sábado, 21 de abril de 2012

NAUMAN/ABRAMOVIC: LO QUE PUEDE UN CUERPO


BRUCE NAUMAN: INFRARED OUTTAKES, SOFT GROUND ETCHINGS & CROSSBEAMS (La Caja Negra, hasta 28/04/12)
MARINA ABRAMOVIC: SELECTED EARLY WORKS (La Fábrica, 10/04/12-02/06/12)


Oh casualidades de la vida, Nauman y Abramovic exponen en Madrid al mismo tiempo. Si el primero trae una serie de sus últimos dibujos para exponerse en La Caja Negra, la segunda –y aprovechando como quien dice la parada de la diva en el Teatro Real- es motivo de una muestra especial en La Fábrica, la cual recoge la documentación de alguna de sus performances más famosas.

Tal coincidencia puede ser una oportunidad única no ya solo de visitar ambas galerías, sino también comprobar cómo los aprioris, en el campo artístico, no son más que eso: meros discursitos esquemáticos que apenas dan para clasificar burdamente a cada artista y cada época.

Y es que aunque ambos comprendan la creación como un acto vital, aunque ambos trabajen con el cuerpo, los parecidos entre ambos trabajos apenas son ecos de una especie de aire de familia, de un lejano origen común que quizá tiene en esa convergencia entre Duchamp y fluxus su razón de ser.

Un lugar común, un mismo origen para una divergencia de prácticas y de propósitos que lejos de clasificar exhaustivamente es capaz de hacer del campo artístico algo más que una pléyade de circunloquios en referencia a una clasificación de nombres, lugares y prácticas comunes.



Perfomance y body-art –si convenimos en circunscribir a cada artista a cada uno de estos cajones-estancos, aún dentro de lo discutible que pueda llegar ser tal reducción- convergen en esa querencia hacia el arte procesual, ese querer dar importancia al proceso y no tanto al resultado. Quedar a la espera, a la expectativa, a un trabajo por parte del espectador que redunde en una provocación, una reflexión, una posibilidad siempre nueva de transgredir el metódico consenso al que se circunscribe con divina pleitesía nuestro cuerpo y nuestro espíritu..

Abramovic apela a lo visceral, al tiempo-ahora de la presencia del artista, al intento de sobrepasar el límite (físico y psíquico) del cuerpo en un proceso donde cada instante puede ser el primero y el último. Nauman por el contrario dirige nuestra mirada, se inserta en nuestros deseos para operar una ruptura con la lógica temporal. Teniendo como ejes el tiempo, el espacio y el cuerpo, la mecánica mímica de Nauman remite a una interrupción de lo esperado para provocar un absurdo en la economía de las causalidades.

Las perfomances de Abramovic apuntan a la posibilidad de un ir más allá de la lógica de las imposiciones a las que nos vemos sometidos para hacer emerger nuestras subjetividades. Remitiéndose a estados físicos y psíquicos que bordean lo soportable Abramovic rompe con lo consensuado de un cuerpo y un espacio. Convergiendo con Beuys en muchos de sus primados teóricos, su trabajo secunda una práctica que no va en busca de un momento liberador sino más bien en rememorar la mímica gestual de lo ya-olvidado. Sus performances, como ritos chamánicos –sobre todo en los últimos tiempos-, reinterpretan la economía ancestral de un rito iniciático donde la subjetividad empieza a levantar el vuelo.


 
Su cuerpo, flagelado, torturado incluso, no sufre en busca de un camino a través del cual encontrarse ni tampoco mediar en una ascética de la trascendencia, sino que se trata de repetir a las bravas el camino gestado en una historia milenaria que entiende y sigue entendiendo la subjetividad como el traer a la presencia aquello que choca, que vibra en una conciencia que huye de vacíos y nadas y que se comprende siempre como exterioridad pura.

Por tanto, transgredir el límite, poner un pie en el abismo de un tiempo, el performativo, que no sabe de identidades ni de idealidades: lo propio de Abramovic es abrir la herida del tiempo y medir su propio tiempo a través de su cuerpo. El tiempo entonces queda restituido merced a una innata capacidad de ‘dar tiempo’ que el rito tiene y que se efectúa en relación directa siempre con el cuerpo, ya sea este entendido desde la primacía de una fisicidad tan abruptamente entendida como cualquier corte en la viscosidad sangrante de la carne, o como el efecto de superficie que responde a ese algo más con lo que siempre viene a chocar una mente que trabaja en los límites de un exceso que necesita plegarse a los dictados de lo Mismo.

Si tuviésemos que vincular su práctica artística con algún pensamiento, este sería sin lugar a dudas el Nietzsche del Eterno Retorno. Esa diferencia y repetición que se reitera a cada instante necesita vérselas cara a cara con su Mismidad más originaria –la que acontece únicamente en el rito- para de verdad hacer accionar todas las nuevas posibilidad que irrumpen de un tiempo-igual que solo puede acogerse como diferencia en la repetición.



Sin embargo, bien podemos decir que esta plausibilidad, la de la imposibilidad de lo novedoso en el seno mismo de lo Mismo-iniciático –todo comienzo es el mismo-, es lo que parece negar la obra de Nauman. Para él nada se resuelve, todo queda anclado en un tiempo que avance pero que no termina de resolverse nunca. Si Abramovic hace del tiempo un escurridizo sustrato físico por donde su cuerpo se desliza para toparse con el instante liminar, el tiempo de Nauman no consigue desasirse de la causalidad de los tiempos y los espacios. El cuerpo, que en Abramovic queda lacerado, traspasado y dolorido en la experiencia, como diría Trías, del límite, en Nauman queda aprisionado en una temporalidad que no logra atisbar ni de lejos ningún rescoldo de experiencia original. En Nauman todo destila cotidianeidad, absurda paciencia en una espera que nunca llega.

Nauman comprende la praxis artística como una documentación, como un vehículo privilegiado de comprender y reflexionar acerca de la propia vida. Su práctica apunta entonces al Body art como modo de concienciación de las realidades por medio de un análisis didáctico de las experiencias corporales. Para ello apela más al carácter de espera y de absurdo en que cae toda vida que a la búsqueda de una dación de sentido que, como bien puede ser en Abramovic, surja del rito chamánico del toparse con el límite.

Así, si antes hemos apelado a Nietzsche, ahora es Beckett, la experiencia del absurdo en que cae toda existencia humana, la influencia más rotunda en el trabajo de Nauman. Y es que, como en los personajes del dramaturgo irlandés, el cuerpo, en danza como una huella de su vitalidad y del espacio contextual –no hay que olvidar la influencia también de corógrafo como Meredith Monk y Merce Cunningham-, tienden a una paulatina inmovilidad, dando así la sensación de que sus películas no tiene ni principio ni final, sino que destilan una temporalidad diferente, aquella que surge del sinsentido de una espera llamada al fracaso: “inténtalo mejor, fracasa mejor, palabras estas de Beckett que bien pueden apelar a los protagonistas de Nauman, en especial al payaso.

Pero la paradoja está ínsita en el mismo núcleo de esta no-espera en que se resuelve el trabajo de Nauman: tal trabajo, el suyo, el de hacer del absurdo un pathos general del individuo moderno, resulta ser la tecla perfecta para accionar un desenmascaramiento de las estrategias –políticas e ideológicas- violentas que construyen subjetividades. Apelando a esa temporalidad que no se enfrenta a nada, que no surge de ningún rito ni de ningún límite, Nauman desenmascara la tortura concentrada que soporta el sujeto actual. El dinamismo corporal o cinestésico del rostro buscan una salida a esta lógica de las subjetividades que, como réplica a la sensación de frustración y soledad que exudan los rostros maquillados de los payasos, parecen inmiscuirse en las experiencias infantiles, en lo abyecto de un inconsciente no dominado aún por la cultura y la realidad.


 
La personalidad del payaso y del mimo entonces alude a una alienación social, a la soledad y el aislamiento neurótico, a realidades individuales construidas a base de violencia y tortura, tortura ésta comprendida en términos tanto físicos como lingüísticos, de ahí que esa repetición claustrofóbica de ‘noes’ y ‘síes’ no abran la puerta del sentido como en los ritos performativos de Abramovic, sino que den constancia de la siniestralidad como repetición maquínica y pulsional de un ‘yo’ que no escapa a la violencia de sus propios traumas.



Así por último, y aludiendo a la ya célebre performance de Marina Abramovic del año pasado en el MOMA, bien puede quedar condensada la diferencia que media entre ambos artistas en el efecto que causaría en el espectador la posibilidad de sentarse frente a frente con el artista durante unos minutos. Si con Abramovic ya tuvimos ocasión de comprobar lo que pasaría –dicen de gente que se ponía llorar, a rezar, etc.-con Nauman, y al hilo de lo aquí expuesto, bien me atrevo a asegurar que nadie se sentaría: nadie quiere acercarse tanto a la nada en que queda soportada nuestra vida, nadie quiere acercarse al sinsentido de la violencia y la tortura que soportamos y ejercemos.

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