el arte no hay por donde pillarla del putrefacto olor que expele.

¿Qué deberíamos hacer, dice Renzo Martens? Obviamente no dejar de ir a tal o cual Bienal, sino tener plena conciencia de donde ha de moverse la práctica artística y dejar de reflejar y repetir –siquiera por un instante- las propias estructuras de dominación capitalista. Porque, en un régimen espectacular como el que vivimos, el capital goza como un enano de estas muestras “cariñosas” de denuncia que no hacen sino hacer de todo ámbito de crítica un modo de exhibición y de mercantilización y que, de postre, anula las pocas oportunidades que aún pudiera tener el arte de disruptivo.

Lo que expone Renzo Martens es que la práctica artística debe encaminarse no ha denunciar las formas deshumanizadas de producción, sino a evidenciar como cualquier forma de vida, sin ese petróleo Shell, está llamada al fracaso. Es decir, la práctica artística no es otra que la del fracaso: hacer evidente cómo, según los parámetros materiales y productivos desde los que nos movemos, no hay manera de escapar de nuestras vidas alienadas, que estamos de lleno circunscritas a las prácticas alienadoras que denunciamos y que, el simple hecho de denunciarlas, no nos saca de ningún atolladero sino que, más bien, nos remite a una mercantilización obscena de la protesta. Paradójicamente, es en esa experiencia del fracaso donde el arte se levanta un par de palmos de su inane capacidad disensual: no ya denunciando la praxis neoliberal sino haciendo visible nuestra oscura participación en todo el tinglado.

En este caso nuestro: no denunciar lo manchado de un dinero por venir de aquellas manos, sino mostrar recurrentemente como la única opción que tiene el arte para sobrevivir en modo aún visible es, precisamente, manchándose las manos, si no a través de aquellos, a través de otros muy semejantes en su actitudes dictatoriales. Pudiera parecer una tarea menor, cuasi de dominguero pero, muy por el contrario, es una tarea prometeica a la que Benjamin ya dio su bendición: “No hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie”.

Y es que, además, esto de los boicots es de una perversidad maniquea golopante. Porque, cómo señala Juanjo Santos en su columna de a-desk, “si no boicoteamos a Petrobras ¿es porque estamos de acuerdo con los tejemanejes políticos mafiosos? Si no boicoteamos al Gobierno de Brasil ¿estamos apoyando a sus políticos corruptos, a la pasividad ante la cantidad ingente de pobres que hay en las calles de Sao Paulo, a su política discriminatoria contra los indígenas…?”. Ni sí ni no sino todo lo contrario. Es decir, en un mundo espectral donde las ideas hegemónicas no son ya en modo alguno, al menos directamente, las de las clases hegemónicas, el mero ejercicio de oposición, para una ideología que hace gala de poderse situar a ambos lado de la fractura antagónica sobre la que se levanta, no le causa ni el más mínimo daño. Más que nada porque desvela lo caduco y antiproductivo de las prácticas llamadas a generar disenso. Dicho en limpio: la carta, a artistas como por ejemplo Hans Haacke, le hubiese dado la risa floja.


DOS


Pero, aun así, ¿qué se hubiese podido hacer?, ¿cómo denunciar ese necesario beneplácito del arte con la cosa mercantil? Porque una cosa es desvelar la mecánica invertida del capital que hace renuente e impotente toda superficial crítica, y otra, como no, quedarse de brazos cruzados mientras el arte deviene mera y simplona burla de sí mismo, mientras el arte se convierte en mera pose, en estrategia simulacionista de sí mismo.

Quizá la solución sea la misma que tiene el propio conflicto palestino-israelí. Ni más ni menos. ¿En qué sentido? En el sentido de que el arte –en la onda de lo comentado por Martens– solo es capaz de hacer honor a su nombre en cuanto que se niega, en cuanto que fracasa, en cuanto que carta enviada y que nunca llega a su destino. Es decir, en cuando inutilidad improductiva. De ahí la distancia que ha de tomar con toda forma objetiva de realidad y la imposibilidad del arte de operar en el terreno de la política (y viceversa). El arte solo atiende por su nombre ahí donde todavía no ha llegado, donde el sentido todavía no ha emergido, ahí donde está en camino, por-venir, dando cuenta en su peregrinar de las impostura que ha de sortear, de las cosificaciones a las que ha de plantar cara.

Igualito igualito que, en mi humilde punto de vista, el propio conflicto en Oriente Próximo. Porque los judíos y los árabes, enzarzados en un sinsentido acerca de la propiedad de la tierra, pasan sobre la cuestión principal: que saber quien estuvo antes ahí es imposible. Imposible porque siempre el origen, cualquier origen, es un mero efecto de la búsqueda. Saber quien estuvo ahí antes, saber qué es el arte y para qué vale, son preguntas que dinamitan desde dentro la propia esencia de la pregunta. Necesitan de una lógica empírica ajena por completo a la hermenéutica de un sentido que está siempre por llegar, diferido en su propio proponerse.

Antes de los judíos y los árabes estuvieron los filisteos –palabra de la que deriva “palestinos”– y ocuparon la zona entre el Mediterráneo y la montaña. Con el tiempo, este pueblo acabó desapareciendo entre las múltiples invasiones de la historia. En la misma época en que los filisteos llegaban por el mar, los israelitas entraban –según la tradición bíblica– desde el desierto, tras una larga travesía que, desde Egipto, les devolvía a la tierra de sus padres. Efectivamente, allí habían vivido Abraham, Isaac y Jacob, antepasados de los israelitas, pero apenas habían poseído un pedazo de tierra entre las ciudades cananeas. Es más, ellos mismos habían llegado desde fuera, desde el norte y el este, desde su tierra natal en Mesopotamia. Todos los que hoy se disputan Tierra Santa han llegado de fuera, en un momento u otro de la historia. Incluso también, para los cristianos, el mismo Hijo de Dios, Jesús de Nazaret, llegó desde fuera a su tierra: llegó desde el seno del Padre, desde el origen del ser.

La tierra, entonces, como el arte, es una oportunidad para la hospitalidad, un espacio de encuentro, un desierto inhóspito que nos hace experimentar la necesidad que tenemos los unos de los otros, de crear comunidad. Lo mismo que el arte atiende a su propio nombre en cuanto aún-no-siendo, el hombre se sabe sujeto a la tierra en cuanto que se sabe peregrino, venido de otra parte. Decir esta tierra es mía lo mismo que decir este arte denuncia esto o aquello es atrincherarse en posiciones consensuadas. Y no porque no se lleve razón, no porque sus denuncias, su saberse de una tierra, sea falso. Sino, más bien, porque la tierra -como el arte- está llamado a superar lo particular de una situación política para abrirse al peregrinaje eterno, a saberse como nunca llegado a la meta.

La única bienal política capaz de ser llamada así sería no solo la que acogiese el patrocinio israelí sino que especificase que no le cabe otra que acogerse a él para, en un mundo fratricida, replegado en nacionalismos e ideologías varias, poder seguir peregrinando a la espera. Una bienal política sería aquella que superase por elevación las razones –y son muchas– para denigrar ese dinero como manchado y ponerse en movimiento para dar acogida, para imaginar posibles imposibilidades de acercamiento. Una bienal política sería aquella capaz de decirle al otro “esto no es (aún) arte pero está no es (aún) tu tierra”.

Igual suela chusco, pero un artista es un Abraham que coge al otro y se ponen, los dos, a buscar nuevas tierras prometidas.  

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