viernes, 17 de junio de 2011

PEREJAUME: EL DUELO IMPOSIBLE (O LA ALEGORÍA INFINITA)



PEREJAUME: EXVOTOS
GALERÍA SOLEDAD LORENZO: 09/06/11-16/07/11


Hay obras para las que el simple decir –escribir- se vuelve una tosquedad inane, donde incluso toda imagen es incapaz de atesorar la promesa de su destino y donde toda interpretación es sólo un fútil intento de atraparlo todo en un sentido unigénito.

Pero a veces, las menos hemos de reconocer, sucede lo improvisto, lo inesperado. A veces sucede que todo –lenguaje y realidad- viene a convenir en una unidad que nos apela en nuestra trascendentalidad. Pero lo que sucede es que esta trascendentalidad de lo inesperado es justo eso: una fuga, una grieta en el mismo discurso, una inadecuación entre el concepto y la praxis.

Y en el centro, siempre lo mismo: un lugar vacío, un claro en el bosque, un sinsentido como efecto de sentidos siempre derivados, una ausencia siempre deslizándose entre estructuras. El pensamiento de gran parte del siglo XX –y obviamente sobre el que se eleva el XXI- se asienta en las postrimerías de lo metafísico para encallar en las playas de la deriva, en las orillas del lenguaje que se desvanece: en la arena de lo postmetafísico.

El juego de las fundamentaciones se ha tornado ya en el espectro sinuoso que coletea como simple rémora a la que plegarse. Nada que decir, solo mostrar, decía Benjamin. O, de lo que no se puede hablar mejor es callarse que sostenía Wittgenstein. Siempre lo uno en el lugar de lo otro; siempre una referencialidad derivada, anulada; siempre un ‘yo’ mirando a un ‘tú’ que le apela.

Y es que el ejercicio más preciso que ha tenido lugar en la reflexión filosófica es mostrar que la realidad se configura en torno a un drama original, a una dejación de principios o, como decía Heidegger a un olvido fundacional.


Pero dicho olvido tiene muchos caminos. Lo sorprendente es que, a veces, como sucede en esta magistral obra de Perejaume, la intuición nos desborde y nos oriente hacia una totalidad poliédrica y polimórfica. Quizá tengamos vedado el acceso a la totalidad, pero es que la totalidad no es más que un fantasma que nunca ha existido. Nada puede quedar englobado en una totalidad sino con el condicionante de ser fracturada, tachada de inmediato como una huella en la orilla del mar.

Indicar ese lugar, el del olvido, el del drama, tiene –como decimos- muchos caminos y formas. Metafísicamente el olvido es el del ser, y la posibilidad de su comprensión surge de su total velamiento. Desvelar y velar se dan el uno al otro en una relación que nada tiene de dialéctica ni de lógica, sino que remite a procesos de comprensión temporalizados en nuestra existencia.

Éticamente, el drama es el de nuestra propia existencia arrojada en su desposesión, a la violencia de un rostro que nos llama y al que no podemos responder más que desprendiéndonos de nosotros mismos. Siempre un otro que nos apela, que nos inquiere y que nos insta a salir de nuestra mismidad para ir a su encuentro. Pero dicho encuentro siempre es frustrado, siempre es aplazado en una apertura para la que no existe la clausura. La mediación es imposible, pero nos llama desde lo más profundo del rostro del otro.

Así, los límites del yo no son otros que la muerte del otro: solo así puede comprenderse a Paul de Man cuando dice que no hay más alegoría que la memoria por el duelo imposible. Llorar al que se ha ido, llorar al amigo -diría Derrida- es darse a la memoria de un otro que ya no está haciendo imposible que la clausura se cierre sobre él. Y es que la muerte funciona a modo de límite fenomenológico y como apertura total al sentido: esa es la paradoja, y esa es la imposibilidad de reunir todo en torno al lenguaje.

Pero no solo eso, sino que ya toda responsabilidad abierta por el rostro del otro ha de ser comprendida como una responsabilidad en una vulnerabilidad que viene del hecho de comprender al sujeto como rehén del otro. Ser-rehén, dirá Derrida, es la precomprensión más precisa a un sujeto que siempre es culpable, que siempre ha e cargar con una memoria a punto de ser olvidada: la del otro, la de los otros, la memoria de una humanidad entera afaenada en transigir con su horror y su espanto.

Ser es entonces ser culpable, estar abierto a cargar con la culpa de una humanidad entera. Dostoievski, padre del nihilismo, lo profetizó: “todos nosotros somos culpables de todo y de todos ante todos, y yo más que los otros”.

Sea como fuere, lo cierto es que el sueño de la totalidad, sueño de una razón omnipotente que se daba a sí misma las condiciones de su existencia sin sospechar que tales fundamentos recaen siempre en la plausibilidad de la catástrofe y la barbarie, hace ya tiempo que ha dejado su lugar a un pensamiento en fuga, un pensamiento que se contenta con experimentar la apertura al sentido más que con, dogmáticamente, poseerlo. Todo entonces son relaciones en los límites de la posible y de lo factible.

Pero es en este punto donde todo viene a confluir. Y es que el pensamiento crítico -pensamiento siempre necesario- hace ya tiempo ha dado ya en la clave en ver que es de la violencia del concepto de lo que hay que huir. El pensamiento de la totalidad asentado en la violencia del concepto ha de ser desmantelado. Toda ideología es un campo minado donde el discurso, el concepto, queda pervertido e invertido en manos de una dialéctica que nunca es inocente.

Pero, y he aquí lo fundamental, todo pensamiento que se permita el lujo de dar al traste con los imperativos de la totalidad, constata cómo el fracaso, la imposibilidad, es también su destinación más efectiva.


Es decir, todo pensamiento que se sostenga insurgente como ejercicio de resistencia ante el avance del pensamiento de la totalidad fetichizadora –encarnación plena de la mercancía y el flujo de capital a velocidad límite- no deja de constatar lo paradójico de su destino: es solo reduciéndose a escombros, ninguneado en su efectividad, como permite que surja la posibilidad de la redención. Casi es redundante apelar aquí a Adorno. Pero es que ya antes Baudelaire cifró el nacimiento de la Modernidad como el momento en que lo imposible adquiría rango de posibilidad más acuciante: dejándose llevar por sus paseos, el flanêur hacía gala de una distancia con la ya por aquel entonces apelaba a una resistencia tácita con el mundo de la producción racional de fines –y mercancías. Porque el flanêur era partícipe pero no formaba parte de la masa; su satisfacción era precisamente la contraria a lo que parecía decir la época: su improductividad y su inactividad. Pero justo en estos dos condicionantes se cifraba su capacidad estética para ser sensible a la fugacidad de lo bello y a lo efímero de todo acontecimiento.

Ya, por tanto, la propia Modernidad se eleva como resistencia ante sí misma, como alegato díscolo -y estético- ante sus propios primados. Pertenecer a la muchedumbre, para alejarse de ella. Contemplar el mundo perfecto de la producción racional, para disfrutar de instantaneidad decapitada.

Remitiéndonos ya a la Estética, el pensamiento edificado por Adorno no hace otra cosa que poner en limpio está plausibilidad última de toda productividad humana asentada en los primados de la racionalidad ilustrada. Y es que el arte –comprendido éste como producción autónoma ilustrada- tiene en su negatividad a su destinación más precisa. Solo ocultándose, negándose en sus promesas de libertad, hace posible la emergencia de lo que se ha convertido en su función preeminente: cargar con toda la culpa, con toda la tragedia de una humanidad que ha preferido optar por silenciar el horror y darse al festín del simulacro de lo hiperpresente.

Negando la memoria, la historia, la víctima es reducida a cero y la humanidad entera entra en la época de cinismo e ironía exacerbada. El horror ha devenido nuestro apocalipsis a fuerza de silenciarlo, de olvidarlo. La misión del arte entonces es cargar con la culpa del mundo entero, con todo ese horror que es silenciado en cada momento con el fin de que el simulacro de la felicidad en marcha siga teniendo lugar.

Pero, ¿cuál es el proceso estructural del arte para que condense en torno a sí, a su concepto, todo ese caudal de olvido, de ignominia y de dolor? Solo resistiéndose a los procesos de normalización, solo proponiéndose como alteridad al campo dogmático de la hiperproducción, el arte puede albergar en su interior la promesa de su destinación.

Así pues, para el arte –de hecho para toda producción racional (véase por ejemplo la técnica, la esencialidad de la técnica)- es justo yendo en contra de su concepto, adelgazando hasta el mínimo el ámbito de su autonomía soberana, cómo el arte puede aún mantenerse afianzado en sus presupuestos genealógicos.

Y es que aquí Adorno quizá peque de dogmático: sí para él el arte es todo aquello que permanezca indómito frente a la cosificación, normal entonces que sea la tan ansiada autonomía lo más preciado a salvaguardar de su destinación. Moviéndose entonces entre los dos polos que especifican la, por una parte, ya apuntada autonomía y, por otra, su caída en el mundo de la vida, el are va trazando la historia de su propio destino. Que toda caída en mundos de vida sea comprendida-como decimos de forma un tanto dogmática- como desartización, es corregida por posiciones –entre otras muchas la de Hal Foster- que ven en su mezcla un ejercicio de resistencia –no, como viene siendo el caso actualmente, como burdos intentos de estetizar mundos del todo colonizados por el universo de la mercancía.

En todo caso, y para no seguir por derroteros que nos llevarían demasiado lejos, lo fundamental es ver en las posiciones de la tradición crítica un doble perfecto –casi perfecto- a las reflexiones más fenomenológicas y hermenéuticas antes traídas a colación.

Por ahondar, y como ya dijimos al principio, a veces resulta que todo viene a converger, que todo se disuelve en una simetría conceptual perfecta. El silencio de la noche de Blanchot, el terror insondable que produce el roce de su susurro y señalado por Levinas, es el doble invertido del mutismo al que Adorno condena al arte para que su concepto se adecue históricamente a lo que es su destino. La culpa que nos impone el otro, la culpabilidad de sabernos rehenes de una víctima –siempre el otro- a quién que es imposible redimir, es el contraefecto de esa culpa con que Adorno dice ha de cargar el arte. Perseverar en una ignominia, la de la propia humanidad, no transigir con su olvido, es la tarea que –estéticamente- Adorno piensa para el arte y que –éticamente- Levinas, Derrida o Blanchot piensan como lugar propio de nuestra apertura a la radical alteridad del ser.



En definitiva, siempre un mismo intento: el de salvaguardar la memoria de toda la ignominia a la que fue sometido el hombre en el pasado, un ensayo constante de aperturas donde se dé en el presente la redención de una humanidad enfangada de horror y barbarie. Es decir, la salvaguarda de una promesa, del duelo por una promesa imposible.

Abrir entonces un claro en el bosque, abrirse al sentido del acontecimiento –del Ereignis heideggeriano- para terminar por convenir que todo acontecimiento –quizá el único- no es más que una metonimia alegórica. Y es que, que el ser devenga acontecimiento –que la verdad, la verdad del ser, sea ya un acontecimiento, un evento que acontece en el tiempo de nuestra existencia, que el sentido de su verdad sea el sentido de nuestra existencia- no significa otra cosa sino que el ser se instaura en ese único acontecimiento que es la metonimia alegórica. Una alegoría que dice siempre lo otro: el claro entonces no nos dará la palabra sino que dirá lo otro, lo que habla antes y fuera de ese claro.

¿No es ese entonces el puro acontecimiento del que nos habla Blanchot y que tendría en la noche su única detención? Pero no solo Blanchot. Levinas ya habla –como hemos indicado brevemente más arriba- de un susurro silencioso, de un ‘hay’ que media entre el ser y la nada, y gracias al cual es posible pensar una alteridad más allá del ser que de ninguna manera sea una superación dialéctica al ser o a la nada. Levinas lo describe como un murmullo silencioso, la amenaza de una extraña presencia, como una extraña amenaza todavía visible en la existencia del existente. Acompañándose de las palabras de Blanchot lo cifra como un jaleo del ser, un murmullo insondable, “la corriente anónima del ser”; la atmósfera tétrica de una presencia que no se logra vislumbrar: “no hay ninguna cosa, pero hay ser, como un campo de fuerzas”.

Abrir el claro entonces es invocar la plegaria por un duelo, es dejarse inundar por ese murmullo incesante de la noche, es abrirse al compromiso de un ‘sí’ eternamente aplazado como destinación y rememorado como memoria. Esta memoria acongojada es la metonímia alegórica que reúne en la dispersión la imposibilidad de una necesidad que nos apela por nuestro nombre –y en nuestra muerte.

De esta alegoría es de la que habla el video de Perejaume. Pero decir algo de ese video es dar palabra a lo que no puede ser dicho, es dar sentido a lo que se hunde en el sinsentido de nuestra experiencia cotidiana. Mañana habrá que seguir viviendo, habrá que seguir soportando este duelo imposible, habrá que, en definitiva, construir otro claro en el bosque y dejar que acontezca el acontecimiento de nuestra existencia: llevar –como hace magistralmente Perejaume en el video- el tronco al océano y lanzarnos a la tarea del duelo para regresar fatigados.

Ahí es justo donde el video termina, donde no se sabe bien si se operará otro claro, o si, por el contrario, estamos condenados a, nunca más, regresar a la orilla.

2 comentarios:

  1. tus criticas son puras "name dropping",,,que lastima porque pareciera que las expos son buenas.

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  2. bueno, tampoco hay que sentir lastima hombre, con leer otras mucho mejores basta.Lo principal es la exposición

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