lunes, 11 de julio de 2011

VISIONES DE LA CARNE: ANTROPOLOGÍA DE UN SILENCIO


BERNARDÍ ROIG: DER ITALIENER
GALERÍA MAX ESTRELLA: 15/06/11-23/07/11

(Artículo original publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=392)

Tomando como punto de partida un relato de Thomas Bernhard sobre las fosas polacas del genocidio nazi, Bernardí Roig se atreve en esta nueva exposición a vérselas con el interior de lo humano. La imposibilidad de la figuración queda remitida en esta ocasión no ya al subterfugio de los neones si no que se hunde en lo más tétrico del ser humano: su interior desfigurado. Roig transita entonces en esta ocasión por la senda del horror que provoca no ya la soledad y muerte del humano, sino su propio cuerpo: la carne, los fluidos, la sangre. El espanto no es que esté ya aquí entre nosotros para quedarse, sino que lo pútrido es nuestra esencia. A partir de ahí, y aunque las interpretaciones son varias, las conclusiones no nos remiten más que al silencio de lo insoportable.


La belleza es una mentira, un trampantojo. La mitad de una actividad –la del arte- que tiene en su otra mitad –el sortilegio de la simulación- su verdadero trasfondo. La belleza, nombre ideológico por antonomasia, es la mentira que entre todos llevamos para no quemarnos mirando lo que no podemos –queremos- ver.

La belleza es el antiguo nombre para nombrar el límite de lo representable. Belleza, verdad, bondad -bellum, verum, bonum: el juego de las equivalencias teológicas como estadio superior de la estética. Pero ya, desde el principio, el apetito, el conatusspinoziano, la voluntad nietzscheana. El juego de las traducciones no termina y su rastro llena la memoria de una humanidad entera. “Bonum est in quod tendis appetittus”. Santo Tomás como maestro de la narración de quién, definitivamente, abrió el campo de lo experimentable a una nueva narratología: James Joyce. Porque, en realidad, aunque la belleza esté en el ojo -pulcra suntquae visa placent, replica el artista adolescente a quién le interroga acerca de la belleza-, es el apetito, la voluntad lo que dirige nuestra mirada. Así entonces, ¿se puede ver lo que no se desea?, ¿interseca el mapa de lo visible con el de lo posible definiendo así el campo libidinal, o es más bien al contrario? Hay, siempre, que sospechar… y el principal sospechoso siempre es la belleza.

Si la mirada está adiestrada en encontrar placer y gusto en la contemplación de lo bello, también al arte le corresponde la tarea con lidiar con esta rémora y autoconvencerse de que aquello que ha de ser visto –si estamos tratando de arte- ha de producir una grieta en el régimen de lo esperado, un decalaje en las políticas –nada inocentes como decimos- de lo que se espera ver o llegar a ver.



Concluyendo: el que la belleza –léase también la verdad y la bondad- sea una simulación, una –en el (ya no tan nuevo) lenguaje del pensamiento crítico postestructuralista- estrategia ideológica que emerge de las diferentes relaciones de poder, no es el descubrimiento básico y fundamental desde el que empieza a construirse hace ya más de doscientos años la estética como ciencia. Es, diríase, la construcción racional que ha permitido al hombre, travestirse en sus fracasos y representar justo aquello que es siempre y por única vez irrepresentable. Lo que sí hay que apuntar como valor supremo de la Modernidad es el conseguir hacer de esta inversión -subversión o incluso aversión- el núcleo duro desde el que empezar a desenmascarar una razón que nada tiene de inocente, sino cuyo rostro más bien nos devuelve la sordidez de un olvido: el de toda la barbarie que es capaz de soportar –y olvidar- de un solo trago.

Sin querer entrar ya en más detalle, apuntar que es desde aquí, desde el nexo que media entre la disposición propiamente humana –propiamente ética, de razón práctica- y la labor racional desde donde Kant construye una Estética encargada de lidiar con la mitad que falta a cada una de las partes. Sólo así puede entenderse la definición de belleza kantiana que remite al libre juego de las facultades. Pero, en el límite, sólo una prohibición: la de representar el asco. El asco, funcionando como contraréplica perfecta a los efectos de la belleza, silencia y reduce a cero la capacidad del arte de permitir dar a la mirada justamente aquello que no se puede ver, que es invisible a los ojos. Si la belleza es un constructo ideológico ideado para mantener a raya la curiosidad de una mirada que no se contenta con lo que se le da como plausible, el asco reduce esta incursión de la mirada en unaceguera total y radical.

Sin embargo, ahíto de nuevas fronteras a las que colonizar, el arte contemporáneo se las ha visto y se las ve con los límites de lo irrepresentableensayando cada vez nuevos límites para el asco. El accionismo vienés y la experimentación de lo soportable –umbrales de percepción y carne, dolor y sangre-, la escatología de corte psicoanalítica como retorno de lo real –lo anal, lo reprimido, la regresión a la infancia, etc. El asco contemporáneo toca con lo invisible del sujeto humano: los efluvios y líquidos que nos sostienen. La vida roza con lo insoportable a ver.

Concluyendo entonces, si la mirada disciplinada es el enemigo real de las prácticas artísticas, qué dar a mirar es sin duda el trabajo del arte. Dicho trabajo opera por reconfiguraciones y recortes de lo visible y lo invisible, de lo posible y lo imposible. Anudar por tanto el campo topológico de la acción con el campo estético de lo representable es la tarea del arte.

Pero, llegados aquí, hablemos de esta exposición de Bernardí Roig en la Galería Max Estrella de Madrid. En sus obras más conocidas, en esa marca dela casa que ha calado bien merecidamente en todo aquel aficionado al arte, Bernardí Roig combina de manera precisa el tema recurrente dela figuración humana en escultura con el uso de luces de neón de herencia más minimalista, para concluir por glosar la soledad del sujeto postmoderno y representarla a modo de nuevo aura, de nuevo fogonazo de luz. Imposible entonces de ver, el sujeto queda rodeado por haces de luz que subrayan esa imposibilidad de ver dentro, de contemplar el contenido. Un hombre, rondando la cincuentena, calvo y regordete, es el alter ego no ya del artista sino de la humanidad entera. En cuclillas, sentado en un taburete y con la cabeza agachada, tumbado detrás de una puerta, el hombre trata de consolarse de su destinación. La soledad, la vejez, la inutilidad son reconfiguradas –dadas a ver- en un gesto artístico que filtra todos esos temas y nos lo presenta como lo imposible de ver aún en su hiperluminosidad.


El aura –como dijo Benjamin- no es ya un designio que viene de lejos para llevarnos más lejos, no es la distancia que viene a hacerse presente y quedarse entre nosotros, no es, en definitiva, un envío del pasado en busca de acuse de recibo. El aura es ahora lo irrepresentable de una presencia invisible, es la huella deltruculento destino marcado por la tragedia de nuestra historia. Es la marca del horror que nos habita y al que apenas logramos silenciar.

Roig, creemos, juega con la temática del aura despersonalizada, del telos carcomido y de la memoria deglutida para presentarnos un ejemplar único de sujeto desaurático, desfragmentado y hundido en su carnalidad.

Pero esta vez, Bernardí Roig parece haberse atrevido a, aunque deforma muy sucinta, mirar dentro de este sujeto-nosotros. La escultura –del mismo color blanquecino que nuestro protagonista cincuentón- de un ternero desollado remite a esta historiografía de la mirada y del dar a ver con el que hemos comenzado el texto. Enseguida Rembrandt, la carnalidad pútrida de lo ya muerto, de lo carcomido: la historia del arte no es nada casual y el trabajo de ficción llevado a cabo por el arte da fe de su continuidad.

En seguida, decimos, Rembrandt: el lienzo del trozo de carne abierta en canal, pero también el de la ‘Lección de anatomía’: la entrada del hombre en la modernidad no es otra cosa que el momento en el que éste, el hombre, consigue ver su interior y saberse condenado a una sintomatología donde su ‘yo’ es solo el efecto de superficie de un proceso constante de putrefacción. No hay más que heridas, no vemos más que heridas. Uno de los dos videos no deja de repetirlo.

Y es que el segundo vídeo es totalmente esclarecedor. Con una puesta en escena que recuerda a El año pasado en Marienbad, un grupo de la alta sociedad asiste a un espectáculo. En él un actor –el propio artista-, vestido impoluto de esmokin, se cose la boca con agua e hilo. Los gestos lentos, como si la representación fuese un ejercicio de virtuosismo-, la mirada de los que contemplan fascinada pero sin alardes, la sangre llena lentamente la boca y barbilla del actor.



¿Se la cose para constatar que es carne y solo carne la última verdad de su representación, o se la cose –la boca- con la esperanza de no derramar más líquidos y más bilis? Lo que está claro es que la puesta en escena de Roig parece decirnos que aquello que está siendo escenificado es pertinente con un régimen donde semejante acto pueda ser tildado de bello. Los aplausos de los burgueses al final nos lo confirman.

Ver sangre, ver los líquidos de nuestro organismo, ver el asco de donde apartamos la vista: el gesto cínico, epatante, de coserse la boca delante de un grupo de burgueses da buena cuenta de que la nueva belleza es esta centrifugación liquida denuestro asqueroso interior. Ya no hace falta escarbar dentro para atreverse a dilucidar con los límites delo soportable y lo representable, sino que la misma superficie basta. Suficiente unas puntadas con hilo para que el espectáculo de lo asqueroso sea celebrado. La ignominia del burgués –de nosotros mismos todo hay que decirlo- es celebrada por un régimen de la mirada que cada vez encuentra más gusto en que nuestro appetittus sea violentado por lo invisible de lo insoportable de ver.

Así entonces, quizá lo que Roig apunte aquí es que al artista no le queda otra que transigir con la sádica satisfacción de la mirada adiestrada en lo gore. La satisfacción sádica de la mirada postmoderna solo puede tener su contraréplica en el mutismo al que, como ejercicio preciso de resistencia, están llamadas las prácticas artísticas.

¿Será, en definitiva, esa la lección de Roig? Como un Adorno moderno, sería entonces que el artista se cose la boca en un doble gesto que, por una parte, incide en el hecho de que es con el espanto y el horror con lo que el arte ha de cargar, y, por otra parte, que esta denuncia no puede ser otra cosa que un gesto callado y silente de resistencia.

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