miércoles, 11 de mayo de 2011

ARTE Y SILENCIO: DEL SINSENTIDO COMO ÚNICA POSIBILIDAD


 

TABULA RASA
GALERÍA MARTA CERVERA: desde 28/04/11

(Mathieu K. Abonnenc, Lara Almarcegui, Mark Hagen, Jay Heikes, Joanna Malinowska, Mateo Maté, Clara Montoya, Adolfo Schlosser, Erin Shirreff)

“La posibilidad real de la utopía se une en una cumbre extraña con la posibilidad de la catástrofe”.
Adorno

Si la realidad es siempre una decisión política, pensar acerca del arte consiste en pensar una relación –cómo no, política- con la realidad y, sobre todo, pensar un futuro. Y, en este punto, pensar un futuro es, antes que nada, imaginarlo.
Imaginar…precisamente aquello que más nos cuesta llevar a cabo habida cuenta de que –y si de política se trata- parece no haber alternativa al hipercapitalismo. Benjamín ya nos trató de alertar –aún no siendo en absoluto utópico su pensamiento- de la necesidad de romper o interrumpir la continuidad entre presente y futuro para, de esta forma, dinamizar un progreso que tuviese la posibilidad de sortear con éxito el enorme poder del sistema: el conocimiento del futuro antes que nosotros mismos. Como sostiene Jameson, “la función política de la utopía consiste en interrumpir y/o romper nuestras ideas heredadas al respecto del futuro: romper ese futuro prefabricado”.
Así pues, la patente necesidad de replantear en términos políticos la realidad se ve amputada de raíz ante este poder adivinatorio, casi chamánico, del sistema que sabe justo aquello que va a ser el futuro incluso antes que nosotros. El juego de equilibrismo, aunque así dicho resulte casi indescifrable, es palmario y bien notorio: habiendo sustituido el conatus de Spinoza por el deseo libidinal, es ahora que cada ser –cada sujeto- se esfuerza en perseverar en aquello que desea y, más precisamente, en aquello que el sistema haga que desee. La cartografía es clara, la topografía desiderativa de la mercancía funciona como raíles bien trazados sobre los que es imposible descarrilar. Como diría Deleuze, el efecto precede a la causa.
Así las cosas, nuestra realidad es más que triste y desoladora: o somos incapaces de desear el futuro (Jameson), o lo único que somos capaces de imaginar es el desastre (Sontag).


En esta situación, el arte enfatiza la necesidad de orientarnos preguntándose en todo momento qué se pude imaginar, que posibilidades –éticas- hay para que surja la utopía. Si el arte es –y debe ser- político es precisamente por esta pregunta autoreflexiva que se lanza a sí mismo y que le lleva a desarrollarse en relación constante con una realidad a la que transfigura políticamente. En los últimos tiempos quizá sea Rancière –también pensador nada utópico- el que más claro haya tenido esta relación –nada ambigua pero sí problemática- con la política: “la política trata de lo que vemos y de lo que podemos decir al respecto, sobre quién tiene la competencia para ver y la cualidad para decir, sobre las propiedades de los espacios y los posibles del tiempo”, estando, de esta forma, íntimamente ligada a determinadas formas sensibles de reparto de las competencias de cada uno.
Como es bien sabido, el llevar a cabo esta tarea le ha sido bastante fácil a un arte que tenía en la representación a su mayor aliado. Así, el arte ha sido comprendido como el lugar en el que se deposita el encargo de memorizar el ser. Para seguir con Rancière un poco más, ni en el régimen ético de las imágenes –donde las imágenes quedaban reguladas según su adherencia a un ethos general- ni en el régimen representativo –sustentado por el principio pragmático de la mímesis-, el arte tenía algún problema para correr en paralelo con la fijación del ser verdadero a la realidad. Prueba inefable de esto son conceptos que hasta hace bien poco funcionaban de modo normativo para el arte: autenticidad, aurático, etc
Sin embargo, fue entrar la imagen-movimiento en escena cuando los repartos de lo sensible, vinculados hasta entonces a grandes narrativas, se convierten en una profusión de datos e información que, hasta al fecha, ha conseguido convertir la realidad en una hiperealidad y la presencia en una telepresencia anclada en el tiempo global de la ciberpantalla. Si la imagen-estática remite a una ontología definitiva por la permanente repetición de su esenciante ser siempre lo mismo, en la imagen-tiempo, por el contrario, es la diferencia la que acontece en la misma superficie del signo visual. Así y ahora, el signo es dislocado, la referencia puesta entre paréntesis, la metáfora no funciona, solo la alegoría.
         Así las cosas, si la realidad ha quedado subsumida en procesos de simulación, telepresencia e hiperealidad, el arte ha quedado remito a unas relaciones con la realidad tan complicadas y estériles que, como decíamos arriba, apenas logra imaginar otra cosa que no sea el Accidente, la catástrofe final. Si lo real es puesto en duda (no ya solo por la virtualidad y el simulacro, sino por el inconsciente freudiano y el marxismo), ¿cómo puede el arte seguir su tarea política –no lo olvidemos esto nunca- de relación con ese real minimizado y famélico?, ¿cómo puede, en definitiva, seguir el arte su tarea en esta época posthistórica y postutópica?
Obviamente que, llegados a este punto, todas las preguntas han de contestarse con un sí rotundo. Porque es justo ahora, ahora cuando de lo real no es solo que no quede nada sino que incluso la apariencia está ya tan evolucionada que permite reflexividad sobre sí misma (es decir, el fantasma del fantasma), cuando las posibilidades utópicas del arte han de advenir sobrepotenciadas.
En el límite (otra vez Rancière), si la representación ha sido mal comprendida postulándose más como principio normativo que permitía –según su nivel de analogía con la realidad- la instauración de un régimen para el arte, es ahora, con la disolución de ese ‘real’ con el que comprarse, cuando el malentendido puede ser reconfigurado y pasar, de una vez por todas, al núcleo duro de los propósitos perseguidos por el arte. Ahora, con la crisis definitiva de la representación, se ha venido a desvelar que la representación no operaba según cándido principios de analogía, que, en pocas palabras, ni representaba ni imitaba, ni, mucho menos, expresaba. Ahora la representación remite a su propio acontecimiento postulándose como experiencia vivencial que problematiza las relaciones humano/mundo.


Si Baudelaire, pionero de la modernidad, sabía que la misión del arte era ir al encuentro del acontecimiento, ahora es el propio acontecimiento el que, devenido real, lo llena todo.
Las posibilidades, por tanto, son extraordinarias: posibilidades de sucumbir –pues sabemos que el Accidente llegará de manos de esta profusión de imágenes, del crack de las imágenes que diría Virilio – o de emanciparnos –pues igualmente sabemos que es ahora, en la nihilidad en que se ha trocado lo real, cuando el arte, alejado ya de los parabienes  dela representación, puede optar a resarcirse como operador visual de hiperconectividades. Ahora, definitivamente, todo está en juego.
En pocas palabras, es ahora cuando el arte, tratándoselas de veras con la implantación del instante efímero que trae la imagen-tiempo (ya incluso digital), hundiendo la raíz de su concepto hasta la médula de su relación con la política, reorientando la visión –los ‘actos de ver’ que enfatiza Brea en relación a los ‘actos de habla’ - en relación a esta racionalidad capitalista que va tejiendo una red de posibles/imposibles que van alimentando y conformando un campo deseante ideológico que opera presentando un futuro como algo obvio y a convenir, puede llevar a cabo el giro necesario para crear relaciones novedosas entre el pasado, el presente y el futuro.
La presente exposición de la Galería Marta Cervera, titulada Tabula rasa’ y comisariada excelentemente por Francesco Giaveri, parte de estos presupuestos para situarse en el ‘entre’ que separa la rememoración de un origen ancestral y la anticipación de un futuro apenas imaginado como apocalíptico, para coincidir que, en dicho límite, en el inframince duchampiano que separaría dichos momentos, las diferencias son más bien son pocas, que las contradicciones inconciliables que pueblan la realidad remiten a una rememoración donde, permanentemente y en cada ‘acto de ver’, en cada experiencia artística, se hace tabula rasa.
Hay mucho de Heidegger en estas piezas y en la interpretación poética y un tanto irracional de la exposición. Haciéndonos eco más de su segunda época, la comprensión del ser por parte del Dasein se da en el tiempo y remite a un acontecimiento por el cual el ser lanza al Dasein instituyendo una apertura en la que el hombre entra en relación consigo mismo y con los demás entes. Así, la existencia del Dasein remite a un habitar en el acontecimiento –ereignis-, en la apertura del ser que le lanza a la comprensión de su propia existencia temporalizada. Así, las vivencias del Dasein remiten a una rememoración –Andenken-  constante de lo ya sido que posibilitan que el ser siga abierto en su claridad permitiendo así la comprensión. 


El pasado no es sólo y meramente pasado, sino que es una trasmisión viva que nos está siendo constantemente dada y que articula por completo la triple dimensión de la temporalidad del Dasein abriéndonos –proyectándonos en el futuro- al claro despejado por el ser y que nos posibilita su comprensión.   
De modo metodológicamente diferente, pero coincidente en los resultados, Adorno, otro insurgente del irracionalsimo necesario para la estética, sostiene que “el ser del arte remite siempre  a lo que fue y a su apertura”, postulando esta vez que es en su negación determinada donde el arte lleva a cabo su antinomia fundacional: el arte quiere y debe ser utopía pero su nexo funcional real lo obstaculiza resultando entonces que “solo mediante su negatividad absoluta, el arte dice lo indecible, la utopía”.
Un arte condenado al silencio y al mutismo, un arte de la rememoración, un arte en definitiva que no opte sin más por la emancipación, pues ya es harto conocido el carácter regresivo de ese tipo de movimientos, sino que se torne contra sí mismo, contra su despótica racionalidad, contra los triunfos levantados en nombre de la cultura –que siempre es barbarie-, que permita la salvaguarda de lo innombrable que ya supuso Beckett, que no se contente con la verdad sino que conjugue la apariencia en el sentido de Adorno de que “el arte es apariencia por ser incapaz de escapar a la sugestión de un sentido en medio de lo insensato”.
En definitiva, ahora quizá más que nunca y por mor de la esperanza en la reconciliación, il faut continuer. Quizá hacia allí apunta esta estupenda exposición, a dar cumplida cuenta de que, en el fondo, siempre existe una progresiva negación de sentido, y que solo a raíz de ese sinsentido podemos aún garantizar una esperanza, una utopía, y así subvertir el tiempo-idéntico con el que la hiperracionalidad del capital pretende sellarnos cualquier posibilidad de futuro.

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