lunes, 21 de diciembre de 2009

LA GRANJA POSTMODERNA: SIMBOLOGÍAS DE SUPERFICIE

SWETLANA HEGER: 'ANIMAL FARM'
GALERÍA CASADO SANTAPAU: 10/12/09-20/01/10
(artículo publicado en 'Revista Claves de Arte: http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20384/Swetlana-Heger-en-la-Galeria-Casado-Santapau
Estando como estamos en plena era post-conceptual, es normal que el arte se comprenda a sí mismo como una producción que trata con la abstracta conceptología heredada de la misma Ilustración que le dio acta de nacimiento. Sujeto, sociedad, historia, son sólo algunos conceptos, los más obvios por otra parte, con los que el arte contemporáneo intenta proponerse como legítima producción, en busca de su tan deseada -al tiempo que frustrada- autonomía.
Pero, cuando el sujeto no es más que el fantasma lacaniano que media entre un significado y un significante que nunca vienen a coincidir, cuando la sociedad camina moribunda debido a un pacto social roto y desmembrado por completo, cuando la Historia no es más que un lodazal de microacontecimientos donde toda arqueología no remite sino a elecciones eminentemente subjetivas donde ningún valor resiste al instante siguiente, el arte, o no tiene nada que decir, o de una vez por todas debe de decirlo todo.
Decirlo todo pero sin decir nada, tirar la piedra para esconder la mano: esa, y no otra, ha sido la praxis artística en los últimos decenios. Cómodamente pertrechado bajo la tesis dialéctica, asumida por Adorno, que comprende el arte como la producción capitalista que “se dirige contra lo que forma su propio concepto”, al arte no le ha costado mucho hacer de la contradicción virtud e insertarse dentro de la producción tardocapitalista como un producir más, festivo a veces, frívolo otras, pero siempre con su prurito de vanagloria a cuestas.
Si, según la Escuela de Frankfurt, la sociedad avanza a golpe de contradicción, al arte le bastaba con rudas herramientas bien aprehendidas para dar buena cuenta de cualquier contradicción por insulsa que esta fuese; si, por el contrario, la sociedad se estrategiza según las premisas de Deleuze, al arte le bastaba con subirse al carro de la libido freudiana para, a golpe de trauma mal resuelto, elevar su voz sin decir nada.
Así las cosas, y como ya hemos dicho, o el arte no hace más que pegarse a la moda que en cada momento toca o, por fin, su destino está a la vuelta de la esquina. Por de pronto, Swetlana Heger (Brno, 1968), parece querer apostar por la segunda opción. En este caso, en la exposición que hasta el día 20 de Enero se puede ver en la Galería Casado Santapau, tomando como eje discursivo una “simple” anécdota, es capaz de poner sobre el tapete toda una serie de lugares poco frecuentados por un arte que quizá esté demasiado feliz mirándose el ombligo.



Y lo logra porque, sólo tomándose la Historia muy en serio (pues toda seriedad nace de la “simpleza”), se es capaz de jugar con ella hasta no convertirla, como parece ser lo “obvio”, en un mero reducto escenográfico sino, con mayor maestría aún, cogernos de la mano y señalarnos ahí justo donde irrumpe el fantasma, donde la narración se fractura y el destino se ríe de sí mismo. Heger parece así querer deslizarse por la sentencia de Marx para quién “toda historia sucede dos veces, una como tragedia y otra como farsa”.
En 1961, y siguiendo los dictados de un Khrushchev que quería poner tierra de por medio entre él y Stalin, la Stalin Allée de Berlin Oriental pasó a llamarse Karl Marx Allé y la enorme estatua en bronce del dictador situada en la misma calle fue retirada. Hasta ahí bien, pero lo que se hubiese quedado en un mero dato documental, en un reportaje más o menos al uso acerca de una historia que cargamos a nuestras espaldas sin saber muy bien qué hacer con ella, se torna de repente en certero dardo envenenado.
Porque, lo que poca gente sabe, es que la estatua de Stalin, la gigantesca mole de bronce retirada por cuestiones ideológicas, fue fundida y distribuida por diferentes parques de Berlín en forma de diferentes animales. Así, la genealogía que propone Heger nace viciada desde el comienzo. No es ya sólo que la Historia camine a golpe de marcha militar y que sean los vencedores quienes la escriban, sino que, en el mero hecho de señalar, de mirar, de hacer subir a la superficie, la Historia se atrofia en una necesidad que nunca coincide con los dogmas que se le suponen.
La exhausta documentación propuesta por Heger pone el dedo en la llaga que otros querían ocultar: que ni a golpe de contradicción ni vía estrategia de corte libidinal. Reasignando significados, recontextualizando acontecimientos, apelando a reciclajes semióticos: así y sólo así es como la sociedad tardomoderna avanza paso a paso. La Historia se ha convertido en nuestro enésimo juguete y de ella disponemos, como nuevo fetiche que es, según capricho. En definitiva, la Historia se ha convertido en un producto cultural más y, como tal, es susceptible de ser modelado y reproducido a elección.
Hasta aquí las premisas de un arte que logra dirigirse a la propia línea de flotamiento. Pero, como era de prever, las consecuencias llegan tan lejos como uno quiera. Porque, al mismo tiempo que la Historia se recodifica simbólicamente, su propio exceso, su tragedia innata, es reducida al mínimo, a un juego amanerado y simplista donde no hay vencedores ni vencidos, donde el buenrollismo es pathos universal y donde nuestro destino queda reducido a un día en el parque con bonitas esculturas de animalitos que contemplar.
Quizá sea eso, que ahí donde nos lleva la mirada de Heger sea a la irrenunciable capacidad del ser humano de tomarse a sí mismo tan en serio y tan dramáticamente como sea necesario. Porque la contradicción está ahí mismo: ¿qué es preferible -llegamos a preguntarnos- un “animal farm” (siguiendo el ineludible guiño a George Orwell en el título de la exposición) como gulag comunista, o un “animal farm” de naderías anti-heroicas y anti-ideológicas, donde nuestra tragedia quizá sea la peor de todas: a saber, que ningún pasado vale tanto como la nada del instante presente, donde todo se desmorona en la idiota contemplación de animalitos hechos de bronce?
Evidentemente la segunda. Pero, ¿porqué hemos perdido tanto en el camino?, ¿porqué para olvidar la tragedia de toda historia (y no olvidemos que nosotros mismos estamos hechos de historias) hemos de apostar por la farsa que Marx predijo? Y, por último, ¿cómo es posible que nos sintamos tan cómodamente adocenados en esta supuesta farsa?

No hay comentarios:

Publicar un comentario