miércoles, 31 de octubre de 2012

NARRACIONES DESCONECTADAS: NUEVAS MIRADAS EN EL PAISAJE DE LO GLOBAL


 
SALLY MANN: AT TWELVE; GALERÍA LA FÁBRICA: 13-09-2012 / 17-11-2012
PABLO AVENDAÑO: PLOT SERIES; GALERÍA ARANA POVEDA: 20/09/12-19/11/12

          Sin duda alguna que a veces el arte trata de sacar partido de sus propios fundamentos. Como si la parte fuese el todo, el arte entra en relación con sus líneas maestras de tal modo que el efecto conseguido remite a un extraño exceso de pose, de saberse muy bien la lección. Así, bien suele decirse, el fin de los grandes relatos. Suele también convenirse: no hay ya grandes historias que relatar. Y, funcionando como leitmotiv, el weltanschauung carcome toda la realidad hasta dejarla en pañales.

No hay ya historias porque la Modernidad necesitaba desdibujar las relaciones causales para dejar el campo de los acontecimientos también abierto a otras realidades: la de lo microhistórico, la de la nueva sociedad a punto de lograr autonomía plena allá cuando los primados de la Ilustración eran aún tomados por válidos. Vaciar la densidad de la necesidad, hacer hincapié más bien en la libertad, dejar abierto siempre las moralejas y las lecciones que las historias nos quieren dar. Contra Hegel, no tiene porqué haber vencedores ni vencidos.

La misma importancia tiene la última batalla de un gran general que una brizna de polvo colándose bajo la puerta; el mismo sustrato las pesquisas de un imperio que los desvelos de la adúltera Emma Bovary. Así, hasta que el “desierto de lo real” de Baudrillard ha terminado por cortocircuitar todo acontecimiento en una serie de nódulos rizomáticos que, asentados en la pantalla global en que la realidad ha devenido, no profundizan más que un instante, lo justo para operar una muesca en el campo multidialógico y reticular de lo social. Un infrafino, una inmanencia nómada apenas perceptible.

Y, en el límite, una operatividad máxima de lo incausado, una fluidez máxima entre imágenes, entre deseos catexizados ya antes de tiempo. En el límite, toda historia vale lo mismo que cualquier otra porque –y esta es la principal perversidad del sistema- el futuro está ya prefigurado: la libertad de la historia es máxima justo cuando la realidad escribe punto por punto lo que la necesidad –en este caso la del capital- le dicta. 
 
 

Y aquí estamos: en un presente sacado de quicio ante el total cumplimiento de las premisas anticipadas por un futuro capaz de consensuar toda una red de microhistorias según un eje disciplinario y escópico global.

En este sentido, el arte también rearticula el sentido de las historias, también opera en esa desconexión entre causa y efecto sobre la que se levanta el imperio de lo moderno. Pero si lo hace es para socavar esa paradoja dogmática más arriba descrita. Si lo hace es –o debería ser- para dejar constancia de que, aunque la apertura ante la novedad sea ahora máxima, es por otra parte mínima al estar teledirigida por miradas escolarizadas y esclerotizadas en la catexis de un deseo preoriginal.

Propiciar la sacudida de una mirada narcotizada, operar mecánicas que hagan de lo dado un bulto sospechoso ideológicamente configurado, dar cuenta de una dramaturgia de las narraciones que, si bien parecen inocentes estructuras, no son más que reclamos libidinales para redirigir las miradas. Porque, una de las estrategias más radicales de la mirada-dogmática, es travestir de resistencia procesos escópicos almibarados por el tufo del buen rollo generalizado.

En definitiva, el arte sabe cuál es la mecánica, cómo el régimen de ficcionalidad capaz de reasignar amplios campos de lo dado ha de postular una desconexión causal, una indeterminación entre los nexos que articulan toda narración. Pero, a lo que nos referimos y queremos aquí destacar, es que muy a menudo hace la vista gorda con lo que deberían ser sus consignas políticas –hacer emerger como efecto de esa desconexión causal una mirada novedosa- y se contenta con una pose, una mueca que le permite al artista una toma de posición pero nunca de decisión.

Porque la lógica de la indeterminación -elevada sobre una estética hermenéutica que toma al espectador como rehén de la obra en el sentido de que solo él la completará con su interpretación- no consigue muchas veces sobrepasar el nivel de mera escenografía, de simple estrategia para que lo producido tenga algo que ver con la “estética”.

Es lo que sucede, pensamos, en estas dos exposiciones, las cuales, sin ser una pamema sí que toman para sí el proceso de indiferenciación y desconexión causal que funciona en esta Modernidad nuestra como “régimen de ficción general”, pero sin ningún tipo de intención de promover novedad alguna ni de socavar las miradas disciplinadas que gastamos.



Sally Mann toma como punto de partida –y de final si se me apura- jóvenes adolescentes vecinas de la zona rural de su Virginia natal donde aún vive. La presencia de las jovencitas se impone, su corporalidad. Pero ninguna narración parece iniciarse. Imagen y texto se cortocircuitan en una mudez donde nada se dice. Lo desconocemos todo, la melancolía que destilan las imágenes no dan ninguna pista. La indeterminación que supone siempre la figura del preadolescente se acentúa con un leve extrañamiento, ahí donde no se sabe bien si es un reportaje social o una farsa, si son pequeñas mujeres llenas de sensualidad o atisbos de madurez aún en cuerpos infantiles.

Viendo estas fotografías no podemos por menos que acordarnos del trabajo de Rineke Dijkstra, fotógrafa que también trabaja con la desconexión y con la indeterminación que supone el extrañamiento de una imagen que se nos impone pero de la que no conocemos nada.

En el mismo sentido puede hablarse de las pinturas que forman la segunda muestra de Pablo Avendaño en la Galería Arana Poveda. A base de tomas fijas, Avendaño despliega una serie de fotogramas donde la narración es congelada, enmudecida a un mero instante de indeterminación. La problemática que subyace en esta serie de obras es el estatuto de la pintura ahora cuando la representación ha implosionado en sus coordenadas más clásicas.


Como ya hemos dicho al inicio del texto, cuando la ficción se establece no como régimen de historias sino más bien todo lo contrario, como difuminación de los primados narratológicos, de la relación que siempre ha vinculado una representación con los nexos causales bien definidos que establecía, la pintura se ve atrapada en una práctica para la que pocos caminos le quedan libres. Cansados de la fría abstracción y de posturas poperas, con la prohibición de alegar a simples reglajes representativos, a la pintura solo le cabe la posibilidad de servir de estudio “fotográfico”. Es decir, de insertarse como buenamente puede dentro de la pasividad del ojo-cámara para extraer un único fotograma, una única muestra que permita establecer relaciones entre lo visto y lo no-visto, entre la narración y lo elíptico. Si bien es cierto que todo puede ya suceder y que todo es ya digno de ser narrado, la pintura parece querer comprender está operatividad del ojo maquínico y los reglajes escópicos que propone para que la narración, pese a cortocircuitarse a cada instante, avance hacia algún sitio.

En definitiva, el arte trata de insertarse en las lógicas actuales del acontecimiento para comprender como se vinculan palabra y texto, como se aceleran y desaceleran, como abren el campo de lo visible a nuevas realidades, a nuevas categorías para lo posible y lo pensable. Porque ahora, cuando todo adquiere el valor de un todo, cuando lo visible converge con lo visual, la pasividad de la máquina no es otra cosa que un régimen disciplinario casi perfecto donde toda narración no es otra cosa que una huella en esta densidad saturada de imágenes que compone nuestra videosfera.

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