ISAAC JULIEN: TEN THOUSEND WAVES
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: hasta el 15/07/11
(artículo original en 'Revista Claves de Arte': http://www.revistaclavesdearte.com/critica/21174/Isaac-Julien-en-la-Galeria-Helga-de-Alvear)
La disputa viene ya de lejos pero, atrincherados como estamos en la era hipertecnológica, merece ser refrescada de vez en cuando. Si para algunos –véase Benjamin- la tecnología es la que permite un cambio en la función propia del arte, para otros –en este caso y de actualidad más acuciante Rancière- la tecnología no viene sino a operar una reconfiguración en un régimen político ya apuntado por anticipado en el trabajo de ficción que las prácticas artísticas llevan a cabo.
Es decir, la pregunta a la que remite esta disputa es a la relación que media –que siempre ha mediado- entre la técnica y cualquier producción material humana –en este caso la artística. Qué es antes, ¿la técnica o la ficción?, ¿depende nuestro sentido político de lo decible, lo visible y lo pensable de operadores tecnificados, o estos son solo el trampolín desde donde poner en escena la ficcionalidad propia de una época que sabe demasiado bien qué se espera de ella? O en última instancia, ¿quién configura el régimen de lo empírico? ¿la técnica o nosotros humanos con nuestra labor de ficcionalizar?
De momento no vamos a tomar partido por ninguna tesis en particular, pero sí que vemos la conveniencia de clarificar que –de hecho- nada está muy claro del todo para enfrentarnos a una obra tan espectacular y tan potente como es esta de Isaac Julien (Londres, 1960) que ahora nos presenta la Galería Helga de Alvear.
Y es que la pregunta tiene más recorrido del que se piensa en primera instancia ya que se ha visto con el tiempo que aquel optimismo de Benjamin –leve y ultramoderado, pero optimismo al fin y al cabo- de un nuevo régimen político del arte nacido del cambio de función que para éste trae la técnica, se ha visto una y otra vez lacerado ignominiosamente. Porque si la técnica tiene la primacía de recortar el campo de lo experimentable, basta con que los señores de la política se hagan con los dispositivos técnicos de re-producción para ser ellos quienes operen un corte en el campo ideológico de lo político y lo social. Abogar, sin embargo, por lo segundo sería poner sobre el tapete la capacidad insurgente de un arte que en su labor de ficcionalizar anticipa el contenido latente que luego la técnica se encargará de poner en escena.
Si nos situamos en estas coordenadas para hablar de Ten Thousand Waves es porque lo que pensamos que está ocurriendo en el actual arte contemporáneo puede verse como el intento –desesperado o no- de abrir el pliegue de representación cerrado en aquel mundo ochentero que devino alegoría neo-barroca. Y dicha apertura –al sentido, a la representación y a la narración- viene de manos de la técnica.
Si la fotografía adquirió rango de obra artística justo cuando se supo comprender su mirada no como la mirada de un instante congelado sino, todo lo contrario, como la plasmación de un tiempo condensado pero expandido en sus virtualidades temporales, es ahora el vídeo el que trata de –aunque se piense que ya lo ha hecho- encumbrarse a verdadera obra de arte. Y es que el vídeo, a pesar de sus ya casi cincuenta años de vida, es ahora la punta de lanza de toda una problemática que alude a la capacidad que tiene la técnica de abrir nuevos campos para lo experimentable.
Narrar historias en un mundo implosionado en su simulacro telemático, contar por contar cuando la vorágine de imágenes hace que perdamos el sentido constantemente, no pensamos que sea la estrategia más acorde para unas prácticas artísticas que, como decimos, tratan de verdad de abrir el campo de lo posible una vez ha sido éste plegado por el régimen libidinal propuesto por el fetiche-mercancía y la lógica del capital de finales de los setenta.
Concluyendo: un vídeo como disciplina artística que siga como varadero de la documentación hiperexhaustiva de todo tipo de acciones, un vídeo perfomatológico –sí se me permite tal expresión-, es un arte que, si se quiere, juega con los problemas heredados de prácticas más generales. Pero un videoarte que remita a la problemática fundamental en nuestro tiempo de abrir el campo de la ficción a nuevas formas que den cuenta de una nueva manera de narrar y de contar, es en definitiva un videoarte que trae para sí todas las potencialidades tecnológicas propias de la epocalidad que nos ha tocado vivir.
Siendo, por tanto, cierto que el arte contemporáneo busca nuevas maneras de narrar, de abrir sentido en el juego de las representaciones, de escapar como sea a la lógica del simulacro que todo lo devasta y fagocita, de plantear discursos de resistencia y crítica lejos del paradigma ideológico ya asimilado por el sistema, el uso de la tecnología debe de estar orientado a abrir el discurso artístico a estas necesidades. Es en este sentido en el que la funcionalidad que para sí pretende el arte queda innegablemente unida a las capacitaciones tecnológicas de cada momento –y no, por tanto, al revés.
Una vez apuntado esto, bien podemos convenir que la maestría absoluta de Ten Thousand Waves es la de reorientar nuestra manera de mirar y de narrar, de crear Historia –e historias- y de apelarnos a una reactualización constante de nuestros presupuestos como espectadores.
Nueve pantallas, dispuestas en círculo con dos de ellas en el centro, se transforman en el escenario perfecto en el cual la historia –una extraña mezcla de relato mítico y ancestral con escenas de la vida moderna- nos es contada, pero donde también nosotros la contamos produciéndola. No se trata de la memez de la interacción al modo del “elija su propia aventura”, sino que se trata de una constante rememoración y anticipación de un cuento, una fábula por la cual se nos muestra aquello que China puede significar, haber significado o, incluso, llegar a significar, en una mezcla constante de ensoñación y realidad fragmentada.
Isaac Julien nos propone abrir los ojos a una nueva realidad: aquella que surge de la evanescencia de todo disciplinamiento de la mirada y de un esfuerzo por fajarse de la linealidad temporal de todo relato. Los tiempos no se anulan sino que convergen, las historias no se solapan sino que se abren en sus diferencias, el espectador no mira sino que actúa de dispositivo final.
Y es que al final es la propia mirada del espectador la que dicta sentencia: o es aludido en su saberse humano en una narración discontinua y fragmentaria, pero por la que llega a intuir las condiciones reales de una nueva configuración de lo real, o simplemente ve en esta obra la parafernalia propia de lo espectacular-tecnológico o del histrionismo de la pantalla global.
Obviamente nosotros nos quedamos con la primera lectura: si el espectador ha de ser emancipado es justo para saber que es su mirada la que da forma a la obra y que, haciéndolo así, aquello que mire estará siempre abierto a un trabajo de ficción donde serán intuidas y anticipadas las condiciones reales de existencia y de conocimiento humano. Si no ya el cine -tomada la senda del hipercine de la pantalla global como bien han señalado Gilles Lipovetsky y Jean Serroy- sí que el videoarte debe de ser consciente, como pensamos que lo es en esta magnífica obra, de la tarea a la que queda encomendado.
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