lunes, 28 de mayo de 2012

SERGIO BELINCHÓN: DEL CINE COMO IMPOSIBLE ARTÍSTICO


SERGIO BELINCHÓN: TAKE 1
GALERÍA LA CAJA NEGRA: 05/05/12-16/06/12
 
          Quizá, y es una verdad a gritos, al cine se le tenía para más altas cotas. Si, y por poner un ejemplo bastante útil, la fotografía consiguió reconvertirse en práctica artística cuando por fin –de la mano de gente como Paul Strand- independizó su mirada de ese plegarse siempre al dictado de la representación pictórica, el cine, se mire por donde se mire, no ha sabido evadirse de esa vena representacional de la que hace gala. Vamos, ni ha sabido ni, al parecer, sabe.

Razones para tal desajuste hay muchos. Pero el que una producción capaz de desvincular de manera patente la lógica causal de los hechos y enfrentarla con una ficción capaz como ninguna de desajustar miradas y narraciones, haya desatendido tan claramente su destinación artística es una materia digna de un pormenorizado estudio.

Brevemente, Rancière –uno de los filósofos que más novedosamente se ha ocupado de estos temas- apunta que el cine es víctima de su propia fábula: si por una parte el cine valora la imagen como pura presencia sensible e inmediata que se impone a sí misma, por otro lado también apunta a la garantía ineludible de las lógicas de la representación y de la lógica causal. En la relación palabra e imagen sobre la superficie de representación que ha ido moldeando, según Rancière, el significado y destino de lo que en cada época a querido decir la palabra estética, el cine tiene el poder –desconocido hasta entonces- de enseñar lo que las palabras esconden. Pero por el contrario, en vez de ir estar encaminado a la liberación total de las formas, de quedar asociado sin parangón a una estética de la ruptura y el disenso, esta capacidad de desenmascaramiento y mostración de las palabras tiene lugar merced a una sumisión del movimiento –maquinal y maquínico- del movimiento de las imágenes a formas de encadenamiento narrativo y causal. En definitiva, y cómo él mismo dice, “una fábula contrariada”: el principio de suspensión de la acción como motor discursivo –motor que anima el régimen estético del arte- es contrario a la especificidad misma del cine como arte de la acción.


Quedando entonces para esfuerzos menores, lo que sí que ha sabido hacer –de manos, todo hay que decirlo, de su hermano pequeño, el video- es servir como ninguna otra práctica a eso tan ilustrado de la autoreflexión del medio. Y es que, si el medio –como decía McLuhan- es el mensaje, la práctica videográfica ha accedido a los primeros puestos del ranking del arte de manos de su capacidad para deconstruir el propio mensaje cinematográfico y, más ampliamente, los procesos de generación y difusión de la imagen.

Y es que el video, en esa inmediatez ontológica que proporciona, en esa aniquilación radical de la temporalidad latente que anida en su superficie topológica que hace coincidir imagen y tiempo, resulta de lo más contundente a la hora de proponer nuevas narraciones, nuevos procederes para desenmascarar los procesos ocultos al propio sistema de representación. Por ejemplo, y sin ningún interés exhaustivo, Rodney Graham y su exploración mediante el loop del carácter de narración del videoarte; Dan Graham enfatizando los procesos de sincronización de miradas entre el espectador y lo dado a ver; Douglas Gordon y los resortes perceptivos asimilados por una idea determinada de narración y de temporalidad; Jean-Luc Godard y la plausibilidad –fragmentaria y deconstruida- de une autre histoire du cinema; Tacita Dean y la necesidad de recoger potencialidades de lo obsoleto del propio carácter analógico de la película cinematográfica; etc, etc.

Situándonos en este terreno resbaladizo donde ha ido a hacerse fuerte el cine, ahí donde tan pronto es pasto de las más perfectas industrias del show-business cómo da un paso al frente en su capacidad para proporcionar un desencuentro de miradas y lógicas perceptivas, Sergio Belinchón es uno de los artistas españoles que más prometedoramente han dado muestras de interés en esto de desenmascarar los procesos de construcción de la lógica de la narración a partir de imágenes.

Por ejemplo en una de sus piezas se apropia de la película “El bueno, el feo y el malo” de Sergio Leone para, a partir de ella, y con el simple gesto de eliminar toda huella de personaje humano de la cinta, subvertir las relaciones de miradas entre espectador y director, y desenmascarar como éste último realiza un ejercicio eminentemente ideológico al teledirigir en todo momento la mirada del espectador.

Si en esta obra la estrategia elegida es el apropiacionismo de una obra ya completa y conocida, para la pieza que ahora presenta en la Galería La Caja Negra utiliza una estrategia parecida pero con resultados ampliamente diferentes: utilizando found footage, material ya utilizado y generalmente desechado, Belinchón trata en esta oportunidad de hacer patente las relaciones realidad/ficción sobre las que se levanta todo trabajo artístico de ficción.


Para ello, Belinchón utiliza rollos de Super8 comprados en un mercadillo de Berlín que contenían una película-documental sobre el día a día en una fábrica de AEG en los años 70. Su intervención se reduce a disponer únicamente la primera toma de cada escena y a mantener –en las fotografías que de la pieza se exhiben- el golpe de claqueta.

El resultado funciona entonces como una reflexión acerca del ejercicio propio de la representación, del proceso de trabajo y su relación con la mentira, con el error, con el repetir una y otra vez la mímica gestual de lo esperado en cada una de las tomas. En este sentido, la pieza toca puntos neuronales de la problemática que anima al cine: si la fotografía –como ya más arriba hemos indicado- pudo llamarse arte cuando se independizó de su querencia mímica y representacional, el cine trata de hacerlo en balde debido a esa dualidad –casi pulsional y latente- que lo estructura: si bien las imágenes desenmascaran al discurso, su acto de desenmascarar está dirigido mecánicamente –y causalmente- por el ojo-máquina del director.

Es decir, dicho con otras palabras, el cine no asegura una articulación plena entre las ideas, la puesta del discurso y los cuerpos representados. Siempre existe una apariencia, un exceso de representación, una necesidad de plegarse a los dictados de la acción.

En definitiva –y esta es una cosa que ningún crítico ha sabido ver, cosas de la vida- la obra de Belinchón se asienta en el mismo nexo paradójico del arte del cine, aquel que le remite a un equilibrio entre dos poéticas contradictorias: una poética de la representación con una acción y personajes implicados de una determinada manera, y una poética de la ruptura, de la desligazón, de la puesta en suspenso y de la fragmentación posibilitada por esa superioridad de la imagen frente a la palabra.

En pocas palabras, Belinchón refuerza la idea de que al cine nunca podrá ser considerado arte a no ser que quede reducido a mecánica de reflexión de las lógicas de representación y producción de las imágenes. Nunca podrá enfrentarse directamente con la realidad ya que siempre ha de existir una mediación entre las lógicas de las historias y las lógicas ficcionales.

A esto llamamos indecibilidad del arte, a su punto de no-identidad, de diferencia del concepto de arte consigo mismo, a comprender que el arte –como al razón- tiene su génesis en el hecho de fugarse de sí mismo.

jueves, 24 de mayo de 2012

DEL TIEMPO: SIN PRINCIPIO NI FIN


O COMEÇO DO FIN
GALERÍA EVA RUÍZ: hasta 31/05/12
La mayor virtud de esta exposición, la que dentro del evento Jugada a tres bandas nos ofrece la Galería Eva Ruíz, es que además de ser muy buena exposición es, según a mi me lo parece, de todo punto pertinente. Claro está que ser pertinente o no es algo muy parecido a no decir nada, pero si nos explicamos un poco, si buscamos las razones de este ‘parecer’, seguro la cosa queda más que clara.

Y es que las confusiones están tan al cabo de la calle, son tan procelosas los ejemplos de un arte melifluo y sin sustancia alguna, que esta exposición nos brinda la oportunidad de desenmascarar la verdad más verdadera del arte: ir al encuentro del tiempo, toparse con su más oculta posibilidad y hacer que implosione en la lógica de los hechos a la que, solo aparentemente, sirve.

¿Raro? Sí, quizás. Porque uno está más familiarizado con un arte endomingado con la flema revolucionaria, con el grito viscoso del que toma las partes por el todo y todavía está atrapado en las lógicas de la redención. Eso o todo lo contrario: un arte de pose y boato, de incineración turística, llamado a formar parte del ya más que incipiente capitalismo cultural –aquel que tiene en la forma artística el nudo gordiano de la narcolépsica generalizada.

Esta presente exposición, comisariada por David Armengol, tiene como leitmotiv principal el momento de indecibilidad en el cual el acontecimiento está a punto de suceder, de –así como quien dice- escapársenos de las manos. Es ese momento, instante antes, en que la esperanza se mezcla con la predicción, y la anticipación pareciera ser el juego nuestro de todos los días.

A partir de tan leve propuesta, los vericuetos hacia donde nos lanza esta exposición tocan redes neuronales de esto llamado arte. Y si, como es el caso de este amable blog, los intereses en la labor de crítica abordan problemas estético-filosóficos, las conexiones se multiplican casi por mil.

Y es que, para decirlo con la máxima brevedad posible, en una época en que el ser es devenir puro, las estrategias estéticas han de procurar hacer dinamitar el reino de lo hipervisible, reino sobre el que se ha erigido el complejo entramado productivo-libidinal sobre el que se asienta el triunfo aplastante del capital. Tiempo, capital y subjetividad, han quedado desde Aristóteles vinculado a priorizar la presencia, el tiempo-presente y, con ello, a hacer de la representación el eje discursivo principal a partir de cual distribuir poderes.


Si lo único pensable hasta hace bien poco es el “ahora” –ejemplificado en esa querencia a la presencia, al reposo, y, en definitiva, a la representación-, lo que se hace irrecusable para cualquier forma artística es situarse no ya en el espacio intersticial que separa cada corte de tiempo en una infinitud de ‘ahoras’, sino que más bien lo que ha de pretenderse es acoplarse con el movimiento de lo irrepresentable: ese trabajo del pensamiento que se sitúa en el mismo tránsito, en el mismo devenir de un sentido que siempre es simultáneo en dos direcciones, una que va y otra que viene.

“Alicia crece”, decía Deleuze. No va de un punto a otro, no remite ya a un movimiento aristotélico del antes y el después. Más bien se trata de la simultaneidad de un devenir cuya propiedad es esquivar el presente y que, en la medida en que lo logra, el devenir no soporta la separación ni la distinción entre el antes y el después. Resumiendo: “Alicia se está haciendo al mismo tiempo más grande de lo que era y más pequeña de lo que llegará a ser”. El sentido como bifurcación, como instantaneidad de un presente sin profundidad.

Y la dificultad entonces comienza justo ahora: porque, ¿cómo ‘representar’ esta lógica de lo impensable, cómo hacer representable este momento situado no ya en el tiempo presente sino en un tiempo-superficial, que no quede circunscrito al abismo insondable del pasado y el futuro? Y es que problema es siempre el mismo: el del paso, el del movimiento: ¿cómo pasar de A a B?, ¿cómo comenzar el movimiento?, ¿cómo empezar a andar?

Si antes hemos dicho entonces que esta exposición nos parece pertinente es precisamente porque lo que pretende –situarse en ese ‘otro’ tiempo- es aquello que pareciera haber sido olvidado las más de las veces por la propia práctica artística. Inundados como estamos de un arte que no hace más que seguirle el juego a la realidad –por muy gallito que se ponga a la hora de autodesignarse como político-, carcomidos por estrategias panfletarias y ampliamente consensuadas por las lógicas de lo visible, se nos antoja muy conveniente plantear una exposición que partiendo de posiciones humildes apunte a la urgencia que tenemos de no olvidar para qué estamos aquí.

Alumbrar, en definitiva, otra temporalidad no centrada en el presente ni que tampoco sea circular: la temporalidad del Aión, esa que es siempre ‘antes’ o ‘después’, pero que nunca es ‘ahora’: la acción no la dice el verbo en gerundio sino en infinitivo. ‘Crecer’, ‘amanecer’, etc.  Y es que el infinitivo expresa privilegiadamente el ‘acontecimiento’, ese algo de incorporal, intempestivo e inactual que se centrifuga a través de los cuerpos y las proposiciones: el sentido como superficie metafísica, la distancia o diferencia propia respecto del tiempo-presente, ese algo –la relación entre cuerpos y lenguaje, entre cronos y Aión- que ya no es corporal pero que aún no es proposicional.

Es decir, más que ‘amaneciendo’, el ir de un punto a otro del Sol, ‘amanecer’ (Overture, Fito Conesa) como temporalidad incorporal, como tiempo-presente sin profundidad, sin cortes que le hagan depender de un antes o un después. Más que un ascensor que vaya de la planta baja a la tercera (Música de Cámara. Video Tape’s Music, Fito Conesa), un ascensor en movimiento puro, en la duración (diría Bergson) de su movimiento de ‘subir’ y ‘bajar’. Casi nos lo ponen en bandeja: si esta última obra remitiría a la lógica de la imagen-movimiento de Deleuze, la primera supondría una imagen-tiempo.

Y lo que logra este pensamiento de la diferencia es situarse en una experiencia siempre diferente, no anclada en la factualidad del pasado ni en el futuro por-hacer: una memoria en doble dirección, aquella que desborda el recuerdo para incardinarse en lo no-sido, aquella que no remite a un futuro como consecutividad de hechos lógicos sino abierto a la más radical de las novedades: aquel que deja el tiempo ‘vacío’, a expensas de ser llenado a cada instante con el eterno retorno de la pura diferencia.

Así, por ejemplo, las obras de Pedro Magalhaes (Fake Memoirs) compuesta por fotografías tomadas en diferentes viajes y vivencias, cuestiona el carácter lineal de la memoria y el recuerdo: no ya rememorar lo ya-sido, sino atisbar lo que quedó en simple virtualidad, en simple potencia efectiva. No somos lo que recordamos, sino más bien los intersticios de una memoria que se evade a cada paso, que choca con el olvido como forma más precisa de elucidación. Una memoria siempre productiva, que no ha de rendir pleitesía al reino del sido ni del vendrá. Una memoria, como la de Proust: no ya el yo-Combray como memoria, sino el yo-Combray como lo nunca sucedido.


En definitiva, y para no alargarnos más, la labor de esta exposición es disponer los movimientos que ha de realizar el arte –el trabajo poético y de ficción- con el fin de lograr la que de verdad es su misión: subvertir la lógica causal de los hechos para toparse con ese quantum que se escapa, esa algo intempestivo que exuda la propia historia y que no puede catalizarse a partir de las lógicas del tiempo cronológico.

Una intersección entre la temporalidad de los hechos y el presente continuo de un tiempo sin espesor –entre la lógica de los hechos y la lógica de la poesía, entre los actos poéticos y los acontecimientos históricos - que puede abrirse siempre a la novedad de lo por-venir: aquello que, como el torbellino que fotografía Zoé T. Vizcaíno, no es movimiento sucediendo en o a través del tiempo, sino tiempo desgranándose en un acontecer puro. Pura virtualidad sin efecto, puro comienzo sin fin determinado.

¿Cómo atraparlo, como fijarlo sin para ello recurrir al tiempo del presente que fija, sin remitirse a la fantasmagoría de la representación?

domingo, 20 de mayo de 2012

BIENAL DE BERLÍN: DE LA REVOLUCIÓN COMO FORMA ESTÉTICA

                                              
                                     “Cuando un pueblo lucha por su liberación siempre hay una  coincidencia de los actos poéticos y los acontecimientos históricos o las acciones políticas, encarnación gloriosa de algo sublime o intempestivo (…) También en política hay creadores, movimientos creativos que en algunos momentos ocupan la historia”


                                                                                                     G. Deleuze


En la situación actual de afasia estética, cuando el capitalismo cultural mantiene con sonda al arte y solo le deja bascular según los reglones nada torcidos de lo institucional, muchos son los que se dejan de “espúreas” dialécticas y se lanzan a degüello en busca de dotar de contenido político y revolucionario a los contenedores de un arte apocado e impotente ante los poderes maquínicos de la realidad que nos proporciona el capital.

Entre ellos Artur Żmijewski, comisario de la actual Bienal de Berlín que, no andándose por las ramas, ha perpetrado su bienal llamando al movimiento sociopolítico más en boga en la actualidad, el 15-M, para que acampen en el hall principal de la bienal.

Para que más. Si las relaciones estética/política están plagadas de equívocos torticeros, de todo menos de eso que Kant cifró como ‘interés desinteresado’ en la construcción de un espacio social autónomo, si aquí de lo que se trata es de hacer la revolución a toda costa, si nada importa la historia negativa del propio concepto de arte, si todavía hay quien se lía la manta a la cabeza y ve en el arte el camino de salvación perfecto, este gesto no es más que la enésima prueba de la incomprensión del arte, del seguir pensando que vendrá a la hora fijada para darnos todo aquello que hemos ido perdiendo por el camino y todos tan contentos. Todavía hay quien piensa en aquello tan de Adorno del arte como cargador de todas culpas y que, en última instancia, aquello que te condena también te salva.

Pero hay que tener claro que su dialéctica es otra, que su historización remite siempre a un por-venir nunca cumplido, que las relaciones estética/política deben de basarse más que en colapsar sus espacios -en cortocircuitarlos volcándose el uno en el otro-, en una indecibilidad manifiesta: la que no anticipa el sentido de lo dado (en primer lugar la efectividad política que se persigue), la que no persigue un cálculo determinado ni se basa en posiciones previas de saber y poder.


Que la soñada y ansiada revolución no haya comparecido en la historia no es algo que le importe al arte; ni siquiera es algo que se le pueda imputar. Una actitud como la de Żmijewski no es más que el manoseo sucio de sacar provecho del arte para la ganancia de sus intereses políticos: forzarle a que cumpla su supuesta destinación, acelerar sus temporalizaciones, hacer saltar por los aires la negatividad que le es propia, etc.

Pero el proceder no es ese; las relaciones arte/política no son las de la invasión, las de forzar al propio tiempo de la historia a que acuda puntual a los acontecimientos que abran el tiempo a la novedad: más que nada porque, como se intuirá, es imposible. Si el acontecimiento acude a su novedad justo a la hora prevista (justo cuando los popes de la revolución dicen haber dinamitado por fin la historia) más que una novedad radical lo que se tiene es la constatación de lo ya-sabido, de un futuro que no era más que un presente continuado: es decir, de otro ortopédico consenso, de otra forma de violentar –como diría Rancière- el reparto de lo sensible en busca de una mirada disciplinaria.

Y es que si es ahí justo, en la vertebración de una relación especial del tiempo con la historia, donde las sucesiones causales pueden llamarse arte, obviamente, no porque un señor meta al 15-M en la bienal (en la institución-museo pese a quien pese), se va a vertebrar otra espera que no sea la del propio arte consigo mismo, con la temporalización de su propia historia.


Que el arte siempre ha tratado acerca de las relaciones arte política, que siempre ha vertebrado el tiempo de la comunidad, que siempre se ha abierto a la novedad de esta relación, no es cosa nueva sino que Aristóteles ya apuntaba a una relación entre historia y ficción para dar cuenta del arte. Para él la poesía cuenta entonces lo que ‘podría pasar’ según la necesidad y la verosimilitud del agenciamiento llevado a cabo por la acción poética, oponiéndose así a ‘lo que pasó’ propio de la historia. La poesía –el arte-, re-presenta la historia, la lógica causal de los eventos, pero sin reproducirlos, sino haciendo de su ‘presente’ un presente sin espesor, capaz de construirse a base de agenciamientos de actos. El arte queda consignado ahí donde el tiempo se desgaja de la lógica causal del ‘antes’ y el ‘después’, donde el tiempo queda fagocitado y no queda recluido en la presencia de la representación, sino que opera un movimiento de

Obviamente que hay casos en que lo poético y lo histórico no se distinguen: es lo sublime, lo intempestivo de Nietzsche, cuando la temporalidad de los hechos, del antes y el después, interseca con un tiempo sin espesor: cuando el ser choca con el devenir, cuando la simultaneidad de un devenir cuya propiedad es esquivar el presencia del ahora es cortado con un presente-ahora histórico.

José Luis Pardo, en su última obra sobre Deleuze lo dice bien claro: “la obra de arte solo puede alcanzar su verdadera condición de “esplendor de lo nunca vivido” cuando se emancipa por completo de sus “causas” históricas y de sus creadores, entonces sólo en aquellos momentos en los cuales la historia sufre la conmoción de una novedad, en los cuales la poesía interrumpe la historia y el futuro interrumpe el presente, puede en verdad iniciarse la creación conceptual”.

En definitiva, abrirse a la novedad de la revolución, a los efectos que uno quisiera vinieran de parte de la política, no pueden darse por supuestos, más que nada porque el trabajo del arte es indecible, no corta con la lógica de los hechos más que cuando el propio arte y la historia lo desea.

Dinamitar la historia, hacer por fin la revolución, son cosas que a los comisarios (Artur Żmijewski y compañía) les encantaría hacer. Pero si el arte se puede jactar de aún ser garante de sus propias potencialidades, es que su autonomía no va en la onda de construir una esfera independiente sino, más bien todo lo contrario, insertarse de modo original en las redes de lo común para descentrar la mirada y las competencias, el reparto de tiempos y oportunidades, siempre y cuando el resultado no se anticipe, no se de cómo resultado de un nuevo consenso (por muy antagonista que éste sea del anterior).


Un no-saber que sabe, una destinación que se escapa a su propia historia, una comunidad que deviene siempre en el anhelo de su siempre por-venir: eso es el arte y en ello ha de quedar relacionado con la política, con el ejercicio de lo político para dar por resultado.

Introducir en la institución-arte un pedazo de realidad (si bien pasteurizada y enlatada habida cuenta del trabajo de representación –ficcionalidad- que el ámbito artístico establece), a modo de ready-made de lo real no supone ninguna merma ni para el campo topológico de lo real ni mucho menos para la estética. De significar algo, significaría la renuncia explícita a conocer las relaciones que han de mediar entre arte y política: si bien es cierto que nos hallamos en un momento de estetización de todos los mundos de vida, de una estetización de lo político que cómo sostenía Benjamin caracteriza al fascismo, el gesto llevado a cabo por los comisarios de la Bienal de Berlín implica –en el polo opuesto- una politización de lo estético igual de impotente de trazar una mímica disruptiva o una lógica disfuncional.

Si, y no es solo deseable sino casi irrenunciable, queremos salir de una relación estética/política capaz de apuntar a algún sitio que no sea, como también sostenía Benjamin, al fascismo o comunismo, hemos de plantear estrategias –políticas y artísticas- capaces de romper con la lógica de los hechos, capaces de no anticipar su sentido y que construyan mapas de lo visible y relaciones de modos de ser totalmente nuevos, generados no como consenso sino como efecto de un disenso constante.

viernes, 18 de mayo de 2012

OCCUPY MUSEUMS: DE LA INSTITUCIÓN COMO FANTASMA


1


         Si la situación dentro del arte contemporáneo es compleja es porque su acostumbrada negatividad, ese ir a contracorriente de su propio concepto, ha llegado al punto de haberse desarrollado al impase de la razón ilustrada –cosa que le ha permitido desarrollar su pretendida autonomía institucionalizarse – al tiempo que sus estrategias actuales abominan de todo lo que huela a institución. La trampa –trampa que de nuevo se ha puesto el arte a sí mismo en esa negatividad esenciante- es haber vinculado su autonomía al ejercicio –politizado e ideológico- de la institucionalización.

Y es que, en esto como en todo, la razón ha de hacer pie: si Baudelaire apela ya a una belleza fugitiva y, cómo no, callejera y en devenir constante, la razón constructora –desenmascarada como mitológica e inconsciente- no tuvo otra que encorsetar las potencialidades del arte a la hora de crear esfera común  y destinar todos sus encantos a la lógica del capital bienpensante.

La paradoja está ahí, en el corazón mismo de la Estética: si el desarrollo de la razón le lleva a apostar por la definitiva autonomía de la esfera sensible que construye sociedad, por otra, esa tal autonomía ha de tomarse en sentido perverso, en el sentido de cortocircuitar su quedar remitido a la fundamentación sensible de un procomún apelando a  dos narraciones tan falseadoras como difíciles de derribar: la primera, aquella que postula por un ámbito privilegiado y desconectado de todo quehacer social, y la segunda, aquella otra que hace vincular al arte con la destinación utópica y emancipadora que, por mucho que nos las prometiéramos, no ha sido capaz de alumbrar ningún tipo de razón.

La institucionalización de la práctica estética apunta entonces a un puente a medio camino entre ambas narraciones que, si por una parte vigile de cerca los devaneos del arte con la política, por otra parte dictamine en cada caso que quantum de ‘destinación utópica’ puede cumplirse en cada tiempo. Es decir, juntar los parabienes visionarios de fundar una sociedad mejor con el control político y racional de sus mismas estrategias. Así las cosas, la institucionalización del ámbito artístico es el nudo gordiano de su práctica actual: le da oxígeno con la promesa de que no pise la bombona; le da pan para que vaya a comer a otra parte; le da aliento para que sus destinaciones no se cumplan pero y -esto es de suma importancia- tampoco se desechen: mantener el fuego utópico, la carga de destinación utópica con que Schiller hizo cargar al arte, le permite no desenmascarar  la mentira de su narración.

Y es que ahí radica todo: en el hecho de que la consabida institucionalización no es más que la fachada con que la razón despótica despista a sus supuestos detractores para hacerles perder la pista. Me explico:

La regla del nueve alude a que la perversión definitiva del sistema, la espectacularidad del régimen de lo real, ha devenido tan esperpéntico que la lógica de la oposición se ha convertido ella misma en un paso afirmativo más. Guy Debord lo dijo en su día  y pareciera que todavía no es bien comprendido: “conocer la ley del espectáculo equivale a conocer la manera en que éste reproduce indefinidamente la falsificación que es idéntica a su realidad”. Es decir, y aludiendo al ejemplo que nos traemos entre manos, la institución arte, falsificadora escena en que ha encallado el arte, se convierte en realidad al converger con su propia apariencia. Debord, de nuevo, resumió perfectamente este círculo en su sentencia: “en el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso”.

Lo real es que la institución-arte queda emplazada en un lugar el cual, merced a confundir los polos –al quedar equidistante de dos narraciones que viene en articular el sistema-arte desde la falsedad- alude a su momento previo de falsedad. Así como se ve, tal proceso, el del espectáculo, sigue dando resultados tan jugosos como antaño.

Resumiendo, y en lenguaje tribal, la institución-arte se erige en el muñeco al que dar debido a que aquello que lo justifica son dos narraciones erróneas de lo que se supone debe significar la práctica artística y, con ello, las relaciones que han de mediar entre estética y política. Derribar el muñeco-institución no nos traería otra cosa que un páramo difuso donde los dogmatismos y la violencia de los discursos camparían a sus anchas. A este respecto sería pertinente aclarar que la ley suprema del espectáculo no es otra que el enmascaramiento del mismo proceso de conocimiento, del querer atisbar qué hay detrás de la realidad y dar a pensar que tiene un final y que, además, está delante de nuestras narices.

En pocas palabras, derribar las barreras, derrocar al régimen que reduce el arte a lo institucional, daría por resultado cualquier cosa excepto un “conocimiento” del arte. Pero, claro está, mientras sigamos dándole al muñeco, mientras sigamos enclaustrados en una narración confusa del arte, las propias potencialidades disensuales de la Estética estarán a buen recaudo; es decir, inoperantes y confiscadas a un poder que sabe demasiado bien como funciona esa lógica implícita del simulacro del espectáculo.

 
2 

Si nos hemos querido explayar hasta aquí para dejar bien claro el papel –tan esencial pero al mismo tiempo tan ortopédicamente construido- de la institución-arte, es porque su esclarecimiento nos parece de vital importancia para trazar una lógica de las relaciones estética y política capaz de atinar del todo en las necesidades que las modernas sociedades tienen de configuración y reorganización de su sensibilidad.

Y es que parece esta relación, la que media entre estética y política, la piedra de toque de toda la práctica artística, ahí donde –como diría el anuncio, en las distancias cortas- el arte se la juega. Porque sí, está muy bien que el arte siga dando momentos de emoción difícilmente contenida, que su burbuja siga subiendo y subiendo sin visos de estallar, que el arte insertado en las lógicas del espectáculo haya hallado su lugar como lugar privilegiado a la hora de dar a desarrollar un capitalismo cultural  ‘de altura’. Pero a la hora de la verdad, cuando todas estas estrategias alejan a la estética de su verdadero lugar y misión –la de crear una fractura en la lógica de lo dado, de lo hipervisible-, los intentos de dar al arte otro contenido más disruptivo, más –como suele decirse- de oposición al sistema, la práctica artística incurre en fallos y errores tan de bulto que uno apenas llega a gozar siquiera del fracaso mayúsculo del arte.

  Porque, si no hay duda que es ahí, en la mediación arte/política donde todo –ahora como siempre- se juega, tampoco ha de haber duda que esa omnipresencia de lo institucional como enemigo al que derribar hacen destilar al arte prácticas inocuas e incluso serviles con los intereses de la lógica del simulacro consensuado en el que nos movemos.

Parece que la cosa se intuye, que a pesar del poco margen que se le deja ya al arte, habiendo incluso sido absorbido por prácticas esteticistas como el diseño, la publicidad y el marketing, todavía se le pide un algo de más al arte, la posibilidad última de lograr un mirar diferente, una economía de los tiempos y los espacios diferentes.

Y esto -ha de quedar claro- no puede lograrse si no se mira más allá de la trampa que el propio arte se pone a sí mismo: la de la institucionalización como pathos genuino que al tiempo que posibilita las potencialidades de la práctica artística, las cortocircuita al instante.

Es esa narración, la que más arriba hemos apuntado y sobre la que se levanta una cierta idea de Modernidad, la que ha enmascarado al propio concepto de arte en el desarrollo histórico de su propia práctica:

En un polo, un arte como práctica que asegura la superación estética de las fracturas a la que se ve sometido el sujeto ilustrado; en otro polo, aquel que cifra la autonomía estética en el privilegio del gusto y la belleza, en hacer de ella un ámbito enteramente separado del resto de otras sensibilidades. Entre ambos, un desarrollo histórico del propio concepto de arte que tiene en la desartización su punto álgido, su paradoja fundacional -¿cómo aquello que en un  momento no era arte ahora sí lo es?-, un mito –el de la muerte del arte- que no sería más que el resultado de un pensamiento uniformizante y conservador, que tiende a diluir toda posibilidad de cambio y transformación en una narración lineal capaz de conseguir que, bajo unas ciertas premisas de progreso dialéctico, todo el arte se presente ya siempre como algo del pasado, y una noción de institución donde se va reificando las potencialidades negadas al arte en su propia cara.

En definitiva, nuestro punto de vista es que, si bien es cierto que toda arte ha de calibrarse contra el fondo de contraste que sería su relación con el juego político en el que queda insertado, todo arte que haga gala de la conceptología arriba puesta claro no hace más que repetir eslóganes trillados, negatividades que no van a ningún  sitio y una pléyade de estrategias que, si bien siguen provocando al personal, son poco más que cosquillas en la coraza con la que se esconde el propio arte.

Es decir, si la institución-arte es lo Real del arte, su trauma fundacional, repeticiones maquínicas que traten de superar el trauma no hacen sino reiterar la necesidad que toda constructo racional tien de un polo pulsional, de una zona de no-agresión donde todos los deseos -incluso los que apuestan por su destrucción- tengan cabida, de una singularidad a-significativa donde el conjunto de flujos transaccionales vengan a parar.


sábado, 12 de mayo de 2012

NUEVOS PEREGRINAJES PARA NUEVAS ECONOMÍAS: LA IMAGEN-MUSEO COMO IMAGEN-MUNDO



ERLEA MANEROS ZABALA: PILGRIMAGES FOR A NEW ECONOMY
GALERÍA MAISTERRAVALBUENA: hasta 23/06/12

Lo que hay que tener más que claro, si uno quiere deslizarse por los terrenos más que pantanosos del arte contemporáneo, es que las preocupaciones han pasado en los últimos años de un interés por las cuestiones meramente estéticas –anudadas más o menos a consideraciones políticas- a la pregunta incesante por la imagen. Es en ella, en su producción y distribución, donde se juega el global de las preocupaciones estéticas y ahí donde vienen a coincidir arte y política para desentrañar los procesos de poder que conforman la sociedad en la era –ésta la nuestra- del capitalismo cultural.

Y es que la imagen concita en torno a su génesis los procesos materiales involucrados en la construcción de la actual sociedad de forma tan perfecta como perversa. La imagen, convertida en signo-capital, ha convenido en convertirse en la mercancía transaccional más perfecta para una era cercana ya a la inmaterialidad.

La imagen ya no queda organizada en torno a una racionalidad epistémica donde el tiempo queda cifrado en la lógica de la representación, sino que, en la aceleración del propio tiempo, el estatuto de la visualidad se ha convertido en una máquina de visión perfectamente adiestrada en lo que más le conviene: plegarse a lo inmediato y escenográfico y, con ello, atrincherar toda carga mnemotécnica en la pulsión del instante. Es decir, enterrar toda carga de memoria y de historia, de impulso que pueda rastrear y rearticular el pasado con sus síntomas y montajes.

La imagen opera la ilación perfecta entre estética y política al conseguir poner todo el sensorium puesto en juego dentro de una comunidad para la causa de un recorte político determinado de los tiempos y los espacios: aquel que aboga por hacer lo más delgado que se pueda al membrana temporal sobre la que se construye toda imaginario colectivo. Es decir, si el olvido es nuestro trauma, si al sintomatología del tempus fugit nos vertebra, nada mejor que hacer de ello ethos generalizado para una sociedad tan líquida y gaseosa como sea pertinente.


 
Teniendo esto en cuenta, la exposición que actualmente puede verse en la Galería Maisterravalbuena solo cabe calificarla de excepcional. La artista Erlea Maneros Zabala, nacida en Bilbao y con sede en Los Ángeles desde 2003, propone unas imágenes, diminutas y difusas, pero que se sitúan por sí mismas en el mismo centro de las problemáticas a las que acabamos de referirnos.

La estrategia es tan simple como contundente: buscando en el ordenador y el iPad imágenes de museos de arte contemporáneo, la artista fotografía las mismas imágenes encontradas logrando así una representación difusa, donde el polvo de la pantalla se mezcla con una luz implosiva que desenfoca el resultado final, pareciéndonos éste más cercano a decorados de ciencia ficción que a verdaderos museos de arte.

Con este simple gesto la imagen, en este caso la de los museos contemporáneos –elevados a nuevos tótems del turismo cultural, a nuevos emplazamientos de peregrinaje global- se enfrenta a un cuádruple proceso de construcción y distribución que trata –y a nuestro entender consigue sobradamente- poner sobre el tapete las estrategias ideológicas a la hora de construir la imagen ‘museo’: cómo se vertebra una pulsión desiderativa, un deseo de ‘estar’ y ‘ver’, en el peregrinaje a centros de arte como si estuviéramos ávidos de ‘cultura’.

Y es que el museo, comprendiendo que ha de situarse dentro de los emplazamientos del nuevo régimen de lo hipervisual apoyado por una nueva economía mundial, sabe muy bien que es más su referencia a algo sublime -a un lugar mítica a donde ‘hay que ir’- más que el servicio al que hipotéticamente ha de rendir cuentas, lo que cuenta. Es decir, la exhibición de nuestros peregrinajes más que la construcción cultural de una sociedad.

La imagen original, la imagen que ‘flota’ en internet, la imagen capturada por la propia artista y la imagen definitiva revelada en un supermercado: cuatro momentos de un proceso de emergencia de la imagen-mundo como nueva disposición de fuerzas en la era del Capitalismo Cultural.

En definitiva, es lo sublime de sus arquitecturas –su propio proceso de devenir imagen- lo que deconstruye Maneros Zabala haciendo de ellos emplazamientos obsoletos, abstractas propuestas anacrónicas.

martes, 8 de mayo de 2012

ESTRATEGIAS DE ESCAPISMO

           
           MIGUEL ÁNGEL TORNERO/NOÉ SENDAS: ESPERANDO A HOUDINI
GALERÁI RAQUEL PONCE: hasta 18705/12

Quizá deberíamos empezar diciendo que en esta temporada la Galería Raquel Ponce lleva dando cuenta de una programación que cabe situarla entre lo mejorcito que se puede ver en la capital. Así pues, y de buenas a primeras, nuestra más sincera felicitación. Siguiendo por esta senda, también podemos comentar que de todas las exposiciones que han nacido para dar forma al evento de Jugada a tres bandas, ésta que tiene lugar en Raquel Ponce es una de las más interesantes.

“Esperando a Houdine”, comisariada por Virginia Torrente –responsable también de todo el evento-, apunta a los procesos que vinculan la percepción y la memoria en esa idealidad manifiesta que es la imagen, en concreto la imagen fotográfica. Miguel Ángel Tornero -con la desaparición de la propia imagen- y Noé Sendas -con la desaparición del sujeto retratado- remiten a ese nexo causal-material, a esa idealidad fantasmagórica, a esa imposible posibilidad de dejar condensado en una imagen todo el tiempo del que disponemos.

Miguel Ángel Tornero propone una especia de monumentos, de altares donde una fotografía vieja y desgastada parece el detritus más propio de lo que antaño fue, bien puede decirse, una “verdadera” fotografía. Y es que si ponemos el adjetivo verdadero entrecomillado no es por otra razón que aquella que dicta que dicha trabazón epistémica (la de la imagen y la verdad) constituye la fantasmagoría que ha venido en convertirse en narración privilegiada de la razón ilustrada para encumbrar a la Modernidad en el mito necesario a través del cual disponer de una lógica precisa

La modernidad, la emergencia del “mundo como imagen” que diría Heidegger, del mundo-imagen de Susan Buck-Morris, queda cifrada en la asombrosa ecuación que el poder del signo ha querido hilar entre la realidad y la imagen que, como lugar de la representación del ‘yo’, dio por bueno una construcción de la realidad amparada en el sortilegio del traer-a-la-presencia, del predominio de lo visual, del ocularcentrismo con que ah venido –desde las modernas teorías de la imagen de Mitchell- en calificarse la modernidad entera.

Así entonces, el trabajo de Tornero apunta a desenmascarar la sinrazón sobre la que se ha construido la ortopedia visual moderna: pensar que el tiempo se congela, que la materia queda aferrada y encarnada en imágenes, es el mito fundacional de la razón ilustrada y que, como no podía ser menos, aún hoy pretendemos asir. De la imagen-materia hasta la e-imagen (según la taxonomía de José Luis Brea) el poder del hombre parece quedar anudado a la posibilidad -mentirosa e ideológica como pocas- de querer fagocitar el tiempo, de querer atraparlo en nuestras manos. Imagen y memoria quedan por tanto en manos de Tornero amparados en una lógica de la imagen ortopédica y fallona, incapaz de poner puertas al tiempo y de darnos aquello que prometieron.


El trabajo de Noé Sendas se sitúa en una perspectiva más sutil y más atenta a los pormenores teóricos sobre los que se han ido dando la trabazón epistémica entre imagen, temporalidad (historia y progreso) y memoria. Para ello se basa en mecanismo fotográficos ya caídos en desuso para practicar a través de ellos la huida del sujeto en la propia representación. Así las cosas, bien pudiera uno pensar que su obra opera un escapismo que tiene en la triste melancolía su razón de ser.

Pero a poco que uno se fije en filósofos de la Historia, por ejemplo en el legado de Walter Benjamin, la posibilidad de interpretar su obra como una manera totalmente pertinente de hacer dinamitar la Historia –su tiempo interior-, de reescribirla de nuevo, la obra de Sendas se torna de un potencial descomunal.

Y es que en ese querer afianzar el tiempo en la imagen, si Tornero propone la imposibilidad físico-material, Sendas se fija más en la temporalidad disruptiva de la propia historia, en lo dogmático y bárbaro de todo intento de atrapar el tiempo de la historia en nuestras manos. Así, los rostros ausentes de sus trabajos bien puede comprenderse como la contraréplica más pertinente a la famosa sentencia de Benjamin según la cual “todo documento de civilización es, a la vez, un documento de barbarie”. Y es que adonde nos pretende llevar Sendas es al hecho de que la Historia, más que avanzar desde el presente, más que quedar afianzado en un “tiempo-presente siempre el mismo”, más que quedar atrincherada en una memoria de archivo descomunal e hiperfosilizada en su violencia, es siempre una reactualización del pasado, un efecto de descontextualización/recontextualización que hace que el tiempo salte por los aires, que la memoria se fagocite en aquello no-dicho, en mirar a lo no revelado, al lapsus, al fragmento, etc.

Y es que activar la Historia es recoger las potencialidades no tenidas en cuentas, es darse otra oportunidad, aquella precisamente que sabe que ya no queda tiempo que sujetar, que todo se ah ido del lado de ese salvajismo irracional que nos caracteriza. Así entonces, estrategias como la de Noé Sendas de utilizar objetos del pasado, aluden, como ah dejado dicho Miguel Ángel Hernández-Navarro es un esclarecedor texto, a “la convicción de que en el objeto hay una presencia real, y que la descontextualización puede activar esa energía”.  

El gesto entonces de Sendas alude a la farsa en que quedó cifrado el sueño de la razón, aquel que decía que congelando la imagen, situando al sujeto en el propio espacio de representación, todo se ganaría para la causa. Pero la realidad es que toda mirada señala lo ausente, lo vencido, la violencia impertérrita que se necesita para conjurar un tiempo devastado.

 El escapismo de las estrategias de Sendas alude entonces al latrocinio encarnado en las imágenes, en el poder maquínico de las imágenmes-capital que, ahora más que nunca, nos prometen más de la cuenta. Los cuerpos y rostros desapareidos remiten a la necsidad de reinventar la historia, de dar nombre al olvido, a la violencia sobre la que toda Historia queda apuntalada.  

viernes, 4 de mayo de 2012

PISTOLETTO: IMÁGENES ANTE EL ESPEJO


MICHELANGELO PISTOLETTO.
GALERÍA ELVIRA GONZÁLEZ: hasta el 18/05/12
(artículo original publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=412)
 A poco que uno se inmiscuya en las redes de la historia y el pensamiento surge un paralelismo, un ir de la mano entre el proceso que desembocó en la Modernidad y aquel por el cual, como profetizó Heidegger, el mundo se convierte paulatinamente, y hasta la implosión hipermediática, en imagen. En la intersección que media entre ambos procesos, son la técnica y la percepción que el sujeto tiene de sí mismo los dos grandes exponentes, los dos grandes ejes vertebradores sobre los que desarrolla la “moderna imagen del mundo”.

A poco que uno se inmiscuya en las redes de la historia y el pensamiento surge un paralelismo, un ir de la mano entre el proceso que desembocó en la Modernidad y aquel por el cual, como profetizó Heidegger, el mundo se convierte paulatinamente, y hasta la implosión hipermediática, en imagen. En la intersección que media entre ambos procesos, son la técnica y la percepción que el sujeto tiene de sí mismo los dos grandes exponentes, los dos grandes ejes vertebradores sobre los que desarrolla la “moderna imagen del mundo”.

A este respecto, si la filosofía se convierte en arqueología, es solo en el momento en el que se comprendió que ambos mecanismos –técnica y representación del yo- son parejos y que, más que afianzar los poderes de una razón que se sabía ya embaucadora, mitológica e inconsciente, de lo que se trataba era de desenredar los momentos de confusión, los instantes de ignominia y de terror que han venido en resolverse en un escenario –el nuestro propiamente hablando- de alienación y de construcción de subjetividades como efecto de técnicas disciplinarias de vigilancia.

Y si aludimos a la arqueología como método filosófico es porque fue Foucault, no nos atrevemos a decir que el primero, pero sí que el que más lucidamente recorrió todos los vestigios de una historia que más que descansar en los macroacontecimientos, quedaba incrustada –y, como no, olvidada- en los márgenes de visibilidad, en las microhistorias y en una perversión del lenguaje y del poder que -como microfísica y como tecnología- produce y legitima un sujeto construido como efecto de ese mismo poder.


A este respecto, en su obra más conocida, ‘Las palabras y las cosas’, Foucault comenta ‘Las Meninas’ de Velázquez dando a entender que es la inclusión del espectador en la misma escena de representación lo que vino a dar, con el correr de los años, en la Modernidad y en la emergencia de un sujeto autónomo. Casi la obra completa de Foucault queda cifrada en la comprensión de los movimientos, de los deslizamientos entre discursos y estructuras, que dieron en convenir tal inclusión –la del sujeto en la escena de representación-, concluyendo que más que una bonita historia de autocomprensión benefactora del hombre consigo mismo, de lo que se trata es de la necesidad de un poder de justificarse de forma diferente: no ya en el ejercicio de coacción y represión, sino como manera perfecta de vincular la construcción de la subjetividad a una vigilancia coercitiva autoimpuesta que hace del sujeto una fuerza de producción maleable e intercambiable en tiempo real.

A estos efectos, la inclusión del sujeto-espectador en la escena de representación dio pie a la comprensión, merced a la técnica como posibilidad cada vez más perfecta de esta inclusión, del mundo como imagen y, de ahí, al proceso actual de la pantalla-mundo o de la videosfera global (Lipovetsky, Buck-Morris, etc.) desembocando en la emergencia de un ‘yo’ adiestrado en un poder comprendido ahora como espectáculo y en una mirada por completo alienada.

En el fondo, por lo que se ha apostado desde que Velázquez decidiese situar al espectador ahí mismo donde deberían estar los monarcas representados, es la inmanencia de la imagen, el hecho incuestionable de que las imágenes, más que representar, son. En este sentido, si el siglo es deleuziano, si la influencia de Berkely en el francés es más que patente, es porque lo que se ha seguido a pies juntillas en el proceso de la Modernidad –en el devenir imagen del mundo- es la sentencia que establece que “esse est percibi”, que solo lo percibido existe, que son los propios efectos de superficie que atraviesan al yo como bloque de deseo lo que conforma el acontecimiento.


Pistolletto, figura totémica del arte povera (su obra la Venus de los trapos de 1967 sigue siendo referente de dicho movimiento), tiene como producción más característica el trabajo con espejos que lleva realizando desde 1962 y de los que ahora presenta en la Galería Elvira González sus últimas producciones. Estos trabajos inciden de forma maestra en la problemática que arriba hemos querido trazar brevemente. Y es que su obra no remite a la constitución especular del ‘yo’, no es un reflejo invertido de la realidad circundante. Es decir, no representa ni construye ni está en lugar de algo. Sus espejos hay que contextualizarlos dentro de la preocupación más conceptual que los artistas povera tenían de hacer coincidir el arte con la vida, de apelar en este caso a un plano de representación nivelado por la vida: no ya rasgar el velo como Fontana, sino hacerlo uno con la pulsión vital que habita debajo.

Este intento, lejos de las proclamas vanguardistas de revolución y utopía, sumidos en un panorama artístico que ya empezaba a dar síntomas de frialdad institucional y de cansancio vital, apela simplemente a un poner sobre el tapete la capacidad del arte de confabularse con la vida para crear así un todo conciliado. Para ello entonces se apela a los elementos más básicos y más triviales, a la naturaleza y a lo orgánico. El gesto de Pistoletto hay que entenderlo entonces desde esta doble perspectiva: aquello que reflejan sus espejos no es una representación sino la vida misma, la verdad misma; y al mismo tiempo, en esta panacea orgiástica del mundo-imagen, cuando el mundo del capital se ha adelantado a las proclamas utópicas del arte de remitirse a los mundo de la vida, sus espejos son también la huella de una oprobio, de un engaño y un olvido: aquel que nos recuerda que la inmanencia de las imágenes, aquello que construye nuestra realidad, ha sido ganado para cualquier cosa excepto para la consigna utópica de la autonomía ilustrada.

La mecánica artística de Pistoletto dispone la misma lógica que para sí tiene el mundo de la imagen-capital (hacer coincidir la imagen a la verdad) para después disponer –o al menos tratar de hacerlo- de un artefacto crítico, de una imagen especular del mismo dispositivo de control y adiestramiento social que genere una mirada disfuncional y disensual.

La pregunta entonces sería la siguiente: ¿logra el arte de Pistoletto desanudar el nudo gordiano en el que queda anclado toda la narración de la Modernidad, aquella que afirma que la ilación de imagen, técnica y poder va en beneficio de la emergencia de un sujeto autónomo y libre? Quizá su acción en la Bienal de Venecia de 2009 nos da la clave: cuando el poder se ha instalado en nuestras subjetividades y en la construcción de un mundo-imagen a escala global, quizá el plantear la misma lógica que para sí tiene el poder maquínico de la imagen-capital no basta para posibilitar una mirada diferente y lo que se hace pertinente es romper los espejos, dar fe de un sujeto tan permeable a los efectos de poder que él mismo se fragmenta en cuantos pedazos sea necesario con tal de seguir siendo producido, con tal de seguir siendo el reflejo disciplinario de un efecto de poder.

Así entonces los espejos pintados de Pistoletto son ahora el testigo de nuestro fracaso: la huella de saber que por mucho que queramos correr, por mucho que queramos ver en las apariencias el mundo idílico prometido, la imagen-capital ha ido colonizando para sí cuantas imágenes haya querido para terminar universalizando al propio mundo como imagen global. Pero también son la constatación más precisa de que ya no vale jugar al escondite de las apariencias, que no vale apelar a desenmascarar realidades ocultas: todo lo que queramos ser y ver, todo lo queramos pensar y hacer posible, tiene antes que vérselas con el poder de las imágenes, con el poder ‘más que real’ de las imágenes.