miércoles, 27 de junio de 2012

JUAN CARLOS BATISTA: PAISAJES PARA LA DESMEMORIA


JUAN CARLOS BATISTA: PAISAJE AMNESICO
GALERIA NIEVES FERNANDEZ: 06/06/12-08/07/12

En la labor artística de Juan Carlos Batista (Tegueste, 1960) bien puede decirse que una preocupación principal ha vertebrado el conjunto de su carrera: la pérdida del paisaje, el olvido del hombre de unas raíces que le unen irreversiblemente con el medio natural que le rodea. Pero también el otro paisaje, el interior, el que nos toca desde dentro: las galeradas del alma que diría Machado, el paisaje interior: los paisajes que se repiten –construyen y deconstruyen- en algún lugar de nuestro interior según una temporalidad nómada, según una memoria disruptiva.


Como prueba un botón: frente a los megalomaniacos skylines de Nueva York, Chicago o demás macrourbes, Batista propuso para la II Bienal de Arquitectura, Arte y Paisaje de Canarias otro horizonte: uno construido con maderas de bosques de diferentes partes del globo y que son tratados con el cuidado de no enmudecerlas, sino alentando su respiración, la exudación del calvario de un medio ambiente a punto de sucumbir.


Si bien su tierra natal –Tenerife- sabe bien de expolios contra la humanidad, Batista amplia la mirada crítica contra un modus operandi propiamente humano que aplaude el olvido de la fisicidad del medio, de la naturaleza como lugar propio de una memoria existencial y de un tiempo que se recicla en el contacto material con el ambiente.


En esta exposición en la Galería Nieves Fernández, Batista propone dos maneras de acercarse al paisaje como nexo de unión entre lo exterior-natural y lo interior-subjetivo. El bosque, el paisaje, si ya desde el romanticismo atesoraba en torno a sus representaciones el vagabundeo nómada de la razón fracturada, de la razón que no se acopla a los beneplácitos de lo artificial, para Batista es sinónimo de una extraña alquimia: aquella que no enfrenta lo real contra lo ficticio ni la verdad contra la mentira, sino aquella que señala otra realidad, alternativa y diferente, capaz de rastrear los lugares de usurpación desde los que se ejerce la violencia de una memoria registrada siempre como al servicio de lo especulativo.


Así entonces, su poética es la de rememorar lo inmemorial, aquella capaz de darse y darnos otra oportunidad; su poética remite a la usurpación de un destino, a la necesidad de mirar mas allá de los paisajes estereotipados y manufacturados ofrecidos a una mirada adiestrada. Porque, contra el efecto alienado de la mirada, Batista nos ofrece paisajes reconstruidos siempre por primera vez, donde ninguna memoria se ha posado antes, vírgenes al poder cosificador de la representación.


Utilizando la técnica de la decalcomanía, inventada por otro tinerfeño -Óscar Domínguez- a principios del siglo XX y tan querida a los surrealistas, Batista se afana por fotografiar detalles y fragmentos para ofrecernos, como decimos, topografías desnudas y equívocos paisajes donde realidad y ensoñación se remiten el uno al otro para dar plausibilidad a lo otro: otra historia, otra memoria, otra geografía. Es decir, otra mirada capaz de enfrentarse a los despojos y reponernos de las usurpaciones –interiores y exteriores- que sufrimos.


Su obra escultórica aquí presente -12 figuras con el nombre genérico de “The black forest” - remite más bien en este caso a los miedos interiores, a la necesidad de exhortizarlos para plantar cara a nuestro carácter siempre de desposeído. Lo patológico, encarnado en el bosque como lugar del trauma, como topología no de lo enfermizo sino de una voluntad siempre nueva: sabedora de sus síntomas, el emplazamiento del bosque quizá pueda provocar un Ereignis originario, un verdadero acontecimiento donde no se transija ni se camufle lo adormecido de una realidad fantasmagórica –y tenida como completa en sí misma-, sino que queda apuntalada sobre lo disgregador y disruptivo de una yoidad siempre patológica y traumática.

Habitar por tanto el bosque, ser habitados por nuestros propios fantasmas; habitar una topología nueva, un paisaje siempre visto por primera y única vez: este es el atrevimiento que nos ofrece un artista que sabe que puede que quede muy poco para que no haya vuelta atrás.

viernes, 22 de junio de 2012

UTA BARTH: LUZ AL FINAL DEL TÚNEL


UTA BARTH
GALERÍA ELVIRA GONZÁLEZ: 23/05/2012 - 14/07/2012

 En las primeras páginas de su obra “Ante la imagen”, George Didi-Huberman comienza a trazar la sintomatología de la historia del arte –aquello que ha quedado olvidado y negado en la construcción histórica y cientificista del arte- poniendo el ejemplo de una Anunciación de Fra Angélico. Ejecutada en la misma celda que el fraile habitó en su estancia en el convento de San Marcos de Florencia, la imagen supone en sí misma un ‘atropello’ a los dictados más elementales del arte canónico, a ese triunfo de la visión con que se ha venido a convenir la construcción de la Historia del Arte.

Situada justo en la pared donde más tiempo da el sol, tamizada toda la mímica gestual por un blanco hiperlumínico, la pintura de Fra Angelico remite a una fenomenología de lo invisible, ahí donde anida el misterio mismo de la Encarnación: no se trata de representar, sino de señalar, de nublar la mirada, de ruborizarse ante el candor de lo no-visible. Antes de que Vasari dictase la normatividad de una ciencia que encontraba su objeto de estudio    , antes de que el tiempo ejecutase la sentencia de la Historia, antes –decimos- que todo eso, el tiempo solo supone un desgarro, un síntoma intangible que perfora la propia mirada en su imposibilidad de tocar aquello que señala.

Y desde entonces hasta ahora, no hemos avanzado mucho: una Historia del arte que se agarra a lo visible, a una adequatio que redunde en una tipología precisa de narraciones, y un arte que intuye desde el principio -aunque, visto en perspectiva, no sea tanto una intuición como la imposición violenta que hace una razón siempre necesitada de hallar fondo bajo sus pies- que su campo de acción es más bien lo visual: esa problemática acuciante a todo régimen escópico y que queda anudado tanto en lo que se ve como en lo que no se ve, en lo visible como en lo invisible.


Si nos hemos ido hasta aquellos incipientes años del Renacimiento es para señalar la afinidad de la obra de la fotógrafa alemana Uta Barth con la problemática que desde siempre ha acuciado al propio devenir del arte. La obra de arte no como adequatio, sino más bien como superficie de exégesis, superficie de adivinación, como pantalla donde la mirada se pliega a la inconsciencia de lo visible. En esa reivindicación que ambos hacen de la visualidad frente a la visibilidad de lo visible, ambos artistas –pese a parecer diametralmente opuestos- formarían parte de esa otra historia, aquella tanto o más necesaria que la académica y que se afana por hacer la historia del arte una fenomenología de las miradas

La base de las fotografías de Barth es generar experiencias de percepción, experiencias limítrofes de lo visible. Su trabajo estaría en la senda de lo que Benjamin llamó ‘inconsciente óptico’ y que José Luis Brea definió como ‘actos de ver’: la patente ilación de lo visible con lo invisible, y la forma política en que cada mirada reordena dicha relación para estructurar una frontera entre aquello que puede verse y aquello que debe ser mantenido oculto.

Así su trabajo es comprendido por la propia artista como una ampliación del registro fotográfico, como un desplazamiento entre aquello que se ve y aquello otro que nos muestra la cámara fotográfica. Y es que para ella no existe relación entre el ojo y la cámara, siendo solo su comparación –y enfrentamiento- lo que da cuerpo al arte como tal. Y es que es solo así, problematizando el mero y aparentemente simple acto de ver, como el arte se precipita hacia su propio hecho fundacional: redirigir la mirada hacia las huellas y rastros de una memoria inmemorial. Retomando en este punto a la dialéctica de la imagen, si la cámara atrapa lo visible, sólo el ojo es capaz de enfrentarse a lo visual.


Como la propia artista dice, “cómo vemos en lugar de lo que vemos”: ese y no otro es la función de un arte que, lejos de los aires academicistas de una ciencia que estudia su objeto, se ha de enfrentar al desgarro que supone toda mirada. Porque, como Fra Angélico, en el mismo acto de ‘encarnar’, de ‘poner en imagen’ lo indecible de una realidad circundante, está la crisis que nos da forma: la crisis de una civilización que pretende cerrar sus síntomas en la fantasmagoría de la representación

La alusión que hace a figuras como la de Mondrian enfatiza el carácter utópico que siempre ha caracterizado al arte. Porque la ficción, el trabajo propio del arte, apunta siempre a generar la posibilidad de lo imposible, a intersecar la lógica de los hechos y la lógica propia de las ficciones, de lo invisible a la vista para anticipar el futuro en una utopía global. Si las vanguardias querían ver detrás del devenir histórico una realidad última y trascendente, ahora, ahora que ya sabemos que no existe ninguna utopía detrás del sol, las problemáticas, si bien han cambiado de contexto, no han cambiado de fin.

En definitiva, es que le estamos dando vueltas siempre a lo mismo: representar lo irrepresentable, detener lo imposible, el tiempo, la luz, la vida….

martes, 19 de junio de 2012

ANDY WARHOL: ARTE EN LA SUPERFICIE



FILMOTECA ESPAÑOLA: SCREEN TEST (1964-66)

TEATRO FERNÁN GÓMEZ: DE LA FACTORY AL MUNDO
GALERÍA CAYÓN: POLAROID SELF-PORTRAIT

                 “O bien eres solo lo visible y te execraré como a un ídolo, o bien te abres a los estallidos de lo visual, y entonces reconoceré en ti el poder de haber tocado en lo más hondo, de haber hecho que surgiera un momento de verdad divina, como un milagro”
                                                               Tertuliano

                 “Andy Warhol looks a scream
                  Hang him on my wall
                  Andy Warhol, Silver Screen
                  Can't tell them apart at all”
                                                                David Bowie


Quizá todo no ha sido sino una confusión, un ejercicio de atribulada puesta en práctica con una estrategia desafortunada. Traspasar la superficie, atisbar siquiera un punto de luz del otro lado, querer saber, pretender que podemos salir vivitos y coleando de tamaña injerencia. Aniquilar lo visible en pos de lo visual según una lógica que no deja lugar a la duda: lo que ‘sé’ es lo que ‘veo’, lo que ‘veo’ es lo que ‘sé’. La verdad es lo que me espera al otro lado del espejo, de la superficie.

Esa ha sido la querencia de una producción artística construida como la labor perfecta para el conocimiento de una verdad siempre revelada de antemano: es decir, el arte se ha comprendido como la emergencia a la superficie de la totalidad de lo visible según el quiasmo espasmódico que igual verdad con ver, ver con ser. Como sostenía Barthes, “lo que el arte quiere es desimbolizar el objeto”, sacar a la imagen de cualquier significado profundo a la superficie simulacral. El arte ha sido superficial y ese ha sido, y es, el mayor de sus pecados.

Constatar esta ignominia nos llevaría a reescribir por completo la Historia del Arte, una historia que más que fijarse en los cauces que dotasen a tal ámbito de una axiomática cientificista apostasen por una semiótica de los síntomas, de las disfuncionalidades que operan en una adequatio siempre necesitada de excederse en sus pretensiones de conocimiento.


Cerrar lo visible sobre lo legible y todo ello sobre lo inteligible; traducir imágenes en conceptos y conceptos en imágenes; hacer del saber la misión preeminente para la mirada, subsumir esta bajo la tiranía de lo visible expulsando la visualidad -aquel gesto que abre la mirada a la otredad de lo que nada se puede decir ni mirar: eso pareciera que ha sido la historia de tal malcomprensión, una historia que ha hecho lo indecible para ocultar la cesura misma que surge en la mirada, la falla del ‘ver’ que se refleja en la invisibilidad de los microacontecimientos.

Por ejemplo: representar no tiene nada que ver con la mímesis. Más bien, por el contrario, supone el aniquilamiento de cuantas cuestiones diferenciales sean necesarias poner de manifiesto para la plasmación de una determinada Idea. Representar no alude a copia, alude al juego de repetición que propone lo mismo pero cambiado de sitio y lugar según la plausibilidad más conveniente para una determinada Idea, para un determinado orden de lo visible, para la constatación de una determinada realidad social.

Representar es el ejercicio del que se ha valido el arte para sacar a la luz lo que mejor le ha convenido: dispendiando elogios ahí donde ha visto una palabra-tótem con la que sellar la fractura que siempre media entre el saber y el no-saber, entre lo visible y lo no-visible.

Dicho lo cual, la primera consecuencia no se nos puede escapar: Warhol es el habitante de la superficie, de la incipiente pantalla telemática que todo lo ve. Warhol se sitúa en la topografía plana que identifica la imagen con la realidad para constatar que ya no hay lugar para más imágenes, que se ha llegado al colapso, que el arte –en esta fantasmagoría que persigue su propio reflejo- ha triunfado triturando por completo lo virtual.

A este respecto, una consideración de George Didi-Huberman se vuelve fundamental: en la especificidad de la Historia del Arte persiguiendo su propio objeto para estudiarlo con carácter de cientificidad, dos son las sentencias preferidas para acotar el campo necesario para topar siempre con una visibilidad como reino de lo manifiesto (por contraposición a lo visual y la visibilidad que designa una red irregular de acontecimientos-síntomas que alcanzan lo visible únicamente como huella o indicio): si por una parte se constata que el arte es cosa del pasado, que es siempre algo histórico, por otra se afirma que el arte es una cosa de lo visible, un campo cerrado que tiene su objeto en lo dado-a-ver, en la fenomenología de la presencia. Ambas sentencias, y este es el giro que denuncia el historiador francés, remiten a un lazo paradójico el cual, según esta definición del pasado y de lo visible, queda anudado en la sentencia que profetiza que el arte está ya acabado ya que, definitivamente, todo es visible.

Es decir, como dice Baudrillard,Warhol parte de una imagen cualquiera para eliminar en ella lo imaginario y convertirlo en un puro producto visual”, dando por concluido entonces la crisis del arte y constatando su muerte. “¿Hay todavía espacio para una imagen?, ¿hay espacio para un enigma, para una potencia de ilusión, verdadera estrategia de las formas y las apariencias?”, continúa preguntándose Baudrillard sabedor de que no hay duda en la respuesta: no hay posibilidad porque situado en la propia pantalla la mismidad de la representación con lo real niega toda posibilidad de imagineidad, de apertura a la sintomatología sobre la que descansa toda mirada que no haya sido ortopédicamente cercenada de su visualidad.

Creer ver en Warhol a un fabulador nato, a un continuista de esta propia estrategia del arte que ha cavado su propia tumba, es una posibilidad, no lo negamos. Warhol presenta el objeto ya en la superficie, consumido y lista para convertirse en detritus. Nos presenta la voluntad reconvertida en deseo pulsional referida a la mercancía devenida signo. Nos presenta ni más ni menos que el triunfo del signo-mercancía, el arte devenido pura sustancia, mirada pura que se topa con aquello justo que mira: si, como acierta a decir Didi-Huberman, ““la tiranía de lo visible está en la pantalla”, Warhol es sin duda el fin del principio, la encarnación de que el proceso de subida a la superficie ha terminado: nada queda ya por ver porque todo ha devenido visible, principio

Pero también cabe otra posibilidad: aquella que nos hiela la sangre, el tartamudeo frío de su propia inanidad expresiva. ‘Yo quiero ser una máquina’ es decir, solo me cabe la repetición, la convulsión maquínica del saber que no hay salida, que hemos llegado demasiado tarde para retroceder en el intento. Si lo real no puede ser ya representado ya que en esa estulticia que ha camelado toda la realidad con el juego torticero de la mímesis, el trabajo ha llegado a su fin: ahora realidad e imagen se confunden y ni siquiera es necesario apelar ya al poder de la re-presentación mímitica. Todo alude a su propia mismidad, todo, en su propio aparecer remite a una topografía de lugares dados y repartidos de antemano según una microfísica del poder global. Si lo real, decimos, no puede ser representado –no hay posibilidad de enmendar el entuerto de una historia falsificada- solo cabe la repetición convulsa, el trauma constante: el convertirse en máquina productora de simulación.


Esta es la tesis sostenida por Hal Foster y que sitúa a Warhol en la senda lacaniana de operador de repeticiones, de tropezones fallidos con lo real y cuya ortopedia representacional puede verse en manchas y fogonazos en el propio trabajo de Warhol. Dichas manchas y lavado de color aludirían al `punctum’, al síntoma por donde la imagen visible quisiera aún relacionarse con lo visual.

En ese ser-máquina, en ese devenir-máquina, bien se puede rastrear el hecho de que Warhol se autodesigna como ojo-máquina, pero que, en contra de lo que pudiera hacer Dziga Vertov, en contra de cómo dice Rancière descubrir que la técnica se impone al ojo, Warhol deja que la finalidad quede amputada de raíz. Si la pasividad del ojo-máquina vertoviano se impone, Warhol deja que dicha pasividad no encuentre ningún otro polo de significación ni intento alguno de creatividad ni ficcionalidad. Warhol deja que la polaridad se desangre, que el ojo-que-todo-lo ve se encuentre a sus anchas. Solo así puede plegarse la mirada sobre sí misma, solo así puede la mirada de Warhol hacer de espejo de aquellos que creen estar mirándole.

Si el cine, según Rancière, tiene todo para triunfar como encarnación precisa del régimen estético del arte –aquel que hace de la práctica artística un estado de inconsistencia, una espera constante-, si la pasividad de la máquina, considerada como cumplimiento de dicho programa estético, se presta a suprimir el trabajo activo del devenir-pasivo del propio régimen estético del arte, se descubre que dicha pasividad sucumbe de igual manera al régimen de la cualidad de los hechos y las acciones, a la lógica del acontecimientos y de los personajes, es decir, a la tiranía de una historia que contar. Así es excepto para una mirada como la Warhol: es ahí justo, en no oponerle ninguna lógica de la acción donde Warhol edifica una pasividad radical: la de un ojo-máquina que solo ve aquello que mira y que, en semejante duplicidad, deviene dispositivo de repetición, en regulador de miradas que se reflejan a sí mismas.

A eso mismo se refería el propio Warhol cuando, como nos indica en un reciente artículo Fernando Castro Flórez, dice que «mucha gente pensaba que era a mí a quienes todos venían a ver a la Factory; pero nada más lejos: era yo el que observaba a los demás. Yo me limitaba a pagar el alquiler y la gente entraba porque la puerta estaba abierta. Nadie se sentía especialmente interesado en verme a mí, sino en verse los unos a los otros. Venían a ver quién venía»: Warhol se reconoce como máquina de repetición de visibilidad, en dispositivo que refleja las miradas que creen dirigirse a él. Es un brujo, un chamán, el perfecto habitante de la superficie, aquel que sabe que al mirada no ah de traspasar ninguna superficie sino mantenerse en ella.

En otras palabras: si detrás de la imagen no hay ninguna mirada –únicamente una mirada convertida ya en maquina pasiva, en pasividad absoluta-, no hay ningún real que devenga representado. Lo real no puede representarse, pero si en Lacan esta tesis es cierta merced a la necesidad de situar entre la mirada y lo real una pantalla-tamiza, en Warhol es también cierta por todo lo contrario: por un acto tautológico de la mirada sobre sí misma, por un encuentro de la mirada que no encuentra nada más que lo que ve. No hay posibilidad de escape, no hay sutura que practicar: la mirada coincide punto por punto con aquello que su pasividad encuentra. Es la implosión de la hiperrealidad, del exhibicionismo de una mirada traumática que busca en la repetición la falla, la cesura por donde filtrarse.


La imagen ya no puede imaginar lo real, puesto que ella es lo real: solo necesita de un conductor, de un dispositivo que haga retornar la mirada sobre ella misma. La imagen, operando en la pantalla, no pude ya imaginar ni pensar, se vuelve traumática en una repetición maquínica que busca distanciarse de sí misma.

Quizá lo traumático de Warhol apunte a que, como decía Baudrillard, no somos ya capaces –ni siquiera se nos da tal posibilidad- de afrontar el dominio simbólico de la ausencia, de enfrentar nuestra mirada con la apertura radical a lo visualidad de lo que quizá permanezca invisible. Ante esto, ante la catatonia de una mirada que da vueltas sobre sí misma, lo único que permanece es la ilusión moderna de pantallas e imágenes que proliferan, que se multiplican en un juego rizomático y dionisíaco.

Así, la máquina warholiana vendría a situarse ahí justo donde ella no es necesaria: en la llamada a la ausencia, al lugar vacío que permite la asunción simbólica de la realidad. Siendo esto ya imposible por el bombardeo mediático que inunda cada poro de realidad, Warhol denunciaría la imposibilidad de crear imágenes que no estuvieran pre-diseñadas para ser consumidas, para ser digeridas por la maquinaria de la fagocitación instantánea.

Este gesto es lo verdaderamente indiscernible en la obra y en la vida de Warhol: ¿es un genio o un falsificador?, ¿se sitúa en la pantalla libidinal en que se ha convertido todo medio para provocar –a quién quiera verlo- una mirada traumática y atormentadamente displicente con lo que ve o para únicamente sacar provecho?

Personalmente nos quedamos con la primera de las opciones: descubrir que ahora la pantalla mediática la forma el deseo, grandes masas de deseo comunitario e individual dirigiendo la mirada sobre una superficie que cambia fagocitada a cada instante, donde –como no- cada uno tendría sus quince minutos de gloria, de mera visibilidad, quince minutos para convertirse –como Warhol- en espectro de miradas, en agente regulador de flujos libidinales construidos siempre como solución paulatina a una visualidad obscena, exhibicionista y pornográfica.




Esta indiscernibilidad en la posición que toma Warhol remite sin ningún género de dudas a la lógica del espectáculo que Guy Debord puso en órbita en aquellos mismos años 60: el descubrimiento de la lógica inmanente al sistema, el descubrimiento de una lógica querida a la economía libidinal según la cual el régimen de oposición no va sino en retroalimentar al propio sistema desde dentro. Sólo situándose en el mismo corazón de la mercancía se puede calibrar el impacto de un nuevo régimen de producción/exhibición de imágenes. Es decir, solo haciéndose hipervisible, solo dando manga ancha a la economía de las imágenes, se puede mostrar el calibre del monstruo que hemos creado.

La estrategia, la única estrategia para situarse a nivel de producción de imágenes y no desvanecerse con ellas es la ironía. En el ejercicio traumático de ver su propia repetición como subsumida en una cadena infinita de asignificaciones, la ironía proporciona la plausibilidad de un contraste, la acción directa de una subjetividad sabedora de su exclusión. El travestismo, la impostura cínica, las formas asexuadas en un mundo que rezuma sexo, la frialdad endogámica en una sociedad que exuda patético hiperexpresismo, el aburrimiento como forma de máxima libertad: son estrategias para notar que aquello no es un repliegue sobre la realidad, sino que más bien es una carcajada sorda, una bofetada en corazón mismo de las fuerzas de producción de los imaginarios colectivos.

El arte establece una relación de ironía entre la imagen y su propia producción. Lo que hemos aprendido de Warhol es que es solo instaurándonos nosotros mismos como agentes productores de nuestro propio ámbito de telepresencia como podemos escapar del poder maquínico del signo-mercancía. Cuando el poder de la imagen es total, la única estrategia permitida al arte –por fin deberíamos de decir- es la de falsificar la propia realidad, hacerla nuestra por completo. Únicamente que, como buen ejercicio de simulación, su misma puesta de largo supone su imposibilidad manifiesta. El espectáculo no da pasos en falso y su misma inversión pertenece al dominio claro de su poder.

jueves, 14 de junio de 2012

HISTORIA(S) DEL ARTE CONTEMPORÁNEO: JUEGO DE COMPLICIDADES


CÓMPLICES DEL ARTE CONTEMPORÁNEO ESPAÑOL
FUNDACIÓN CANAL: 10/05/12-22/07/12

         Ser cómplice: ver lo que nadie más -sólo el otro- ve, guardar el secreto de su (in)visibilidad.

Si la historia es la gran falsificadora, si todo conocimiento descansa en una profusión de puntos de fuga y una querencia esenciante a la sintomatología, esta exposición es un ejemplo preciso y bien ejecutado de arqueología artística.

Porque, creo yo, que enfrentar el resultado final de esta muestra con el corpus bien pensante y ordenado de algo llamado “historia del arte contemporáneo español” es una gran memez. Mejor que eso, mucho mejor que eso, la exposición tiene su pátina de triunfo ahí justo donde pudiera pensarse que descansan sus puntos débiles. En repetir artistas, en dar como obra un anónimo, en ser parcial y sesgada, en ser, en definitiva, “una” historia entre muchas de “las” historias que podrían haberse tildado como tal.

Si la labor del comisario, Rafael Doctor Roncero, ha sido importante, queremos pensar que lo ha sido gracias a comprender que no hay nada de lo que pedir perdón ni disculpas, que la gracia está precisamente en mostrar lo que no se ve: lo sesgado de toda elección, lo poco fiable de pretender trazar una serie de puntos álgidos con los que dar a entender una historia que, por otra parte, no se desvela nada más que en esos intersticios vacíos, en eso otro que nunca se da a la mirada.


                La tesis que creemos subyace a esta exposición es que no hay historia que valga, sino ejercicios sistémicos de interacción entre agentes, reverberación de fuerzas que infieren un determinado trazo, una determinada secuencia definiendo puntos nodales cuya continuidad - la suma de las partes- no da ni de lejos el resultado del todo. ¿Cómo trazar entonces una dinámica que englobe todos los puntos nodales? Imposible. Todo lo más inferir una posibilidad, plantear una solución dada siempre como precipitada y como cogida por los pelos. Ahí, precisamente, está la gracia del asunto.

Coleccionistas, galeristas, críticos, comisarios, editores, periodistas culturales, gestores: están todos los que son. Doctor Roncero pidió a una selección entre ellos que eligiesen una obra fundamental –según reza la web de la exposición- para el arte contemporáneo español, y la pléyade de obras seleccionadas dan forma a una exposición donde, repetimos, es solo el ejercicio preciso de discontinuidad lo que puede en última instancia cerrar el círculo.

Solo entrando en relación cada una de ellas con las demás, con la propia trayectoria del artista y con el corpus general del arte español, puede llegarse a apuntarse siquiera una huella de aquel que dice ‘por aquí pasa’. Porque incluso, a la nómina de aporías antes indicada, ¿por qué no se ha dado voto a los propios artistas?, ¿por qué no se ha elegido obras más significativas de cada uno de los artistas elegidos? En fin, preguntas que señalan todas al mismo sitio: la formación de un discurso como posibilidad, como ejemplaridad de una generalidad que solo toma cuerpo en la pluralidad, en la cacofonía de voces que toda historia genera.


Y dentro de los ecos que conforman esta historia, la nuestra propia: de entre las obras colosales, la de Sergio Prego, artista que ya dejaba claro hace casi quince años sus preocupaciones en torno al tiempo, el movimiento y el cuerpo, y, cómo no, la de Juan Muñoz, artista cuyas obras siguen apuntando al lugar de la génesis de lo misterioso y de lo humano; a destacar también las obras de Ignasi Aballí, de Josechu Dávila, o de Cristina Lucas. Y, por lo demás, incomprensible la inclusión de ‘esta’ pieza de Adrián Navarro y, puestos a elegir, quizá las de Jorge Galindo o Carlos León no dan excesiva buena cuenta de su trabajo.

En definitiva, una muestra ésta que se explica y se comprende mejor como una sintomatología de la historia del arte: a partir de sus desgarros, de sus intersecciones no dichas, de sus reverberaciones no visibles. Quizá a eso aluda su título: solo siendo cómplices de un secreto, aquel que nos dicta que no hay historia posible, podemos sacar las conclusiones más precisas a una exposición que, en su pluralidad, es única.

lunes, 11 de junio de 2012

DE LA REPETICIÓN COMO ACONTECIMIENTO


ORIOL VILANOVA: QUIZÁ ES CIERTO EN TEORÍA
GALERÍA PARRA & ROMERO: hasta el 16/06/12

          Si hubiera que decantarse por un concepto, una idea, para caracterizar la época esta nuestra -época de la que quizá pudiéramos hallar su génesis a principios del siglo XX-, bien pudiera ser el de repetición. Y, unido a éste, en esta epopeya psicoanalítica en que ha devenido nuestra existencia, bien pudiera apuntarse el trauma y el síntoma como enclaves privilegiados para comprender nuestro estado perpetuo de ruina. No es por otra razón que dos filósofos de la enmascarada como Freud y Marx sitúan en esta tríada la comprensión de cómo funciona el mundo de la mercancía y de la conciencia: si el poder la mercancía se basa en la falla que media entre una promesa y su inmediata insatisfacción ante la cual la repetición tiene el campo abierto para suturar el trauma de la manera que mejor pueda, la conciencia psicoanalítica se basa también –y solo por apuntar una de las varias teorías- en la incapacidad del ‘yo’ `para dar cuenta de la tiranía libidinal del ‘ello’ y la dictadura ética que sufre el ‘yo’ a manos del ‘super-yo’.

Es decir, es en la repetición, en la insatisfacción que redunda en un instinto de muerte iniciático, donde el ‘yo’ se (de)construye, donde el signo-mercancía ha sabido hacerse fuerte y tomar a la conciencia como rehén de sus propios impulsos. No soportar la ausencia (el juego infantil del for-da como construcción de subjetividad barajado siempre como pulsión nunca satisfecha de tratar de conjurar la ausencia de la madre), no soportar la insatisfacción de una voluntad que siempre quiere más, que es voluntad de ella misma: ese, y no otro, es la disección más precisa de nuestra época.

El arte contemporáneo, sabedor de esta crisis del ‘yo’ (crisis que por otra parte le construye), ha tomado la estrategia de la repetición para, de igual modo que la mercancía y las instancias psicoanalíticas, desbordar el propio presente de la historia y su necesidad constante de quedar construida en relación a unos símbolos y a unos poderes que emanan de la representación mimética a una realidad construida según esos mismos baremos.


Es decir, frente al pliegue de la razón que se da a sí misma el objeto de estudio, frente a una  realidad que queda cuarteada según las necesidades de voluntad de poder de la propia razón, la estrategia de la razón consigue re-estrategizar los flujos, redirigir las pulsiones para hallar siempre una falla, un cortocircuito en el juego de la representación mimética que reparte lugares y tiempos de forma preestablecida.

Es decir, de nuevo: si Benjamin afirma que todo documento de cultura es un documento de barbarie, la estrategia de la repetición, reutilizando la sintomatología de la enmascarada y el simulacro, rearticulando el sentido de lo inconexo, reactualizando la paranoia original sobre la que se asienta el sujeto, consigue desbaratar la violencia impúdica desde la que trabaja el poder dogmático.

Es el síntoma, el trauma de que nuestra propia fundamentación descansa en una razón que para su génesis ha de fugarse a cada instante. Que el poder, el concepto, la tiranía del presente y del tiempo de la representación vayan de la mano es a lo que remite la barbarie de nuestra civilización, frente a la cual solo cabe otra pulsión: la paranoia de que el tiempo se nos escurre de entre los dedos, la pulsión de archivo como intento denodado y llamado al más radical de los fracasos.

Si nos apoyamos en Deleuze esta pulsión de archivo sería un dispositivo reteritorializador: una estrategia de fuga libidinal frente a la imposición de un tiempo único, cronológico y llamada a comprenderse como una secuencia infinita de “ahoras”.


El proceder por tanto del artista barcelonés Oriol Vilanova bien puede comprenderse como una estrategia esquizoanalítica: un proceso de fugas del tiempo-ahora, una estrategia subversiva con el que difuminar el concepto y los símbolos asociados al poder, al triunfo y a la temporalidad unívoca desde la que éste trabaja. Buscando en los mercadillos de antigüedades postales de arcos del triunfo, enviándolas después a la propia galería, el tiempo queda desfondado de sus fundamentos: el tiempo asociado al ejercicio del poder que representa la postal queda desanclado en un ejercicio nómada, melancólico, que trabaja con una memoria involuntaria, constructora del propio tiempo que llena la experiencia de búsqueda arqueológica del propio artista y que, al tiempo, construye en su propio devenir la propia obra de arte.

La carta postal se erige entonces en dispositivo de rememoración involuntaria, en artefacto que abre el tiempo a la propia diferencia de una temporalidad que ha saltado de sus goznes. No por otra razón Derrida interpreta el Ulises de Joyce como una enorme tarjeta postal, como un acto de creación que necesita siempre un ‘sí’, alguien al otro lado de la línea que de cumplimiento a un sentido no único sino como acontecimiento; no es por otra razón también que para Paul de Man la promesa de un sí inmemorial y fuera del tiempo es lo que hace remitir al sujeto a su propia temporalidad: lanzado en pos de quien fue y quien es, aquel que ‘solo’ puede lanzar un sí al abismo de su existencia y esperar una respuesta.

El poder, por último, es siempre aquello que hace inviable toda promesa, aquello que cierra el futuro a la propia causalidad necesaria de los hechos de la historia. Y, frente a ello, una simple tarjeta postal, un ejercicio de resistencia que hace que siempre el tiempo quede abierto a la espera de una respuesta, que toda obra de arte –como esta de Vilanova- quede siempre abierta ante un cierre imposible.  

jueves, 7 de junio de 2012

NACHO CRIADO: AGENTES COLABORADORES


NACHO CRIADO: AGENTES COLABORADORES
MNCARS: 05/05/12-01/10/12
           
           (artículo publicado en 'Arte10': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=414)

Dos años después del fallecimiento de Nacho Criado (Mengíbar, Jaén, 1943 – Madrid, 2010), dos exposiciones retrospectivas dan fe de quien fue uno de los pioneros del arte experimental español. Con sede en el Palacio de Velázquez y el Palacio de Cristal, las muestras recorren sus más de cuatro décadas de trabajo, la pluralidad de medios utilizados (instalación, escultura, fotografía, vídeo o arquitectura) y su interés en el arte como proceso temporal.

         Quizá lo primero a comentar es que, si ambas exposiciones se nos antojan merecidas y necesarias, el emplazamiento –el Palacio de Cristal- atesora el poso de haber servido de contenedor a dos exposiciones de Criado, una allá en 1977, cuando por aquí no se tenía mucha constancia de lo que era una instalación, y en 1991, donde presentó dentro de una exposición titulada Piezas de agua y cristal, la pieza No es la voz que clama en el desierto, verdadero testamento en vida de las hondas reflexiones y preocupaciones estéticas que ocuparon a Nacho Criado y de la cual, después de desaparecida, se ha reconstruido para regresar de nuevo al Palacio. 

El comentario quizá sea somero, pero da buena cuenta de la importancia de un artista con una trayectoria de primer nivel, Premio Nacional de Artes Plásticas en 2009 y representante español en la Bienal de Venecia de 1977.

Pese a que para muchos, en un primer momento, su trabajo cabía cifrarlo como de minimalista, la toma de posición de Criado estuvo amparada por la contestación a las aporías en que pareciera incurrir la propia práctica minimalista a finales de los 60. Partiendo de ideas traídas del arte póvera, tomando en consideración los movimientos reivindicativos que pretendían desasirse de los encorsetados campos teóricos del minimalismo y el conceptualismo –y sin olvidar la labor escultórica de artistas como Jorge Oteiza, Eduardo Chillida o Julio González-, Criado irrumpió con fuerza en el panorama español apostando por estrategias como el arte procesual, acentuando así el carácter de no acabado de la obra de arte y la gesta antimoderna de toda la producción artística creada desde entonces.


El propio título genérico de las muestras nos da una idea de la preocupación principal de Criado: el tiempo. “Agentes Colaboradores” alude a ese trayecto de una y vuelta donde el artista propone y los medios materiales y físicos disponen. Termitas, hongos, el tiempo físico y cronológico: agentes que, más que destructores, colaboran con el artista en el acabado (imposible e infinito) de la pieza.

Criado, sentando como decimos sus bases en el giro antimoderno que ya quedaba consolidado a mediados de los 60, toma posiciones en las dicotomías que más profundamente han marcado el desarrollo del arte: materia y forma, autoría, construcción y destrucción, idea y forma, tiempo y devenir. Si su trabajo se resuelve como fundamental es porque fue un pionero a la hora de dar forma a una nueva manera de comprender el  arte y las relaciones teóricas y prácticas que generaba.


De sus primera piezas de maderas carcomidas como por ejemplo YZ (1968), hasta In/digestión (1973-1976) donde propone un ejemplar de La Gaceta del Arte expuesta a la acción de polillas o, más recientemente, la propia obra No es la voz que clama en el desierto (1990), el grueso del trabajo de Criado trata de fagocitar la unicidad sobre la que antaño pareciera descansar plácidamente el arte. Oponer la obra acabada a una obra dejada al azar de los inconvenientes, donde la trampa y la mentira (De trampas y mentiras, 1999) rodean un señuelo mientras la obra pareciera estar, siempre, en otro lugar, otra parte.

En definitiva, la importancia crucial de Nacho Criado radica en llevar el arte español a la senda por la que ya discurría el arte más internacional. Un trabajo que bebe de las fuentes más originales del arte nacional pero que es capaz de hallar sustento en la influencia de artistas diversos y multidisciplinares como Duchamp o Rothko, que conjuga el povera con lo conceptual, que hace del minimalismo únicamente una treta por la que dejar destilar la temporalidad en constante devenir.

No ya plegarse a los dictados de lo representacional, no ya encallar en la rémora constante de un tiempo comprendido siempre como presente, sino, más bien, tratar la fugacidad de todo acontecimiento, entablar diálogo con las potencias de lo virtual. No tanto mostrar sino señalar la huella, la fuga de un acontecimiento que se evade de su sola presencia. Eso, precisamente, es el arte, señalar el escapismo de un tiempo que se nos va de las manos, incidir en esa diferencia post-estructuralista que hace del tiempo siempre una serie que s ebifurca hacia el pasado y hacia el futuro.

lunes, 4 de junio de 2012

EL CUENTO DE LA LECHERA


CONCHA PRADO: EL CUENTO DE LA LECHERA
GALERÍA OLIVA ARAUNA: hasta 09/06/12

            Para esta su quinta exposición en la Galería Oliva Arauna, Concha Prado propone, sobre las bases de sus coordenadas habituales, una sutil crítica a las ensoñaciones con las que hemos querido construir el reino de la opulencia y que ahora, en estos tiempos de crisis omnívora, parecen –como en el mismo cuento de la lechera- venirse abajo.
         Para hablar del trabajo de Concha Prado, bien se puede decir que dos son las características principales con que cabe glosarlo: un saber sacar partido hasta el máximo del mundo más cotidiano, y querer subsumir la pintura y la fotografía en una misma práctica. Pero –y ahí es donde su trabajo se hace interesante- si pintura y fotografía parecen apuntar a un mismo destino, no es porque la segunda se halla plegado a los dictados representacionales de la primera. Más bien sucede lo contrario: que la fotografía desenmascara la falsedad sobre la que pareciera darse carpetazo a todas las tensiones internas a la práctica pictórica. Y es que aquello de la fidelidad a lo representado guardaba en su seno una serie de desplazamientos, de torsiones, de giros semióticos que –a pesar de querer aferrarse al renio de lo visible- se asentaba en una visualidad que excedía por completo los límites de lo visual.

Prado congela la imagen, detiene el movimiento justo ahí donde la pintura nunca habría soñado con llegar: al instante donde todo se trastabilla, a eso que escapa a la mera sucesión de ‘ahoras’ y queda apuntalado sobre el concepto deleuziano de acontecimiento. Dicho de otra manera, es el paso de Aristóteles a Bergson: ahí donde el estagirita –y más aún Platón- condenaba al arte por ser un simulacro de la realidad, por valerse de una mímesis como copia de la realidad, el arte contemporáneo se levanta como válido al comprenderse como el ejercicio preciso de desgarrar al presente a manos de una nueva temporalidad, aquella que no necesita hacerse presente ni haber acontecido, aquella que consigue por fin invertir la filosofía al completo.


Si Kant descubre el tiempo puro y vacío como contenedor de todo empirismo, es solo invirtiendo la relación espacio y tiempo cómo se fragua la fractura con el régimen representacional de la presencia: no un movimiento sucediéndose en el tiempo, sino un tiempo por el que trascurre –sin principio fijo ni fin- el movimiento; un tiempo desarrollándose en el tiempo; un tiempo puro, vacío, inmemorial… volviendo siempre en su diferencia. Es decir, el diferir del tiempo respecto a sí mismo, rasgando la pantalla de la representación, haciéndola imposible.  

Y ahí queda engarzado el arte, en hacer visible lo invisible desmantelando la lógica representacional, en hacer saltar por los aires la fidelidad a la presencia, en remitirse a los cortes temporales que remiten el acontecimiento como tal. La ficción artística, entre la lógica histórica de los hechos y la lógica poética de este tiempo incausado (inmemorial e inactual), tiene la tarea de hacer surgir la novedad, lo inesperado, el retorno del puro diferir del tiempo, aquello que en cualquier presente nunca comparece a tiempo. Los cortes y las suturas, el tiempo cosido a los hechos.

En esta ocasión Prado detiene el movimiento de caída de la lechera en un instante tomado al azar pero que, valioso como cualquier otro, nos desvela la imposibilidad de reducir el arte a lo visible: siempre existe ese exceso, ese tiempo escapándose entre las costuras de la representación, que conforma un conglomerado de historia y poesía, de azar u necesidad, que dan al arte su verdadera dimensión visual. En definitiva, bien se podría decir que el arte de Prada hace mella ahí donde lo visible se desgaja de lo visual: si lo primero remite a la lógica de al presentabilidad, el segundo apunta a esa fenomenología de la apertura temporal, al acontecimiento mismo de la acción, no la acción en sí misma.

Quizá, en este punto, la similitud de conceptos respecto a lo que plantea Prado nos afianza en nuestras convicciones: pasar de un tiempo cronológico a otro desencajado de sus goznes significa pasar de lo virtual a lo actual, de la potencia al acto. Y esto, precisamente esto, es lo que, en la lógica del eterno retornar del tiempo en su diferencia, es imposible a no ser –claro está- que demos cabida a ese núcleo inconsciente y creativo, a este forzar el pensamiento, a ese acto de creación que supone coordinar ambas temporalidad –la del presente y el futuro, la de lo virtual y lo actual, la de la  de la potencia y al del acto.


Porque, si pasar de la potencia al acto está prohibido ya que dicho paso supondría la preeminencia lógica del acto frente a la potencia, bien puede decirse que es precisamente eso lo que hemos estado haciendo todo este tiempo de lozanía y vacas gordas: anticipar el sentido de lo virtual en lo actual, darnos cancha ancha y ser capaces de tomar gato por liebre en sueños de progreso sostenido en nada más que un pensamiento de la presentabilidad absoluta. Hacer de lo virtual un actual inmediato, ese ha sido el cuento de la lechera que nos han contado y que ahora estamos tratando como locos de recomponer.

Pero no hay solución: si nunca hemos contado con ese tiempo bueno, ese buen Cronos-Zeus, que como buen tiempo acompasado nos indicaba la secuencia a seguir, mucho menos entonces vamos a ser capaces siquiera de comprender al mal tiempo, al Cronos-Saturno, ese tiempo disfuncional y desgarrado que nace de las profundidades: cuando el tiempo nos estira o nos contrae casi hasta el ahogo, cuando otros cuerpos nos fagocitan en juegos libidinales, cuando la confluencia del tiempo-siempre-presente (considerado como sucesión infinita de ‘ahoras’) y el tiempo-inmemorial queda desencajado de su melodía inicial.

Si Deleuze llama Modernidad al dominio de ese caos, bien podemos decir que, con la caída de la lechera (no es difícil de ver la metáfora), estamos a un tris de descontrolar el descontrol, de ser abducidos por una vorágine sincopada de tiempos sometidos un tiempo fracturado y roto.