miércoles, 30 de diciembre de 2009

2009: A MODO DE CONCLUSIÓN. ELUCIDARIO DE UN AÑO TRAÍDO POR LOS PELOS

Clasificar, ordenar y, también y porque no, volver a recordar (o, incluso, recordar por primera vez). Todo eso y más es lo que toca en estos días. No tanto hacer balance como lanzar una mirada al abismo de un año. Experiencias estéticas, vivencias artísticas. Entrar en una galería para salir aburrido o transformado. Puede que sean límites infranqueables pero de lo que se trata es de seguir aprendiendo, seguir deseando lanzarse un año más en busca de la invisibilidad de un arte que, pese a gozar de amplios sectores institucionalizados, es sólo, en la pequeña soledad de una galería donde se comprende, se vive y donde logra activarse un pensamiento diferente y diferenciador
Así a modo de rúbrica de lo que se ha podido ver este año en las galerías madrileñas podemos ir señalando lo más interesante
El panorama pictórico ha andado dubitativo y pocas son las exposiciones que merecen ser reseñadas. Con nombre propio cabría citar a Jerónimo Elespe que con una pintura nada convencional consigue postularse como la única voz disonante dentro del panorama actual. Luego ya vendrían los nombres consagrados de Juan Uslé, Jorge Galindo o Carlos León proponiendo una metapintura que se comprende como intentos de salir con vida de una actividad, la pintura, cada vez más problematizada como marco teórico que como propia experiencia estética. Como nombres que han dado una nota positiva se podría señalar a Claire Woods y, en mucha menor medida, a James Nares. Los demás se ha quedado en anecdotario colorista, en intentos concelebrados de un infantilismo casi pueril que se piensa estar aún en condiciones de proponer un arte alucinatorio y alucinante y lleno de emociones.
En dibujo, siempre considerado el hermano pequeño de la pintura, ha habido un nombre que ha destacado por encima del resto: el de Juan Zamora. Igual que en el caso de la pintura, tenemos a un artista español y joven como lo más destacado de la temporada. Su exposición en la galería Moriarty fue un festival de inocencia bien comprendida. También cabría citar a Claire Harvey y a Stephania Dost (ambas en la galería Maisterravalbuena).
El video no ha estado demasiado promocionado este año por las galerías madrileñas. Tan sólo en Juana de Aizpuru se ha podido ver una buena (o si se quiere buenísima) muestra de vídeos realizados por algunos de los artistas españoles más prestigiosos: Jordi Colomer, Dora Garcia y Fernando Sánchez Castillo han sido, como cabría esperar, de lo mejorcito de este año, y no sólo reducido al ámbito del video. Junto a ellos cabría citar a dos chinos: el fabuloso vídeo de Chen Chieh-Jen en La Fábrica y la sublime pequeñez de Hiraki Sawa.
La fotografía, por el contrario, sí que ha tenido un papel casi principal. No sólo dentro de Photoespaña’09, los galeristas apuestan cada vez más por un medio que se ha perfilado desde hace ya un par de décadas como capaz de llegar al mismo núcleo duro del arte postconceptual actual. La Fábrica es la que, como no, ha destacado por encima del resto. Su plantel de artistas es casi inmejorable: Rineke Dijkstra, Francesca Woodman, Antoni Muntadas y Marina Abramovic. Casi nada al aparato. Pero fuera también hay vida: Aitor Ortiz y su fotografía arquitectónica, Vincezo Castella y sus paisajes de superficie, Thomas Demand y sus simulacros escenográficos, merecen un elogio. Dentro de Photoespaña’09, decantarse por algunos nombres es casi imposible, pero con citar a Vik Muniz, David Goldblatt y Malick Sidibé creemos hacer justicia a un festival de foto que cada año parece mejorarse. Por último, cabría señalar a dos artistas afincados en Berlín y que orientan su arte al hecho de rememorar un pasado trágico y todavía no asumido: lo que Frank Thiel logra con sus cortinas, lo mejora Swetlana Helmer con sus fotografías de animales.
La gran baza jugada por las galerías puede situarse en ese difícil intersticio que configuran la instalación, la escultura y el video performativo. Nombres hay para dar y tomar. La galería Fúcares ha acertado de lleno trayendo entre otros a tres nombres que han dado y darán que hablar: Carlos Schwartz, Concha García y Jacobo Castellano. Un peso pesado del arte contemporáneo, Rirkrit Tiravanija, triunfó por completo en la galería Salvador Díaz. Otros nombres a tener en cuenta han sido Jota Castro, Nuria Fuster, Juan Ugalde, Mayte Alonso, Pepo Salazar, Ángela Bulloch, el colectivo A Kassen y Diego Santomé (en una exposición, la suya, bastante ecléctica). Pero sin duda que, si de triunfadores hay que hablar, tres exposiciones cabe citar por encima del resto: el arte abyecto-popero de Lidó Rico, la experiencia del límite más angustioso propuesta por Francisco Ruiz de Infante, y la estructura desorientada de Sergio Prego como metáfora del habitar/caminar humano.
Fuera de los grandes trazos del arte contmeporáneo, y para abrir el abanico a modos de arte que incluso a veces pueden escapan al limitado espacio de la galería (y sobre todo temporal, y mucho más ganancial), podríamos citar la exposición de Paco Mesa y Lola Marazuelo (una vuelta al mundo como material estético), la de José Luis Serzo (el poder de la imaginación todavía da resultados satisfactorios), y la de los alemanes Müller y Jasch (estética del detritus como última posibilidad para un arte objetual).
Por último, las exposiciones colectivas han tenido un lugar, si no protagonista, si destacado. Los problemas de este tipo de muestras siguen siendo los mismos: difícil hilvanar un discurso bien armado y estructurado, ya que la posibilidad de proponer una única obra por artista, y ser estos reducidos a cinco o seis, parece más un catálogo de artistas que una propuesta artística original. A agradecer ante todo el esfuerzo de la galería Pilar Parra & Romero por dos muy buenas exposiciones, ‘Geoplay I’ y ‘Geoplay II’, dedicadas al arte más cinético y visual. Otras dos exposiciones son dignas de tenerse en cuenta: ‘Psicótico’ en Fernando Latorre y ‘Oda a las cosas’ en la recién cerrada Arnés & Röpke. Pero sin duda alguna que la que se pudo ver en la galería Moriarty, ‘A Coney Island in a mind’ fue, no sólo la mejor de las colectivas, sino nos atrevemos a decir que al mejor de todas las exposiciones. Ya sólo la obra de Darya von Berner dándonos la bienvenida merece todo nuestro reconocimiento para una exposición que trató de hacer del arte un lugar para el divertimento más intelectivo, aquel que surge sólo de la contemplación de buenas obras de arte.
Y como lo más divertido es hacer clasificaciones y jugar a hacer balance, ahí va nuestra lista de las 10+1 mejores exposiciones de este año:
  1. Francisco Ruiz de Infante (Elba Benítez)
  2. Fernando Sánchez Castillo (Juana de Aizpuru): http://blogeartemadrid.blogspot.com/2009/02/el-poder-que-baila.html

jueves, 24 de diciembre de 2009

CORTINAS DEL PASADO ABIERTAS AL FUTURO: EL LÍMITE DE UN NUEVO HABITAR


MP & MP ROSADO: ‘CUARTO GABINETE’
MATADERO MADRID: 28/11/09-10/01/10

Hasta el próximo día 10 de Enero se puede ver en el Matadero Madrid la nueva propuesta de la pareja de artistas, además de gemelos, MP & MP Rosado. Como en toda su carrera, sus intereses van dirigidos hacia la problemática del ‘yo’ y de los procesos configuradores de tal identidad. En esta ocasión es enfrentándonos a nuestro pasado más mítico y natural como pretenden generar un acto de rememoración que provoque una nueva asunción, una nueva memoria que logre desgajarse de la objetividad traumática y postmoderna que toma a la conciencia como mero dato a priori. Nociones como naufragio, habitar o edificar, todo ello bajo el sustrato contemporáneo de la ruina telemática en la que estamos sumidos, adquieren un lugar preponderante para trazar un salida que, yendo al pasado, sea capaz de proponer un futuro que nos dignifique en su carga utópica.

Cansados como estamos de sobrevivir en el simulacro nuestro de cada día, herederos como somos del espíritu cínico postmoderno, normal que a estas alturas se haga necesario diseccionar nuevas posturas, alegar reconsideraciones acerca de la mediación entre subjetividad y naturaleza que se deslinden de manera radical de un arte que le sigue el juego a la razón instrumental y calculadora propia de la Ilustración.
Si se quiere, en esta necesidad de abrir nuevas vías, es cierto que no nos encontremos con nada nuevo: la naturaleza aparece como bella porque en ella todavía puede apreciarse lo que significaría estar fuera del acceso universal a la racionalidad, al mercado, a la técnica y, sobre todo, al dominio de la naturaleza. Es decir, y según palabra de K. P. Liesmann, “la naturaleza es para el hombre simultáneamente un lugar para el recuerdo y para la utopía”.
Como decimos, nada que no sepamos: la misma belleza natural que se nos sigue escapando de entre los dedos y a las que, como en todas las épocas e incluso hoy, sigue conteniendo un momento tan irritante como perturbador. A este respecto, Adorno sostenía que pese a que “bello para todos es el canto de los pájaros, (…), en el canto de los pájaros acecha lo terrible, pues no es un canto, sino que obedece al conjuro en el que está apresado”.
El hombre, ahora también, descubre que no quiere encontrarse solo, que necesita de eso que se configura como lo radicalmente otro. Así entonces, encontrarse a uno mismo dentro de la naturaleza pero sin que medie el espacio telemático de la contemplación, sin dejarnos subyugar por la vista panorámica indicada a tales efectos por la explotación turística ni por conmociones bien aprendidas por el turista de turno, es la opción de multitud de nuevas propuestas que buscan en lo azaroso y repentino una nueva mediación que, más que enfrentar objeto/sujeto consiga liberarnos por momentos del poder despótico de un signo-objeto que campa a sus anchas en la superficie mediática del simulacro hipercapitalista.
Pero, pese a que la necesidad de resurgir de nuestras cenizas se hace ya algo inminente, el riesgo hacia lo que podía entenderse nueva moda que subvierte los valores de la inocencia y lo acabado para dejarse caer en brazos de la naturaleza, es enorme. Porque, no sólo nueva moda, sino que quizá no sea sino el último ‘tour de force’ de un poder, el del signo, que lejos de amilanarse en su dogmático poder, tiene aún los arrestos de configurarse incluso contra su origen: no sólo es que como dijo Benjamin los objetos se nos hayan venido encima, sino que son capaces incluso de crearnos el espejismo de atisbar nuestra salida yendo con ellos al único lugar al que les está vedada la entrada.
Por eso, pensamos, cuando el caudal crítico que pueda desvelarse del regreso a la naturaleza corre el peligro de verse engañado y vejado, este nuevo canto a lo natural no debería poder describirse con tintes tan ecologistas como el teorizado por ejemplo por Böhme, para quien la estética es una teoría de las atmósferas que debiera permitir esbozar una estética de la naturaleza, sino que se debería realizar el viaje completo, el viaje al origen.
En este sentido, la obra de MP & MP Rosado que hasta el día 10 de Enero se puede ver en el Matadero de Madrid, hace gala de una exquisita sencillez que encierra, al mismo tiempo, un legado tan ancestral como utópico. Si el arte es la labor de crear perspectivas, de crear distancias como dijo Marshall McLuhan, lo cierto es que la mediación hacia la que se proyecta esta obra apunta hacia un infinito que, al mismo tiempo, se disuelve en un pasado inmemorial y en un futuro aún en construcción.
De ahí que esta obra pueda entenderse como fiel a los presupuestos de una noción bien querida a la pareja de artistas: lo liminar, la condición de fronterizo del ser humano, de existencia en tránsito perpetuo como característica esencial para comprender la vivencia como la praxis constructora de identidad.

El tintineo de las conchas nada más entrar, la contemplación de un mar de cortinas de elaboración casi artesanal, nos pone en contacto con lo natural, con nuestro legado más ancestral y nuestra memoria más olvidadiza: aquella que trata de recuperar los fragmentos de un naufragio, de nuestro naufragio. De ser algo, saben bien los hermanos Rosado, no somos sino ruinas en vida, museografías vivientes en busca de un origen, de un pasado desde el que, aún rememorándolo como origen, nos proyecte como identidad al futuro.
Rayamos la fenomenología más praxeológica: la del habitar y el construir como rememorar un pasado que, aunque nunca-sido, se hace necesario vivenciarlo como un no-ser-todavía. Estamos en las inmediaciones del pensamiento de Heidegger, de la filosofía del límite de Trías. Pero MP & MP Rosado se van a una influencia menos obvia. Gaston Bachelard, en ‘La poética del espacio’ dice: “hay que vivir para edificar la casa y no edificar la casa para vivir en ella”.
Ese, y no otro, es el peligro que una vuelta a la naturaleza puede correr a la hora de proponerse como nueva estética para períodos de crisis y al que más arriba hemos intentado simplemente señalar. Enfangados en el simulacro del objeto-mercancía absolutizador, buscar un nuevo destino al que acudir simplemente para coger aire y no desfallecer, se nos antoja un simulacro más que hace de la necesidad virtud pero que no tardará en caer en manos de aquello de lo que, al menos en apariencia, trata de escapar.
Quizá estemos ya demasiado apolillados, demasiado cómodos en nuestra vida de eternos melancólicos y náufragos, como para intentar cualquier vis a vis con huellas y rastros que no nos provocaría sino el recuerdo de un trauma nunca cerrado. Correr el riesgo o no correrlo. Correr el tupido velo de una cortina hecha de conchas milenarias o no hacerlo. Enfrentarnos con aquello que nunca fuimos pero anhelamos ser o no enfrentarnos. En definitiva, vivir para edificar o edificar para vivir.

Y es que, en conclusión, en una tardopostmodernidad que se vanagloria de considerar al ‘yo’ como objeto dado, como superficie telemática de su propio simulacro, cualquier indicio de autoconfiguración es sesgado de raíz. En un mundo que corre veloz a golpe de burda estetización mercantil, que crea espacios de normatividad cívica y ética a impulsos de merchandising (la cultura de los otros es admitida en el momento en que es estetizada como “united colours of Benetton” sostiene Leismann muy acertadamente), normal que la premisa de Debray de que “cada uno se museografía en vida” se halla convertido en algo así como “cada uno se publicita en vida”.
Por el contrario, un ‘yo’ como esfuerzo, como ímprobo trabajo memorístico en el que juega la fantasía, la imaginación, la teatralidad incluso, es un ‘yo’ que no se desliga de su origen, que no olvida un rememorar sobre el que se autoconfigura día tras día, instante tras instante, cortina tras cortina, en unas vivencias que son siempre diferentes pese a ser la Misma.
En definitiva, este ‘Cuarto gabinete’ de los hermanos Rosado muestra la invisibilidad de un hecho: que al arte todavía le queda mucho que decir en una época en la que, ocupado como está en construir lo que sea con tal de respirar un poco más, siempre un poco más, el ser humano reniega de su destino, de su esencial y nunca olvidado amor al destino como ‘amor fati’.

martes, 22 de diciembre de 2009

CUESTIÓN DE FE: LAS REDES DEL ARTE CONTEMPORÁNEO


ELISABETH ARO: “BIG SHOW
GALERÍA METTA: 12/11/09-09/01/10

El arte, en su consabida muerte, no hace sino expandirse. Tanto es así que, de una u otra forma, todo es arte. Parece que el arte no solo se resiste ha llevar a cabo su acta de defunción sino que lo llena absolutamente todo. Ejemplos hay para dar y tomar. Pero, lo extraño a veces, es que, lejos de paralíticas formas de urbanismo, alejado de periclitadas maneras de frivolidad y espectacularismo, el arte lo logra también según sutiles mecanismos. Ocultación y desmaterialización, consiguen una efectiva manera de reducir el campo expansivo del arte que, apenas son propuestas, se ve claramente que es en el ‘todo’ en donde tratan de anclarse.
Lo cierto es que desde Schiller el arte remite siempre a algo fuera de sí. La estética como finalidad desinteresada de Kant dio pronto paso a la más pura externalidad: si el arte es aquello a lo que no le va ningún concepto, no hay que ser muy perspicaz para proponer un arte como lo otro del concepto que nunca coincide consigo mismo. Pero lo desgarrador está ahí mismo: ¿cómo escapándose de sí mismo logra el arte venir a coincidir con su concepto? Nos hallamos en los límites de la dialéctica negativa de Adorno.
Se trata por tanto de un arte de la botella de Klein, un arte que toma a la cinta de Moëbius como ejemplo perfecto y que se resume en aquellos intentos de Duchamp por conceptualizar lo ‘infrafino’: aquello en que exterior e interior coinciden.



Pero, en el fondo, no es algo tan extraño a nuestras filosofías. Ser es siempre ser otra cosa, pensar es siempre el pensamiento de otra cosa. En definitiva, en un mundo donde ser y deber ser nunca coinciden, la distancia que Marshall McLuhan postuló como esencia del arte se derrumba en un aleatoriedad que no propone, eso sí, sino lo mismo una y otra vez.
Sin embargo, el mundo, aquello que se delata como estetizado por completo, es demasiado complejo como para ser recubierto por completo. Siempre hay fugas, puntos de torsión y de ruptura.
Lo que Elisabeth Aro propone en esta exposición es dar forma a lo informe de un mundo desgajado en estructuras semióticas altamente conceptualizadas. Así pues, la expansión del arte que ella propone, intenta amoldarse a los genéticos devenires de unos constructos, los existenciarios de unos “mundos de vida”, fagocitados desde su propia génesis,
Así, la estrategia es postularlo todo sin enseñar nada más que el esqueleto. Si a todo pensamiento le es posible adscribirle una forma, lo que en Wittgenstein vendría a ser primero una proposición y más tarde un determinado juego del lenguaje, Elisabeth Aro trata de hacer lo mismo desde la estética de las formas. Para ella las formas son datos a-proposicionales que conjugan determinados sentimientos y pensamientos. Su arte es de esta manera proyectivo, la percepción que propone es altamente evocadora, y la dialéctica exterior /interior es fragmentada por completo.
Para ello, como decimos, toma los datos del exterior como redes de formas que proponen determinadas topologías evocadoras. Llegar al fondo de ellas puede coincidir con alcanzar el vacío, perderse en sus propuestas coincide con dejarse obnubilar por formas seductoras a veces o tétricamente complejas otras. En una palabra, superficie y profundidad vienen a coincidir y eso, o tranquilice o nos exaspera por completo.




Su propuesta no es nada sencilla y a menudo la dificultad del discurso hace que los árboles no dejen ver el bosque de una manera tan precisa como la que ensayamos aquí. Porque, además de lo hasta aquí dicho, también hay juegos de percepción basados en los finos materiales por ella empleados, también está la incomprensiblemente querida problemática de los objetos a la hora de ocupar un lugar, y la dialéctica público/privado como consecuencia primera del hecho de problematizar las referencias del espacio.
En definitiva un arte, el aquí propuesto, que trata de pescar con unas redes por las que todo se escapa. Pero el truco está ahí mismo: sólo dejándolas vacías, se sabe que las topologías aquí formateadas son capaces de proponerlo todo en su más concisa invisibilidad. Casi cabe apelar a la misma fe de los Apóstoles al ver las redes llenas: o realmente la complejidad está encerrada en las formas topológicas aquí presentadas o es que, ineluctablemente, al mundo le queda ya tan poco que no haya caído en las redes de la banal estetización que, efectivamente, las redes están vacías.

lunes, 21 de diciembre de 2009

LA GRANJA POSTMODERNA: SIMBOLOGÍAS DE SUPERFICIE

SWETLANA HEGER: 'ANIMAL FARM'
GALERÍA CASADO SANTAPAU: 10/12/09-20/01/10
(artículo publicado en 'Revista Claves de Arte: http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20384/Swetlana-Heger-en-la-Galeria-Casado-Santapau
Estando como estamos en plena era post-conceptual, es normal que el arte se comprenda a sí mismo como una producción que trata con la abstracta conceptología heredada de la misma Ilustración que le dio acta de nacimiento. Sujeto, sociedad, historia, son sólo algunos conceptos, los más obvios por otra parte, con los que el arte contemporáneo intenta proponerse como legítima producción, en busca de su tan deseada -al tiempo que frustrada- autonomía.
Pero, cuando el sujeto no es más que el fantasma lacaniano que media entre un significado y un significante que nunca vienen a coincidir, cuando la sociedad camina moribunda debido a un pacto social roto y desmembrado por completo, cuando la Historia no es más que un lodazal de microacontecimientos donde toda arqueología no remite sino a elecciones eminentemente subjetivas donde ningún valor resiste al instante siguiente, el arte, o no tiene nada que decir, o de una vez por todas debe de decirlo todo.
Decirlo todo pero sin decir nada, tirar la piedra para esconder la mano: esa, y no otra, ha sido la praxis artística en los últimos decenios. Cómodamente pertrechado bajo la tesis dialéctica, asumida por Adorno, que comprende el arte como la producción capitalista que “se dirige contra lo que forma su propio concepto”, al arte no le ha costado mucho hacer de la contradicción virtud e insertarse dentro de la producción tardocapitalista como un producir más, festivo a veces, frívolo otras, pero siempre con su prurito de vanagloria a cuestas.
Si, según la Escuela de Frankfurt, la sociedad avanza a golpe de contradicción, al arte le bastaba con rudas herramientas bien aprehendidas para dar buena cuenta de cualquier contradicción por insulsa que esta fuese; si, por el contrario, la sociedad se estrategiza según las premisas de Deleuze, al arte le bastaba con subirse al carro de la libido freudiana para, a golpe de trauma mal resuelto, elevar su voz sin decir nada.
Así las cosas, y como ya hemos dicho, o el arte no hace más que pegarse a la moda que en cada momento toca o, por fin, su destino está a la vuelta de la esquina. Por de pronto, Swetlana Heger (Brno, 1968), parece querer apostar por la segunda opción. En este caso, en la exposición que hasta el día 20 de Enero se puede ver en la Galería Casado Santapau, tomando como eje discursivo una “simple” anécdota, es capaz de poner sobre el tapete toda una serie de lugares poco frecuentados por un arte que quizá esté demasiado feliz mirándose el ombligo.



Y lo logra porque, sólo tomándose la Historia muy en serio (pues toda seriedad nace de la “simpleza”), se es capaz de jugar con ella hasta no convertirla, como parece ser lo “obvio”, en un mero reducto escenográfico sino, con mayor maestría aún, cogernos de la mano y señalarnos ahí justo donde irrumpe el fantasma, donde la narración se fractura y el destino se ríe de sí mismo. Heger parece así querer deslizarse por la sentencia de Marx para quién “toda historia sucede dos veces, una como tragedia y otra como farsa”.
En 1961, y siguiendo los dictados de un Khrushchev que quería poner tierra de por medio entre él y Stalin, la Stalin Allée de Berlin Oriental pasó a llamarse Karl Marx Allé y la enorme estatua en bronce del dictador situada en la misma calle fue retirada. Hasta ahí bien, pero lo que se hubiese quedado en un mero dato documental, en un reportaje más o menos al uso acerca de una historia que cargamos a nuestras espaldas sin saber muy bien qué hacer con ella, se torna de repente en certero dardo envenenado.
Porque, lo que poca gente sabe, es que la estatua de Stalin, la gigantesca mole de bronce retirada por cuestiones ideológicas, fue fundida y distribuida por diferentes parques de Berlín en forma de diferentes animales. Así, la genealogía que propone Heger nace viciada desde el comienzo. No es ya sólo que la Historia camine a golpe de marcha militar y que sean los vencedores quienes la escriban, sino que, en el mero hecho de señalar, de mirar, de hacer subir a la superficie, la Historia se atrofia en una necesidad que nunca coincide con los dogmas que se le suponen.
La exhausta documentación propuesta por Heger pone el dedo en la llaga que otros querían ocultar: que ni a golpe de contradicción ni vía estrategia de corte libidinal. Reasignando significados, recontextualizando acontecimientos, apelando a reciclajes semióticos: así y sólo así es como la sociedad tardomoderna avanza paso a paso. La Historia se ha convertido en nuestro enésimo juguete y de ella disponemos, como nuevo fetiche que es, según capricho. En definitiva, la Historia se ha convertido en un producto cultural más y, como tal, es susceptible de ser modelado y reproducido a elección.
Hasta aquí las premisas de un arte que logra dirigirse a la propia línea de flotamiento. Pero, como era de prever, las consecuencias llegan tan lejos como uno quiera. Porque, al mismo tiempo que la Historia se recodifica simbólicamente, su propio exceso, su tragedia innata, es reducida al mínimo, a un juego amanerado y simplista donde no hay vencedores ni vencidos, donde el buenrollismo es pathos universal y donde nuestro destino queda reducido a un día en el parque con bonitas esculturas de animalitos que contemplar.
Quizá sea eso, que ahí donde nos lleva la mirada de Heger sea a la irrenunciable capacidad del ser humano de tomarse a sí mismo tan en serio y tan dramáticamente como sea necesario. Porque la contradicción está ahí mismo: ¿qué es preferible -llegamos a preguntarnos- un “animal farm” (siguiendo el ineludible guiño a George Orwell en el título de la exposición) como gulag comunista, o un “animal farm” de naderías anti-heroicas y anti-ideológicas, donde nuestra tragedia quizá sea la peor de todas: a saber, que ningún pasado vale tanto como la nada del instante presente, donde todo se desmorona en la idiota contemplación de animalitos hechos de bronce?
Evidentemente la segunda. Pero, ¿porqué hemos perdido tanto en el camino?, ¿porqué para olvidar la tragedia de toda historia (y no olvidemos que nosotros mismos estamos hechos de historias) hemos de apostar por la farsa que Marx predijo? Y, por último, ¿cómo es posible que nos sintamos tan cómodamente adocenados en esta supuesta farsa?

viernes, 11 de diciembre de 2009

HISTORIAS REVISITADAS: EN BUSCA DEL PERSONAJE PERDIDO


DORA GARCÍA:"PIEZAS HABLADAS"
GALERÍA JUANA DE AIZPURU: 27/11/09-10/01/10
(artículo publicasdo en 'Revista Claves de Arte: http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20369/Dora-Garcia-en-la-Galeria-Juana-de-Aizpuru'La exposición que actualmente y hasta el día 10 de Enero se puede ver en la Galería Juana de Aizpuru ahonda en la temática que la artista Dora García (Valladolid, 1965) ha querido hacer suya desde casi sus inicios. Problematizar, por una parte, las relaciones que pudieran existir entre autor, obra y espectador, y, por otra, valerse de las nociones de personaje e historia para, al hilo de determinadas narraciones, hacer saltar la paradoja y la contradicción gracias a un brillante uso de la discursividad imaginaria, han sido, y por lo que parece son aún, los dos ejes sobre los que se asienta una de las artistas de más hondo calado del panorama español.
La obra titulada "Insulto al público, adaptación" (2009) abre la exposición y consiste en el registro sonoro de la presentación en directo de la propia pieza en la pasada edición de la Bienal de Lyon. Una voz en off interpela al público de manera nada condescendiente. La obra apunta a poner en jaque las expectativas que un espectador medio y convencional trae consigo a la hora de entrar en un museo o galería.
No se trata de que la obra trate de afianzarse como el enésimo tour de force a la hora de tratar de espabilar al público, de buscar una interacción que dé sentido a la obra de arte, ni de plantarse burdamente y por la cara en los terrenos de una experiencia estética que, desesperada, sólo logra ser vivida desde el menosprecio, la virulencia y el insulto gratuito.
Y no es así porque Dora García no trabaja desde el exterior del arte sino que, sabiendo que el arte es eminentemente reflexivo, trabaja en los límites de su propia endogamia: la “institución arte”. En este sentido, puede venir al caso la apreciación de Perniola de que el público, el gran público de profanos constituido en la clave del éxito de las operaciones artísticas, queda definido como el propio exceso del arte. Es decir, aquellos que denuestan al arte moderno, son precisamente sobre los que se asienta el actual statu quo de la institución arte. Desactivar por tanto toda expectativa, desanclar las motivaciones personales o de grupo que puedan suponerse como válidas, desconfiar de criterios universales mediante una sátira despectiva tanto hacia el mundo de los profanos como al de doctos conoiseurs, es la manera más precisa de problematizar una institución que, como la del arte, se congratula de tener al enemigo en casa.
En la segunda obra, "¿Dónde van los personajes cuando la novela se acaba?" (2009), un vídeo dual entreteje una ficción que, pese a saberse mentira, es sostenida por los protagonistas. En ellos, dos personajes “reales” dialogan con dos personajes “ficticios”. A medio camino entre la realidad y la ficción, el vídeo aboga más bien por una eliminación de tal oposición al tiempo que evidencia la invisibilidad del concepto de autoría o de artista.


Finalmente el vídeo "El que todo sea diferente no quiere decir que haya cambiado algo: Lenny Bruce en Sydney" (2008) acentúa de manera magistral la idea de “mundo en construcción” de la que Dora García siempre ha hecho gala. Una vez que la Historia se escribe como suma de microaconteceres, que el nudo gordiano de su efectuación dialéctica se ha desvanecido en manos de una pluralidad casi infinita de legitimaciones siempre en movimiento, el arte debe y puede sumarse a esta nueva lógica de lo micro para elaborar, lejos de esa mismidad impuesta desde los órdenes preestablecidos, un ámbito para el surgimiento político y social de lo nuevo.
El 6 de septiembre de 1962, Lenny Bruce saludó al público que había ido a ver su única actuación en Sydney con un “¡qué audiencia tan jodidamente maravillosa!” que fue tomado como un gesto obsceno y que le costaría la inmediata salida del país para no volver jamás. Casi 46 años después, el 19 de Junio de 2008, Dora García da por fin la palabra a Lenny Bruce y consigue que en la Bienal de dicha ciudad tenga lugar la tan esperada actuación.
Inmiscuirse de lleno en la lógica de una historia que se comprende desde la contingencia consiste precisamente en eso: en abrir suturas en lo ya establecido, en llevar a cabo la representación de lo que nunca sucedió.

Como la interpretación que del “Tiempo perdido” de Proust hiciera Deleuze comprendiendo “el tiempo perdido” como aquel nunca efectuado, como la contraefectuación en el pliegue de lo que de verdad sucedió, Dora García propone una historia siempre revisitada, una historia como pluralidad cambiante más que como densa mismidad.
Y es que para la artista vallisoletana no hay dicotomía entre realidad/ficción. Toda la historia es la ficción con que nosotros como personajes, como público protagonista, acudimos a una realidad con el único propósito de lograr aprehenderla. En definitiva, si la realidad es una ficción historiada, el arte ha de comprenderse y ensayarse desde esos mismos parámetros: toda historia es posible porque todos nuestros mundos son construidos como una ficción necesaria y, sobre todo, imaginada.

jueves, 10 de diciembre de 2009

LUGARES PARA UN ARTE NO TAN INÚTIL


CARLOS SCHWARTZ
GALERÍA FÚCARES: 26/11/09-23/01/10

El arte, pese a quien pese, hordas de dogmáticos buscadores de glamour de tinte tecnoexistencial, no viene a ser un método epistemológico, ni educativo, ni tan siquiera vivencial. El arte es un grito, un desgarro, un grito en la arena de la playa más desierta. El arte duele y si no te desangras con él, es que no has entendido absolutamente nada. Pero es que, a fin de cuentas, ni tan siquiera el ‘entender’ tiene razón de ser. Mero fetiche, eso es lo que es. Comprender para dar que hablar y seguir jugando.
El arte se ha hecho tan sutil, tan contradictorio en los términos, que su método no es ya sólo que esté cifrado, sino que apunta hacia un trascender que, él mismo, se apura en disfrazar atiborrado como está de frivolidad.
Si nos atenemos a la historia reciente del arte, el conceptualismo fetichiza ideas igual que el pop fetichiza por la geta, y sin que nadie tenga el desparpajo de rompérsela, la propia obra de arte como mercancía. Y seguimos: lo abyecto fetichiza la diferencia sexual freudiana al igual que el apropiacionismo fetichiza la misma imagen para devolverla re-cargada y re-codificada en un juego tal absurdo como enigmático.
El arte, en definitiva, arrasa con todo lo que se ponga en su camino y sigue tan pancho en este desierto que habitamos. Nada le duele porque lo cierto es que la premisa ilustrada de dar estabilidad a la economía de la representación nació viciada desde un principio. Es decir, nada le duele porque, ni más ni menos, así ‘tenía’ que ser.
Arte como lugar del autoconocimiento del Espíritu Objetivo, estética como praxis desinteresada, como estadio existencial, son alegatos, las más conocidos sin duda, que han ido a parar al páramo aterrador de hoy en día, donde la “pérdida del valor simbólico de la cultura” que se atrevió a entrever Lukács, ha acabado convertido en pathos vertebrador de una sociedad incapaz ya de darse razones.

Hoy, cuando, y siguiendo a Virilio, la velocidad límite de la dromótica del signo ha sido alcanzada, cuando “la reducción semiológica de lo simbólico constituye en puridad el proceso ideólogico” marcado por la postmodernidad (Baudrillard), cuando por tanto, el dar razones para apurar un último sorbo de emancipación coincide en el espejo del fantasma con su reverso más tenebroso (ya dejó apuntado Zizek que un vistazo a lo noúmeno de la libertad vendría a ser como adentrarse en lo más sórdido del infierno), nada simboliza nada ni nada significa nada.
Armados con estas ideas, recalcitrantes casi ya a costa de ser repetidas, la exposición de Carlos Schwart en la galería Fúcares adquiere tintes cercanos a lo chamánico. Escaleras que dan a ninguna parte, escalas que se elevan sin razón alguna, rampas que conducen a ningún lugar, luces que iluminan inútilmente, es la estrategia que ha puesto en marcha aquí el artista para hacerse oír en el desierto de un arte que agoniza de sobrepeso.
Porque, cuando lo obvio es canon estético, cuando el minimal se solapa con el ‘ambience’ más retro y caustico, promover ideas estéticas que se acerquen sin quemarse en la hoguera de lo ordinario, adquiere, como hemos dicho, maneras casi de quiromántico.
Schwartz va al centro del asunto y, pese a las dificultades que supone levantar su discurso, los efectos son demoledores. El sinsentido del sentido, lo ornamental de la nada, la utilidad deconstruida a golpe de vista, todo ello hilado magníficamente con la utilización de neones que distan años luz de los efecto perseguidos por un Eliasonn o un Turrell.

Difícilmente encontrar más extrañamiento en lo ordinario, difícilmente encontrar más autocuestionamiento en la aparente inutilidad. Sus lugares remiten a la luminosidad de lo sagrado en contacto directo con lo matérico, con la ordinario que supone el avanzar, el subir o el escalar. Si, en terminología fenomenológica ‘a lo Heidegger todo objeto debe ser comprendido como “ser a la mano” debido a su carácter de valer para algo, de servir a un fin, las topologías industriales de Schwartz son decapitadas de eso mismo en lo que se asienta la industria: de significado y de utilidad.
Y es que lo sobrecogedor de estas instalaciones es que logran orientarse hacia allí donde el arte parece ya no querer saber nada: si como dijo Ortega “yo soy yo y mis circunstancias”, lo que está claro es que, para el habitante telemático de la postmodernidad, nada hay más dudoso que unas circunstancias, las nuestras, cortadas todas por el mismo patrón del fetiche en que toda mercancía ha de proponerse para ser al menos hecha visible.
Así por tanto, estas obras a medio camino entre la instalación minimalista, el ambience lúdico y el campo escultórico, consiguen que aún hoy el mero hecho de la contemplación nos subyugue hasta el punto de des-orientarnos aún más. Pero, como dijimos antes, ¿no es esa la misión del arte, gritar desorientados y perdidos para lograr siempre una circunstancia nueva, una orientación que nos pierda un poco más? Lo dicho, el arte será aterrador o no será.