sábado, 20 de octubre de 2012

GAULTIER “EL ARTISTA”: EL ARTE Y SU DOBLE NEGACIÓN


JEAN PAUL GAULTIER: UNIVERSO DE LA MODA. DE LA CALLE A LAS ESTRELLAS
FUNDACIÓN MAPFRE: 06/10/12-06/01/12



En el último número de la que fuera –y sigue siendo- importantísima revista Estudios Visuales, Nestor García Canclini, con el propósito de establecer las líneas de fuerza desde donde combatir y resistir a la espectacularización de todas las formas de vida, disecciona con precisión cuál es la problemática más acuciante en el mundo de hoy en día: “queda pendiente como pensar las acciones ‘políticas’ (…) cuando quienes las hacen no son los reconocidos como artistas sino los arquitectos que modernizan ciudades, los creativos publicitarios o de la moda, los diseñadores de propaganda política más que los políticos”.



Y es que la teoría está muy bien, pero la realidad es que cuando son las mismas lógicas del mercado las que logran crear más disensiones en el campo de lo social que cualquier otra forma de arte o política, la cuestión estética ha de replantearse hasta en sus mismas bases.



El problema, claro está, es que seguimos presa de una comprensión decimonónica del arte, exigiéndole lo imposible al tiempo que le negamos la más mínima capacidad de respiración. Porque, además de muchas otras cosas, ninguna forma artística, por disensual que pudiera ser, es capaz de subsumir bajo su mismo manto protector tendencias globales capaces de contener e interpretar la diversidad de lo dado a escala global. No hay mediación –porque además de no haberla es que es imposible- entre la ruptura en los regímenes de percepción y visibilidad y la tan anhelada y ansiada utopía social. Ejemplos los hay a miles, pero quizá la experiencia de las vanguardias resuma de golpe y porrazo lo que queremos decir.




Renqueante en su propia supervivencia, teniendo que pedir permiso para todo, el arte es el hermano pobre, permitiéndosele únicamente su existencia -su existencia destartalada y travestida claro está- al precio de quedar aniquilado incluso para trazar mínimos desgarros en el tejido de lo social. Su grandilocuencia es únicamente para aplauso de las ideologías del consumo y del espectáculo, su verborrea sólo vale para establecer una escenificación de la pseudocultura como peregrinación de turistas a las nuevas iglesias-museos. Así las cosas, el arte solo encuentra aliento participando de dinámicas económicas o mediáticas: la moda, el pop, el diseño, etc.



Es por querer cargarle con todas las culpas del mundo, por lo que el arte, sus imágenes, quedan ya vacías de cualquier significado especialmente relevante, prefiriendo, como no, la inmediatez de lo caduco, las imaginerías de lo infantiloide y la conquista paulatina de lo memo y lo hiperbanal. Y es que, en la engañifa en la que ha caído el arte, las formas de disciplinamiento masivo han conseguido ganarle por la mano: las formas de consumo se han erigido como los verdaderos patrones desde los que otorgar valores como innovación, creación o, incluso, resistencia. Es el consumo el primer indicador de rebeldía, el primer paso en una primera desidentificación con la generalidad de la masa.



La solución, pensamos entonces, pasa por una negación casi metodológica de los intereses en que pudiera quedar mezclado el arte, en, como diría Brea, una cierta (in)creencia respecto a sus primados teóricos y prácticos. Solo desde ahí entonces, comprendiendo que el arte es siempre y en cada caso ‘otra cosa’, que el arte no es ni mucho menos aquello que nos enseñan los museos, que no es de lo que hablan de cuando en tanto los periódicos, que no es esa nueva religión que nos hace ir de peregrinación en peregrinación por los más fabulosos contenedores del mundo, estaremos en condiciones de que ocurra el milagro y el arte, por fin, se nos revele.




Porque es solo esencializando la práctica artística, sosteniendo aquella tesis metafísica que dictaminaba en cada época la propia muerte del arte, cómo la misión del “arte” queda bien cumplida en estos tiempos merced a haber devenido, en su estetización, pura forma tecnológica. Así ahora entonces, cuando realmente al arte ya no le quedaría ni siquiera esa última apelación a ser cosa del pasado, en la era de la culminación de la forma tecnológica, cuando ya por fin toda forma artística quedaría disuelta completamente en la estetización de los mundos de vida.



La pregunta entonces, la pregunta que perpetraciones de exposiciones como ésta hace que se nos venga a la cabeza, es qué posibilidades hay de escapar de la estetización, de la tecnificación de los mundos de vida. Porque, si como dice Brea, “si en efecto la forma general de la experiencia se hubiera estetizado por completo, qué sentido o qué función en las sociedades contemporáneas podría quedarle a lo artístico, a la propia experiencia estética”.



La cuestión es entonces cómo escapar al pliegue que la técnica y la estetización forman entre ellos; cómo escapar al sentido siempre trivializado de las formas de consenso amparadas por la tecnificación de lo estético. Es solo, repetimos, negando que el arte exista, dando pleno cumplimiento a la negatividad que desde su origen lleva dentro, cómo puede conseguirse que la pregunta irrumpa con verdadera potencia, no circunscrita a los pormenores de lo trivial y al lelo rasgarse las vestiduras del personal.



Lo triste es que exposiciones como ésta, atrincheradas y vehiculizadas por la palabra “arte” –en esa sacralización de la estética- sirvan más bien para lo contrario: para que la experiencia estética, la experiencia que debe enfrentarnos con el límite de lo visible y lo pensable, que debe apelarnos a un ejercicio de verdadera ruptura con el canon imperante, quede tergiversada en el oropel del diseño exclusivo, en la idioticia de la publicidad tecnoexistencial, o en la fantasiosa megalomanía de las tetas cónicas de Madonna o en la tortilla deconstruida del Adriá de turno. Porque la exposición, claro está, será un éxito; se llenará de domingueros beatíficos en busca de su chute de realidad, de it girls genuflexas ante la excitación de ver al ídolo de cerca, de muchachitos desfigurados buscando la conexión con la maquinaria celestial.




Pero al tiempo, como no, esa ignominia en la que el arte cae cada día un poquito más, hace que la experiencia estética se acerque y casi raye ya en la más absoluta de las nadas. ¿Nos valdrá esa nada como trampolín para empezar a pensar de nuevo la estética, para comprender que todo ha sido una terrible confusión de nombres? No sabemos. Pero lo que sí está claro es que, frente a mamonadas como esta, solo caben dos posiciones: o uno se entusiasma con los maniquíes de Gaultier –y el “arte” lo es todo y el arte no existe-, o uno se encabrona –y ni el “arte” ni el arte existen.



En definitiva, es solo esta doble negación la que nos da pie a plantearnos al pregunta decisiva en cada caso con respecto a lo que pudiera ser el arte, la misma pregunta que un periodista le hizo una vez a Rancière (citada también en el texto de Nestor García Canclini):



-¿Así que estás diciendo que los agentes revolucionarios son los publicistas?



-No. Estoy tratando de pensar qué es lo político, desde dónde se producen los cambios culturales y sociales. Trato de entender qué significa que la agencia social y política esté más repartida que lo que acostumbra reconocer



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