sábado, 30 de noviembre de 2013

IN MEDI TERRANEUM: FROM ME TO YOU O EL VIDEOARTE COMO MARGEN



IN MEDI TERRANEUM: FESTIVAL INTERNACIONAL DE VIDEO
Córdoba (Argentina), Madrid, Bogotá, Favara, Atenas, Montevideo: 28, 29 y 30/11/13
In medi terraneum: un lugar físico, geoestratégico incluso, pero, sobre todo pensamos, un lugar diferente, una topografía disyuntiva y periférica. No tanto un adjetivo sino un sustantivo: un nuevo emplazamiento desde donde empezar a reordenar las potencialidades que, ahora más que nunca, son más que necesarias. Sobre todo: el afuera, lo extrasistémico, lo que está a la intemperie, eso que siempre remite a lo otro. Porque, ¿no es el arte, pensamos, el depositario del escándalo que supone entablar relación con el otro?, ¿no es el arte el intento absurdo y paranoide, de hacer creer que tenemos algo que ver con el otro, que podemos intuir que el siente como nosotros, juzga como nosotros, que está emplazado en un universo de sentido del que quiere, como nosotros, trascender?
De esto, pensamos, va este festival necesario como pocos. Porque, precisamente, es ese ‘In Medi’ lo que lo cataloga como imprescindible: apelar a lo periférico, a lo que no acontece ahí donde todo es susceptible de ser visto, lo que media en el ‘entre’, en el intersticio de lo que no cuenta ni vale, es la única forma de politización formal y efectivamente capaz de posibilitar un drenaje en lo archi-institucionalizado, una fractura en ese magma hiperpublicitado de lo yo-visto.
Porque de eso se trata: de crear una diferencia entre lo ya dado a ver, y lo aún no visto. Algo que venga de fuera y violente siquiera por un instante la parafernalia discursiva del emporio adocenado. No se trata de traer para sí ningún flujo transaccional pensando en que aún el capital anda en babia satisfecho de sus crisis, sino de oponerse en un ejercicio artístico que desplace los lugares y los tiempos, que de voz a quien por lo general no la tiene. En pocas palabras, que repolitice el sistema.


Si, como dice Reyes Mate, “el tiempo desde el que pensar la pretensión de universalidad es la memoria”, y poniéndonos quizá un poquito proféticos, lo que en silencio articula este festival es la necesidad que tenemos de compartir una misma memoria original, una mismo sabiduría tan rebelde en estos días como la de sabernos únicamente como pregunta lanzada a la respuesta del otro. Es decir: ser envío.
En otras palabras: nada de multiculturalismo, ese palabro, origen de muchas imposiciones dogmáticas desde el aquí occidentalizado. No. De lo que se trata es de proponer un nuevo régimen de igualdad basado en el compartir unas mismas experiencias articulares, una misma memoria de lo ya-sido para, desde ahí, sabernos siempre miembros de un ‘nosotros’ que solo puede ser tal si cada ‘yo’ es un ‘tu’, si cada ‘tu’ es un ‘yo’.
En definitiva: lo que pretende este festival es muy simple: apelando a un nexo común entre el Mediterráneo y Latinoamérica, partiendo de un origen compartido, se traza un eje discursivo y expositivo que sea realmente alternativo a las instancias centralistas y centralizadas que parecieran articular desde sus redes todo el sentido artístico. De este modo, conformando así un lugar alejado del epicentro desde donde se erigen, ideológica y políticamente, una determinada noción de la cultura, el festival trata de rearmar un discurso productivo y expositivo que se postule, no tanto como alternativa -pues eso no sería sino darle la vuelta a lo mismo-, sino en gran otro, en diferencia radical que socave todo el dogmatismo institucionalizado de los circuitos mainstream.
Y, para ello, y entrando ya en materia….el videoarte. ¿Es casualidad o remite a una intrínseca necesidad? Lo vengo pensando detenidamente y creo que es algo fundamental. Y es que, en referencia íntima al ser del festival, el videoarte es la práctica más capaz en el panorama actual de rearticular el sentido de los lugares y los tiempos, de redistribuir las competencias y los emplazamientos, de diferir los efectos programados de construcción social y política, de diseminar y diferir una huella en los procesos de adiestramiento en esta tardomodernidad invulnerable.


  Dicho con otras palabras: como ciudadanos que somos de este show de Truman global, habiéndose cumplido todas las profecías de Debord en el sentido de habitar un mundo espectacularizado donde todas nuestras relaciones son relaciones entre imágenes, todo gesto disruptivo, todo intento de rasgar el velo de la panosfera radica en crear un disenso en el flujo de imágenes en el que estamos inscritos.
Es decir, el videoarte como era comprendido hace treinta o cuarenta años, incluso veinte, está muerto. ¿Cómo reflexionar sobre ‘la’ imagen si ahora vivimos dentro de ellas?, ¿cómo reflexionar sobre nuestra posición de espectador si, en la actual dromótica de la imagen-mundo, somos en la medida no tanto en que vemos sino que estamos siendo vistos? Las coordenadas, a Dios gracias, han cambiado y ahora de lo que se trata es de reorganizar las sensibilidades que están en juego y construyen identidad y socialidad.  
El videoarte, en su inmanente inmediatez, desde ese ojo que todo lo ve (video ergo sum, podríamos decir de esta nuestra ciudadanía escópica), materializa la vida para reconfigurarla, para dotarla de ese carácter de ficción tan poco querido por nuestra burocrática manera de emerger como identidad subjetiva.
Porque hemos sido conquistados, eso lo sabemos, lo deberíamos de saber, y de ahí que tengamos una fe ciega en esta realidad de la que tan pronto renegamos como reconocemos nuestra única tabla de salvación. Y es que, si de algo tenemos necesidad es de realidad, de experiencias “verdaderas” de lo real. No sabemos que lo real no es más que una decisión política, administrada en cuotas, que ha sido elegida como ficción hegemónica. No lo sabemos y así nos va.
En este sentido, la ficción del videoarte no puede ser ya la de el simple contar historias, digamos, clásicas; no puede apelar a una narratividad (y en esto no vale hacer trampa). Las historias que debe proponer el videoarte son aquellas que apuntan a lo extenporáneo de una contemporaneidad que se devora a sí misma; debe remitir a lo afuera de unos reglajes no heredados de modos convencionales y archisabidos de recortar el espacio de lo común. Historias quizá mínimas, quizá movilizaciones de imágenes en una determinada dirección, quizá reseñar lo inconsciente, lo amorfo, lo que aún no tiene forma, lo que aún no ha sido domesticado, ganado para la causa de la finalidad de acuerdo a fines.


Godard dijo: “el cine es la verdad veinticuatro veces pos segundo; en video no hay verdad porque no hay espacio, solo hay tiempo”. Es decir, solo hay suturas que vertebran un exceso de visibilidad (porque el video lo ve todo, lo registra todo, es excesivo) y que permiten un moldeaje de la realidad-ficción (la ficción hegemónica) en otra ficción: esa es nuestra oportunidad, única en cada caso, de redefinir nuestras condiciones. Y es que de lo que se trata es de, cómo sea, subvertir este régimen policial de percepción en el que nos movemos.
Los videos seleccionados (y sin querer ni mucho menos entrar en una exhaustividad que solo puede ser empalagosa y engominada) refieren de una u otra manera a esta necesidad de socavar, desde la imagen, el régimen escópico hegemónico en el que estamos inscritos. En Utopila #2, Diego Alejandro Garzón (Colombia) nos dice que, aunque la derrota es segura, hay que situarse ahí donde le riesgo es mayor; en Nobodylovesme, Diego de los Campos (Uruguay) propone una experiencia perturbadora de lo cotidiano hasta lo siniestro; Calixto Ramírez (Italia), en A través enlaza con las prácticas más performativas del videoarte para dejar constancia del devenir en la ciudad como modo de rebeldía silenciosa; y (por acabar por el de casa) en Über uns/sobre nosotros Javier Velázquez Cabrero (España) escenifica a nivel micro el politiqueo que ha nivel macro se ha establecido como realidad última para demostrar con un juego de extrañamiento lo alejado que está el ciudadano de lo que debería ser su realidad más íntima y cercana, y lo denunciable que debe ser las condiciones de existencias a las que muchos están condenados.
Como no me quiero dejar a ningún videoartista, referirme al representante argentino (La habitación infinita, Christian Delgado y Nicolás Testoni) y griego (First Rust, Katerina Katsoura (Grecia), y a las dos menciones especiales del Festival, Clutch, de Tatyana Zambrano y Roberto Ochoa, y Lost in a glass of water, de Cinzia Sarto.
En definitiva: In Medi Terraneum, un festival desde los márgenes que incide en la marginalidad videoartística como instrumento necesario en toda práctica artística; un Festival que incide en la existencia de una lengua común para tratar de contar a través de imágenes la singular otredad, siempre y en cada caso, de un ‘tú’ que llama como pregunta. Un Festival que se emplaza contra la barbarie post-cultural del momento.

viernes, 29 de noviembre de 2013

NICOLÁS GUAGNINI O CÓMO REHACER LA REVOLUCIÓN




NICOLÁS GUAGNINI: PARA LOS HIJOS DE LA REVOLUCIÓN FALLIDA
GALERÍA MARTA CERVERA:desde 16/11/13

Cierto que, enfangada la sociedad en el aburrimiento con que Le Monde explicitaba la situación apenas dos meses antes, fueron los situacionistas los únicos a los que el archicélebre Mayo’68 no les pilló con el pie cambiado. Su venazo idealista no cuadraba bien con la escolástica marxista del momento y, ajenos a pusilánimes diatribas de salón, Debord y sus secuaces fueron los únicos en tomar verdadera “conciencia de clase”. Sumando la Tesis 11 sobre Feuerbach con las estrategias subversivas de las vanguardias de principio de siglo, Debord dinamita la escena parisina sin que, paradójicamente, nadie, con anterioridad, lo sepa: como dice José Luis Pardo, “el 68 estuvo a la altura de los situacionistas, mientras que casi todos los demás tuvieron que procurar ponerse a la altura del 68”.
En la base de su argumentario filosófico, una tesis que alumbra ya más de medio siglo: el descubrimiento de Marx de que la fuerza de trabajo del obrero es una mercancía, una mercancía especial habida cuenta de que es la única mercancía cuyo valor de uso constituye la “fuente, no solo del valor, sino de un valor mayor del que ella misma tiene”, es acertada pero solo cubre la mitad del problema. Y es que el capitalismo se había ya desarrollado lo suficiente como para exigir no solo la expropiación de su tiempo social de producción, sino, también, el de su ocio. Así, el sujeto se convierte en espectador de una enajenación, la de su vida, que le compete a tiempo completo. La ideología, pues, es más que una falsa conciencia: es un espectáculo, devenido, en nuestros días, hipermedial.
Pero la cosa es que la mecha prendió mal y la derrota fue devastadora; y la cosa es que nuestro mundo, institución-arte incluida, vagabundea con el norte más que perdido entre las ruinas del “después de la batalla”, con los adoquines levantados y cerciorados de que, definitivamente, debajo no hay ninguna playa. El capitalismo, más que desplomarse, crece sorteando con audacia infinita sus crisis; la sociedad, exhibe una indignación impotente para sortear la lógica del espectáculo. En tal situación, normal que Danny el Rojo concluye la aventura sesentayochista con un lacónico y profético “fuimos la primer generación televisiva”: o sea, la primera generación que supo que toda consigna queda adulterada al no tener más remedio que difundirse como mercancía según los canales institucionalizados por el espectáculo. El acabose.


Y es, precisamente, sobre ese fracaso sobre el que se levanta acta de un mundo que solo cabe ser interpretado, no transformado ni cambiado. Y en esas estamos: casi cuarenta años interpretando los signos de un tiempo que no sabe bien a qué carta quedarse. ¿Es la realidad la que está falseada y la que no nos deja ver nuestra verdadera posición de alienados, o es realmente toda actitud contestataria un eslabón en nuestra falsa conciencia (una simple creencia administrada para hacernos creer que cabe una salida)?
Nicolás Guagnini (Buenos Aires, 1966) –como buen artista de esta tardo-postmodernidad flagelatoria– trabaja sobre y con estas ruinas arqueológicas para mostrarnos un vistazo de lo que somos en ese espejo ideológico en el que estamos adiestrados. Así por ejemplo, la duda casi metódica anteriormente comentada, aquella que remite al juego de apariencias ideológicas, a la realidad de lo real o a lo aparente de una revolución necesaria, es rearticulada a través de un panóptico invertido que ocupa el centro de la primera sala. Más que reflejarnos en él –es decir, más que devenir imagen identitaria en relación a descubrirnos de cara al poder de la ley que todo lo ve– somos repelidos, sacados fuera, invertidos en nuestra aparente identidad de ciudadanos de esta modernidad licuada. Guagnini ha trabajado con Dan Graham…y se nota.
Pero este ejercicio espectral no remite a un simple juego de espejos: es la posibilidad única de reabrir la herida, de dejar que la historia se reabra justo en referencia a aquello que nos dicen nunca pasó. El juego de inversiones al que la historia y los acontecimientos remiten no nos deja más que una salida, justo aquella que ya vio Debord: invertir lo invertido. 
Y es que si la historia está invertida, es decir, consignada como verdadera únicamente en relación a los intereses de la clase hegemónica; y si, al tiempo, todo acto revolucionario –Mayo’68 incluido– nunca ha pasado, no ha sido sino una travesura infantiloide de burgueses aburridos, la única solución es invertir lo invertido, hacer el gesto –quizá el más revolucionario y más imposible que cabe– de negarle a la realidad establecida el carácter mismo de realidad.
Es decir: lejos de ser individuos en relación única al “sí” ideológico al que nos dirigimos encantados, nuestra imagen reflejada en las estructuras de poder –panóptico– no hacen sino enajenarnos de nosotros mismo, alienarnos, sacarnos fuera. Así, nunca somos menos que cuando, aparentemente, más somos (o más nos hacen creer ser). A esto se debía de estar refiriendo el propio Debord cuando comentaba la necesidad de “transformar policialmente la percepción”.
Es decir, si el espectáculo invierte lo real tergiversando entonces nuestra negativa, no cabe otra que invertir la propia inversión. Es decir: no ser reflejados, no ser inscritos como imagen en el espejo ideológico que, aunque lleve un ‘no’ por respuesta, en su inversión, no supone más que un firme y rotundo ‘sí’.   


Invertir por tanto la realidad ya de por sí invertida supone una negación, un  rechazo, un no querer ser ya más eso que nos dicen somos: y no, simplemente, porque no; sino porque hemos descubierto el núcleo traumático sobre el que se levanta toda realidad: que, ella también, está invertida, que, ella también, digámoslo así, es un producto más de la falsa conciencia.
Este ‘no’ nos recuerda a la figura que glosa toda nuestra época: Bartleby. Y es que, no pudiendo ser de otro modo, la famosa pintada “ne travaillez jamais” de Debord tiene mucho del famoso copista. Incluso, nos dice Vila-Matas en su fascinante Bartleby y compañía, Debord realizó su grafiti en la rue de Seine, perpendicular a la rue de Beaux Arts, donde justo cincuenta y tres años antes había muerto, casi indigente y después de renunciar a escribir, Oscar Wilde.
Guagnini presenta en esta ocasión varias de las siete reinterpretaciones (pues “Seven” es el título genérico de la serie) que de la célebre frase debordiana ha ido realizando con el único propósito, pensamos, que de calibrar bien los modos y maneras que tenemos ahora de decir ‘no’. Sus pinturas, monocromas, hacen difícil percibir siquiera la inscripción: pero no es solo la lectura lo que parece sin más prohibida. Es que, simplemente, la premisa situacionista se ha convertido en un leitmotiv, en una cacofonía de la pose contestataria, en un slogan para camisetas y –ya casi falta poco- para gadjet de todo tipo. Porque, incluso, ¿no sería incluso una galería de arte el lugar menos propicio para su intento de ponerla de nuevo en circulación?
Pero no se trata de una apropiación acrítica: se trata de reflejar un estado de la cuestión donde el cinismo ideológico se ha instalado entre nosotros y ya casi da lo mismo lo uno que lo otro: decir que si o tratar de decir que no ha terminado convergiendo en el aborregamiento espectacular de las masas. Y lo más cruel de todo es que nuestra empatía para con el otro –y para con nosotros mismos, claro está- casi no tiene límites. Es decir, y como decía Sloterdijk, vivimos según valores falsos pero, irónicamente, somos consciente de ello …y tan felices.
En este estado de cosas, si Zizek se ha instalado entre los filósofos más capaces en los últimos tiempos es porque ha sabido ver –en ese refrito casi imposible de digerir de hegelo-lacanismo que se gasta- que la falsedad está del lado de lo que ‘hacemos’ y no de lo que decimos. Es decir, ha invertido la interpretación clásica de la ideología: si antes las prácticas sociales se consideraban reales pero las creencias para justificarlas eran falsas (falsa conciencia), ahora poco importa que se diga ‘sí creo’ o ‘no creo’ ya que la falsedad se da en el orden de la praxis, es decir, está inscrita en la propia situación.
Es decir, al fin y al cabo, da igual si creemos en el capital o no creemos; incluso, nuestro cinismo de supervivencia nos alerta de cuando sostener una cosa y cuando otra: y da igual porque lo fundamental es que, previamente, para poder proferir un acto político de enunciación hemos tenido que ser visible para esa ideología que tratamos de refutar. Es decir: la cuadratura del círculo.

En definitiva, podemos repetir una y otra vez “ne travaillez jamais” que su potencial emancipatorio está por completo desconectado: desconectado porque estamos ya demasiado domesticados para saber que creerlo o no creerlo, sostenerlo o no sostenerlo, afirmarlo o no afirmarlo, nada importa. 
Así las cosas, el vídeo que se proyecta en la segunda sala viene a dejar las cosas en su sitio. ¿Cómo hacer para mascullar siquiera una negativa?, ¿cómo hacer para rebelarnos, siquiera mínimamente, y no por ello quedar reconsignada nuestra posición en hueras poses inscritas en el espectáculo? Es decir, y aunque la jerga hegeliana nos obnubile un poco: ¿cómo hacer para, en el momento en el que la humanidad está presa de un momento de autoalienación, provocar un reinscripción en sí misma, hacer que tome autoconciencia? Sí Debord sostiene que “el espectáculo es el momento de enajenación dialéctica hegeliana por el cual la realidad sale fuera de sí y queda objetivada esperando la síntesis, el momento en el que se conozca a sí mismo” y que “esta síntesis es el momento de la revolución, ¿cómo hacer para salir del espectáculo?, ¿cómo hacer la revolución?
Difícil porque, incluso el arte, ese ámbito en el que torticeramente han ido a parar falsificados todos los momentos de utópica emancipación, juega en contra nuestra. Remitirnos a Benjamin es ya casi una obligación: “la humanidad se ha convertido ahora en espectáculo de sí mismo. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético”. La estetización de los mundos de vida, esta consigna de la belleza-utilitaria que nos inunda no es sino el reverso traumático de una humanidad que goza sentándose delante del Tv en prime time para ver el grado de destrucción apocalíptica que se ha alcanzado. 
Pero volvamos al video. El propio artista, bandera en mano, recorre desde la parte más pobre de Harlem la ciudad durante 36 minutos hasta llegar a la Universidad de Columbia, una isla de privilegio a la que él pertenece como profesor. El arte situacionista del deambular, heredera directa del flaneur fin de siécle, pero ahora a sabiendas de que no hay ninguna belleza fugitiva que contemplar: todo lo sólido se ha desvanecido en el aire y el mismo aroma líquido de las cosas remite a una retroalimentación de la maquinaria capitalista.
Una o varias personas que se abandonan a la deriva renuncian durante un tiempo más o menos largo a los motivos para desplazarse o actuar normales en las relaciones, trabajos y entretenimientos que les son propios, para dejarse llevar por las solicitaciones del terreno y los encuentros que a él corresponden. Una parte aleatoria, de dejación de principios, de sujeto no objetizable durante algunos momentos –los que dure la deriva.
Pero el gesto de portar una bandera trasparente es inequívoco de querer tomar, el artista, una posición determinada, una posición política que, quiero entender, es la única opción válida para posicionarse de cara al espectáculo sin ser fagocitado en el intento: portar la consigna del lugar vacío, disponer de una identidad.


En su discurrir el artista va creando una fisura, una reordenación de todas los afectos que han ido urdiendo una trama que se nos repite ha de quedar silenciada, barrida por relaciones únicamente consignadas en el valor-trabajo. Parecido a la famosa perfomance de Omar Jerez, aquí Guagnini realiza una deriva que reabre el tiempo dando la posibilidad de una emancipación, aquella justamente que fue tongada.
La única obra de arte capaz de sortear el influjo malévolo del espectáculo no es aquella que denuncia a las bravas, no es aquella que se ofrece como soporte para el docudrama. Es algo más íntimo, más sencillo: el momento de la obra es el de la inscripción de un “él” entre un “yo”, una inscripción que hace posible dar la palabra al otro, una inscripción disensual, un, como dice Rancière, “estar juntos estando separados” como forma sensible de darse una eficiente política de la estética.
Guagnini, en su paseo situacionista, introduce la heterocronía, la inscripción del otro, remitiéndose para ello a una identidad (la suya) que solo puede ser comprendida como apertura radical a un nosotros, a una colectividad que adquirimos identidad no ya reflejados en el panóptico ideológico del espectáculo, sino en el juego de las diferencias disensuales adquiridas entre las partes, entre ellas mismas, con su pasado y su por-venir. Y es que, como dice de nuevo Rancière, “hay política porque hay causa del otro, una diferencia de la ciudadanía consigo misma”.
Es precisamente esta diferencia la que nos ningunean desde una nueva ideología democrática; y es, también precisamente, esta diferencia la que Guagnini trata de abrir para que ahí, de una vez por todas, quepamos todos.

lunes, 25 de noviembre de 2013

WILL BE TONIGHT THE LAST BOB DYLAN’S EVER CONCERT??



De acuerdo: no pensamos que se trate del último concierto. Y, también de acuerdo, no fue en el Royal Albert Hall donde sucedió todo. Pero, sucediendo que la confusión no ha hecho sino incrementar la mitología, lo de esta noche bien puede ser comprendido como el regreso de los dioses en busca de su fuego. Sí: Bob vuelve 47 años después al escenario donde no sucedió nada pero, al mismo tiempo, sucedió todo.
Porque, a decir verdad, fue un par de días antes (diez en concreto) cuando en Manchester, en el Free Trade Hall, y no en el Royal Albert Hall londinense, alguien llamó a Dylan Judas. Pero como la realidad no está hecha sino de girones de ficción debidamente recosidos para que no se noten mucho las costuras, lo mismo da que da lo mismo. Fue el 27 de mayo de 1966. Y punto.
La cosa (lo comprendemos) puede quedar en absoluta nimiedad para el común de los mortales. Pero para nosotros, los carcas, los que pensamos (y el tiempo nos ha dado la razón) que la música popular murió con Elvis, el asunto reviste la mayor importancia. Porque, de haber un sitio donde desease estar esta noche (y no solo esta noche sino que lo cambiaría de buen grado con cualquier acontecimiento de los próximos diez años sin pestañear) será en el, ahora sí, Royal Albert Hall.
Porque, otra vez, no pasará nada. Pero el ambiente estará electrificado. No solo una guitarra (que por cierto, ya casi no usa) sino todo el ambiente, toda la atmósfera. Y es que Bob vuelve para reclamar su cetro y para hacernos saber que la historia, y no solo Dios, siempre han estado de su lado. Sí: no pasará nada y, de nuevo, todo estará desarrollándose ante los ojos se esos pocos de miles que abarroten el recinto.


Pertenecer a una secta siempre es pernicioso para la salud, pero para los dylanitas es nuestra única razón de ser. Odiándole, existimos. Porque nadie ingresa en el selecto club de los dylanólogos si no se le odia un poco. Se le odia por no cantar un poco mejor o por no tocar la guitarra un poco mejor; se le odia por seguir dando giras o por no venir a nuestra ciudad con suficiente regularidad; se le odia por no cuidar un poco más sus discos; por dejar material difuminado en casetes que ahora estarán cogiendo polvo en cualquier desván o sótano; por dar conciertos tan terriblemente malos como (y cito solo dos de una lista casi infinita) el del Live Aid del 85 o el de Sevilla en el 91; por pasarse del folk al rock, y de este al country, y de este al gospel; por no ser un poco más cristiano y un poco menos judío o al revés o ninguna de las anteriores; por hacer patente su poca adhesión a los movimientos contraculturales de mediados de los 60; por no ser profeta de lo que se le exigía y por pretender serlo de lo que nadie le pedía; por no pasarse por Woodstock aunque solo hubiese sido para saludar cuando vivía a un par de kilómetros; por acudir a la Isla de Wight a enterrar definitivamente su apócrifo legado hippie; y por, en definitiva, dedicarse únicamente a tocar música norteamericana y ser capaz de –justo cuando estás a punto de desahuciarle y pasarte a las filas de Springsteen (esa máquina perfectamente engrasada pero incapaz)- trasportarte a lugares de tu mente que ni siquiera sabías que existían.
Cómo soñaban los jóvenes marxistas de entonces, hoy la historia acudirá fiel a su cita; porque, claro, no es ya solo que la historia pase siempre dos veces, una como tragedia y otra como farsa, sino que está construida por extrañas mitologías que, pese a oler para muchos a rancio, son lo único que nos queda. Y si el rock era algo, si significaba algo, era precisamente por establecer una escenificación de la rebeldía fuera de los cauces organizados encargados de dotar de visibilidad a aquello precisamente que convenía ser visto por la ciudadanía. Las caderas de Elvis, la obscenidad de Morrison, la guitarra chamuscada de Hendrix, el “judas” de Dylan, y un (no muy largo) etcétera, administraban los cauces para una nueva épica. Es decir: unos nuevos reguladores de la identidad, una cultura desligada de los resortes administrados del mainstream bien pensante, unas nuevas maneras de socialización, distribución y consumo alejados de aquello para lo que el capital, por aquella época, estaba programado.


Ya de eso poco o nada queda. Y, aún teniendo importancia en sí mismo, lo de hoy atiende a ser una de las pocas ocasiones en que el pasado y el presente se fusionan para verse las caras en persona. Cuando lo más aplaudido del panorama musical es una gatuna Miley Circus luchando a brazo partido por ser más escandalosamente soez que cualquier otro (sobre todo, hay que decirlo, cualquier otra), a uno se le cae una lagrimita cuando no hace mucho la música –lejos de los shares y de las MTV- hacía historia, pero historia de verdad y con mayúsculas.
Hoy, en definitiva, el poeta de la canción regresa para hacernos saber que por mucho que nos conquisten, solo queda la conciencia clara de lo que él mismo dice aprendió a finales de los 80, justo cuando después de otra calamitosa gira (esta vez con The Grateful Dead) estuviera a punto de tirar la toalla: que un cantante, simplemente, canta canciones.
Y sí, en cierta manera no estaría mal que estos tres conciertos en el Royal Albert Hall fuesen los últimos. Quizá así nos aseguraríamso que el fuego sigue encendido. ¡¡Pero seguro (al menos eso esperamos) que nos traicionará de nuevo!!