viernes, 31 de enero de 2014

RUI CHAFES: LA REALIDAD COMO SECRETO



RUI CHAFES: LA SOMBRA DE GIORGIO DE CHIRICO
GALERÍA JUANA DE AIZPURU: hasta 08/02/14

En “Blanco nocturno”, Ricardo Piglia le hace decir al inspector Croce la siguiente verdad sobre la realidad circundante: “Hay una solución aparente, luego una falsa solución y por fin una tercera solución”. Una tercera solución que, quizá sí o quizá no, coincide con lo real, con lo acontecido verdaderamente. Digo quizás porque el inspector no se refiere a ella como la “verdadera” solución; solo una tercera hipótesis al enigma, una tercera vía de acceso. Quizá, también quizá, se refiera sinópticamente a ella como la verdadera. Porque, entre lo aparente y lo falso, ¿lo verdadero es lo que cierra el círculo?
Contestar a tal pregunta con un no rotunda: esa es, a mi entender, la misión del arte. Una obra es tan buena en tanto en cuanto niegue la pertinencia de lo verdadero al tiempo que, misteriosamente, se acerque a tal concepto. Acercarse al misterio de lo verdadero sin desvelarlo, bonita misión para una labor llamada artística.
A tal respecto, la primera frase de la “Teoría estética” de Adorno sigue siendo irrebasable: “ha llegado a ser obvio que ya no es obvio nada que tenga que ver con el arte, ni con él mismo, ni en su relación con el todo, ni siquiera su derecho a la vida”. Y es que un arte obvio sería aquel que sabe sus respuestas, que se sitúa respecto a su propia procedencia revelando previamente su aparecer. Un arte obvio sería aquel que vincula esa “tercera solución” a la irrupción de la verdad en su mero aparecer.
Contemplar las esculturas de Rui Chafes es, creo, lo más parecido a inmiscuirse dentro de un laberinto policiaco, lo más parecido a tener que vérnoslas con un misterio. Y si el inspector Croce lo sabía, nosotros, críticos de reconocidísimo postín, también lo hemos de saber: el secreto del cuerpo asesinado está, siempre, en otro lugar. No está ahí donde se mira, sino en lo otro, en lo que permanece al margen de silogismos e inferencias. Adoptar el punto de vista adecuado para percibir la realidad nada tiene que ver con construir lo verdadero ni con descubrir hechos: es dejarse atravesar por lo extemporáneo, por aquello que ha estado ahí desde siempre pero que no se puede probar. Y es que la verdad, si en algún caso puede llegar a ser la verdad, debe no poderse probar.


El carácter metafísico de la realidad goza de estas premisas hermenéuticas: la metafísica, ella también, sobre todo ella, no hace sino jugar al despiste. Postulando el principio generativo del ser en cuanto ser, no hace sino ocultar el propio acceso a la realidad. Dar el cambiazo, querer decir el ser cuando se nombra la cosa, el ente: no se ha descubierto manera más maravillosa de camuflar el propio objeto de estudio, de hacer intransitable esa “tercera solución”.
Así por tanto, un primer principio: mostrar lo metafísico de la realidad no es atraparla en la conceptología de la presencia y la representación sino, más bien y como de Chirico trató de hacer, dejarla dormitar en su ausencia, acercarnos al umbral mismo donde nada puede ser revelado sin hacer saltar al secreto por los aires. De Chirico supo ver que la realidad se escondía camuflada en el pliegue de espacios mentales inapropiados para las perspectivas más convencionales, en esquinazos cuya única forma de representación era, precisamente, dejarlos invisibles.
            Es en este mismo sentido que las esculturas de Chafes guardan un mismo ascendente con las pinturas de de Chirico que, con ocasión de esta exposición, no han hecho sino subrayarse desde el propio título. Sus protuberantes formas, aún guardando la unidad orgánica que hace que se nos descubran como entes únicos, atienden de forma radical a su exterioridad, a su afuera. Quizá sea esa extraña ingravidez punzante, pero sin duda que en su extática quietud, vibran. Vibran y recomponen el paisaje de lo visible y lo experimentable retrotrayéndonos a convergencias cimentadas en el umbral de lo impenetrable: ahí justo donde aletea la verdad. La verdad es nadar en la siempre novedosa red de asociaciones insólitas.
Adentrarse en el laberinto propuesto por Chafes con el manual de mano es, simplemente, dejarse seducir por la “solución aparente”: esa que nunca es el caso pero que nos viene que ni pintado cuando tratamos de comprender según nuestras lógicas más convencionales. De ser así, aun en su más insondable y muda impenetrabilidad, seguro que estas esculturas nos dirán algo: nos dirán, seguro, aquello que estamos dispuestos a oír, la versión de los hechos que más nos convenga, que el asesino fue éste o aquel. Pero atender a la “tercera solución” es dejarse inundar por lo enigmático de su presencia y, sobre todo, por la red telúrica de invisibles reverberaciones que generan entre ellas. Es situarse en un umbral imperceptible al que se entra como en un campo de batalla, a no dejarse conquistar por las apariencias sino a testimoniar del secreto.
Las esculturas, por tanto, son polaridades generativas de ausencias, dispositivos de exterioridades, jeroglíficos que nos señalan que la verdad, de estar en algún sitio, no está en ellas pero que, de forma enigmática, depende de ellas. Esa “tercera solución” es intuir que interior y exterior no son realidades suplementarias ni tan siquiera complementarias, sino vasos comunicantes cuya misión es señalarnos el secreto de su otredad. Nada fuera hay que no esté en ti; nada hay en ti que no esté afuera: lo mistérico es que no pueden señalarse las dos realidades al mismo tiempo, siempre tienes que asesinar una para decir la otra. La verdad es un misterio indescifrable: ¿cómo asesino y cadáver pueden ser lo mismo y lo otro?

martes, 28 de enero de 2014

BILL VIOLA: EN BUSCA DE NUESTRA NADA


BILL VIOLA: EN DIÁLOGO
REAL ACADEMIA DE BELLAS ARTES DE SAN FERNANDO: 11/01/14-30/03/14

Texto original publicado en ‘arte10.com’: http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=438

            Desde que en el año 2000 la National Gallery de Londres invitara a Viola a crear una obra que acompañase el cuadro “Cristo Burlado (la coronación de espinas)” de El Bosco, que dio lugar a “The Quintet of the Astonished”, el artista neoyorquino no ha dejado de dialogar con los clásicos a través de su serie “Las pasiones”. En esta ocasión cuatro de sus videoinstalaciones dan la réplica a obras de Pedro de Mena, José de Ribera, Alonso Cano, Zurbarán, El Greco y Goya. ¿Qué mismo nexo mueve a entablar este diálogo?, ¿es un diálogo de sordos o refiere a una misma ascendencia?

Aún sustentado por la más rabiosa mundanidad, el arte da síntomas, de tanto en cuanto, de que va por libre; superviviente de su propia autoliquidación gracias a los esfuerzos del capital por mantenerlo aunque sea con respiración asistida, el arte, de tanto en cuanto, nos enseña su propio reverso haciéndonos intuir que oculta siempre un as en la manga: el as de su propia e histórica destinación. Y es que hay cosas que, por lo menos a mí, me escaman. Que Bill Viola sea hoy en día tenido como el gurú profético del videoarte es algo que, dejando de lado su incuestionable calidad, no deja de sorprenderme.
No creo que sea yo especialmente sensible a estos anacronismos postmodernos, pero quizá lo más interesante de Viola sea, precisamente, aquello en lo que no se repara: cómo es posible que esa conjugación entre espiritualidad y búsqueda en la tradición tardomedieval y renacentista que se gasta el bueno de Viola, sea lo que le haya encumbrado, precisamente en este mundo gastado ya de haberlo visto y vomitado todo, a pope del arte del fin del milenio pasado y principios de este.
En definitiva, y aún intuyendo que hay razones ético-sociales para ello, quien nos viniera a decir hace unos añitos que la figura axial de la práctica artística –cada vez más inmanente en ese giro benjaminiano-político ocurrida con la reproductibilidad mecánica– iba a ser un místico empeñado en desvelar la íntima conexión del hombre con el cosmos, de la temporalidad histórica del hombre con su dimensión de eternidad, habría que haberle tratado, cuando menos, de loco para arriba.

No obstante, y dejando de lado nuestro tan poco gracioso tono irónico, lo cierto es que el reinado de Viola solo viene a hacer patente una cosa: una extraña continuidad en la historia del arte. No una continuidad de facto, engarzada en un progreso al modo ilustrado. No: una continuidad oculta precisamente en cada uno de los pliegues, sombras, recovecos u olvidos de diseñan una historia del arte siempre anacrónica respecto de sí misma; una continuidad referida a contestar una única y misma pregunta, ya fuera ésta hecha desde un prisma religiosos o político: ¿cómo podemos ver aquello que no vemos?, ¿qué relación tiene nuestra existencia visible con el ámbito inelectable de lo invisible?
Hoy en día, desde el giro político al que anteriormente hemos hecho referencia, lo invisible alude simplemente al campo emancipatorio que las relaciones de producción capitalista nos niegan una y otra vez. El arte, entonces, y esto por ejemplo Rancière lo describe con todo lujo de detalles, está llamado a redefinir la línea de lo visible: aquello que nos es posible pensar, ver o decir. El arte, el arte crítico (esto hay que subrayarlo) es aquel llamado a renegociar continuamente las fronteras con nuestro, por decirlo así, invisible material: qué es susceptible de ser pensado, dicho o visto. El trazo de una línea fronteriza semejante es algo político, construido a través de decisiones y elecciones que constantemente llevamos a cabo referidas todas ellas a las relaciones de producción y de poder en las que estamos definidos y, peor aún, sobre las que estamos construidos.
Pero Viola tira para atrás en el tiempo y su modo de ser ‘político’, su modo de hacer arte ‘político’, es redefinir la línea de lo invisible en orden a una hipostasis de orden superior: el momento en el que la mirada pasó de ser renacentista a ser ilustrada. Es decir, el momento de paso de una mirada referida a un conjunto de relaciones que se establecen en el propio cuadro, a abrir como quien dice las ventanas y representar no solo ya lo invisible-visible sino, con rotundidad, lo meramente visible: con el privilegio de un ver sostenido por la perspectiva de Brunelleschi, representar ahí hasta donde me llegue la vista, ahí hasta donde tengo el poder, un poder que coincide punto por punto con el ver. Es decir, el paso de una representación como relación a una representación como posesión y dominio.
Que el Renacimiento artístico coincidiese con el primer desarrollo de las ciencias empíricas no es casualidad: es el camino seguido por una humanidad que, anulando las apariencias, decidió empezar a saber, racionalmente, a qué atenerse. El aparecer de la cosa no se des-vela: se conquista en un mirar que remite a la utilidad de la cosa-ente. Así, aún en el arte moderno y contemporáneo anima un único impulso: salvar las apariencias, referirlas a un ámbito donde, si bien ya no cabía una dependencia trascendente, sí que era menester apuntar a un algo más que no a la conquista mimética y representacional de todo lo visible. 
En este sentido, Viola continúa la tradición del arte crítico actual en relación a hacer emerger lo invisible, pero vira en redondo para dar la primacía no ya a las relaciones socio-políticas sino a lo “religioso”. Claro está que esa “religiosidad” no es ya la de establecer una relación entre la criatura y Dios sino la de referirse a un mismo nexo común donde reside el germen de la humanidad. No sé si Viola se autodefine como religioso pero sí como místico (de hecho a esto se ha referido en innumerabilidad de ocasiones). Pero su misticismo es radicalmente postmoderno: es el misticismo descentrado de quien busca una íntima conexión cósmica en el interior del ser humano; es decir, un distintivo universal capaz de abstractamente conferir naturaleza de esencia a la humanidad. Un misticismo como la búsqueda que la humanidad lleva a cabo para conocerse a sí misma. Todo muy “teología negativa” con destellos de new age.

Es en los sentimientos desde donde Viola ha querido rastrear una misma filiación pseudo-divina en el hombre universal. En la emergencia de un mismo sustrato emocional es donde el neoyorquino pone el acento para trazar una elíptica capaz de rodear a todo el arte y referirlo a un mismo y único movimiento: toparnos, desde la representación mimética, con un otro capaz de removernos catárticamente en nuestro interior y proferir un “tú eres” que nos vuelve dado en forma de “yo soy”.
Si en la pintura renacentista el tropezón con el otro remite a un Otro, a Dios, a través de cuya relación somos (porque ‘ser’ es sólo ser hijo de Dios, estar bajo la mirada del Padre, una mirada que no vemos pero que sentimos), Viola incorpora ese pathos mimético para procurar otro encontronazo: no ya con el Dios Padre a quien hace ya tiempo hemos matado, sino con la mirada de otro, de otro igual que nosotros que se refleja y se reconoce en nuestro mismo sentir.
Toda la memorabilia violeana se basa en este transvase de elucidario de las pasiones y una misma sintomatología sobre la que elevarnos en nuestra propia existencia reconociéndonos como ‘yo’. Viola nos remite a una epifenómeno en el contemplar sus ‘Pasiones’ que redunda en el desvelar de nuestra íntima conexión con el ‘otro’, con todos los otros, con toda la humanidad. Eso es, kantianamente hablando, arte.
Pero, ¿ante qué sentimos? Hoy en día, los sentimientos están desconectados de cualquier referencia trascendente. Pudiera ser que, como el monje frente al mar de Friedrich, ante el abismo de la nada. Que el sentimiento de sublime haya sido el afecto normativo que ha transido la Modernidad no es, como puede inferirse, ni mucho menos casual. Es el asombro sentimental no ya ante la mirada trascendente y religiosa, sino ante una mirada cosificadora e ilustrada que experimenta que algo, siempre y en cada caso, se le escapa; que siempre hay un límite, un velo imposible de des-velar; que, sustentado en una ética sin agarre cósmico, la única vivencia universal es la de un proceloso estar continuamente ante el Accidente inminente. El abismo del ser, fundamentado en su propio des-fundamento, nos mueve en nuestro interior a postular que esa razón cosificadora no es sino un remiendo para acallar preguntas sinsentido.
¿Es esa sentimentología del Accidente lo que ufanamente compartimos en nuestros aconteceres diarios? No sabría decir, pero mucho de eso hay. Decapitando la trascendencia, por mucho que Adorno nos haya advertido, la razón instrumental, según la mediación utilitaria que lleva a cabo, salva las apariencias pero al precio de hundir lo real en una fabulación perenne. Así, nuestras experiencias cotidianas, aún ancladas en la fantasmagoría de un mundo omnisciente, son experiencias agónicas, cuya única angustia es la de lo real: no se trata ya de salvar las apariencias, sino de salvar lo real. En esas estamos. 
  

Y aquí surge, a mi entender, lo más interesante de la obra de Viola: lo artificioso de sus formas. La aparente falsificación de los sentimientos mostrados en sus obras es real. Me explico: lo artificial de sus muestras de dolor y resignación, es nuestra propia falsedad, el hecho de que, constantemente, tengamos que estar actuando, que vivamos en un mundo al que se le ha eliminado paulatinamente todo lo real, y que nuestras pasiones, como el resto de ámbitos de lo visible, remita a un juego especular y ideológico donde el simulacro acampa a sus anchas.

Quizá la identificación catártica con el hermano no viene ya de reconocer una misma ascendencia divina, sino la de reconocernos también actores en este teatro desacramentado del mundo. No hay zonas de invisibilidad, sino una realidad que no puede salvarse. Nuestro ‘hacer como si’ es un hacer estético, simulado, pero de él depende nuestra ortopédica humanidad.
Nuestra hiperbarroquización sentimentaloide remite a esta sensación de congoja que nos gastamos. Igual que el Barroco supuso, de una u otra manera, el inicio de los movimientos que llevaron paulatinamente al ateísmo, igual que el Barroco empezó a divinizar al hombre revalorizando el mundo de las pasiones y sentimientos humanos refiriéndose así a una eclosión de los afectos y los efectos, ahora, descreído de todo, la humanidad vive transida por un manierismo de los efectos remultiplicativos llamados a soportar la nada en la que estamos instalado.
En definitiva, hacia donde creo que apunta el trabajo de Viola sobre las pasiones es a revalorizar nuestra nada. Si su misticismo remite como hemos señalado al lugar vacío donde se fundamenta la teología negativa, si trata de reinterpretar a los autores del Renacimiento para tomar consejo de cómo mediatizar esa relación con la divinidad-nada, es para enfatizar que nuestra nada, aún siendo de ascendencia muy diferente a la suya, tiene unos mismos efectos: una sobredeterminación y sobreexposición de los sentimientos, de los afectos, de las pasiones, quizá para acallar nuestra sed, quizá para operar un nexo común que nos salve, quizá para darnos a pensar que aunque hayamos matado a todo lo que se nos ha puesto por delante, sigue existiendo un ámbito de indecibilidad, de comunicabilidad, un sustrato donde el miedo y la esperanza se conjugan.
Sólo lo que existe aún fundamentado en la nada puede llegar a ser algún día algo. Quizá el principio de compasión que hace operar, la mirada conciliadora con el doliente que nos propone, esté actualmente cimentada en una artificiosa mediatización, pero el que, aún en su fantasmagoría, seamos consciente de ella es el único síntoma sobre el que cifrar nuestra redención. Todos, cada uno de nosotros, somos un ecce homo en busca de mirada que nos mire. Lo que diferencia a Viola de, por ejemplo, un Giotto, es que el encuentro que posibilita el neoyorkino no sana, no redime: pero, quizá precisamente por ello, haya que valorizarlo más que nunca. De hecho, es lo único que tenemos.

jueves, 23 de enero de 2014

ENTRE VELÁZQUEZ Y ONDÁK: DE FAMILIAS Y OTRAS LATITUDES



Roman Ondák: Escena
Palacio de Cristal, Parque del Retiro: 09/09/13-23/02/14

Velázquez y la familia de Felipe IV
Museo del Prado: 08/10/13-09/02/14

                                                          Hablo de familias como la mía, que lo deben todo a la  
Declaración de los Derechos del Hombre.

                                                                                                                         Arthur Rimbaud

Antes de que termine la exposición de Roman Ondák en el Palacio de Cristal del Retiro y la de Velázquez en el Museo del Prado, quisiera hacerme eco del juego de espejos sobre el que se construye la obra del artista eslovaco y la más famosa obra de la última etapa velazqueña, presente por otra parte en la última exposición del Prado sobre su figura: “Las Meninas”. Quisiera, digo, hacerme eco para establecer una misma ascendencia en ambas obras, un mismo interés e, incluso, una misma solución en ambos casos.
Mi propósito es, con la ayuda del estudio que Foucault realizó sobre “Las Meninas” en “Las palabras y las cosas”, referir la problemática allí suscitada a los mismos intereses que mueven la obra Escena de Ondak: la ideología como régimen representacional que interpela al sujeto. Es decir, establecer una continuidad en la problemática de la Modernidad, desde el Barroco hasta esta hiperbarroquización en la que estamos instalados.


Después de trabajar como moderno art advisor para la Corte española durante dos años en Italia, Velázquez vuelve a Madrid en junio de 1651 para iniciar su última etapa, de absoluta madurez, como retratista de una familia bien concreta: una familia real y en crisis, la del monarca Felipe IV, casado en 1647 en segundas nupcias con Mariana de Austria. En crisis debido al estado generalizado de bancarrota, de guerra con Francia, Inglaterra y Portugal, y también por la inestabilidad política que generaba el hecho de no tener hijo varón hasta el año 1657 con el nacimiento de Felipe Próspero.
En esta familia están puestos los ojos de media Europa, y de esta familia tiene que sacar Velázquez multitud de retratos que son encargados por esa media Europa que desea la caída de la susodicha familia. De entre estos retratos, uno ha pasado, sobre todo, a la posteridad: “Las Meninas”. Pero, ¿qué tipo de “familia” nos enseña este cuadro, qué “familia” es la representada?
Velázquez ve algo que no ve, que no ve, como dice Foucault, dos veces: “porque no está representado en el espacio del cuadro y porque se sitúa justo en ese punto ciego, en este recuadro esencial en el que nuestra mirada se sustrae a nosotros mismos”. No nos ve ni a nosotros ni al reflejo de los monarcas en el espejo del fondo. Y es, precisamente, sobre esta doble invisibilidad sobre la que Velázquez construye, por primera vez en la historia, la “compleja red de incertidumbres, de cambios y de esquivos” que viene a constituir la representación ideológica.
En el nexo de ambas invisibilidades, nosotros, los espectadores, venimos a ser una añadidura, el reemplazo de aquello que un día estuvo ahí delante y que ya nunca estará: nuestra invisibilidad de entonces restaña la imposible visibilidad de lo que estuvo, y nuestra actual visibilidad es también correctora de la doble invisibilidad del pintor. Es decir, la representación, desde “Las Meninas”, requiere de un suplemento, de un exceso que se sitúa en el lugar de lo mirado-ausente.


Pero precisamente, en ese ir y venir de suplementariedades y sustituciones, la mirada se desestabiliza: la representación entra en crisis: ¿vemos o nos ven? No sabríamos decir. Lo que sí que es cierto es que el espectador “es” en la medida en que “es visto” por el pintor, en la medida en que entra en su campo escópico: si lo representado necesitaba de un espectador para su revelarse, ahora el espectador se descubre también deudor de una mirada: la que le devuelve el propio cuadro, la mirada del pintor que osculta a aquel que está “ahí”, en lugar de quien un día, en un lejano 1657, estuvo presente.
En el mirar de la representación nosotros mismos nos descubrimos por una mirada que nos identifica pero que, al tiempo, nos construye en una necesidad de quedar referido a la misma representación. La representación, entonces, consigue el imposible de autoreferir toda mirada y someterla a un juego de espejos donde no hay manera de mirar ahí mismo donde “somos”: queremos ser representados en nuestro mirar, pero la representación ya se ha adelantado: somos referidos, sin posibilidad de escape, al espejo interior, somos cifrados, captados por una mirada que parecía invisible pero que ha marcado su mirar de antemano.  Toda exterioridad refiere a ser mero reflejo de una interioridad anterior. La representación nos necesita “necesariamente” para que nos coloquemos donde es debido: ahí donde el pintor pueda vernos.
Total: no somos ya tanto en la media en que vemos, sino en que somos invertidos en el propio juego de la representación a la que, sin saberlo, pertenecemos. Nos identificamos entonces en la media no que vemos, sino que ocupamos el emplazamiento para nosotros diseñado por una mirada previa, a la que no podemos dejar de plegarnos: la del pintor.
Pero hay más: en el reflejo del monarca sobre el espejo, el propio rey ve aquello que de ninguna otra manera podría llegar a ver: su propia representación. Lo invisible para el propio pintor es capaz de revelársenos, siempre y cuando ocupemos nuestro sitio. Así, estamos viendo el otro lado del espacio que abre la representación clásica. Pero, sobre todo, estamos asistiendo a la desaparición necesaria sobre la que se asienta toda representación: la del monarca. Y es que, es necesario que el rey desaparezca para que la representación pueda tener lugar, para que el espectador ocupe su sitio y, como quien dice, forme parte de la familia. Esa es, sin duda, la maestría de Velázquez: que por primera vez representa la ausencia sobre la que se fundamenta toda representación.
Es en esta nueva situación que sucede que, para toda representación, hay un residuo, una adición que trata de solventar la ausencia sobre la que se fundamenta la propia representación: ese residuo excesivo somos nosotros mismos, condenados a estar mirando eternamente para que la representación tenga lugar. Pacientemente esperamos que la región de lo invisible que habita lo representado (el lienzo del pintor) se dé la vuelta y nos podamos ver ahí reflejados, tal cual somos. Pero, mientras tanto, no podemos evitar estar en el lugar de una ausencia, “ser”, “estar mirando”, para que la representación no se desbarate.


Sí: quizá la mirada del espectador sea soberana para construir lo representado. Pero, quizá sin darse cuenta, su mirar, en su función constructiva, se descubre también como deudora, como sacrificio, como un ocupar una otredad para que el edifico de la representación no se caiga por los suelos. Y es que sucede que, de todo lo representado, nadie ve el reflejo invertido (nadie ve la figura de los reyes en el espejo), salvo nosotros. Hemos, por tanto, de estar ahí. Nosotros, impertérritos, soportando y soportándonos: soportando la representación y soportándonos en la representación.
Nos situamos sustituyendo a los monarcas esperando que llegue el momento en que podamos ver nosotros mismos nuestra representación en el lienzo que no vemos; pero tal momento, sabemos, nunca llegará: pero, aún así, no podemos dejar de mirar esperando el momento en que se desvela lo invisible de toda representación. Y es que, sin duda, ese es en esencia el momento ideológico por antonomasia: creer que es de nuestra representación de lo que se está tratando, que somos, efectivamente nosotros, quienes somos representados en ese lienzo que no vemos. No por otra causa, sostenía Althusser que la ideología simula el preguntar a cada uno, en particular, nuestra inscripción en el imaginario o no.
La ideología entonces, avanzamos, es un estar a la espera para que se nos invite a poder comprobar qué hay pintado en lienzo: para comprobar que, o sí, lo pintado coincide con lo reflejado en el espejo (con los reyes, y nosotros somos entonces apariencia, pseudorealidad incapaz de representarse), o no, lo pintado somos nosotros y lo reflejado en el espejo una apariencia.
Si en el espejo del fondo, ahí donde aparecen los reyes, no hay reduplicación alguna, no aparece nada que ya aparezca en el cuadro, es porque no hay ámbito de intersección alguno: toda posibilidad de comunicación entre ámbitos, el de lo visible y el de lo invisible, el de la realidad y la apariencia, se da en relación a la ausencia de los propios monarcas, ausencia que, como decimos, hemos de rellenar nosotros, restituyendo la visibilidad de lo que permanece invisible. Es decir, la respuesta ideológica no admite matices ni hay síntoma sobre el que podamos anticipar una respuesta como correcta. Por tanto, nuestro drama es que todo traer de nuevo a la presencia (tal es el re-presentar, re-memorar) se fundamenta en la tachadura de un original que ya no está y del que solo queda un hueco, una ausencia: ¿cómo rellenarla? Esa es la pregunta.

De esta situación representacional ya hemos sacado alguna consecuencia pero, sin duda, la más grave es que, amparados en ese lugar vacío que se descubre como fundamento de toda representación, sucede lo que todo el mundo sabía pero callaba: que rey, al fin y al cabo, puede serlo cualquiera. No otro individuo, sino, de hecho, cualquiera. Cualquiera, eso sí, que pueda ser representado; es decir, que se sitúe en el juego de la representación en el lugar de la ausencia del monarca. Y eso, y no otra cosa, es lo que inaugura la democracia: el hecho radicalmente escandaloso de que cualquiera pueda llenar el emplazamiento del ausente; el hecho, ignominioso se mire por donde se mire, de que la historia de cualquiera pueda ser elevada a destino de una nación.   


Es decir, cualquiera que pueda ser inscrito dentro de la familia: el pueblo de los que no somos ninguno, de los que no somos nadie, pero que, aún así, somos capaces de ser representados, de llegar a ser alguien, de tomar la palabra. Decía Ortega en sus escritos sobre Velázquez que el cuadro de “Las Meninas” era conocido, coloquialmente en palacio, como “la familia”, ya que antaño los aristócratas se referían a familia en el sentido original de “criados” (famulus, criado).
Y es que, hablando de familia, si por una parte el cuadro de “Las Meninas” sitúa la representación en relación al juego ideológico (ser, ser representado), por otra parte el mismo cuadro representa ya la preeminencia de aquellos que no son nada, que no tienen historia, que forman la familia de los sin clase: nosotros podemos ocupar el lugar vacío del monarca no ya solo por la apertura en el propio representar (apertura que evidencia su fundamento siempre invisible y ausente), sino en igual medida debido a que aquello que de facto son representados son, ahora sí, iguales a nosotros: nadie, un cualquiera.  Ya no solo las propias meninas como cortesanas y sirvientes de las infantas, sino que la pintura de Velázquez nos muestra un gran catálogo de “nadies”: el Bobo de Coria, el Niño de Vallecas, el Primo Pablillos de Valladolid, Mari Bárbola, Juan de Pareja, etc.
En un formidable artículo, José Luis Pardo sitúa en igualdad de condiciones “Las Meninas” con la portada del Sergeant Pepper’s de los Beatles, haciendo de ella una reactualización del lienzo velazqueño y, por ende, una vuelta de tuerca en esto de la crisis de la representación: y es que, ahora, en la portada-pop del disco, la familia ha crecido considerablemente. Ahora, en el popurrí nivelador de rostros conocidos que sitúa en igualdad de condiciones, por ejemplo, a Mae West que a Oscar Wilde, el lugar vacío ya no es la soberanía del rey, sino la propia soberanía popular: somos nosotros quienes, con el poder absoluto del antiguo monarca, disponemos de la capacidad de referir la vida de un cualquiera a icono representacional de una época.
Esa es la razón de porqué, igual que en “Las Meninas”, junto con la Infanta Margarita se sitúa a la Mari Bárbola y al enano Nicolasito Pertusato, la portada del disco esté como quien dice infestada de “don nadies” o bufones modernos (cantantes, cómicos, actores), esos cualquiera cuya presencia en la representación –sus méritos– no se debe a nada más que a un “simple giro del destino”: Marilyn Monroe, Stan Laurel, Oliver Hardy, Lenny Bruce, Marlo Brando, Shirley Temple, etc.
Es decir, la celebérrima portada representa la nueva “familia”, la pléyade de aquellos nadies sobre cuyas vidas no dejamos de referir historias; “familia” sobre la cual, por otra parte, seguimos proyectando la esperanza de que algún día se desvele el misterio de esa “soberanía popular” y nos diga que nosotros también estamos ahí representados, que nuestra historia es digna de ser contada, que hemos accedido a una parcela de visibilidad, que nuestro “ver” ya no hace falta solo para sostener el sistema ideológico-representacional sino que ahora somos nosotros, no ya los que miramos esperanzados, sino sobre quienes caen las miradas. ¿No son esos, por otra parte, los quince minutos de fama profetizados por Warhol?


Sin duda que es la mecánica de los mass-media, esos ecualizadores de eventos a escala planetaria, los que han posibilitado esta insurgencia de los don nadie, de modo que el aparato ideológico se ha perfeccionado hasta el límite de la perversión: lo mismo que Velázquez construye su cuadro en la necesidad de una mirada que sabe siempre va a estar ahí –la del espectador– soportando la construcción del sistema de representación, ahora son los medios mediáticos los que confabulan nuestra mirada para que estemos atentos a cualquier nimiedad, a cualquier chorrada, a cualquier parida. Ahora, el régimen representacional de la ideología hace que estemos mirando continuamente la pantalla plana (lo que antaño era el lienzo) para ver si hay un desvelamiento, un rasgar las apariencias que nos diga si sí o si no: que nos diga qué había pintado Velázquez en el lienzo ese que en “Las Meninas” permanece oculto, que nos diga, es decir, si hay algo bajo las apariencias. La ideología, por tanto, es el sistema especular que nos hace ser deudores de un mirar que nos construye en una espera fantasiosa e imposible. Pero, el asunto, lo fantasmagórico de todo este tema, es que no podemos dejar de mirar.
Así pues, si el representar de “Las Meninas” tenía su punto ideológico en la respuesta que podemos referir a qué pinta el pintor en el lienzo que no se ve, ahora, la representación mediática (de cuyo ejemplo la famosa portada es solo un icono más) enfatiza el momento ideológico refiriéndolo a responder sí (sí hay algo bajo las apariencias, bajo las imágenes mediáticas con las que nos bombardean) o no (no hay nada bajo ellas, nada hay que sea el objeto representado).

Es en esta problemática donde la obra de Roman Ondák adquiere, creo, toda su potencia. Y es que, esencialmente, y por no repetirnos mucho, desde el lejano año 67 en que se publicó el Sergeant Pepper’s hasta hoy, han pasado muchas cosas. O, mejor aún: no han pasado demasiadas cosas pero, revertida esa nada histórica donde estamos situados dentro de los engranajes de producción mediática, el cuadro de Velázquez, la portada del disco de los Beatles, han quedado en nada comparado con la “gran familia” de los cualquiera que formamos hoy en día.


Y es que la Escena (así se llama por otra parte la obra) que construye Ondák remite a las condiciones últimas en el régimen de representación. Esencialmente, el cambio que se percibe desde “Las Meninas” es que ahora, el “don nadie” que soporta la escena, la representación, es susceptible de estar a ambos lados del lienzo. Pero, ¿cómo es eso posible?, ¿no habíamos quedado en que nunca podríamos ver lo invisible, aquello que ha pintado Velázquez en el lienzo?, ¿cómo se sustenta el régimen representacional ideológico si ya, al poder pasarnos al oro lado, podemos decir si sí o si no?  
La cosa es que estamos a punto de revelar el secreto: que, para la representación, no hacía falta ausencia ninguna, que de hecho, podíamos haber matado al rey hace muchísimo tiempo, que no necesitábamos situarnos en su ausencia porque, la tal ausencia, es un camelo tremendo. Más aún: estamos a punto de revelar que al ideología entonces se sustenta en una martingala, en una construcción evanescente que no es sino puro humo.
Es decir: intuimos que no hay nada pintado en el lienzo y, de ahí, la necesidad de que las historias se sucedan más rápido, que el flujo de acontecimientos fuerce la máquina hasta el máximo: así no nos veremos tentados a apartar la vista. Seguiremos mirando, mirando una nada, pero mirándola en todo caso. Ya ni siquiera sabemos lo que esperamos, lo queremos olvidar: la democracia se ha dislocado y no, ellos ya no nos representan: la crisis de representación colapsa todos los ámbitos porque hemos olvidado de donde venía todo este mirar y ser mirados. Estamos en la escena, dentro de la escena, por fin, como deseábamos, pero ahora no sabemos qué hacer.
Bueno sí: simular pero sin que se nos note mucho. Hacer como que seguimos buscando al asesino aunque hace ya tiempo que nuestro cinismo postmoderno se ha instalado entre nosotros para quedarse. Y es que, en último término, hemos descubierto lo que ni de lejos pudiéramos haber imaginado: que nos compensa seguir con el juego, con el simulacro. Para nada del mundo queremos asomarnos al lienzo (o mirar bajo las apariencias) y comprobar qué hay realmente. Somos cínicos, pero nuestro cinismo no es sino un arma de supervivencia para seguir jugando a la representación, para que lo real no se nos termine de escapar de entre los dedos para siempre.
Y, ¿no es todo esto justo lo que pasa en la obra genial de Ondák? Se nos prometió que nuestra historia iba a ser contada pero, en la hiperfluídica de un régimen de representación que ya no hace distinciones (cualquiera puede ser un cualquiera, cualquiera puede ser representado, cualquiera puede ser sustituido por el monarca, cualquiera puede entrar en la escena) nuestra historia no es sino un efecto de acople entre las demás, casi infinitas, historias.
Repetimos: ¿qué nos queda por hacer? El idiota. Lo mismo que el enano Nicolasito Pertusato, lo mismo que los cómicos que pueblan la portada del Sergeant Pepper’s, nosotros sabemos que, para salir en primer plano, para que nuestra historia sea contada, no hay nada como ser un bufón.
  Y eso, justamente, es lo que pasa. Quizá no la había pensado así el bueno de Ondák, pero uno recorre la pasarela que circunvala el Palacio de Cristal (la escena) y no deja de ver a su propia “familia” haciendo el idiota, llenando la escena con sus payasadas: en su mayoría turistas middle class que se han dejado caer por ahí y que entran sin más dentro de una escena vacía la cual recibe –incomprensiblemente- el nombre de “obra de arte”. Ante el desconcierto, claro está, la sintomatología del payaso no hace sino crecer exponencialmente. En la pulsión fotográfica que nos invade, la compulsión a registrarlo todo, incluso lo incomprensible, se torna en existenciario fundamental para la masa: esa nueva “familia” que, ya por fin, somos todos.
Uno bien pudiera decir que es que, pobrecillos, no comprenden nada, que no se dan cuenta que están ante una “obra de arte”, que no son capaces de ver dentro. Pero tal posición, a estas alturas, se nos antoja una boutade pleistocénica: si, de verdad, no hay nada que comprender es porque la pregunta ideológica, como hemos dicho, era puro humo. Rancière, a este respecto alega que si “la ciencia crítica nos hacía reír con los imbéciles que tomaban las imágenes por realidades y se dejaban así seducir por sus mensajes ocultos (…) ahora la ciencia crítica reciclada nos hace sonreír ante esos imbéciles que todavía creen que hay mensajes ocultos en las imágenes”. Total y resumiendo: como llamar imbécil está muy feo, la solución a la paradoja ideológica de la representación es abrir el campo a una tercera posibilidad. Solo así podemos salir del posicionamiento ideológico de los que saben y los que no saben, posiciones que, no creo que haga falta referirse a Debord, no son sino inversiones de una misma mecánica de dominación ideológica.
La ideología no es, como nos ha enseñado Zizek, sino la preocupación por una pregunta disyuntiva que, como tal, no existe o, como poco, es insustancial: ¿hay algo pintado en el lienzo de Velázquez o no?, ¿hay algo bajo las imágenes mediáticas o no?, ¿estoy dentro de una obra de arte o no? Esas no son las preguntas. Y, por ende, esas no han sido las respuestas acertadas, pese a andar dándole vueltas aún al asunto
La única respuesta acertada es la que plantea con su obra Ondak: que no sabemos si somos capaces de contestar otra cosa o no, pero que lo que es innegable es que esas son las únicas preguntas que nos sabemos. Es decir, la ideología nos invita a responder (si sí o si no) siempre y en cada caso a la única pregunta que nos sabemos.
Mi “familia” dentro de la escena no es que no comprenda la obra de Ondák: es que la comprende demasiado bien, excesivamente bien diría yo. Porque lo que comprende es que hay que hacer lo que sea, preferiblemente el idiota, para que no surja ninguna otra posible pregunta: llamar la atención, o la chorrada mayúscula o la barbaridad telemático-terrorista de turno, todo con tal de que podamos mantener la calma y seguir refiriéndonos a una misma posibilidad: la de si hemos entrado a formar parte de la familia o todavía no.
Susan Sontag, y ya para ir acabando, decía que “los ciudadanos de la modernidad, los consumidores de la violencia como espectáculo, los adeptos a la proximidad sin riesgos, han sido instruidos para ser cínicos respecto de la posibilidad de la sinceridad”. Y es que no nos compensa: no queremos saber y, para ello, cualquier idiotez es poca. La ideología, por otra parte, lo sabe, de ahí que cada vez abra más el campo escópico: cuantas más hisrorias puedan ser contadas, cuanta más don nadies entren a formar parte de la “familia”, mejor: así no nos faltará diversión, y nos lo pasaremos teta partiéndonos la caja de la mierda de obras de arte que hacen hoy en día.
¡Sí es que llaman arte a cualquier cosa, hasta a un palacete vacio!

lunes, 20 de enero de 2014

ARTISTS ANONYMOUS: REBOBINANDO LAS ESTRUCTURAS

 



ARTISTS ANONYMOUS: PRETTY NEVER
GALERÍA CÁMARA OSCURA: 28/11/13-22/02/14

Gerhard Richter, preocupado por la relación entre fotografía y pintura en el incipiente mundo globalizado de los mass-media, pintó en 1972 cuarenta y ocho retratos fotográficos de personajes de los siglos XIX y XX reelaborando así la representación mimética de los retratos y difuminando la frontera entre pintura y fotografía. Así, con ese “simple” gesto de reapropiación, Richter desnudó a la fotografía de su aparente inocencia y la desenmascaró como identidad ideológica, como constructo político llamada a orientar la mirada. Total y resumiendo: que no todo es cuestión de mera reproductibilidad. En la globosfera mediática, el valor de una imagen no depende en modo alguno de la técnica para su producción/reproducción, sino que, como el propio Richter hizo, remite a la pensatividad de la propia imagen, al núcleo de decisiones socio-políticas que la han construido.
Cuarenta y un años después, el grupo de artistas Artists Anonymous rearticula el sentido primigenio de Richter pero, claro está, refiriéndolo no ya a la imaginería mediática de aquellos lejanos años 70, sino a este mundo-pantalla nuestro donde los medios han colonizado cualquier intento de referencialidad de la imagen que no sea el que ellos mismos dan por válido.
El colectivo Artists Anonymous se mueve en lo oculto. Todo lo que hace referencia tanto a su identidad como al sello principal de su obra alude a ese ámbito indescifrable de lo desconocido, refiriéndose en todos los frentes a lo que se oculta detrás de las máscaras, de los anónimos,… de las imágenes. Un mantenerse en lo oculto que redunda en el problema de la identidad, ya sea el del propio artista, o la de la imagen.


Por una parte, ellos mismos: el colectivo de artistas “oculto” bajo el nombre de Artist Anonymous fue formado en Berlín en 2000 y actualmente viven y residen entre esa misma ciudad y Londres. Y por otra, su trabajo: quizá la seña de identidad del colectivo sea la utilización de lo que ellos llaman “afterimage”. Si lo anónimo de su identidad remite a un método de trabajo más preocupado por señalar el lugar del propio arte que en seguir alentando la mitología del artista romántico, la “afterimage” también remite a ese espacio intersticial donde la imagen es un todavía-no, un negativo de sí misma, o, en relación con la pintura que el antecede, un ya-sido.
Cómo dicen ellos mismos, “afterimage es una reproducción del alma de la pintura”, es la fotografía de la pintura en negativo y a la misma escala. Lo que se busca con esta metodología es invertir el sentido, subvertir la relación fotografía/pintura: ya no es una imagen negativa de una imagen positiva, o una pintura de una fotografía, sino una pintura y una fotografía que permanecen como inversión la una de la otra, haciendo inútil cualquier discusión estética sobre original y copia.
Así, la práctica artística llamémosla convencional es expulsada a las fronteras de su propia práctica, redundando en relaciones e identificaciones nuevas, ocultas hasta entonces, en un loop dialéctico entre original y copia, entre positivo y negativo, entre fotografía y pintura, que va configurando un nuevo emplazamiento para el aparecer de la imagen: un emplazamiento donde se ve aquello que era mantenido oculto, una nueva relación entre obra y artista, entre obra y espectador, entre obra como “arte elevado” y obra como “arte popular”. Es, por tanto, en la frontera de todas estas “invisibilidades” donde aletea el problema de la des-identificación de todos los parámetros normativos desde los que, desde siempre, y aún hoy en día, en plena revolución popular, es pensado y ejecutado el arte. 


Para esta ocasión, la segunda exposición de este colectivo en la galería madrileña Cámara Oscura, aluden a la misma problemática y desvelamiento pero rizando un poco el rizo. Ya no solo la relación tradicionalmente mimética entre fotografía y pintura, sino que los cuarenta y nueve retratos al óleo presentados suponen dos segundos de película en 35mm –más una imagen extra-, de modo que bien puede pensarse que cada uno de los óleos son la “afterimage” de, ahora, cada uno de los fotogramas de esa película en stop-motion que nos muestra la cabeza de una mujer moviéndose ligeramente de izquierda a derecha.
En definitiva, esta involución de la representación llevada a cabo por el colectivo “anónimo” supone una puesta entre paréntesis del normal acceso artístico a la realidad y del convencional modo de inferir conocimiento de la realidad prosaica a través de los registros tecnológicos. Es ahí justo, en el eje axial que recorre la historia moderna del arte como dispositivo de conocimiento, donde el colectivo Artist Anonymous pone todos sus esfuerzos para provocar otra experiencia o, cuando menos, la toma de conciencia de que toda experiencia estética, es vehiculada por unas tomas de decisiones que nos anteceden y que prefiguran políticamente el rango de lo visible, de lo que es real y lo que es imaginado, de lo que es susceptible de conocimiento y lo que no, y, sobre todo, sobre qué tecnología es adecuada su reproductibilidad.
Y es que, original y copia, desde las diatribas platónicas en contra del arte por ser apariencia de apariencia, son los ejes políticos sobre los que se han movido los diferentes regímenes estéticos. Artist Anonymous ahora, igual que Richter antes, nos enseñan que original y copia no son sino decisiones políticas inferidas por una tecnificación cada vez más global de la realidad.  

martes, 14 de enero de 2014

DAVID MUTILOA: DE ARTE Y DISEÑO, O DEL FRACASO DE UNA RELACIÓN



 DAVID MUTILOA: ES DIFÍCIL ENCONTRAR UNA BUENA LÁMPARA
GARCÍA GALERÍA: hasta 25/01/14

            Allá en los principios del siglo XX, cuando la densidad de la barbarie apenas podía vislumbrarse a través de la prisión que con primoroso candor nos estábamos –y seguimos- fabricando, el arte ufanamente se alió con la productividad mecánica para atisbar esos emplazamientos en la utopía de los que ya renegamos como burda patraña. Arte y diseño, arte y productividad, arte y tecnología, son nódulos por los que la reciente historia del arte ha transitado ahíto de encontrar potencial subversivo alguno capaz de descorrer el velo de la mediocridad en la que estamos instalados.     
           Curiosamente, es también en aquella época donde la fenomenología existencial, desde una existencia arrojada, descubre un mundo como horizonte donde cohabitar con útiles: empezar a existir, para un ser que es en cada caso un Da, un aquí, es tenérsela que ver con cosas, con objetos, los cuales solo son descubiertos como tales en cuanto útiles, en cuanto artefactos que sirven para algo.
A este respecto, en “El origen de la obra de arte”, Heidegger trata de reconsiderar la dife­rencia entre la cosa como tal, la obra de arte y el artefacto. De este último, el instrumento o artefacto, Heidegger señala que ocupa un lugar inter­medio entre la cosa en sí y la obra de arte, ya que, en efecto, participa de la cosa (la requiere) y del acto humano pero carece, en cambio, del en sí (pu­reza) de la cosa y de la incondicionalidad de la obra de arte. Esta supuesta incondicionalidad remite en el maestro fenomenólogo a una muy kantiana inutilidad de la obra en relación con la utilidad de la cosa: el arte, en su inútil utilidad, abre la cosa representada a preguntarse por su ser, a interrogarse por sí misma al margen de lo productivo-útil


Las famosas botas de van Gogh, en su simple contemplación desconectada de los esfuerzos de la tierra, empiezan a hablar como un objeto arqueológico, como poesía que crea un mundo. En el estar referido la cosa a su mundo propio, la cosa no deja de referirse a su coseidad como utilidad; pero, traído a la inutilidad de la obra de arte, la misma cosa se interroga sobre el mundo que le es propio, desvelándose así su mundo, des-ocultándose ahora como ser.
Si nos hemos querido referir a estas cuestiones fenomenológicas es solo para situarnos en las antípodas de esta conjugación arte/diseño con el que hemos empezado el texto y que, como hemos señalado, vertebra de una forma u otra la historia del arte contemporáneo.
Y es que, como bien pude inferirse, de entro los “ismos” que inundaron el mundo del arte en los primeros novecientos, un claro exponente del vanguardismo fue ese que quiso ver en la productividad maquinal de la fase industrial del capitalismo una vía de tránsito hacia un mundo mejor. Dejándose de filosofías, de disquisiciones patafísicas en torno al ser del arte, la conjugación del arte con la producción en serie del objeto atisbó la posibilidad de un mayor calado de los dictámenes emancipatorios del propio arte.
Quizá la Bauhaus y, sobre todo, la Deutscher Werkbund puedan ser hoy vistos como adalides de ese momento histórico donde la razón instrumental todavía estaba guardada bajo llave y no podía uno siquiera imaginar las salvajadas genocidas que iba a protagonizar. Desde un almohada o una taza de té hasta un plan de urbanismo pasando por la identidad corporativa de una empresa. Nada era ajeno a la Deutscher Werkbund (DWB), que tenía como finalidad la dignificación del trabajo artesanal y la buena forma sin ornamentos.


Pero esto no es, si se me permite, sino el pleistoceno de nuestros problemas. En un mundo amparado por una razón puesta en cuarentena por ejercicios deconstruccionistas varios, en una sociedad donde la razón instrumental es adalid de una estetización de la política que llena y colapsa cada uno de nuestros mundos de vida refiriéndolos a una homogenización de nuestras rutinas donde incluso el reducto crítico-utópico frankfurtiano se compra y vende con ganancias al portador, el arte, reducida su función emancipatoria a un simple juego de espejos, no ha dejado de buscar amparado en los diferentes regímenes de producción capitalista esperando que así, quizá, empeñándose en una veta de positividad que yo creo que hay que ir dejando aparcada definitivamente, alumbre la radical novedad que inaugure otro tiempo.
Sirviéndose de una cita del ensayo de Donald Judd “It’s hard to find a good lamp” (1993) en el que el artista se pregunta sobre las diferencias entre su trabajo como diseñador de mobiliario y como artista, David Mutiloa (Pamplona, 1979) rearticula la reciente historia de esa relación de conveniencia entre arte y diseño para interrogarnos acerca de nuestro presente y nuestro futuro.
Mutiloa se sitúa en las mismas coordenadas de esta problemática operando un deslizamiento crítico a partir de una estructura metálica modular que llena completamente el espacio de la galería y que, en su doble ascendencia como mueble y como arte, como soporte y como obra en sí misma, como contenedor y contenido, se cuestiona su propia ascendencia en un ejercicio autoreflexivo altamente apropiado y, se me antoja, necesario en estos tiempos de asepsia crítica. El mueble-obra, que recrea la estética utilitaria del diseño industrial, le sirve como soporte donde, a través de fotografías y documentos, ofrecer otra mirada menos buenista que la que acostumbrada a la historia del arte. 


Si el arte en su encomio para sobrevivir en todas circunstancias ha debido de replegarse en estrategias que sabía perdidas casi de antemano, de lo que se trata en la actualidad, en ese ejercicio crítico basado en una arqueología foucaltiana del saber, es repensar el choque de reverberaciones que sobre los diferentes ámbitos de la realidad ha producido la práctica artística. Así, Mutiloa nos viene a decir que no todo han sido bondades, que quedan rescoldos impensados que anteceden esta situación de afasia colectiva en la que nadea el arte actual.
En definitiva, Mutiloa nos cuenta cómo dicha estrategia de confluencia con el diseño posibilitó una mejor y menos dolorosa domesticación del arte a manos de la economía de mercado, y como, sobre todo, de lo que se trata ha sido de silenciar un fracaso: el del propio arte en relación a apuntar a un más allá ideológico. Que el diseño haya conquistado todos los rincones del planeta instaurando la tiranía de la República Independiente de IKEA dejándole como contrapartida una nada al arte, es solo un síntoma del desahucio al que el propio arte ha sido destinado.
            No sabemos si es difícil o no encontrar una buena lámpara, pero lo que sí que sabemos es que el arte se ha pasado más tiempo del justo y necesario buscándola. El dicho aquel de que ‘atrás ni para coger impulso’ no vale para el arte: es justamente mirando atrás, coligiendo poses aprendidas desde hace tiempo que poco de disensual tienen  ya, desde donde el arte puede abrirse a un necesario y novedoso futuro.