SANTIAGO SIERRA: CMX-04
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: hasta enero de 2012
(artículo original en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=404)
“Los habitantes de esta ciudad sólo veían lo que todos convenían en ver, creían lo que salía por la tele o en los periódicos matutinos que la mitad de ellos leía cuando iban en coche al trabajo por la autopista, y todos vivían en el ensueño de estar a la última, de que la verdad les hacía libres”.
“Era como si lo que hubiera sucedido, fuera lo que fuese, hubiera alcanzado algún tipo de límite”.
Thomas Pynchon, Vicio propio
Hay ciertas estrategias artísticas que, si por una parte levantan ampollas, por otra son tildadas de achiprovocativas y de inútilmente polémicas. La obra global de Santiago Sierra pertenece, sin ningún género de dudas, a esta categoría. Sin duda alguna que lo ‘amoral’ que se dice se halla en el corazón de sus propuestas remite a una decisión –la del propio artista- de situarse en los excesos que el propio capitalismo genera para su global y paulatina reterritorialización de ámbitos originalmente ajenos al mundo del capital. La duda entonces surge de inmediato: ¿servirse de o servirse para?, ¿señalar con algún fin artístico o simplemente señalar? Sea como fuere, lo que sí que está claro es que un simple ‘no’ –como aquel que profiriera Sierra con ocasión de otorgársele el Premio Nacional en 2010- condensa en sí mismo tantas interpretaciones que se hace imposible darles carpetazo sin una reposada reflexión.
Para comprender está situación un tanto paradójica que habita en ciertas prácticas artísticas, quizá lo mejor sea hacer un breve ejercicio de historicidad.
El arte, una vez hubiera conocido cual era su origen, su destino y el misterio de su temporalidad, más que tomar la senda de la articulación del espacio común, se erigió en valedor de una redención que desde todos los ámbitos pareciera estar anhelando el ser humano. Fracturado y fragmentado en ámbitos de experiencia cada vez más disociados, el arte vino a ocupar el lugar de la desprestigiada filosofía. Pero de entre todas las rupturas producidas dentro del devenir-vida del sujeto, la irrupción de la mercancía dentro de los primeros procesos de avance capitalista supuso sin lugar a dudas la grieta por donde se iban a ir filtrando –y desapareciendo- todas las promesas inconclusas de la razón práctica y teórica.
El arte se cargó de negatividad, se replegó en sí mismo y esperó llegaran momentos mejores mientras, por otra parte, presa de la dialéctica de la mercancía, se dejaba llevar por los mundos del espectáculo y la frivolización. La archirecurente tesis del ‘fin del arte’ supondría la narración privilegiada con la que el arte intentaría mirar hacia otro lado y encogerse de hombros mientras ve como la distancia entre su concepto y su realidad es cada vez mayor.
Pero, quizá hoy en día, cansado las más de las veces de esa negatividad que se ha de suponer ya –habida cuenta del triunfo incuestionable del capital- casi infinita (Adorno), sabedor de que la crítica al sistema no hace sino reproducir su misma lógica (Debord), hastiado de ese coitus interruptus que ha supuesto la panacea de una autonomía como exploración de las formas expresivas –materiales y formales- de cada una de las prácticas artísticas (Greenberg), el arte pareciera a veces jugar una partida donde no se sabe y bien que se espera de él.
Infiltrado dentro de las redes de la mercancía, del significante fetiche, el arte ha tratado muchas veces de subvertir –casi diría de pervertir- la lógica del sistema. Desde Duchamp, hasta Warhol o, más recientemente, Haim Steinbach (o incluso, y por estos lares, Karmelo Bermejo), las prácticas artísticas han intuido que su única vía de salvación vendría manchándose las manos, haciendo del cinismo virtud, y tomando para sí prestadas lógicas que bien podrían alentar al salto circunspecto de las formas-fetiche como un intento desesperado de tomar algo prestado de la lógica del capital para el bien del arte.
Santiago Sierra, pensamos, se encuentra en este grupo. Pero, sin embargo, la diferencia principal, es que su trabajo ya no necesita insertarse dentro de las lógicas capitalistas de la transacción económica convencional, ni necesita quedar referido a juegos de manos entre el valor de uso y el de cambio. Porque, estando como estamos en una época del capitalismo hiperavanzado, de lo que trata es de atraer para sí las plusvalías de las transacciones inmateriales y, desde ahí, –ahora así- trabajar ficcionalmente.
Y es que el capitalismo, igual que la materia, se encuentra en una tercera dimensión de su desarrollo. De la materia como masa o como energía, hemos pasado a una materia –léase igualmente mercancía- como información. Así, como dijera Virilio, del volumen material y geométrico del objeto, hemos pasado al volumen inmaterial y electrónico de la información.
La lógica del capital, necesitando de mayor velocidad, de mayor fluidez entre las transacciones, ha visto como la lógica de la mercancía material se le ha quedado corta. Para ello, postula la necesidad de una fluídica de lo inmaterial, que, al tiempo de cargarse con mayor deseo libidinal –mayor posibilidad de visibilidad, de mirar y de ser visto-, resulta perfecta para cualquiera de sus intereses. En el lenguaje benjaminiano, lo que ha sucedido es un desplazamiento del aura desde las imágenes de objetos posibles, hasta los flujos digitalizados de datos –preeminentemente, información e imágenes.
La imagen entonces, junto con la información, han devenido las mercancías-fetiche más valoradas al ser a un tiempo las más capaces de investir mayores cargas libidinales, de fluir más rápidamente, y de operar un cambio en el régimen metafísico de la realidad: necesitada de una mayor capacidad fluídica, lo topología libidinal y transaccional se ha reconvertido en una videoesfera que, como diría Deleuze, supone el desplazamiento de una lingüística del significante a una linguística de flujos. Toda pantalla se convierte entonces en máquina de reubicación y jerarquizacón de los procesos de producción de un nuevo significante inmaterial.
Si Lyotard fue el primero en advertir cómo la informatización del saber estaba desplazando la pregunta referida al conocimiento desde la interrogación por su valor de verdad a la pregunta por su valor de cambio, por su valor económico en última instancia, hemos de apuntar que su pensamiento todavía era deudor de una primera fase de desarrollo del capitalismo postindustrial habida cuenta de que todavía basculaba la idea de la sociedad de la información hacia nuevos modos de legitimidad comunicativa en las sociedades avanzadas. Sin embargo, en una economía de distribución, la escena primordial es, en cambio, la del acceso a una información que circula, que se ofrece disponible sin intercambio oneroso de objeto ni cambio alguno.
En este punto sí que podemos convenir que la lógica de lo real se adelgaza, que todo remite ya a un live global y a una topografía de lo igual -el no-lugar hace ya tiempo que se ha convertido en destino de cualquier habitante del mundo global- y en un nunc absoluto.
Sea como fuere –entrar más en profundidad en este punto no tendría aquí ningún sentido- el trabajo de Santiago Sierra toma como material el excedente que todo proceso capitalista genera, ya venga esta dado en la forma de afirmación libidinal al servicio d la implosión mediática (ahí está su “No, global tour” como negativa pasividad como única forma capaz de cierta legitimidad de oposición), en forma de sexualidad improductiva como deshecho de toda forma relacional de poder (véase su anterior trabajo también en Helga de Alvear “Los penetrados”), o, incluso, tomar para sí la más alta producción de sentido –e identidad- según la lógica implacable del capital y reproducir sus paradojas ‘democráticas’ (en relación a su obra para la Bienal de Venecia).
Para esta su nueva exposición, Sierra toma como material otro excedente: aquel que surge de las dinámicas de la información una vez estas han implosionado en una red de sinsentidos ocupadas en implementar una lógica libidinal capaz de dar cuenta de cuantas imágenes e información sea capaz de autogestionar el emisor-receptor mejor para el sistema. Para ello ha montado una máquina libidinal perfecta, una escenificación del simulacro hipervisible.
Tres fotocopiadoras escupen sin parar folios y folios donde solo puede verse escrito infinitamente una clave, un código encriptado: CMX-04. Dicha secuencia alude a un grupo antiterrorista de la propia OTAN los cuales –y aquí reside el ruido hipermediático que genera el propio sistema- terminó unos ejercicios prácticos en Madrid pocas horas antes de los terribles atentados terroristas de Madrid en el 15-M los cuales parecieran una copia perfecta de lo que pocas horas más tarde sucedería realmente.
Si la realidad es siempre ideológica, si es fruto de una decisión, de una interpretación, la implosión llevada a cabo por el capitalismo inmaterial hace que toda realidad sea hiperideológica, que nada haya nunca ya fuera de lo que existe, del simulacro, porque el poder del signo-mercancía, en la era de su inmaterialidad, ha devenido infinito. Así, quizá no un acto terrorista per se, sino un acto terrorista antiterrorista pero que, en el límite de su producción, deviene imperceptible en su no-diferencia. Implosión entonces como (Baudrillard dixit) una “suerte de escatología negativa que anuncia la aniquilación de toda oposición, la disolución de la historia, la neutralización de la diferencia y la eliminación de toda posible representación de una realidad alternativa”.
Y es que el simulacro no es una copia degradada sino que es el funcionamiento de la realidad global en cuanto maquina dionisiaca. Una repetición traumática y nauseabunda que, llevada hasta la saciedad, tiene que ver con el impulso libidinal, con la vocación humana al impulso de muerte. Nada acontece fuera de esta lógica y toda trama, todo secretismo redunda en una lógica que cubre la realidad entera. Así, como dejase dicho Brea en su lucidez, “cualquier tipo de transparencia o projimidad naufraga frente al irrevocable proceso de mundialización contemporáneo”. Es decir, es imposible aislar el proceso de simulación, es imposible discernir entre realidad y simulacro porque ambos quedan remitidos a un mismo proceso de producción.
Dicho todo esto, quizá no terminemos de hallar la solución nunca: ¿qué nos descubre Sierra en esta atrofia simulada de los procesos de falsificación del mundo real? Quizá nada o quizá lo suficiente. Cuando el mundo se convierte en un simulacro, en una desrealización acelerada, el arte, en su trabajo de ficción, ha de enfatizar los procesos de disolución de lo real, para que comprendamos quizá mejor la diabólica maquinaria en la que habitamos. Pero, quizá también, para mostrar la posibilidad de lo imposible: no se cree, no hay –en su hipermediatez- posibilidad de testimonio, pero -aún así- es posible.
Así, la obra de Sierra se resuelve importante en la capacidad que atesora para enfrentarnos a lo ‘imposible posible’ de la nueva era que creemos estar inaugurando a cada instante. Pero el peligro está a la vuelta de la esquina: ¿no es esa misma lógica que Sierra escenifica la que tanto nos fascina, no es ese ruido monocorde de las fotocopiadoras el ruido de nuestros impulsos pidiéndonos más y más? Quizá es que, como dice la cita de Pynchon, hemos alcanzado el límite y ya no hay ningún acontecimiento ni lógica alguna capaz de despertarnos.
Así, ¿basta con mostrar?, ¿consigue Sierra desperezarnos de nuestra modorra y darnos de bruces con el epifenómeno de lo ‘real’?, ¿o simplemente reactualiza la estrategia de la simulación para, él también, tener su acontecimiento a medida? Quizá no haya que ser muy listo para pensar que, según hemos sostenido en toda la segunda parte, no hay diferencia posible: vemos lo que deseamos –o, lo que es lo mismo, la verdad nos hace libres
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