KRITOFFER ARDEÑA: ¿QUIÉN ES JOSÉ RIZAL?
GALERÍA OLIVA ARAUNA: desde 24/03/11
En la era postconceptualista en la que nos movemos, el triunfo antiretiniano de Duchamp puede catalogarse de total. Estrategias de ocultación, formas que dan gato por liebre, que descentran la apriorística cualidad del arte como visual, se han instaurado como pathos general con el que postularse como último ejercicio de resistencia ante la hipernormalización en que encalla, más pronto que tarde, todo ejercicio de subversión.
La cosa viene de lejos y, aunque hayamos ya elevado a totémica la alargada sombre de Duchamp, las teorías postestructuralistas del signo no han dejado de hacer hincapié en la prioridad ejercida desde lo visual –esta vez como imagen-texto. El propio Deleuze comenta que “el límite del lenguaje es la cosa en su mutismo, la visión”. Así, en una trabazón esquizoanalítica con la producción de signos, se concluye que es la actividad de lectura-visión como deseo la que vendrá a satisfacer la producción de signos puestos en juego. Es decir, si el deseo toma forma en el lenguaje, el límite de éste llega hasta su disolución radical en el silencio que supone la visión -dando por sentado entonces que la producción de signos visuales no tiene otra razón que ser sino satisfacer la demanda impuesta por el deseo.
Y es que, en el meollo de todo este asunto está siempre lo mismo: un arte que dispara con bala a los fundamentos sobre los que se levantan el conglomerado llamado ‘realidad’. Es en este sentido, y apelando aquí a Rancière, que “la realidad no es más que una cierta presentabilidad, una determinada forma de exhibición de aquello que se postula como dado a la visión, una determinada forma de anudar lo decible, lo factible y lo visible”.
Como ampliando la celebérrima fórmula parmideana de que ser es ser en el lenguaje, el poder –como forma de articularse un determinado régimen que establece qué puede ser tenido como ‘dado’- conjuga con maestría lo que es posible decir, posible pensar y posible ver –en definitiva, enlazando otra vez con Deleuze, qué es posible desear. Así, otra vez con Rancière, “la representación no es el acto de producir una forma visible, es el acto de dar un equivalente” al que se pueda referir uno desde cualquiera de estos tres frentes.
Kristoffer Ardeña lleva a cabo en esta exposición un ejercicio deconstructivo de los ejercicios que construyen subjetividad y que, como no, quedan también anclados sobre la plausibilidad de esas tres instancias: lo decible, lo visible y lo pensable. Con el nombre genérico de “¿Quién es José Rizal?” –héroe nacional filipino-, Ardeña explora la relación que media entre las estrategias de construcción de la identidad y los paradigmas estéticos. Y es que, en tanto en cuanto los regímenes que articulan lo dado tienen gran interés en erigirse en instancia normativa que opera desde la visualidad, las formaciones de identidad como constructos condensados de poder están íntimamente ligados a las prácticas artísticas.
Para ello, Ardeña se ‘apropia’ de ‘copias’ de lienzos de Malevich, Reinhart y Rauscheberg para transformar su finalidad propia. Si tanto las vanguardias como la actualización de ellas mismas en los años sesenta buscaba una claudicación del arte autónomo por las bravas, unas veces con mayor énfasis en su trascendentalidad, otras poniendo sobre la mesa sus querencias hacia la manufacturación industrial, ahora Ardeña reinterpreta los negociados de la vanguardia para retorcer el primado conceptual que opera de trasfondo en los devaneos históricos del arte contemporáneo.
Si el ready-made revela los aspectos más ilusorios de la institución-arte, revelando como fantasmagórico la pretendía autonomía del arte y desvelando dicha estructura normativa del arte como eminentemente ideológica, Ardeña realiza una actualización de los primados teóricos en que se basa el ready-made para remitirse a la formación –mugrienta como veremos- de la subjetividad: Ardeña ejecuta esas piezas usando spray adhesivo para atraer el polvo. Con este simple gesto, la funcionalidad operativa del arte obtura casi 180 grados siendo la tripleta antes puesta sobre la mesa –lo decible, lo pensable, lo visible- lo que sufre un cambio radical.
Y es que la herencia de Duchamp es aquí más que clara: éste, con su “Criadero de polvo”, pervirtió la manera que hasta entonces se tenía como adecuada de enfrentarse a la obra de arte: un simple dirigir la mirada a aquello que ya, de por sí, era tenido como arte –es decir, había adquirido ya una determinada relevancia en el régimen de lo visible. El concepto duchampiano de infamince –infraleve podría traducirse- viene a ser algo que está ahí pero que la visión es incapaz de ver. Es lo impensado, lo no dicho, lo no hecho, lo que sobra de lo hecho, lo que sobra de lo pensado; es lo que tiendo a lo imposible: el reflejo y la superficie, la sombra y el suelo, la huella y el terreno.
Es decir, y al hilo de lo dicho más arriba, infraleve vendría a ser la sutura en que la realidad toca con la ilusión sobre la que se yergue: la cara adhesiva donde converge el régimen de visibilidad dado por válido y todos los demás denostados por el ejercicio propio de su contraréplica. Lo visible y no visible en su intersección; lo decible y no decible en su sutura; lo pensable y no pensable en su tocarse: es decir, lo imposible como cara oculta de aquello que, en el régimen político-estético de turno, sea tomado como posible.
En este sentido, y yendo un poco más lejos, si algo caracteriza a gran parte del arte contemporáneo es una absoluta denigración y descrédito de la visión como sentido privilegiado de la modernidad. La gran paradoja entonces es que la desaparición absoluta de lo visual es imposible para el arte. En un símil perfecto que ha redundado en el tan aireado ‘retorno a lo real’, la desaparición absoluta de lo visual en el arte vendría a ser su Real lacanianao: lo que está más allá de sí mismo, más allá del arte pero que lo estructura como ausencia, como lugar vacío al que es imposible acceder.
Bien pudiera entonces decirse que Ardeña transforma la sentencia de Lacan de que el sujeto es lo que reverbera en el lugar vacío que media entre dos significantes, en el sentido de que no es sino polvo –mugre en definitiva- lo que late en la ausencia estructural sobre la que se erige la subjetividad.
En definitiva, la mugre, el polvo, equivale al ‘objet a’ de Lacan, al resto de Derrida, y al esquizo de Deleuze: la basurilla cósmica como ese plus de significatividad sobe el que se erige toda construcción –siempre fantasmal y esquizoide- de la subjetividad y la identidad. Lo que no vale para nada, lo que el sistema deshecha, lo que no es digno de ser visto: o, si se prefiere, lo que el régimen estético-político obvia en la preeminencia de lo que más le conviene.
Lo arriesgado entonces del arte contemporáneo –de la obra de Ardeña que aquí se expone- es que ya no transige con una metáfora cualquiera, sino que se sitúa en el intersticio preciso en que el sentido se produce en el sinsentido, para percatarse de que, en realidad, todo flota, todo está a expensas de un régimen disciplinario que lo haga emerger a lo visible: porque, a fin de cuentas, ¿qué es al liberad sino la elección de a quién obedecer?
Todo redunda en la normalización de una forma política de exhibición que estipula que es permitido sea dado a la vista y que, en su plausibilidad, produce siempre un exceso, un plus, un polvo, una mugre que condensa todo lo no decible, no visible y no posible, pero que, en su imposibilidad, establece un sentido. Misión, entonces, del arte: hacer visible la invisible y viceversa, sacar a la luz esa mugre que queda siempre olvidada, hacer implosionar el sentido dentro del sinsentido.
Además de los lienzos suprematistas y minimalistas reinterpretados conceptualmente, Ardeña mostrará, en sucesivas semanas, tres diferentes videos y esculturas que seguirán la brecha ya indicada: poner el foco en la imposibilidad de lo olvidado, en el polvo que construye subjetividad, en la polisémica repetición de lo mismo que determina significado y sentido, para comprobar, una vez más, que estamos andando sobre una sutil superficie tan fina que, tan pronto estamos de un lado, somos lanzados a su contrario. Visible y no visible, decible y no decible, posible y no posible: cuestiones –en último término- de ideología y política.
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