lunes, 27 de noviembre de 2017

¡CÁLLATE, DEMÓCRATA! HACIA LA DISTOPÍA DEMOCRÁTICA


Asistimos impertérritos en los últimos tiempos a una repetición de actos obscenos donde a nuestros políticos se les llena la boca de la palabra democracia, sirviéndose de dicho concepto para ningunear y calificar de dogmáticas las posiciones de cuantos contrarios les salgan al paso. En esa repetición maquínica, la palabra en cuestión está a un tris de terminar por no significar nada. Pero, mientras se anda dicho camino, ¿imaginan un tiempo en el que el calificativo de demócrata llegue a ser despectivo?, ¿un tiempo en el que se le pudiese arrojar a uno a la cara “eres un demócrata”, con esas ínsulas que nos gastamos de vez en cuando de igual modo en que ahora, y no sin cierta superioridad, se hace con adjetivos como fascista o facha? Es mucho imaginar, lo sé. Pero visto lo visto estamos cada vez más cerca. ¿O no?

Razones: principalmente dos. En primer lugar el constatar cómo precisamente los calificativos que ahora sirven como insultos fueron en su día encomiables adjetivaciones para quienes creían estar viendo y viviendo su época con la potencia que se requería. Ver esto con perspectiva ayudaría sin duda a curarnos de nuestras dos enfermedades congénitas: una, creernos siempre subidos a la ola de un tiempo superlativo donde han venido a dar todas las contradicciones que durante siglos han ido desarrollándose hasta este precio momento histórico; y dos, reducir todo pasado a una diatriba maniquea, los buenos contra los malos, los amigos contra los enemigos. Desde este punto de vista, es fácil ver muchas de nuestras luchas intestinas como el momento de síntesis en que, por fin, las contradicciones, los polos antagónicos, van a ser superados por un momento de eclosión final –nuestro presente– en el que obviamente van a ganar los buenos: es decir, los nuestros. 

Y en segundo lugar, el hecho palpable y contrastable de que la noción de democracia ha virado notablemente, entrando en una nueva fase de licuado de lo que han sido hasta ahora sus fundamentos. La causa para este tránsito hay que encontrarla en una confusión de bulto: consignar la crisis económica de la última década dentro de los haberes de una democracia que no ha funcionado correctamente o, al menos, cómo se esperaba. Es decir: se han confundido los mecanismos irracionales, violentos y míticos que operan dentro del dispositivo llamado democracia con los desajustes sociales que han venido dados por la crisis. A este respecto, se echa parte de la culpa de la crisis a desarreglos en el seno de la democracia, cuando la democracia es lo que es desde siempre, en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad. Que nos hayamos creídos los cantos de sirena respecto de un sistema político que ocultaba sus formaciones de poder y coacción no es razón para, de buenas a primeras, hacer de la democracia algo que nunca ha sido: algo inocente.


Aclarando más esta segunda característica que nos parece fundamental, este desplazamiento que vemos en el concepto de democracia remite a que ni “demócrata” es ya un adjetivo que cubra por completo y homogéneamente el espectro de lo social ni tampoco “democracia” es un sistema que permita la modulación de dicho espacio a través de un simple “decir sí” o “decir no”. Lo que ha sucedido es que todo lo que atañe a la democracia se ha desplazado para situarse precisamente dentro de la falla de indecibilidad donde, a nivel de simbolización cero, se reparten saberes y competencias. De este modo, democrático se ha convertido en un modulador de antagonismos, un punto bisagra donde la mitad de la ciudadanía le puede espetar a la otra su falta de carácter democrático y, de igual modo y con la misma razón, en sentido opuesto.

Sin ir más lejos, esta comprensión de la democracia como piedra que arrojar al otro viene siendo ya moneda recurrente ante acontecimientos como la elección de Trump, el Brexit o el procés catalán, acontecimientos todos estos donde el calificativo de democrático ha bailado de un lado a otro de la esfera pública, para concluir con un hecho patente: democrático soy yo y antidemocrático todos los que no opinan como yo. Qué poco demócratas los que eligieron a Trump, dicen unos, o que poco democrático quienes se mesan los cabellos, dicen los otros, rompiéndose las entendederas para lograr comprender cómo alguien puede votar a Trump sin percatarse de que, en la libertad y responsabilidad propia, lo más razonable es que cada uno de sus votantes tenga motivos más que suficientes. Y lo mismo sucedió con el Brexit y lo mismo ahora con el procés.

Dicho esto, es bastante obvio que todos funcionamos ya como “pequeños fukuyamas”, encantados de haber encontrado un adjetivo con el que sellar una historia que parece siempre a punto de escapársenos de las manos: si la democracia liberal era según el pensador norteamericano el punto omega del desarrollo histórico, la nueva versión de la democracia es que si la historia nos sigue asaltando con sustos y terrores nocturnos es porque los demás nunca son tan democráticos como nosotros. Democracia 2.0 donde todo lo que acontezca fuera de mis redes sociales me parece un campo minado de anti-demócratas.

Así las cosas, las nuevas luchas sociales tienen todas ellas un denominador común: hacer ver a los demás que somos nosotros no ya solo los más democráticos sino que nuestro sistema –la objetivación institucionalizada de todas nuestras opiniones y creencias– terminará por dar una versión más remozada y óptima de la propia democracia. Es decir, ideología al por mayor: la democracia no es el a priori desde el que emana todo discurso sino que es el a posteriori que se alcanzará en caso de seguir determinadas consignas, vehiculadas todas ellas por los diferentes partidos y grupos políticos enfrentados no ya por ideas sino por soltar el exabrupto que mayor capacidad tenga de poner al otro la pegatina de anti-demócrata. De este modo, y dentro de ese desplazamiento que decimos ha sufrido, la democracia es el nuevo significante-cero, el lugar neutro del que emana una nueva serie de antagonismo: los míos, los demócratas, frente a los otros, los antidemócratas.


Atisbadas con mayor o menor razón estas consideraciones: ¿es difícil delinear un futuro inminente donde, visto que la democracia no puede ser nunca limpiada de sus residuos irracionales y despóticos, lleguen a invertirse las posiciones respecto de ese significante-cero que es ahora la democracia? Más aún, reconvertida como decimos en frontera que separa simbólicamente campos antagónicos, amparada en un toma y daca donde el propio concepto viene gastándose con extrema velocidad, manoseada como ‘pequeño objeto a’ objetivado por tal o cual posicionamiento político, no sabemos cuanto queda para que, ciertamente, al hablar de democracia estemos hablando de otra cosa. Pero, ¿hasta el punto en que se inviertan las posiciones, hasta el límite en el que “democrático” sea un adjetivo despectivo?

Para dar una respuesta correcta –una respuesta que dará cumplida cuenta de nuestra paradójica situación actual– debemos ampliar un poco más nuestras tesis: ¿a qué se debe, en primera instancia, este desplazamiento de la democracia de la totalidad del espacio público a la bisagra fronteriza que reparte antagonismos y, en segunda instancia, esta inversión que pronosticamos del adjetivo ’democrático’ como algo despectivo? Pues ni más ni menos que a la propia democracia, al exceso con que carga, a ese núcleo de violencia con que impone sus tesis.

Y es que se ha confundido la esencia de la democracia: se ha hecho de ella un constructo social asentado en la idea de un contrato original identificándose de modo perverso con una cultura de la paz civil y del consenso –una sublimidad del bien común al servicio de las simplezas del consenso– cuando no es sino una aberración respecto de la forma habitual del poder ejercido de hombres sobre hombres basada en el poder de la sangre y del saber. La democracia se constituye de forma paradójica como el gobierno de aquellos que no tienen ningún título para gobernar, siendo entonces que, como señala Rancière, “la democracia no es una simple forma de gobierno, ni menos una forma de sociedad, sino la separación misma por la cual la política existe en general”. Así entonces la democracia es un exceso, una extravagancia que descansa en la paradoja de que “para que la política exista, es necesario que exista una forma de gobierno que no descanse sobre ninguno de esos títulos para gobernar”.

La democracia, en tanto que a priori para que emerja el juego político que no es otro que el encauzar la causa del otro, alude a la separación de la ciudadanía respecto de sí misma, a la distancia que separa a unos (los señalados como ciudadanos por el propio régimen democrático) de los otros (los que no forman parte de los ciudadanos contados por la democracia). Así, y en definitiva, la democracia no es tanto el sistema que permite decantar opiniones y saberes sino la distancia que la propia esfera pública impone para su vertebración política. ¿Y qué distancia es esta que propone la democracia? La propia de la política consensuada del democratismo: aquella capaz de regular lo que se ha de mantener fuera de la política, la distancia precisa mediante la cual el “otro” está siempre reducido al silencio y que logra que sea imposible mediar cualquier tipo de relación que no sea otra que la de la violencia del consenso. Así pues, bien podría decirse que el consenso es el olvido de esta diferencia y que democracia es sin más el nombre de un reparto de lo sensible que explicita ese olvido.

Bajo estas premisas, haciendo claro ese exceso aberrante de la propia democracia, asignarse el propio título de demócrata no es sino un juego perverso de decir a las claras “el consenso está conmigo”, “es mi saber y mi opinión el que establece la distancia con la que olvidar a ese otro a quien tildo, sin ambages ninguno de antidemócrata”. 

Dicho todo esto, lo que decimos está pasando es que la democracia está sacando a la luz la verdad de su secreto: la verdad de un saber que no está llamado a estructurar el campo social sino a dividirlo en torno a la indecibilidad que la propia democracia crea en el seno de la sociedad. En este sentido, si hasta hace bien poco democráticos eran todos aquellos que pertenecían a la comunidad, ahora la aberración democrática, el virus de su paradoja fundacional, se ha incoado por fin en el seno de la propia comunidad: democrático, como ya hemos dicho, somos nosotros y todos los que quedan a mi distancia mientras que antidemocráticos son todos los demás, aquellos que rompen mi distancia.


En resumidas cuentas, y aunque caigamos también en ese esencialismo histórico que antes hemos denunciado, vivimos tiempos sumamente interesantes: un tiempo donde se está aclarando que cuando se lanzan de uno y otro lado de la frontera simbólica acusaciones de antidemocratismo, se está hablando de algo que excede a la propia democracia –de hecho es su propio exceso. Quedará por ver, y eso es lo interesante, quién y de qué manera nos guía en pos de ese exceso, de canalizarlo y darle forma. Posibilidades hay, cuando menos, dos: o, por una parte, formaciones que sigan las tesis de una verdad que descubrir o una esencia que alcanzar, formaciones que a pesar de la emancipación que aletearía en sus discursos son emanaciones de los totalitarismos que han sazonado nuestra historia reciente o, por otra parte, políticas que sepan jugar con esta diferencia, con ese olvido que la propia democracia permite de unos respectos de otros, políticas que incorporen en su mecanismo la paradoja que la propia democracia pone cada vez más ante nuestros ojos: que la política es en sí misma el ejercicio de vehicular una diferencia, de crear un antagonismo, de bascular una distancia con la que decir ‘amigos’ y ‘enemigos’, y que, por tanto, sepa que todo consenso no está larvado sino en un efecto ideológico, en la imposición de una determinada distancia.

Llegados a este punto solo podemos concluir de modo un tanto pesimista: por de pronto la historia de las próximas décadas no será demasiada alentadora ya que la ideología trabaja para que esa distancia no sea vista más que bajo la máscara simbólica. Yo pertenezco a la comunidad en tanto que caigo bajo el paraguas de una distancia, en tanto que soy inscrito como un “uno” que cuenta y suma para la producción de un determinado consenso, siéndome imposible observar tal distancia en tanto que indecibilidad antagónica. Es decir, aunque la democracia permite que se sepa la verdad de su secreto –que su lógica de los consensos es algo violeto e ideológico– no podemos usar tal saber para operar un desplazamiento capaz de acoger a cuantos más otros mejor ya que no accedemos a dicha distancia más que simbólicamente. Al final, y bajo esta tesitura, lo que nos toca es estar atentos a nuestro futuro inminente: el campo social será radical y paradójicamente democrático cuando el sistema sea por completo antidemocrático. O, lo que es lo mismo y como decía Baudrillard, “algún día, lo social quedará perfectamente realizado y habrá sólo excluidos”.

Dicho lo cual solo nos cabe responder con un no a la pregunta que nos ha permitido llegar hasta aquí: nunca “demócrata” será un insulto pese a que bajo su imperio se fraccione y rompa la esfera pública en una infinidad de antagonismos. Y nunca lo será porque aunque cada vez será más clara la verdad impositiva de la democracia, pese a que cada vez será más claro que la distancia que propicia el consenso es de un calado aberrantemente ideológico, nunca estamos ni estaremos en condiciones de ver nuestro saber –nuestra distancia– como algo ideológicamente producido, cómo algo que surge como efecto de nuestra propia inscripción yoica en el seno de la comunidad. Si el fascismo sí que permitía que se vieran las costuras al sistema, que se supiera de forma directa la exclusión que se producía con los “otros”, la democracia perfecciona todo esto para que no se comprenda, para que cada uno se aferre a una verdad cada vez más ideológicamente sobrevenida: demócrata soy yo.

Y así será hasta que la fracción de la sociedad tienda a atomizarla por completo, donde en el límite solo operen un conjunto de mónadas que se juntan y separan a intervalos mínimos, formando comunidades centrifugadas en la instantaneidad de un saber, el de la propia democracia, que fluirá por todo el entramado social. Así será hasta que la democracia sea implantada globalmente. ¿Suena demasiado distópico?

viernes, 17 de noviembre de 2017

DUCHAMP Y DALÍ EN LONDRES: ASOMARSE A LA VITRINA

 
DALÍ/DUCHAMP
ROYAL ACADEMY OF ARTS (LONDRES): 07/10/17-03/01/2018

La Royal Academy of Arts de Londres propone para este otoño una exposición donde poder rastrear los lugares que, desde la radical diferencia, puedan auspiciar algún tipo de contacto entre Duchamp y Dalí para así comprender mejor la obra de dichos artistas. Situándose en Cadaqués como centro neurálgico, la exposición disecciona el entroncamiento de ambos genios a través de cuatro bloques temáticos: el cuestionamiento de la pintura, el erotismo, la ciencia y el ajedrez. Pero de esta exposición -–una vez se celebre el poder contemplar los principales readymades, la reconstrucción del Gran Vidrio a cargo de Richard Hamilton o el material preparatorio para Étant Donnés-– no hay mucho más que decir desde que fue tumbada sin misericordia ninguna por Pedro Alberto Cruz en su estupenda crítica
            Pero en cualquier modo la exposición, aún con sus puntos oscuros, nos ha dejado una instantánea a la que merece prestar atención: una vitrina compartida por dos obras icónicas del siglo XX, la Fuente (1917) de Duchamp y el Teléfono afrodisíaco blanco (1936) de Dalí. Mucho se podría escribir acerca de tan estrambótica conjugación y mucho que decir acerca de la propia historia del arte contemporáneo. En este sentido, nosotros queremos hacernos eco de esta quien sabe si histórica confabulación para dar cuenta de un error de bulto que ha preñado de inconsistencias la reciente historia del arte.
Y es que vistos a los ojos profanos de hoy –y no tan profanos pues hay toda una línea canónica de interpretación estética– tales objetos remiten a problematizar esa frontera que separa el ámbito del arte de lo que no es arte. Así, hay toda una hagiografía en torno a ambos artistas como encumbrados anacoretas llamados a derribar el arte como ámbito privilegiado. Y eso, estando en una época de dilapidación y de una pretendida superación que nunca llega, es visto como un intento anarquista con capacidad suficiente para quedarse grabado en nuestra retina como una bomba llamada a sembrar de escombros ese arte burgués y academicista que, se nos dice, era el de antaño.
Sin embargo, dicha interpretación es bastante deficiente si nos paramos a pensar tan solo un instante: ¿qué logros son los suyos si cien años después estamos esperando aún a que las fronteras terminen por derribarse?, ¿qué méritos los suyos si, a más a más, el arte ha formado pinza con el capitalismo para reconvertirse en dispositivo ideológico de primer orden, operando en ese frente invencible que forma con el ocio y el turismo?, ¿qué méritos, en definitiva, los suyos, los de Duchamp y Dalí, si la estética se ha convertido en ideología estética?
            Pero por fácil que sea esta ecuación que nunca termina de despejar bien la "x" entre los méritos logrados, la interpretación canónica suministrada y los pocos efectos que parece haber tenido en el mundo del arte, se entiende que lo propio sea dar la callada por respuesta y seguir adorando en sus vitrinas mausolíticas al urinario y al teléfono langosta como bombas de relojerías cuya explosión, a decir verdad, nunca se ha oído. En este sentido, ver compartiendo vitrina a ambas bombas de relojería debería sumirnos en una profunda melancolía y en una descorazonadora desolación.
            Antes de ofrecer una interpretación menos idealista e historicista de ambas obras de arte, y con el fin de elaborar un fondo de contraste que permita vislumbrar lo erróneo de esa canonicidad de la interpretación, digamos que para ahogar el enorme silencio que han causado dichas explosiones, la teoría estética al uso se ha empleado a fondo. Sin querer ser exhaustivos bien podemos dar algunos nombres. Por ejemplo hay quien, como Peter Burger, no se han dado cuenta del error interpretativo. Así, para él la Historia debe de ser entendida desde un historicismo en el que primen las relaciones de causa/efecto y de antes/después de modo que, sin menoscabo alguno, apuntó en su día que las neovanguardias no son sino una absurda repetición de lo que ya aconteció, e incluso, todavía peor, una etapa artística que al reincidir caprichosamente en lo ya producido, convierte lo antiestético en estético y lo transgresor en institucional. O sea, la vanguardia es un movimiento histórico-artístico que como cualquier otro momento está desconectado de su anterioridad y su posteridad.
Y aunque lo peregrino de tales argumentaciones –argumentaciones que, ya voy avisando, anulan el potencial heterocrónico que se ha demostrado es el mayor empuje de criticidad que posee el arte contemporáneo– puedan sorprender, sin embargo fundamentaciones parecidas a esta han copado buena parte de la teoría estética. Porque, ¿no es la teoría de Danto del “arte después de la historia de arte” un atajo para llegar a un punto parecido? Para él, en la historia del arte si hay relaciones de anacronismo y diferimiento; pero si se ha llegado al fin de una determinada narración de la historia del arte es porque, por fin, con Warhol y sus famosas Cajas Brillo, ese exceso de temporalidad es reducida a cero, anulada merced a una interpretación donde ésta encarna perfectamente el significado de la obra.
 
 
Dicho de otra manera, Danto continúa la tarea de interpretación necesaria para que no se vea lo poco efectiva –en términos de derrumbe de instituciones y demás sandeces– que fueron obras como el urinario y la langosta.Nótese, en este punto, un doble juego de esta matriz interpretativa: si por un lado confunden los propósitos de la Fuente, por otro lado, no se deja de producir teoría con el fin de que no se vea la insuficiencia de dicha interpretación matriz. Es decir: para que no se vea el hecho palpable y constatable de que la Fuente no ha roto nada. Es en este sentido en el que Danto fue un genio: dispuso la teoría perfecta para que, sin romper nada, la importancia supuesta de fuentes, langostas y demás no fuese baladí. ¿Qué cómo lo logra? Muy sencillo. Si Duchamp y Dalí abren el ámbito del arte a un desplazamiento de fronteras basado en último término –y según la interpretación más canónica– en la disolución del buen gusto, Warhol da el portazo definitivo al sellar a cal y canto la historia del arte al convertir el ámbito artístico en el lugar donde se pregunta autoreflexivamente por la esencia de sus propias obras. Semejante concepción se basa en que con las Brillo Box la interpretación de porqué algo es arte modula el propio espectro de lo que es arte: es decir, la propia obra enarbola una interpretación, que con un decisionismo determinista, desplaza, cómo debe de ser, cómo señala la propia interpretación crítica dela obra –pues no olvidemos que para Danto la interpretación es siempre la interpretación correcta–, las fronteras del arte.
Haciendo de la obra de Warhol la secuela necesaria de las coordenadas ya establecidas por la pareja de enfants terribles del arte contemporáneo, Danto logra dar con la tecla: toda la historia del arte moderno avanza a golpe de despliegue hegeliano hasta convertir la pregunta de porqué algo es arte en una pregunta ontológica: pregunta no ya acerca de en virtud de qué algo es arte, sino porqué dos cosas que son iguales una es arte y la otra no.Una pregunta que, como paradigma de todo lo real es racional, consigue que la propia existencia de la obra de arte involucre a su propio concepto.
            Y en el fondo de esta pequeñísima recesión del pensamiento de Danto, ¿qué late? La misma o parecida cronología de Burger, aquella que avanza simple y llanamente, sin problematizarse en exceso, hacia adelante, desplegándose en este caso de interpretación en interpretación hasta que el arte consigue cerrarse sobre sí mismo y dar así carpetazo a cierta narración del arte. Concretamente, lo que le sucede a Danto es que, en tanto que filósofo analítico, comprende la historia como una sucesión de interpretaciones: y si con Warhol la historia del arte se detiene es porque no hay interpretación que haga continuar la historia del arte. Así, más que un final del arte, lo que se estipula es una parada, una detención en la propia historia del arte: la Caja de Brillo estipula ella misma su propio relato, encarna su propio significado. El esse de la obra es su interpretación y ésta, repetimos, si de verdad estamos hablando de obra de arte y de interpretación, no puede estar equivocada.
Y en parte tiene razón Danto: pudiera haber un momento histórico en el que no haya narración para una determinada historia del arte al hilo de una interpretación del inmediato pasado. Pero lo que se lo olvidó a nuestro filósofo fue pensar en que esa lógica de las interpretaciones, en lugar de ir sólo hacia adelante –con la novedad como alegato ideológico de la propia Modernidad–, también pudieran ir hacia atrás. Pero, claro está, un hacia atrás que no fuese su mera inversión y se contente con bucear hasta los orígenes sino que fuese capaz de dialectizar las diferentes temporalidades.
Pero este encomio hacia una temporalidad asentada en la cronología marcada por una Historia lineal y progresiva tenía ya, a mediados de los setenta, los días contados. Justo hasta que la Postmodernidad logró decir lo que ya se sabía: que el Emperador estaba desnudo. Es decir: que la temporalidad desplegada en los bordes de la propia razón moderna no remitía sino a la imposición de una historia dogmática y violenta. Dicho de otra manera, y en lo que al arte toca, que el lugar propio de la estética no sería tanto ir de la mano con la propia historia sino ayudar a barrerla a contrapelo: ayudar a mostrar sus recurrentes y traumáticos olvidos, ayudar a narrar lo que quedó ahogado por la propia historia pero que también forma parte de ella –el acontecimiento en tanto que síntoma. Tirando del hilo de esta situación paradójica se vino a dar con una verdad que del estremecimiento causado provocó la propia cerrazón del arte sobre sus pilares más seguros: la idioticia, encarnada en artistas como, por ejemplo, Julian Schnabel y todo su séquito. Pero, dejando este sonrojo de lado, ¿qué verdad era –y es– esa?: que el arte había servido en gran medida para limpiar a la historia de su propia barbarie; que no había hecho sino allanar el paso para que el reino de la identidad ideológica se instaure entre nosotros, que el arte había llevado a cabo su propio olvido: el de señalar a un horizonte de emancipación, ahí donde la vida destelle.
En esta tesitura se comprende por fin que la historia del arte, si no quiere continuar presa del tiempo impostasiado de un supuesto progreso, tenía que ser capaz de retorcer su propia temporalidad, revertirla, alterarla. En una palabra: temporalizar dialécticamente todos sus momentos y todas sus direcciones. Es el momento, por ejemplo, en el que entra en acción la concepción sostenida por Hal Foster, quien aboga por una relación basada en la acción diferida. Lo que hace es instaurar en la historia del arte una temporalidad psíquica de manera que un acontecimiento únicamente lo registra otro que lo recodifica. La justificación de esto es que la Historia puede ser vista como un sujeto y que el sujeto propio de la modernidad no es otro que el sujeto freudiano. Así, al igual que el sujeto nunca está construido del todo sino que está estructurado mediante reconstrucciones traumáticas, así igualmente debe ser entendida la Historia.
Pero es, sobre todo, el momento en el que la figura majestuosa –casi diría que mesiánica– de Walter Benjamin es entronizada como teórico de cabecera de toda una época. Y es el momento en el que, también por fin, podemos irnos deshaciendo de interpretaciones caducas e ideológicas que dan cuenta de una historia del arte como encomiable esfuerzo progresivo hacia, se nos dice con una geta mayúscula, desplazar o dilapidar sus propias fronteras.    
 
 
            Y es que no y mil veces no. Ni el urinario ni el teléfono langosta se deben contemplar como rescoldos de un pasado cosificado y arruinado en su propia “vitrinología” sino como sondas del futuro. Ni el urinario ni el teléfono langosta se deben contemplar desde el altozano que da el saberse punta de lanza de la propia historia sino desde toda una escritura del sentido que está aún por-venir. Y es que, como decimos, ni el urinario ni el teléfono langosta están ahí como monolitos de una historia del arte fraguada en esa monserga sumamente adoctrinada del ir poco a poco licuando las propias fronteras del arte, para continuar haciendo patente que en último término algo es arte porque la propia institución arte lo dice. Es decir: no están para mostrar el lado perfectamente visible –traumático e ideológico– del arte. Esa es, sin duda, una pista. Pero, en todo caso, la pista falsa.
            No son monumentos erigidos al pasado sino al futuro: son restos de un futuro del que vamos continuamente encontrando las claves, leyéndolas como si de un manual de instrucciones se tratase. Y es que cada lectura o interpretación no alude a un cierre epistémico de la propia historia del arte sino a una apertura donde se tejen y destejen temporalidades, donde el sentido queda pospuesto y en intermitencia, como promesa de un por-venir que hay que rescribir.
Así las cosas, la senda que construimos en esta lógica de la interpretación no nos lleva solamente a un pasado, a la rememoración del porqué y el cuándo de ambas obras sino que despeja el camino para que el futuro aparezca ante nuestros ojos, ante nuestra mirada. No solo venimos, por tanto, del pasado sino que también venimos del futuro. Somos arqueólogos de una memoria ya sida. Deambulamos por los restos de un mundo del cual pueden leerse, como en lo posos del café, todo un futuro en expansión. Inauguramos, así, la inversión dialéctica de toda una lógica causal de la que hemos sido, durante, milenios, presos encadenados a un teatro de sombras.
Iniciamos, a cada paso, una arqueología que no se contenta con un recolectar cosas del pasado sino que más bien presta atención al hecho de exhumar, de remover la tierra, de abrir y hacer visible. El urinario y el teléfono langosta no son acertijos para advenedizos. No son un encaje de bolillos permitido únicamente en un arte comprendido como estado de excepción de una historia que avanza a golpe de corneta. El urinario y el teléfono langosta marcan el terreno, lo signan. Remueven bajo sus pies todos los escombros de nuestra época más reciente para emerger como sonda expansiva con la que poder reconstruir todo nuestro futuro. Son dispositivos dialécticos capaces de rememorar y remontar lo ya sido.
Pero, ¿y de qué futuro nos hablan? Benjamin apuntaba que “la máquina histórica de las imágenes no indica solamente que pertenecen a una época determinada; indica sobre todo que sólo llegan a la legibilidad en una época determinada”. Cada Ahora, continúa, está formado por las imágenes que han conseguido legibilidad en el presente. Cada Ahora es un instante de dialéctica detenido. Si esto es así, es claro que lo que en la “obra duchampiana se hace explícito es, precisamente, dice Brea, su autoconciencia de tal ilegibilidad. Lo que en ella está inscrito es, precisamente, que ‘es ilegible’, que su contenido permanecerá siempre secreto, indescifrable”. En suma: que no ha llegado su Ahora; que el Ahora de este instante no es pleno sino que quedan promesas por cumplirse. Pensado de este modo, el arte no es encarnación de un tiempo cumplido sino agujereamiento de esa supuesta espesura y tamiz que se nos dice es la historia.
Y tres cuartos de lo mismo puede decirse de la obra daliniana: el choque en la ensoñación del despertar, de ese momento bisagra de la vigilia y el sueño, ahí donde emergen las imágenes dialécticas. ¿Hace falta consignar los escritos de Benjamin sobre el surrealismo? Quizá sí, pero quedémonos con que “la ambigüedad es la imagen visible de la dialéctica“, una conjunción fulgurante que constituye toda la belleza de la imagen y que también le confiere todo su valor crítico. Un choque que quiebra la falsa asunción de totalidad y que, en palabras de Didi-Huberman, “aparecerá al principio como un lapsus o como lo ‘inexpresable’ que no será siempre pero que durante un instante, forzará al orden del discurso al silencio del aura”.
Ilegibilidad, por tanto, de un tiempo que se niega a comparecer, que señala tanto su ya-sido como su todavía-no. Ilegibilidad como peldaños de una escalera que baja hacia el pasado y sube hacia el futuro, que desencombra los restos del naufragio que es cada pasado y que señala el emplazamiento en donde el futuro signa su promesa. Peldaños, hemos dicho, de una legibilidad suspensiva. Y es que la legibilidad de la imagen dialéctica es un momento de la dialéctica de la imagen: es decir, toda imagen dialéctica es susceptible de generar un intento de lectura crítica de su propio presente, de trazar un connato de intersección entre el Ahora y el presente, de acoger la posibilidad de su perfecta legibilidad. Y, al mismo tiempo, cada intento de legibilidad produce además una imagen dialéctica, cada intento abre el sentido de la propia imagen a una lectura más: cada imagen es alegoría de su propia lectura. Porque si no contamos con la legibilidad, sí que contamos al menos con el ‘como si’, con la promesa, también dialéctica, de ir desbrozando el futuro, de ir rememorando el pasado.
Y es, para ir acabando, en este doble juego de ascenso y descenso, de mixtificación heterocrónica de temporalidades, donde radica la importancia y genialidad del urinario y del teléfono langosta: en que ni en un sentido ni en otro, ni en su buceo en el pasado ni en su sondeamiento del futuro, se permiten hacer pie ni en la ideología de la novedad ni en ese leitmotiv que como ritornello viene a visitarnos cada poco y que toma forma en la pretensión de una vuelta a las fuentes, a un origen que no es sino una impostura fetichista. Por el contrario, el urinario y el teléfono langosta parten de aunar y reconocer en una sola imagen el sesgo moderno y el sesgo mítico que coincide en cada presente, una impronta que aunque remitiéndose a ese espacio de autolegitimidad que emana del ámbito artístico reconoce un plus de mitología y un resto de irracionalidad para, desde ahí, proponer una superación, una legibilidad abierta al por-venir
Ni modernas ni arcaicas, “ni –volviendo a Didi-Huberman– devoción positivista por el objeto, ni nostalgia metafísica del suelo inmemorial, el pensamiento dialéctico ya no procurará reproducir el pasado, representarlo: lo producirá de una vez, emitiendo una imagen como una tirada de dados”. Y ello pese a que, habría que decir, no cabe cualquier tirada de dados. Y eso aunque pudiera parecerlo –¿un teléfono con una langosta?, ¿un urinario?–. Pero tras esta simpleza hay toda una lógica del sentido que explora lo anacrónico de toda formulación historicista. Tirada de dados o una jugada de ajedrez. Y es que el ajedrez no es un simple divertimento de diletantes: es el laboratorio de ideas, la recámara donde formular, a través de una serialidad siempre igual de movimientos, las diferencias exponenciales donde resta siempre un vacío, un hueco, la reminiscencia de una jugada ganadora que nunca termina de acaecer.
Sondas, en definitiva, que se inmiscuyen en el Futuro y en el Pasado para provocar un fogonazo, un lapsus instantáneo donde la sutura ontológica que sella nuestro presente depontenciado desgarre mínimamente las costuras. Y sin duda que ahora no lo vemos: ahora vemos, quien sabe, si un simple urinario o un simple teléfono con una langosta. Pero la propia mirada debe adentrase en la espesura de lo que no vemos, la propia mirada debe dialectizarse sin dejarse atrapar por la tautología de “lo que se ve es lo que hay” ni en la creencia de una verdad bajo las apariencias, de un significado velado que la mirada se encarga de desvelar.
No son objetos encontrados. Tampoco son objetos perdidos. Son objetos en busca de su propia temporalidad, de su propia mirada. Son catalizadores temporales, interruptores de una síntesis desconectada, objetos que nos miran inquietando nuestro propio mirar, nuestra propia lógica educada en la presencia de todo sentido y de todo traer ante la mirada. Porque, ¿cuándo la Fuente dejará de manar interpretaciones?, ¿cuándo la llamada con el teléfono-langosta dejará de dar comunicando?
                Así las cosas, claro que la Fuente y el Teléfono afrodisíaco blanco modulan las fronteras del arte llevándolas a una indecibilidad acerca de lo que es y lo que no-es arte. Pero ello no lo hacen erigidos en el prurito de sentido con que cada época se dota a sí misma sino desde posiciones radicalmente opuestas. Lo hacen dejando desangrar todo significado pleno que de ambos objetos pudiera inferirse, lo hacen como sensores de impotencias y fracasos, lo hacen como máquina de diseminación, lo hacen como apertura a una circulación pública de saberes y competencias, lo hacen rastreando un sentido interrumpido.
Claro está que el arte prefiere silenciar todo esto, reunir ambas piezas en una vitrina, aprenderse de memoria un relato y darle todo el bombo y platillo que haga falta para que no se vean las fisuras, para que no se vea que la narración está aún por escribirse, que la llamada está aún por localizar un receptor adecuado, que no hay mirada capaz de mirarlas verdaderamente.