CHEN CHIEH-JEN
LA FÁBRICA GALERÍA (11/12/08-24/01/09)
Voces hay, dispares pero a las que ya se les presta un oído especial, que se empeñan en desentrañar no ya lo olvidado del arte, sino lo sucumbido. Entrar en el desguace, atrincherarse, desescombrar, hacer tareas de limpieza y disponerse, de nuevo, a habitar allí de donde se nos había excluido: en la utopía.
LA FÁBRICA GALERÍA (11/12/08-24/01/09)
Voces hay, dispares pero a las que ya se les presta un oído especial, que se empeñan en desentrañar no ya lo olvidado del arte, sino lo sucumbido. Entrar en el desguace, atrincherarse, desescombrar, hacer tareas de limpieza y disponerse, de nuevo, a habitar allí de donde se nos había excluido: en la utopía.
Intentarlo nuevamente, ahora después de tanto tiempo, ahora incluso que nuestros esfuerzos de imaginación y deseo están constreñidos a la hipérbole virtual de un fluir incesante de imágenes, tiene el mérito de saberse una labor tan necesaria como condenada al fracaso.
Pero, aún así, si al arte aún le queda algo de amor propio, debe de volver a insertarse allí de donde nunca debió de salir: del sinsentido crítico que toda imagen, en cuanto representación, condensa en sus fronteras. Que se tenga éxito o se fracase en el laberinto de yuxtaposiciones por ella puesta en marcha, es algo que ni nos debería de preocupar. Condenada al abismo insondable del sinsentido al que nos lanza, el arte solo debe denodarse por hacer irrumpir esa racionalidad crítica tan denostada por unos y tan idealizada por otros.
Pero las coordenadas han cambiado. Cada intento es un fracaso pero se varía en los términos y, sobre todo, en los efectos. Nada es igual a lo anterior y menos aún el impulso utópico gestado en la concatenación de simulaciones a las que somos lanzados con el convencimiento pleno y garantizador de que somos nosotros mismos, empedernidos consumistas esquizofrénicos, los que así lo queremos.
Pensar en términos de utopía es pensar en términos de futuro, es decir, de historia. Habitar por tanto la utopía es saltarse las cadenas del eterno-presente que todo lo consume, que todo lo controla, que todo lo hipermediatiza en la cadena sin fin de informaciones que recorren el globo en tiempo real. Demasiado en estos tiempos.
Demasiado porque los desplazamientos han sido tantos, la estratificación de imágenes tan condensada, la alegoría tan ampliamente embadurnada con cualquier fantasmagoría que llevarnos a la boca y con la que jugar al glamuroso juego del fetiche-mercancía, que ya no se sabe ni donde estamos.
Y esa, precisamente, es la pregunta por la que debemos empezar: ¿dónde situarnos?, ¿desde donde intentar este autocatapultarnos utópico? Desposeído de un tiempo subjetivo, anestesiado en sus deseos consumistas, paralizado en lo rizomático de sus estructuras construidas para el rigor panóptico y la autocensura, nada que tenga que ver con la eventual identidad del sujeto puede hacer las veces de fundamento.
Aquí como allí, tanto dentro como en lo externo, la democracia hipertecnologizada del instante ahora real, debe ser la frontera de la que fajarnos y de la que partir. Solo partiendo de lo que se quiere dejar atrás se efectúa la sinrazón que toda utopía debe llevar en sí misma. Porque la utopía es eso: el fino hilo que conecta el envés y el revés de aquello a lo que se ha de hacer frente.
Y si el tiempo, condensado como siempre real en la red de redes de la comunicación, es global, el espacio es, simétricamente, en cada parte siempre el mismo.
Y de ahí parte Chieh-jen: de un no-lugar como garante de la indiscernibilidad de tiempos cronológicos y de un no-lugar como aquello de donde hacer construible la utopía. Indiferencia, por tanto, de espacios para un tiempo dogmático y dictatorial.
Allí se nos dejó, a la intemperie de la fáctica mismidad (la de cualquier tiempo y cualquier lugar) que se enarbola como necesaria para que no aflore el dolor, tan humano, del que existe y del que desea. Y si allí se nos dejó, de allí mismo habremos de salir.
Ese lugar rizomáticamente topológico e indiferencial ante ninguna otra consideración que la que todo no-lugar lleva encima como caracterización no-identitaria, la hace coincidir Chieh-jen con un Museo de los Derechos Humanos. Así, la jugada puesta en marcha por el artista es doble, incluso triple.
Porque si en la constante hipermediación informacional a las que se nos lanza sin fin no se encuentran lugares para la diferenciación, para la crítica, y para el surgimiento de lo específico y la tan temida diferencia ya también tecnificada y mercantilizada, ¿qué no se despliega como identitario en su negarse continuamente sino esos Derechos Humanos con los que la época tecnológica de posguerra quiso comenzar a modo de remiendo ilustrado?
Conceptos como igualdad o libertad son también atrofiados con el cambio de episteme del mundo cibertecnológico de la simulación, pero, en su remitir a la esencia ilustrada de aquello que era el hombre, pueden ser lo primero que haya que intentar que salvar de la quema cibernética.
Una vez encontrado el lugar, el procedimiento ya viene solo. Buscar una grieta, una sutura en el sistema al que pertenecemos y del que queremos salir. Pero el problema es otro. Toda utopía, en cuanto en tanto acción, se da de bruces con el entramado virtual con el que lo real ha devenido simulacro. ¿Cómo actuar si cada acción es inmediatamente revisitada por redes informacionales que la catalogan y la digitalizan al instante haciendo que ella misma pierda todo poder subversivo?
Esto Cheh-jan lo sabe y por eso sabe que todo lo que ocurra en ese Museo ha de ser vigilado por una cámara. Pero en eso también consiste el intento de utopía, en vérselas con el poder omnipotente y devorador al que el propio entramado de cualquier acción es adherido sin remisión alguna. Porque solo así es posible que surja la rebeldía.
El hombre, lo que queda de un hombre inexpresivo y reducido no ya a un dato burocratizado sino a carnaza abducida en su ciudadanía como consumista, desposeído de todo excepto de su rostro, recorre las estancias de la memoria de la distopía en que se ha convertido sus derechos y garantías. A mitad de camino entre la tragedia que la prometida utopía cybor ha convertido al hombre y un zombie, el grupo busca algo que lo de forma. Un rito o una acción colectiva que lo dignifique como tal. Simulando una danza, sus pequeños y torpes pasos generan el ritmo suficiente, la repetición necesaria, para que la chispa sea encendida.
A partir de ahí solo cabe construir; seguir siendo vigilado pero construir; allí mismo, en el mismo centro de la desposesión que todo no-lugar viene a significar. Grabados, existiendo todavía como meros datos relacionales con los que dar cuenta a perfectos sistemas de control, el grupo haya alguna lógica interna por la que…. Quizá no valga de mucho, quizá incluso la comodidad del cyborg o el zombie, adiestrado como nadie en el cinismo de dejarlo todo pasar, haga de la utopía un lugar tan inhóspito como indeseable. Pero también es verdad que solo de ese plus de sociabilidad ya perdida puede acontecer lo inesperado de una oposición. Las máquinas vendrán a derribar lo construido y será entonces cuando, ya sin apelar a trasnochadas ideologías ni a vanaglorias del pasado, uno pueda levantar la cabeza.
Quizá sea ahora, regresando al lugar del que todos hemos sido desplazados, un lugar que es ahora idéntico para toda la humanidad, cuando en la labor de nombrar, de identificarse cada uno como lo que es, apelando a nuestro vínculo social como lo mas esencial, y, sobre todo, dejando constancia de los demás ausentes, como podamos hallar una grieta por la que recobrar el sentido de utopía tan necesario en estos tiempos.
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