jueves, 30 de diciembre de 2010

RESUMEN DEL AÑO 2010


Como ya hicimos el año anterior, y como es costumbre por estas fechas de balance y resúmenes, vamos a lanzarnos nosotros también a eso tan interesante de hacer listas con lo mejor que se ah podido ir viendo por las galerías madrileñas durante el año 2010. Excusándonos por lo no visto, por lo olvidado o, incluso, por lo no haber sabido valorar en su justa media, allá vamos.
Empezando por la pintura, la exposición más sorprende a nuestro juicio ha sido la de Phillipp Frölich en Soledad Lorenzo. Con un realismo algo sucio que postulaba una profundidad de campo cercana casi a la tercera dimensión, la pintura de esta artista, pese a ser conceptualmente inane, sorprende por su capacidad de crear rupturas lumínicas en el propio lienzo por donde, quien sabe, se escapa la realidad toda.
De corte más fenomenológico, buscando la pureza de la percepción sin duda alguna que Spaletti en Helga ha sido lo más interesante. También cabría citar aquí a John Zurier (Javier López), Lee Ufan (Elvira) o Katherine Grosse, aunque está más preocupa por dar a la pintura un lugar dentro de lo expandido en el arte. Marion Thieme (Casado) quizá sea otra de las que no habría que olvidarse en este encuentro entre lo contemplativo y lo procesual de la pintura.
De entre los españoles, cada uno en su estilo, podríamos mencionar a Juan Ugalde, Guillemro Perez-Villalta, Victoria Civera (Soledad), Miki Leal (Fúcares) o Jordi Teixidor (Nieves Fernández), sin olvidarnos de la ligera pero preciosa exposición de Vicky Usle y Carolina Silva en Travesía 4, ni de los somieres de Rebeca Plana en Fernando Latorre.
Citar también a dos grandes que han gustado en La Caja Negra: John Baledessari y Mathias Moritz, y a dos portugueses que con propuestas bien diferentes también han resultado interesantes: Gonzalo Pena (Fúcares) y Pedro Calapez (Max). Por último, Elgar Esser (Fúcares) ha resultado ser un maestro en eso de dotar de actualidad a registros fotográficos antiguos vía pictórica.
La fotografía, como viendo ya siendo habitual, y sobre todo al tirón de Photoespaña, ha tenido una presencia casi omnipotente. La escenografía espectral de nuestra realidad ha tenido un magnífico eco en obras excepcionales como las de Gregory Crewdson (Fábrica), Alexandre Ranner (Oliva), James Casebere (Helga) o el voyeurismo hiperreal de Annika Larsson (Fábrica). El fantasma de la posthistoria nos he venido del Este con Swetlana Heger (Casado), Sergey Bratkov (Espacio Mínimo), o con el triunfador de Photoespaña, Boris Mikhailov (Casado). Aunque para historias hay también otras: las de los olvidados africanos con Zwelethu Mthethwa (olive), las de los freaks en Diane Arbus (la fabrica), la que Leslie Hewitt (Maisterra) haya escondidas detrás de los objetos o las del mismo artista enfrentándose a sí mismo, como tuvo ocasión de hacer Richad Billingham (Fábrica). Por contra, dos portugueses nos enfrentan a nuestros yoes más como sombras huecas que como sujetos de los que relatar alguna historia: Jorge Molder (Oliva) y Helena Almeida (Helga), que aunque más perfromativa vuelva a dar en la diana de un sujeto que se evade desde su mism asombra. De españoles parece que no hubo mucho que reseñar: Chema Madoz estuvo más que previsible en Moriarty
Lo interdisciplinar, confundiéndose la escultura con la instalación, o dando a la exposición una pluralidad de puntos de vista que conjugan, desde la fotografía a la escultura, todo tipo de técnicas, ha sido también lugar común en este año. Nos encantaron sobre manera las propuestas de Carlos Schwartz (fúcares), Jay Heikes (Marta Cervera), Iñigo Manglano–Ovalle (Soledad), Lozano-Hemmer y Pedro Valbuena (Max). Isidro Blasco, con doblete en Alcala 21 y Fúcares, también ha sido otro ha destacar, al igual que la extraña simpleza de Alfonso Berridi (Metta), los pozos lingüísticos de Iván Navarro (Distrito 4), o lo escultórico-apropiacionista de Javier Arce (Max) o lo escópico-dinámico de Raha Raissnia (Marta Cervera). El cotizado John Chamberlain (Elvira) y su estética del deshecho estuvo aparente, mientras que el cinismo de John Isaacs (Travesia 4) pecó de mortecino, la muestra de Jaime de la Jara (Fúcares) de un tanto de falta de contundencia y lo vacio de Darya von Bermer (Moryarty) peco de eso, de vacío total. A destacar también al acierto de Nieves Fernández y su artista Chiharu Shiota (presente y bien presente en ARCO, y presente también en la exposición ‘Arte efímero’ de La casa Encendida)
La Galería Pilar Parra & Romero ha producido durante este año una serie de exposicones magistrales cercanas algunas a una exposición de tesis y otras veces, las más, proponiendo un arte que tiene en lo dinámico de las formas su carta de presentación. De entre las primeras cabe destar aquella titulada ‘Scene Grammar’ y de entre las segundas caeb traer a colación nombres como los de Philippe Decrauzat o Germaine Kruip.
Lo preformativo, aunque sea con sus registros documentales en forma de video y fotografía, tuvo una presencia pequeña pero de hondo calado. Lo más interesante casi estuvo en dos de las grandes: en Soledad Lorenzo pudimos ver lo que se fraguó en el MUSAC con Txomin Badiola, y en Juana pudimos ver a la polémica Tania Bruguera en una muestra de la que se hablo mucho. Karmelo Bermejo (Maisterra), Manuel Sanz (Moriarty), Eulalia Valldosera (Fábrica) y la inclasificable Kate Gilmore (Maisterra) son otros ejemplos destacados del nivel más ue alto de la performance.
El video, cada vez más a remolque de servir de documento más que de obra por sí misma, notamos tiene cada vez una menor presencia. Casi se nos antojan solo tres exposiciones que hayan tenido al video como único (o casi único) soporte: la historiografía fetichista de Jane & loius Wilson (Helga), la historia como lo olvidado de un discurso de Adria Julia (Soledad) y la solvencia magistral a la hora de desenmascarar el poder de las imágenes de Alfredo Jaar (Oliva)
Hacernos también eco de las magníficas exposiciones que el cuarenta cumpleaños de la Galería Juana de Aizpuru nos ha permitido ver. Siendo, porque es necesario, exhaustivos, ahí van los nombres: Richard Hamilton, Sol Lewitt, Mike Kelley, Martin Kippenberger, Alberto García Alix o Eduardo Chillida.
Por último, Elba Benítez, proponiendo con Huis Clos’ una manera diferente de entender el espacio expositivo, así como todo lo que implica el mero hecho de exponer (obra, visibilidad, producción, almacenaje, etc), destaca por lo arriesgado de su propuesta así como la capacidad crítica que su exposición tiene. Y de entre las exposicones colectivas, a parte hecha de la ‘Scene Grammar’ ya arriba reseñada, cabe destacar la exposición The Pipe and the Flow (Espacio Mínimo) comisariada por Omar Lopez-Chahoud.
Después de todo lo hasta aquí dicho, y esperando no habernso dejado mucho en el tintero, vamos con nuestras 10 + 1 mejores exposiciones del año:
1 Alfredo Jaar (Oliva Arauna);
2 Lozano-Hemmer (Max Estrella)
3 Txomin Badiola (Soledad)
4 Huis Clos (Elba Benitez)
5 Alexandre Ranner (Oliva Arauna)
6 Jay Heikes (Marta Cervera)
7 Gregory Crewdson (La Fábrica)
8 Jane & Loius Wilson (Helga)
9 Carlos Schwartz (Fúcares)
10 Pedro Valbuena (Max Estrella)
11 Iñigo Manglano–Ovalle (Soledad)




miércoles, 29 de diciembre de 2010

PINTURA NÓMADA: HUELLAS DE LA MATERIA Y EL INCONSCIENTE



VIKY USLÉ: INTO HABITATS / CAROLINA SILVA: THE DRAWER
GALERÍA TRAVESÍA 4

(artículo original en Revista Claves de Arte:
http://www.revistaclavesdearte.com/critica/20882/Vicky-Usle-y-Carolina-Silva-enTravesia-Cuatro/)

En un pasaje de “No escribo con luz artificial”, Derrida recuerda el uso que de la palabra Ri hizo Heidegger en su obra “El origen de la obra de arte”. Aunque referido a la arquitectura, Ri, como trazo o hendidura, también puede pensarse, más en la honda deconstructiva, como la huella de un escritura, como lo nómada, quizá incluso olvidado, como la apertura de una senda que va inscribiendo su rastro sin saber a donde va.
El camino no es lo mismo que el método; construir en medio del camino remite a un habitar como acontecimiento, a un vivir donde se sale y se entra, donde se está constantemente en camino, donde lo que se deja atrás es simplemente una huella, un trazo, un vagabundeo. Si la arquitectura tiene por cuestión el establecimiento de este lugar que hasta entonces no ha existido, y si dicha construcción se da como acontecimiento, como algo que se erige en medio del camino, la pintura, en especial la de Vicky Uslé (Santander, 1981), tiene en su interior muchas similitudes.
Ya el simple, título nos dice mucho: ‘Into habitats’; la pintura de Uslé construye, modela al tiempo que esculpe; se comprende como silueta pero también como contenedor de un espacio siempre evanescente, modulado por multitud de horizontes que se entretejen. Justo cuando el espacio está a punto de ser construido y la silueta perfectamente ejecutada, la pincelada toma otro rumbo, deshaciendo lo andado o construyendo más allá de lo esperado.
Lo así construido no es ni mucho menos un espacio, sino que debe de ser comprendido como una invitación a reconstruir la huella que queda, a reordenar el espacio de acuerda a nuevas coordenadas topológicas.
Su pintura, pese a valerse de la huella, del rastro y la expresión, dista mucho de poder calibrarse como expresionista, sino que tiene más de intuitiva y orgánica. Pese a que la completitud que busca está siempre por venir, sin duda alguna que es ahí hacia donde nos invita a mirar: hacia un horizonte siempre nuevo como prueba de un mundo en constante cambio.
Por su parte, la obra de Carolina Silva (Madrid, 1975), pese a entrar también de lleno en el mundo de la sugerencia y el apunte, pese a valerse igualmente del sueño y del recuerdo, más que a preocuparse por la construcción de habitats físicos, perceptivos en el sentido material de la pincelada, se preocupa más bien por otros espacios: los de la mente, los de la abrupta intimidad de nuestras representaciones más fantasmales.
Valiéndose de la figura del Zashiiki-warashi, figuras espectrales de naturaleza infantil pertenecientes a la tradición japonesa, la artista explora los territorios de lo no-obvio. Al igual que la casa donde habita el Zashiiki-warashi ha de reconocerle y venerarle para atraer a la buena suerte, de igual manera la artista nos sugiere un modo de aproximarnos al reino de lo íntimo, de lo que se deja dentro de un cajón par evitar que sea visto. En este sentido, reconocerlo, reconocer que al menos existe un ámbito donde no se sabe bien si se evita ver o no se desea ver, sus acuarelas nos remiten al territorio de lo secreto y de lo íntimo.
Sus dibujos desprenden una siniestralidad infantil donde una incomodidad en la percepción nos lanza en pos de aquello otro que no es visto. Efectos de perspectiva imaginarios, sombras misteriosas, el imaginario infantil subvertido por una extraña atmosfera, todo ello nos envuelve en nuestras propias vivencias haciéndonos comprender que, quizá, sea más bien lo intangible, lo transparente, lo efímero e impredecible lo que nos ha ido construyendo para traernos hasta aquí.
Como conclusión, ambas artistas enfatizan de manera magistral la importancia que la pintura, pese a las miles de muerte a las que ha sido lanzada, aún tiene para el arte. Capacidad de sugestión, de imaginar, de traspasar el umbral de lo obvio y lo presente, para dejarse embaucar por lo aún-no-construido o por lo no-mostrado. Pintura por tanto, y pese a la fragilidad de sus composiciones, de una contundencia muy poco común en la actualidad.

martes, 28 de diciembre de 2010

MI PRIMERA VEZ: ARTE CON MAYÚSCULAS EN CIUDAD REAL



MI PRIMERA VEZ
CONVENTO DE LA MERCED (CIUDAD REAL), hasta el 10 de Enero de 2011.

De antológica se puede considerar la exposición ‘Mi primera vez’ que hasta el día 10 de Enero se puede ver en el Convento de la Merced de Ciudad Real. Unos mismos intereses, la casualidad de pertenecer a una misma generación, haber expuesto en la Sala El Camarote o, incluso, el haber sido la mayoría de ellos becados por la Fundación Antonio Gala, no son más que meras oportunidades para darse uno cuenta de que, una vez más, el arte patrio, pese a quién pese, sigue vivo y coleando y gozando de, como suele decirse, una mala salud de hierro.

Ni mucho menos es una muestra de tesis, ni iniciática ni tampoco generacional. Pero la totalidad de los trabajos expuesto denota una íntima preocupación de la generación más joven por las corrientes más novedosas del arte contemporáneo. Desde el dibujo y la pintura hasta el vídeoarte más conceptual, la práctica totalidad de las técnicas tienen su ejemplificación en una exposición cuya nota media apunta alto.

Además de todo esto, la muestra es una magnífica ocasión para acercarse, de la mano de cuatro artistas ciudadrealeños, al arte más local. Cristina Megía, de Valdepeñas; Juanmi, de Manzanares; Paco Leal, de Alcázar de San Juan, y el artista, además de comisario de la exposición, Cuco, de Ciudad Real, son los responsables de dar a la exposición un carácter más autóctono, además de hallar sentido al porqué de exponer precisamente en Ciudad Real.

De entre ellos, es Cristina Megía la que nos parece destila mayor precisión en sus ejercicios. Postulando una pintura extrañamente realista deudora de los modos de Hockney, sus lienzos destilan, aún en su precisión composicional, un extraño reverberar de emociones que van de la familiaridad a la congoja y la siniestralidad. Lugares vacíos, esperas desesperadas, decorados siniestramente familiares, son los temas de una pintura que nos recuerda que, efectivamente, nada es lo que parece.


Dentro también de la pintura, y además de las interesante propuestas hiperexpresionistas de XX, cabría citar a Gorka G. Herrera que con sus naves industriales cercanas al derrumbe, propone una interpretación más sincera y apocalíptica del no-lugar postmoderno: si la globalidad nos equipara a todos, es más bien en su cualidad de basurero por donde habría que empezar.

Pero la exposición, como decimos, tiene mucho más que pintura. Antonio Blázquez, más conceptual, nos acerca con un interminable y rizomático work in progress al problema de la construcción/deconstrucción de las identidades. Teniendo al dibujo como soporte, su obra se adentra por el terreno de unas subjetividades, las nuestras, construidas siempre a medio camino entre todo el enjambre de voces que nos dan y quitan voz.

También cabría destacar la obra de Torregar que, en la línea de sus preocupaciones figurativas en torno al recién nacido, propone una obra a medio camino entre lo abyecto y la instalación donde una serie de cráneos de neonatos nos seducen con experiencias que van desde el extrañeza primera hasta la familiaridad en aquello que nos une: una insoportable ausencia de identidad.

Miguel Soler, más político en sus propuestas, se adentra con solvencia en lo más vaporoso del núcleo poder/saber: colgados del techo unos bocadillos de comics con frases ya hechas nos interroga acerca de la uniformidad de nuestras proposiciones al tiempo que nos inquieta provocando una fractura entre lo que decimos y lo que pensamos o, incluso, deseamos: ¿quién dice qué?, ¿soy yo quien dice qué?

Por último, citar a Miguel Ángel Moreno que con su obra ‘La nube’, proyecto de intervención artística en el paisaje en torno a una gigantesca golosina portátil, nos conduce por los terrenos de lo naif postmoderno, más en la onda de la inocencia perturbadora que del cinismo fin de siglo.

Todo lo hasta aquí dicho, sus doce artistas y más de cincuenta obras expuestas, hacen de esta exposición una cita ineludible para todo aquel que esté interesado en las vanguardias más contemporáneas de un arte que, cabe decir, solo se disfruta viéndolo en directo.

domingo, 26 de diciembre de 2010

COTIDIANEIDADES SIN HORIZONTE


ALFONSO BERRIDI: 'QUÉ HACEN Y QUIENES HACEN'
GALERÍA METTA: hasta 31/01/11

(artículo original publicado en 'Revista Claves de Arte':
http://www.revistaclavesdearte.com/critica/20883/Alfonso-Berridi-en-la-Galeria-Metta )

Bien podría decirse que la historia de la humanidad corre pareja a la historia de sus modos de representación. Y ésta, a su vez, queda ligada irreparablemente al lugar que el propio ser humano toma en relación a aquello que el rodea. De esta manera, no es nada descabellado decir que, al igual que el método científico ha sido de vital importancia para la imagen que el hombre se ha hecho de sí mismo, los modos y maneras de representarse dicen mucho de los momentos históricos por los que la humanidad ha ido atravesando.
En este sentido, es totalmente cierto que gran culpa del renacer del propio hombre tuvo en Giotto a uno de sus pilares básicos, al igual que, por ejemplo, cabe decir que Friedrich es de capital importancia para delinear las pulsiones románticas y vitales de principios de siglo XVIII, o que Piranesi supo intuir las paradojas de una razón que pretendía ser fundamentación última para el ser humano.
Autoconocimiento y líneas de fuga, racionalidad y línea del horizonte, subjetividad y profundidad de campo, son todas ellas síntesis fundamentales que atañen a la esencialidad propia del humano en cuanto seres eminentemente históricos.
Pero la línea de fuga se ha quebrado y la perspectiva ha quedado rota en una multiplicidad poliédrica de puntos de vista. La identidad de la episteme medieval que Foucault vio disuelta en el juego de la representación que suponía ‘Las Meninas’ -en cuanto no representar directamente aquello que se creía estar representando-, hoy en día ha quedado fagocitado en unos juegos de perspectivas que más que remitirnos a un ‘afuera’ y un ‘adentro’, nos remiten a un lugar desmembrado y fragmentado en su totalidad.
La obra de Alfonso Berridi (San Sebastián, 1958) incide precisamente en esta falta de horizonte para un hombre incapaz ya de hallar su lugar en el mundo. Si en sus anteriores trabajos ya jugaba con la extrañeza propia de los juegos de sombras, de lo anónimo en que parece haber encallado toda individualidad, en la presente exposición de la Galería Metta, y que se puede ver hasta el próximo día 31 de Enero, Berridi incide aún más en la teatralidad fantasmagórica de la vida moderna.
Asentados sobre el abismo de una línea que ya no supone ningún horizonte de sentido, sino más bien un laberinto cercano al derrumbe, grupos de personas parecen absortas en sus propios asuntos. Lo que en un principio parecía ser una fatua estetización del dibujo, pronto se resuelve en incómoda extrañeza, en siniestra familiaridad con esos grupúsculos de humanos. Y es que, recorriendo la sala, uno se percata de que las siluetas, aún en una falta de detalle que se resuelve en claustrofóbico anonimato, se repiten una y otra vez, y que, aquello de lo que se supone charlan, queda cada vez más sedimentado por capas de sinsentido y deshumanización.
La verdad que desvela la propuesta artística de Berridi supone una certera cuchillada en la fundamentación de nuestras ya de por sí débiles subjetividades: si, aún con todo, las figuras parecen concentradas serenamente en sus negocios, en su hojear y dialogar, la imagen invertida que nos devuelve nos interroga –y nos sentencia- de una forma apabullante. La extrañeza, el distanciamiento de estas figuras, viene a decirnos que, sin bien estos hombres parecen controlar sus vivencias –léase, sus mundos de sentido, sus posibilidades más existenciales- somos nosotros los que, irreversiblemente, hemos perdido el anclaje con el horizonte que nos contenía. Así y ahora, nos topamos cara a cara con la verdad más desnuda: asilamiento, incomunicación y anonimato son ahora nuestros existenciarios más propios.


¿Cómo entonces apelar a una nueva línea de horizonte?, ¿cómo entablar nuevas relaciones en nuestra diaria cotidianeidad sin perspectiva? Porque la necesidad de utopía, las condiciones de posibilidad del surgimiento de un nuevo ethos, pasan por la capacidad que tengamos de entablar nuevas relaciones entre las cosas, entre sus enunciados y el lenguaje.
Que la novedad que llegue a suponer el surgimiento de un nuevo régimen de relaciones se postule como nuestra salvación o como la más inocente de nuestras claudicaciones solo lo sabremos intentándolo. El propio Foucault predijo que bastaba que se generasen nuevas relaciones entre los saberes –saberes ya únicamente entre las palabras y las cosas- para que el hombre desapareciese “como en los límites del mar un rostro de arena”. Esta exposición, ese cosquilleo irrefrenable que supone ser expropiados de nuestra propia condición de seres humanos, íntimamente ligados a un horizonte de significación, nos dice que aún habita en nosotros la necesidad de comportarnos humanamente.

viernes, 24 de diciembre de 2010

IMAGENES DEL YO: LA PERVERSIÓN DE LA MIRADA


RAFA SENDÍN: ‘LA DOBLE NATURALEZA DEL ESPEJO’
GALERÍA FÚCARES (ALMAGRO): 18/12/10-26/02/10



Dentro de las diversas corrientes y estrategias con las que el arte contemporáneo queda caracterizado en este inicio de siglo XXI, quizá sea aquella que se preocupa por los dispositivos de la mirada la que más profundidad conceptual está consiguiendo. La mirada, el mirar, se ha convertido en la actividad principal del sujeto moderno y problematizarla redunda no solo en cuestiones estético-perceptivas, sino que queda anclada en los propios modos y maneras de darse la subjetividad en las modernas sociedades hipercapitalistas.
En este sentido, se ha pasado de una mirada a la que se le esconde aquello que, presumiblemente, ha de mirar –ejemplo preciso y quizá primero en la obra ‘Tisch’ de Gerhard Richter dónde mostraba una mesa tachada e imposible casi de distinguir- a un arte que se presente como negación absoluta de todos los dictados de lo ‘políticamente correcto’ dinamitando la dupla ‘permitir mirar/permitir ser’ –quizá aquí Santiago Sierra y su participación en la Bienal de Venecia de 2003 sea lo más conocido-. Y es que, desde que Marcel Duchamp nos legase para la posteridad, con su obra ‘Etánt donnés’, lo libidinoso de una mirada que tiene más de caprichoso, curioso y perverso que de candoroso sentido con el que aprehender el mundo, la mirada –más bien el no-mirar- se ha resuelto como el aquello con lo que hacer saltar por los aires el actual estado de nadería y obsolescencia social.
Teniendo esto en cuenta, el trabajo de Rafa Sendín adquiere significación propia al haber sabido conjugar de manera magistral la problematización del mirar con los procesos de producción de subjetividades –cifrados éstos en mayor medida, al menos en Occidente, en el órgano de la visión. El título con el que se presenta esta exposición en la Galería Fúcares de Almagro, y que se podrá visitar hasta el próximo día 26 de Febrero, no deja lugar a la duda: ‘La doble naturaleza del espejo’ nos remite a ese doble proceso de mirar y ser vistos donde no se sabe bien, y eso ya el psicoanálisis de Lacan lo descubrió, si es el sujeto quién mira al objeto o si, más bien, es el objeto el que devuelve una mirada invertida al propio sujeto con la cual éste ha de apañárselas para conformarse como persona.




Lo que nos propone Sendín es un juego de espejos (nunca mejor dicho) donde a unas imágenes se les ha sustituido la silueta del protagonismo humano por un espejo. De este modo tan simple, como decimos, además de prohibírsenos ver aquello que ‘originalmente’ pertenece a la imagen, nos enfrenta a un cara a cara donde nuestro adversario no somos sino nosotros mismos.
El decir no es lo dicho, lo mostrado no es lo señalado: la silueta recortada, eliminada, nos evidencia más la presencia de lo ausente que su mismo acto de aparecer. Y es más: esta, si se quiere, hiperpresencia de lo ausente se logra no representando –completando- lo eliminado, sino reconociéndonos nosotros mismos en nuestra propia imagen devuelta por el espejo. El resultado es una perversión de la mirada, un doblez en el hecho mismo de representar y, esencialmente, la creación de un ‘entre medias’ donde el ‘yo imaginario’ y el yo simbólico’ (el moi y el je que diría Lacan) se confrontan para quien sabe si devolvernos algo no solo desconocido sino incluso silenciado.
Porque, siguiendo en la onda psicoanalítica, eso y sólo eso somos: un conglomerado circunstancial de traumas y síntomas donde apenas nos reconocemos en una mirada que necesita ser velada, tachada, para poder ser soportada. Vernos cara a cara, sin la mediación del espejo simbólico que permite representarnos, duele. El simple hecho de lograr aunque sea un simulacro de esto que sucede a nivel inconsciente dice mucho de un artista que, pese a su juventud, sabe bien que la misión del arte no es otra que hacer rasgarnos los ojos de dolor.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

ARTE, IMAGEN Y TIEMPO EXPANDIDO: RAHA RAISSNIA EN LA GALERÍA MARTA CERVERA


RAHA RAISSNIA: 'GLEAN'
GALERÍA MARTA CERVERA: hasta el 06/01/11.
(artículo original publicado en 'arte10.com:
http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=383
Es ya conocido que, frente a los menosprecios sufridos por la fotografía durante años, los recientes estudios visuales privilegian cada vez más la imagen fotográfica en relación al cine o al video. Para ello, diferentes teóricos han desarrollado, a partir por ejemplo de las intuiciones de Bergson, las posibilidades que para la creación de un tiempo expandido tiene la fotografía.
Y lo cierto es que el movimiento es lo que media entre dos lapsus de tiempo inasibles para la percepción humana. Así, lo único que hace el cine es apoyar la ilusión fantasmática de la percepción humana de ver un continuo abstracto en lo que, fehacientemente, solo son cortes infinitos de espacio-tiempo. A este respecto Deleuze no duda a la hora de decir que “el cine nos presenta un falso movimiento”.
Lo propio del cine entonces, frente a la capacidad fotográfica del tiempo expandido, es crear un corte móvil que se desplaza temporalmente a lo largo del plano-secuencia creando la ilusión de un todo acompasado de movimiento y tiempo: la imagen convertida en imagen-movimiento por mor de la técnica.
Por el contrario, la duración, el todo del movimiento, no es nunca algo dado de antemano exterior a las cualidades matéricas del propio movimiento, sino que es su propio carácter de abierto lo que le esencia originariamente. El tiempo inscribe la huella del movimiento abriéndose a la duración: “allí done algo vive, hay, abierto en alguna parte, un registro en que el tiempo se inscribe”, decía Bergson.
Así pues, y concluyendo, es falso que el movimiento sea la sucesión de imágenes instantáneas; lo que hay realmente son imágenes-movimiento desplazándose como cortes móviles de la duración, hecho el cual expande -abre- el tiempo a un todo dado siempre como Abierto. Solo así pude sostener Deleuze que “el tiempo como intervalo es el presente variable acelerado, y el tiempo como todo es la espiral abierta en los dos extremos, la inmensidad del pasado y del futuro”.
El problema por tanto es que el cine, pese a su falsa promesa de movimiento casi mimético con la realidad, enfatiza la imposibilidad humana de expandir perceptivamente el tiempo en una duración inabarcable que se de como un todo en lo abierto de un pasado inmemorial y un futuro incognoscible. Pero no solo eso: hacer de la vida un relato, un irreal fantasmal, renunciar a horizontes siempre abiertos de sentido por un saber implícito y siempre calculable en lo ya-dado, apoyar a la imagen en su tarea de comprender el mundo como imagen, esos y no otros son los verdaderos senderos de una técnica, la cinematográfica, que, pese a lo comúnmente sostenido está a años luz de las capacidades artísticas de la fotografía.
Bien valdría aquí, aun en su inexacta brevedad, una nota a lo Heidegger: el cine abre el mundo imponiéndose como técnica, como cálculo inexcusable que nos remite a una destinación ya-dada, cerrada en las propias posibilidades de una técnica que impone no una imagen del mundo sino un mundo como imagen siempre presente –y del presente.






Lo tétrico es que, a estas alturas, ahora cuando hasta el mero acto de pensar se impone como tecnológico, la ideología tecnológica, cifrada en una industria de la conciencia que no ofrece “una visión deformada de lo real, sino que asume por entero el encargo de producir (o confundirnos con respecto a) la única forma en que lo real puede a partir de entonces darse” (José Luis Brea), se nos impone como clausura y dominio del campo “imaginariamente real de la totalidad del tiempo como tiempo vacío de la historia, como ahora pautado por la energía técnica” (de nuevo Brea).
En conclusión, si algo urge al ámbito de lo artístico es el propiciar relaciones con la técnica que desestabilicen el campo de dominio en el cual la técnica apuesta por un mundo como imagen, como algo ya dado en la presencia de lo ente, para, desde ahí, resemantizar el lapsus temporal que media siempre en la percepción del tiempo.
El arte no es de ninguna de las maneras mediación con lo que traer a la presencia lo asegurado del ente, no es temporalidad siempre-presente en el régimen de lo dado, sino que, muy por el contrario, es apertura vivencial en el desocultamiento del aparecer como verdad, es insumisión escópica contra la centralidad de la mirada que privilegia la factibilidad del presente y es, por último, apertura utópica capaz de hacer de la rememoración y la anticipación claras estrategias fenomenológicas desde donde ampliar el tiempo expandido de nuestro campo vivencial.
La obra de Raha Raissnia (Teherán, 1968) que ahora mismo puede verse en la Galería Marta Cervera de Madrid hasta el día 6 de Enero parece tomarse muy en serio las directrices heideggerianas de que el peligro no es la técnica –en este caso la cinematográfica- sino la esencia de la técnica, de manera que, dado que la esencia de la técnica no pertenece a la técnica, es necesario ir a otra parte a buscarla: al arte.
En este sentido, si lo cinematográfico en cuanto técnica se impone como mediación de una temporalidad dada siempre como presente –siendo el corte, los famosos 24 fotogramas por segundo lo que consigue la ilusión de movimiento temporalizado-, sus obras problematizan magistralmente aquello precisamente que posibilita la Ge-stell (el imponerse) de la técnica: el mero acto de ver.
Para sus pinturas, Raha Raissnia parte de lo que bien pudiera ser un fotograma para, usando la técnica del collage y el encolado, crear un juego de sombras que dinamicen la inherente presentabilidad del fotograma para ir en busca de una dimensión oculta, en mayor medida la temporal, capaz de crear una disensión, un cortocircuito, en una mirada, la nuestra, acomodada en las virtualidades del presente cinematográfico. Dotando a dicho presente de una extraña heurística, de un extrañamiento surgido del resonar de una superficie contra otra, Raissnia consigue volatizar la presencia de la inmediatez del ‘aquí y ahora’.

Sin embargo, es en uno de sus collage cinéticos (Tender Laps) donde alcanza la profundidad suficiente como para dotar a su obra de plena significación. Uniendo imágenes estáticas -160 diapositivas pintadas a mano- con la proyección de una película de 16 mm reconstruida a base de cut & paste de otras imágenes o películas de cine de archivo, Raissnia crea una temporalidad siempre desplazada, un ritmo desacordado pero que, en su acronía, parece perseguir algún extraño rito.
Acompañándose las imágenes con la música de Charles Curtis, la obra consigue crear un detournement nómada donde nada, en realidad, se consigue ver pero donde, por el contrario, nuestro pensamiento parece vagar en una presentabilidad muy diferente a aquella otra que surge del dictado del presente técnico.
Que aquel “inconsciente óptico” de Benjamin se haya tornado en inconsciente maquínico no debe de ser óbice para dejar a la técnica que se nos autoimponga, que triunfe a la hora de imponer su presente de manera absoluta, sino que, más bien, va siendo hora de sacar de las potencialidades de la propia técnica aquello que nos redima de la violencia de un tiempo-siempre-presente, de una mirada adiestrada en su capacidad de ver todo reducido a imagen-presente. Como dijo un poema citado por el propio Heidegger, “allí donde habita el peligro, crece también lo salvador”.

viernes, 10 de diciembre de 2010

ARTE EFÍMERO: TIEMPO-CERO COMO EXPERIENCIA LÍMITE EN EL ARTE


ON & ON
LA CASA ENCENDIDA: 19/11/10-16/01/11

De todas las categorías que han quedado reducidas a cero en la frenética carrera con que el arte contemporáneo se ha desarrollado en la última mitad siglo, quizá sea la que apela a su fragilidad temporal la que ha producido un mayor terremoto conceptual a la hora de enfrentarnos a la propia obra de arte. Un arte, entendido como sustento y soporte de unos imaginarios colectivos condensados en la durabilidad de unos relatos estructuradores de la realidad global, ha quedado desbaratado por diferentes intensiones que remiten a una fuerza interior de tal envergadura que hace de la destrucción y de su carácter de efímero la esencia propia del arte. Sin embargo, este destino del arte, lejos de ser comprendido, parece estar preso de tales contradicciones que reducen lo artístico a mera instancia inútil, cuando no mero campo abonado para la estupidez. A intentar una reflexión acerca de las efectivas condiciones de producción artística, así como al modo y razón en que éstas quedan inexorablemente ligadas al límite de una durabilidad-cero, apunta esta exposición que hasta el día 16 de Enero puede verse en La Casa Encendida de Madrid.

La cosa viene de lejos. Y es que casi parecería ser un error de bulto cometido por principiantes el seguir apostando por un aroma de eternidad en relación al arte contemporáneo. Incluso, abriendo el abanico hasta sus más claros antepasados, el asunto tendría el mismo gusto por el equívoco. Desde las fuerzas nocturnas e irracionales desplegadas por el yo-creador del genio artístico, pasando por el malditismo y satanismo de figuras claves como bien pudieran ser Baudelaire o Sade, el arte parece haberse aliado con lo fantasmático y febril en clara lucha con la sed de durabilidad que habita en el aparecer de lo bello natural –lugar éste, como no, del surgimiento de la verdad y la bondad de todo lo eterno.
Un poco más tarde en el tiempo Mallarmé sentencia: “la destrucción fue mi Beatriz” –sentencia ésta que no ha de tomarse como la sintomatología precisa de un fin de siécle enfermo de art pour l’art, sino la más clara concreción de lo paradoja fundacional del arte: en la trama por la cual el arte viene a rencontrarse con la plausibilidad de una certera autonomía –concretada en el grado-zero de toda expresividad-, la destrucción es el más corto y preciso de los caminos.
Trazando una breve historiografía contemporánea, tres son, pensamos, las fuerzas intensivas que han venido a confluir en la catalogación contemporánea del arte como efímero en contra del tan vanagloriado désir de durer de las obras clásicas. En primer lugar, la crítica del fetichismo de la mercancía que, junto con un énfasis en la autoreflexividad del arte –movimientos ambos referidos a lo conceptual y minimal de los años sesenta-, ha provocado una virtual desmaterialización del objeto artístico. En segundo lugar, la estética postmoderna, adjetivada a grandes rasgos como estética nihilista, tiene en la teoría de lo sublime de Lyotard (heredera también clara de lo sublime kantiano) un rasgo de relevante importancia a la hora de proponerse como crítica de los actuales regímenes panópticos de visibilidad, haciendo de la ceguera el, como diría Benjamin, “inconsciente óptico” capaz de subvertir el actual régimen de lo dado.
Por último, la propia obra de arte, entrada de lleno en la era de la reproducibilidad técnica, desbarata por completo sus referencias auráticas -de culto- haciendo que la temporalización que la atraviesa como producto socialmente producido quede referida a un instante descoyuntado en su mismo emerger temporal. Así, en esta profusión de imágenes en que queda cifrado el régimen económico del simulacro telemático, cada reproducción queda referida a un instante que, en la hipernovedad, queda destruido en el mismo momento en que se propone como imagen. Tanto es así, y aquí tenemos ya un primer acercamiento al tema que nos ocupa, que en el límite de la reproducibilidad, lo efímero adquiere rango de eternidad. O, dicho de otro modo, en la actual sociedad posthistórica y postutópica, la destrucción ha devenido aurática.



Es decir, el tiempo interior a la actual obra de arte no ha dejado de ser aurático, sino que, más bien, ha sido la condición del propio aura lo que ha cambiado. Si Benjamin definía al aura como “la captación de una lejanía” en referencia directa a un valor de culto adquirido durante el tiempo, el aura ha quedado, hoy en día, despojado de todo carácter mítico, ritual o mágico, para proponerse como potencialidad referida a un tiempo que se desmigaja, que se descompone y que queda reducido a una serie de instantes que se fagocitan en su propia reproducción. Así, si el arte, digamos tradicional, recoge sus potencialidades de la profundidad semiótica adquirida durante siglos –presencia, durabilidad, etc, pueden ser sus principales características-, ahora el arte, catalogado como efímero, recoge potencialidades destruyendo el tiempo, aniquilándolo y reduciéndolo a duración-zero.
Así por tanto, desmaterialización del objeto artístico, ceguera como régimen panóptico contrario a la hipervisibilidad promovida por el poder máquinico del signo-mercancía, y destrucción aurática en un tiempo que se desvanece en su mismo producirse, son los tres pilares sobre los que se erige la actual producción artística que toma de su calidad de efímero las potencialidades utópicas que antes recogía de su capacidad de atesar un tiempo dado siempre como perdurable.
En este sentido ha de quedar claro que la destrucción como modo de producción postmoderna no es por tanto un capricho de los popes del invento de ‘eso llamado arte’, ni un intento de despistar al personal, ni, mucho menos, la forma preferida en que lo idiota-artístico ha ido a converger con lo incomprensible de un arte tildado de engaño por el ciudadano medio, sino que, muy por el contrario, la destrucción queda referido al caudal necesario para que la obra de arte reaparezca como potencial emancipador y utópico.


Dicho sea de otra manera, si, siguiendo aquí a Guy Debord, el futuro se cumple irrebasablemente en el espectáculo, dándose éste como forma-mercancía acabada en la imagen-presente como objetivación precisa de una determinada cantidad de flujo capital, si el actual régimen del espectáculo concretiza y cierra la posibilidad de pensar el futuro en una presencia que llena el campo de lo social –y con ello igualmente el campo de la praxis- dándose todo lo ente bajo la categoría de la hiperpresencia de lo espectacular, el arte se ve en la necesidad de replegarse en su capacidad de autodestrucción para así, como pretendía hacer Benjamin, hacer saltar el continuo del tiempo y romper la factualidad de un futuro que es siempre ‘ya dado’ por el sistema
Ampliando aquí el campo de lo teórico sobre el que sustentar una crítica sustancial de lo efímero, podemos bien decir que es que, en la destinación propia del propio concepto de arte, en su específica negatividad, al arte no le ha quedado más remedio que proponerse en su autoaniquilación: si en la dupla racionalidad/mímesis en que queda cifrada la producción artística, el propósito del arte ha sido siempre proponer un regreso mimético a la naturaleza merced al carácter de aparecer que toma toda representación, lo cierto es que los instintos artísticos y creadores de una naturaleza que recoge sus potencialidades del hecho de ser interpretadas dionísicamente, se ven arrasados por una pulsión de muerte que ve en la propia autosuperación del arte la razón de ser de su tendencia a la aniquilación.
Si el arte conceptual va en esta línea -en el sentido de que a la idea estética no le hace ya falta ni siquiera su carácter de ‘aparición’- el arte efímero desdibuja las propias lindes de la facturación artística proponiendo un ‘más allá’ que raya no ya en su autocuestionamiento escópico, sino en su mero hecho de sustentarse con carácter de durabilidad –carácter ése indiscernible a toda representación.



Si se quiere, el arte efímero sería el último estadio del carácter de irreconciliado que está en la base de la esencia del propio arte. Si ya en Hegel el autoreconocimiento consciente que verifica la forma propia en que el pensamiento se vuelve consciente redunda ya, en su mero acto de aparición, en una determinación histórica más del pasado que del presente (pues toda determinación objetiva del Espíritu es dialécticamente superada en un presente que es ya desde siempre sido), si Adorno apunta igualmente a un ‘más allá’ del propio concepto de arte para el cual la síntesis de lo disperso que asume una apariencia de reconciliación solo puede ser conocida como tal volviéndose contra sí misma, de manera que “el arte es verdad solo en la medida en que haga aparecer lo real como irreconciliado”, entonces el arte efímero vendría a ser la última estación de un arte que en su querer ganar tiempo al tiempo de su imposible reconciliación no tiene más remedio que subvertir los ordenes y, más que seguir desdoblándose miméticamente en una segunda naturaleza, autodestruirse a sí misma.
Normal entonces que en esta poetología del proceso en que ha venido a encallar la producción artística contemporánea, sea la rememoración y la arqueología la metodología preferida para proferir potencialidades utópicas a una reificación y objetivación, la de la obra de arte, inconclusa en su ‘ir más allá’ de sí misma y que remite siempre ya a un tiempo descoyuntado y desmembrado.
Y normal también entonces que más que el símbolo sea la alegoría la forma preferida de representación postmoderna. Si la primera supone una relación entre la parte y el todo temporalizada en una durabilidad y permanencia del propio símbolo, la alegoría se caracteriza por lo inexpresivo y por la aparición de lo fantasmal en que queda remitida toda crítica sustancial de la apariencia. En la alegoría el pliegue de representación queda sellado debido a una duración –en el sentido más bergsoniano del término- reducida a cero y que imposibilita la súbita aparición quedando todo reducido a una forma inexpresiva.
Dicho sea de otro modo, si el tiempo es la forma donde se coagula la vida, si el carácter de apariencia del arte se hace verdad en la expresión de un símbolo, es por tanto en lo inexpresivo de un aparecer remitido siempre a un devenir temporal que está sin consumar siempre en cada instante por donde se cuela lo destructivo del arte y, como no, de la propia vida.



Eso, precisamente, es lo que nos ofrece está magistral exposición: arte y vida luchando por concretizarse en lo irrepetible de unos instantes sobredimensionados en cada retorno y devorándose en cada diferencia; arte y vida experimentándose en la frenética temporalidad del diferir de diferencias, hecho éste que, contra lo comúnmente afirmado, es la única manera de que el campo de lo posible –aquel que interseca perpendicularmente con el campo de lo real- devenga verdadero campo abierto a la fuerza utópica de lo vital.
Si la pregunta que nos esencia como humanos es aquella que nos invita a interrogarnos sobre lo que nos es lícito esperar, el arte, con su inherente potencialidad a la hora de experimentar una temporalidad siempre otra y diferente, nos abre el campo perceptivo de lo posible. Así pues, de esperanza es de lo que nos habla esta exposición que tiene en la destrucción y en la noción de efímero la llave de paso para una experiencia verdaderamente estética de nuestras vidas.

martes, 30 de noviembre de 2010

MARIO TESTINO O EL ESPECTÁCULO DEL OPROBIO


MARIO TESTRINO: TODO O NADA
MUSEO THYSSEN: hasta 09/01/11

“La cuestión para el artista actual ha de plantearse en los siguientes términos: cómo intervenir en el curso de los procesos de construcción social del conocimiento artístico de tal manera que éste no pueda ser instrumentado en beneficio y cobertura de los intereses del nuevo capitalismo
José Luis Brea

“El espectáculo es la pesadilla de la sociedad moderna encadenada que no expresa más que su deseo de dormir”
Guy Debord


La paradoja sobre la cual se fundamenta la producción artística ha tomado, en esta época nuestra, tintes ya de inequívoca destinación: la tan deseada autonomía del ámbito artístico ha de quedar insertada, para su efectivo cumplimiento, dentro de una total disolución de lo artístico. Es decir, para que se cumpla la promesa de autonomía que el arte guarda en su seno, éste, el arte propiamente, ha de quedar desactivado de toda actualidad y, obviamente, resistencia.
Como conclusión, por tanto, una sentencia, tan aterradora como cierta: el arte está en todas excepto… ¡en el propio arte! Y esto, justamente, es lo que sucede actualmente: la difusa estetización de cualesquiera mundos de vida trae consigo un renuncia en toda ley a los primados emancipatorios sobre los cuales se erigió la producción artística ilustrada.
Si la modernidad supone, según Weber, una racionalidad cada vez más tecnificada de los diferentes ámbitos, recayendo éstos en aparatos separados y extremadamente burocratizados, desposeídos todos ellos de su vertiente escatológica y, cuando menos, utópica, lo cierto es que el mundo de la posthistoria, éste en el que ahora nos encontramos, ha conseguido tensar estos primados teóricos hasta la atomización completa de cualquier experiencia, siendo, como no, la artística la experiencia a la que quedan remitidas todas ellas, dándose por tanto todo acontecer de lo real en una ontologización débil, estilizada, cínica si se quiere, heredera precisa de la máquina que Nietzsche supo ver como núcleo de la razón occidental: si todo efecto de sentido se otorga desde determinada ideología funcionando ésta como interpretación “verdadera”, es la experiencia artística la experiencia más capaz de desactivar la ideología de base que privilegia ciertas interpretaciones frente a otras. Dionisios, en vez de Apolo, un dios que baila en vez de un dios que sentencia, el Eterno Retorno en vez del reinado de lo Mismo.
Pero la estrategia de la voluntad que desea siempre el propio deseo se transfigura precisamente en aquello de lo que pretende huir: si toda relación de sentido se ha de dar dentro de forma determinada de la experiencia estética, basta con conseguir una proliferación perfecta de éstas para que el sentido quede hueco, adormecido, nihilizado en unos juegos de interpretación que, se quiera o no, siempre van parejos al capital y al poder maquínico del signo-mercancía.
Y es que, la maquinaria del sistema opera re-estrateguizándose a cada instante y consiguiendo la plusvalía máxima, en cuanto a eficiencia y productividad, destinándola al instante siguiente a una sobrepotenciación de la voluntad en su deseo de desearse a sí misma. Y es en este sentido, facilitando la tarea a la maquinaria del poder del signo, donde lo artístico ha venido a entablar un diálogo de igual a igual con cualquiera otra de las instancias destinadas a privilegiar un momento en la reificación del objeto/mercancía como determinación esencial de una determinada cantidad de poder.

A este respecto, y siguiendo en esta línea, quizá sea demasiado obvio decir que dos son los rasgos a los que queda remitida esta estetización de los mundos de vida actuales: por una parte, la expansión de las industrias audiovisuales, massmediáticas y del entretenimiento, convertidas ahora en poderosísimas maquinarias transestatales, y, por otra parte, la exhaustiva iconización del mundo contemporáneo, un mundo reducido, ahora sí y con Heidegger, a pura imagen.
Sin embargo, subsumiremos estos dos rasgos definitorios de la estetización radical de las experiencias de vida actuales para remitirnos a un problema más urgente y con el que, esperamos, desactivar una crítica ridícula e inocente del asunto que nos traemos entre manos –asunto que no es otro que la entrada, en particular, de Mario Testino en el Museo Thyssen, y, en general, la cada vez mayor proliferación de estas deserciones de sentido dentro del campo propio de lo artístico (deserciones, claro está, hechas a golpe de estrategias de marketing, y que ponen a prueba la robustez de un sistema basado en esas dos premisas: la globalización de unos mass media que bombardean en tiempo real al planeta entero, y una imaginaría cultural arrodillada frente al plebiscito de lo hiperpopular-fantasmagórico de –se me entenderá- “lo que sale por la tele”).
Y digo esto porque, la tan manoseada recurrencia a la estetización generalizada de cual sea posibilidad de experiencia, así y pese a las capacidades de crítica que ésta situación conlleva, no se sabe hasta qué punto ha de quedar insertada dentro de las capacidades emancipatorias que las primeras vanguardias supieron ver. Es decir, una crítica reducida a la estetización del campo existencial queda, se quiera o no, vertebrada en relación a un imposible utópico, a una destinación vital del ser humano, la cual ha de pasar a través de la “muerte del arte”, vía estetización de la vida cotidiana, para hacerse efectiva.



Así, si queremos escapar a una crítica que no cojee de cierto “determinismo histórico”, que no trivialice las sangrantes actuaciones de los mandamases del tinglado artístico, que no halle cobijo en el parabién de las cifras –mayormente de espectadores-, que no vea una “simplona” epocalidad de lo artístico y que, por tanto, no banalice la resistencia del hecho artístico en poses adulteradas que, se quiera o no, o buscan descaradamente su trozo de tarta, o, como mucho no suponen más que la imagen invertida a los procesos denigratorios con los que el arte contemporáneo se enfrenta a diario, si no queremos –repito- ser presa de una contraréplica tirada con buen tino acerca de las posibilidades que para el arte pudiera tener una disolución en los mundos de vida, hemos de hilar más fino
Porque, a fin de cuentas, y como hemos señalado al comienzo, la paradoja fundacional del arte tiene aquí campo abonado: autonomía del arte y disolución del arte son conceptos, epocales y dados como destinación efectiva del propio concepto del arte, que no llenan por completo el campo de lo artístico, sino que se dan el uno al otro en contradicción y paralogismo constante.
Con hilar más fino nos referimos a intentar pensar esta aparente dualidad autonomía/disolución como lo que efectivamente es: una apariencia más en manos de la lógica del capital. Y es que, a poco que se reflexione, uno se da cuanta que la paradoja queda reducida a mero juego de apariencias entre un afuera y un adentro, entre una autonomía y una disolución, que, según los modos efectivos de producción material del capital, son, ambos, dos momentos de lo falso.
Así entonces, la lógica que sigue la actual producción artística, la lógica que hay que desvelar para llegar al núcleo originario de su génesis, no es otra que aquella que subsume en lo falso la dualidad, dialógica o dialéctica, de la historiografía de los sucesivos momentos de verdad del propio concepto de arte: es decir, no ya tanto la lógica del simulacro sino la lógica del espectáculo. Si en la primera el simulacro consigue hacer saltar por los aires cualquier referencia a momento de verdad, en la segunda, en el espectáculo, es donde, realmente, lo falso se torna verdad, es decir, toma apariencia de verdad. “En el mundo realmente invertido lo verdadero es un momento de lo falso”, sostenía Guy Debord.



Así pues, y pese a pensarse que la estetización de las formas de vida diluyen la pretendida autonomía del arte –con o sin identificarse así con sus utópicas potencialidades-, lo cierto es que la estetización cotidiana redunda más bien en una separación más precisa delineada por la lógica del espectáculo y llevada a cabo por la hiperinstitucionalización de cual sea producción artística.
Manteniendo al arte en una esfera de no-contaminación mediada, como no, por una aparente estetización de todo lo circundante, el arte queda reducido a un guiñapo de sí mismo, a una frusilería de salón donde –y esto es lo sangrente- su apariencia, el momento de falsedad, queda confundida con su momento de verdad, tergiversándose hasta tal punto su destinación epocal, que el más radical de los fracasos se torna inequívoca victoria. José Luis Brea sintetiza como nadie esta amputación del propio arte llevada a cabo por una lógica que invierte, quizá ya para siempre, los valores de verdad y falsedad: “la función que se le consiente al arte no representa sino su radical fracaso”
La institución-Arte, aplantillada por la lógica del espectáculo, disuelve la dialéctica histórica del propio concepto de arte invirtiendo los papeles y haciendo ver una separación institucionalizada y burocratizada como el mayor de los triunfos del arte: aquel que, definitivamente, redunda en capacidades y en experiencias emancipatorias para el ser humano.
Así pues, y dejando para otro momento las consideraciones que haya que hacer acerca de la lógica del espectáculo, lo cierto es que no basta con decir que esta exposición, la de Testino en el Thyssen, no es una exposición de arte, no basta tampoco con aducir razones privadas de institución para con la baronesa –o quien sea haya decidido esta tropelía-, y no basta, mucho menos, con comprender la entrada en museos y centros de arte de pseudo-artistas con glamour como un momento, divertidísimo, de la carrera frenética en que la propia institución-Arte ha entrado.
Porque, exposiciones como esta, aún comprendiendo todo lo que haya que comprender, redundan en una atrofia de los propios modos de adquirir significado a través de experiencias estéticas, en una reducción de las capacidades de semantización, de resistencia y de, sobre todo, apertura utópica que el propio arte es capaz de desplegar. Exposiciones como esta cierra el acceso, nos cierra el acceso, a otras posibilidades de pensar, de sentir, y de abrir el tiempo.
Porque, y por último, si como decía Debord, “el espectáculo es el capital en un grado tal de acumulación que se transforma en imagen”, las imágenes de las top-models, de las actrices o cantantes retratadas por Testino no son más –ni menos también se me dirá- que la consumación de cualquier tiempo futuro, la impostura de unos modos de tener experiencias que no redundan más que en el sobrepotenciamiento de la voluntad de desear que se toma a sí misma como medio y como fin.

lunes, 29 de noviembre de 2010

IMAGEN-TEXTO O LA PROFUNDIAD DEL SILENCIO


IVÁN NAVARRO: TENER DOLOR EN EL CUERPO DE OTRO
GALERÍA DISTRITO4: hasta 04/01/11

(artículo original en Revista Claves de Arte:
http://www.revistaclavesdearte.com/critica/20834/Ivan-Navarro-en-Distrito4)

Al principio de su novela Tokio blues, Murakami nos relata la historia de un pozo, un pozo muy hondo donde, de cuando en cuando, cae la gente sin otro futuro que esperar una lenta y certera muerte. La imagen, obviamente, no es nueva: el pozo contrarresta a la perfección la imagen bucólica que el humano medio se hace de la existencia: felicidad, seguridad, comodidad… todo se tendrá a condición de seguir por la senda del camino recto.
Del arte se pueden decir muchas cosas, pero quizá una de las más obvias es que le fascina encontrarse cara a cara con el pozo y, de ser posible, simular una abismal caída.
La tradición romántica, de la que ha dicho recientemente Badiou que es de aquella contra la que luchamos, es aquí experta. Sellar la herida entre lo nouménico y lo fenoménico, entre la realidad y la idealidad, entre la necesidad y la libertad, no tenía otra forma de llevarse a cabo que no fuese arrojándose sin miedo en el pozo de la genialidad, de lo sublime o de la subjetividad prometeica.
Pero no es que el arte sea cosa de arrebatos locos ni de psicodramas con tendencia a explorar otras puertas de percepción, sino que, asentado en la dualidad que media entre mímesis y realidad, le es imposible cumplimentar ambas instancias. Adorno lo supo bastante bien y por eso su estética no termina sino arrojándose al pozo de la rememoración y de la (im)posible redención: “en el conocimiento discursivo la verdad se encuentra desvelada; pero a cambio él no la tiene”. Apariencia de reconciliación, expiación de culpas, etc: el arte se torna dramático porque descubre que su destino, la destinación de su concepto, no parece ser otro que el tirarse por el pozo del sinsentido.
Pero, en el recuento de antinomias con que el arte queda caracterizado, se nos ha olvidado la que aquí nos importa: la que media entre la imagen y el signo. Porque el arte, aún haciéndose remitir a la productividad de imágenes, recae una y otra vez en lo discursivo. La razón para que esto haya sucedido es más que obvia: el arte ha aparecido siempre como discursivo porque en la necesidad que tiene la esencia de aparecer necesita un soporte, es decir, un signo –siendo la palabra el más privilegiado de todos ellos.
En una de los siempre últimos suicidios del arte arrojándose al pozo, cierto conceptualismo redujo la antinomia a una absurda estetización: si Sol LeWitt advirtió que sus sentencias-manifiesto no eran arte, sino solo “ideas acerca del arte”, privilegiados artistas decidieron hacer de dichas sentencias pequeñas obras de arte vía absurda estetización formalista-lumínica.
Pero lo cierto es que, afortunadamente, los tiempos han ido cambiando y del maridaje conceptual-formalista hemos ido pasando a un nietzscheanismo que sabe demasiado bien que el signo, la palabra, más que denotar idealmente mundos posibles, nos lanza, otra vez, por el pozo sin fondo de la interpretación, de los efectos de verdad y de sentido.
La actual exposición de Iván Navarro (Santiago de Chile, 1972) en la Galería Distrito 4, y que se pude ver hasta el próximo 8 de Enero, parece ser el epígono perfecto a esta historia: la del signo-texto y la de la propia violencia con que éste se ha autoimpuesto en la Modernidad entera. Y lo hace justo ahora, ahora cuando, en palabras de José Luis Brea, “nuestra relación con los discursos, con las formas de vida, con los programas éticos, con las teorías y los paradigmas críticos o científicos, todas ellas aparecen prefiguradas por la forma de la experiencia estética”.




Pero es que, si se ve su carrera en perspectiva, no le quedaba más remedio. Si bien su fragilidad formal –la de unos objetos cotidianos recortados con tubos fluorescentes- nos remitía a una profunda amenaza, a un abismal miedo oculto en el deseo o en la comodidad, Navarro parece haber descubierto que la violencia originaria no es otra que la que ejerce la palabra. Porque si las políticas ergonómicas de lo ocioso y acomodaticio –plausiblemente las del deseo- quedan cercenadas en sus anteriores obras en un formalismo estético que nada tiene de inocente, lo que nos propone ahora es el descenso al pozo del lenguaje para, dese ahí, intentar una mínima trabazón, un microefecto por donde todo significado se desliza a través del dolor, la memoria y la vida.
Así pues, recontextualizar la palabra, dotarla de aquello que originariamente la esenciaba, remitirla a un olvido, a un dolor silenciado en la memoria de todos cuantos nos ha precedido; es decir, deslizarse por el pozo sin fondo del tiempo para hacerla resurgir en un nuevo vuelo. Estamos en las lindes del aparecer del ser en la palabra poética: Heidegger y la palabra como casa del ser, Victor Jara y la poesía como rebelión contra el olvido. Eso, precisamente, que nos llama cuando nos asomamos a los callados tambores por donde las palabras se deslizan: promesa y olvido, barbarie y redención, el dolor condensado de nuestra propia historia.
Magistral, en resumidas cuentas, esta exposición que nos recuerda que para luchar contra la barbarie la primera tarea es liberar al lenguaje y, más importante aún, que para ello no hay más opción que lanzarnos por el pozo del sinsentido de donde, como en la novela de Murakami, no sabemos muy bien qué nos espera.

martes, 23 de noviembre de 2010

Decir ‘no’: Políticas De La Resistencia / Políticas Del Silencio


(artículo original en 'esferapública': http://esferapublica.org/nfblog/?p=12385)
INTRODUCCIÓN
El gesto de decir NO al Premio Nacional de Arte por parte de Santiago Sierra, más allá de apuntar a retóricas moralistas y éticas (sin duda también importantes y de las que luego nos ocuparemos) apunta de manera certera y precisa al núcleo, quizá fantasmagórico, en que todo arte político (¿hay arte que no se apolítico?) queda enmarañado.
Y si decimos fantasmagórico no es por otra razón sino porque es a su cualidad de (él también) efecto de superficie inferido de una multiplicidad de efectos de sentido hacia la que hay que dirigirse para intentar descifrar la antinomia de la que es presa el arte contemporáneo desde su gestación como producción ilustrada.
Así a vuelapluma convendríamos en que por arte político debe entenderse aquel arte que propone la creación de espacios públicos, sin recurrir a la violencia que siempre media en todo aparente consenso, sino más bien a la expresividad que surge de una racionalidad dialógica. De ahí que, también creo convendríamos, todo arte sea político (aunque, claro está, y si se me permite la boutade unos más políticos que otros).
Sin embargo, siendo esto así, pareciendo que la destinación del propio arte es la de ser político (ser desvelado como político si se quiere), la multiplicidad de estrategias para que el arte sea adjetivado como tal suele ir de lo chabacano a lo decadente, de lo moralizante maniqueista a la tergiversación espectacular en la provocación gratuita
No por otra razón Mieke Bal señala, en el último número de Estudios Visuales, “ser reacia al arte político que se proclama a sí mismo en voz alta como tal”, arte para Bal que, “por señalar con un dedo moralizador a lo ‘dominante’ –ideología, clase, institución, pueblo- proclama su propia inocencia”. Es decir, e incidiendo en lo que se desprende de estas palabras, lo que se sigue de un arte que para ser capacitado como tal (por las instituciones, por críticos, por, en general, el sistema-arte) ha de ser dicho como arte político, es una proliferación de unas prácticas que, en su candidez, van en sentido contrario al que, tan majestuosamente, pregonan. Y es que inocencia sería, hoy por hoy, la palabra contra la que tendrían que estar vacunadas la totalidad de la producción artística.
El signo lo sabe todo y aparece ahí justo antes de que nosotros lo creamos haber desvelado. La verdad se da por antelación, el arte aparece trabado en un juego paralogístico de contraefectos de sentido que zigzaguean en un campo topológicmante liso y rizomáticamente comprendido. La consecuencia de todo ello es más que obvia: el sistema ha conseguido lo que pareciera imposible: el traer para sí toda retórica de la resistencia y, dulcemente, desactivarla. En palabras de Rancière “aquellos que se rebelan contra un sistema son cómplices tácitos de este sistema, engañados por el mecanismo de inversión ideológica”. Conclusión: la fantasmagoría del signo-mercancía realiza la proeza de transvestirse en la propia cara del que cree haber realizado el gesto bienintencionado de la desocultación libertaria.
Quizá todo lo sucedido con el NO de Santiago Sierra valga la pena pensarlo desde estas directrices para, quizá así, no caer en tópicos reduccionismos ni en fatuos elogios que no hacen sino echar más leña al fuego de la crítica enmohecida y decadente.





NUDO
El arte, desmaterializado el objeto artístico después de las tensiones a las que fue sometido por la crítica al fetiche de la mercancía y por la autoreflexión del propio arte (sobre todo a manos del conceptual), ha visto como el ser de la obra de arte ha devenido acción. La dualidad sujeto/objeto ha visto como el concepto que mediaba entre ellos se ha temporalizado a través de estrategias como lo performativo, lo procesual o lo efímero dando como resultado un arte que se produce como acción, como efecto de sentido más que como sentido en sí mismo.
Sin embargo, esta introducción de la temporalidad en el núcleo de la producción artística, lejos de negar su capacidad discursiva, ha aumentado haciéndola remitir a los mismos procesos deconstructivos que pudieran darse en la escritura. La estética, temporalizada en la fugacidad del instante que ve como se cierra su pliegue de representación, barroquizándose en una alegoría que problematiza hasta la ceguera el mismo hecho de mirar, no hace sino recaer en una semiótica del signo donde, eso sí, son los actos ilocutivos de cada juego de lenguaje los que producen los efectos de verdad y de sentido.
La obra de arte, por tanto, queda a expensas de provocar un efecto expresivo en la multiplicidad de discursos que quedan involucrados a la hora de conformar el espacio público y político. El problema, y al que ya hemos apuntado creemos que suficientemente, es que la violencia que ejerce el signo es de tal magnitud que no existe ya apenas acción que pueda ser catalogada como política, si por política seguimos entendiendo la posibilidad de un otro de la comunicación no mediada por la violencia del signo.
En este sentido –y lo dejamos ya planteado-, la pregunta que ahora, en el caso de Santiago Sierra, nos atañe sería la de hacernos reflexionar acerca de la capacidad que tiene el lenguaje de actuar por elipsis y alegóricamente si incluso un NO parece ser susceptible de ser lanzado al espacio discursivo y producir como efecto una rotunda afirmación.
Esta incapacidad del arte para llevar a cabo su funcionalidad más específica viene gestada desde su mismo acta de nacimiento: Kant, descubriendo cómo existe un más allá de la relación mediata entre lo sensible y el concepto, vino a concluir que, aunque el gusto es una categoría universal del Yo trascendental, también existe un plus de significatividad imposible de reunir en la síntesis de lo disperso y al que dio el nombre de sublime. Si es por la facultad del juicio por lo que la libertad de cada uno puede coexistir con la de los otros, de manera que, ya desde Kant, el arte está indisolublemente ligado al ejercicio de una política como crítica, como recepción pública de la libertad de juicio, no es por ello menos cierto que existe un “más allá” de la relación entre juicios imposible a la síntesis. Kant propuso el asombro, el silencio ante lo irreconciliado de una mediación, la del concepto, que aparece ser sobrepasada en la mímesis del aparecer de lo bello natural.
Poco más de un siglo después, Adorno propone, en la Dialéctica negativa, que racionalidad y mímesis converjan para salvar a la racionalidad de su irracionalidad –de su silencio. Para ello, amplia las facultades de la razón trascendental a la posibilidad de una comunicación intersubjetiva conviniendo en que la mímesis, lejos de ser una imitación de lo bello natural, remite a formas de conducta receptivas y expresivas que se van acoplando a la comunicación. El “más allá” hacia donde señala el momento fugaz de la experiencia estética remite a una “razón interpretativa” ya que, en el juego no mediado entre conocimiento discursivo y no-discursivo, la obra de arte no puede decir la verdad que hace aparecer y la experiencia estética no sabe qué es lo que experimenta.
No mediando entonces un conocimiento conceptual, ya que arruinaría el aparecer de la verdad, el arte ha de rebelarse contra su propio principio y transformarse en rebelión contra la apariencia estética. En palabras del propio Adorno, “el arte ha de dar testimonio de lo irreconciliado y a la vez tender a reconciliarlo”. Pero la antinomia es tan brutal, tan insondable el pozo de redención al que Adorno apunta, que, en la negatividad del propio concepto de arte, la razón comunicativa queda ligada a una especia de utopía escatológica donde la experiencia estética, en palabras de Albrecht Wellmar, es “antes una experiencia de éxtasis que una real-utópico; la felicidad que promete no es de este mundo”. El “sistema adorniano” redunda entonces en un más allá conceptual que, en su categoría de no-conceptual, no puede más que remitir a silencio –esta vez trágico- la propia verdad que ha hecho aparecer anteriormente.


Esta mezcolanza de motivos materialistas y mesiánicos es por fin reunida en una teoría de la comunicación que, como la de Habermas, escapa realmente a una filosofía de la conciencia. El problema radica en que una razón que priorice asimétricamente la relación sujeto/objeto nunca podrá dar cuenta del contenido mimético que todo acto de comunicación tiene, siéndole imposible acceder, tras las funciones de objetivación del lenguaje, a los logros comunicativos de éste. De ahí que, como hemos visto, todo redunde en un solemne silencio, en entender la mímesis como el gran Otro del arte, siendo solo a base de rememoración, síntesis y reconciliación como se ha pensado que el arte avanza.
Para no andarnos por las ramas, Wellmar expone sucinta y magistralmente el pensamiento de Habermas: “la intersubjetividad de la comprensión, por un lado, y la objetivación de la realidad en sistemas de acción instrumental, por otro, forman parte exactamente igual una que otra del ámbito de un espíritu ligado al lenguaje; y la relación comunicativa simétrica entre sujeto y objeto es parte de ese espíritu a igual título que la relación asimétrica que distancia sujeto de objeto”.
Es aquí donde, al menos aparentemente, debemos de encontrarnos: dentro de un arte que en sus formas amplíe los límites del propio sujeto, un arte en cuya síntesis entre a formar parte tanto lo racional como lo difuso, lo no integrado, lo insensato, integrándose todas ellas en un espacio de comunicación sin violencia –ni la violencia del sujeto, ni tampoco la del concepto. Así pues, si hoy nos atrevemos a tildar de político a todo el arte, no es sino por este desarrollo de las propias potencialidades miméticas del arte y su asunción dentro de una categoría de racionalidad más abierta que nunca, comprendida no como espacio cerrado y monolítico, sino en constante construcción social.
Llegados a este punto, bien podemos decir que, pese a la teoría habermasiana de una comunidad ideal de comunicación, pocas, o ninguna, son las veces que esta se da. Y no solo por problemas de índole material -intereses-, sino porque el problema que media entre el ser y el lenguaje, pese a quedar apuntado, no está ni mucho menos zanjado. Es más, el problema de la crítica, al igual que el de todo juego de lenguaje, no es otro que el problema del ser y el lenguaje. Hacia ello apuntaba ya Adorno: “la comprensión del contenido de verdad postula la crítica”. Y es ahí, en el contendido de verdad donde, pensamos, todo viene a disolveré como un azucarillo. Y es que, si hay concepto denigrado hasta el límite en el trabajo de destrucción que ha supuesto cierta postmodernidad, ese no es otro que el de ‘verdad’.
Verdad, aún hoy, y más aún para un arte que se hace llamar político per se, no es más que el efecto, si no de la violencia del concepto (llámese sistema opresor), de una red de efectos de sentido todos derivados que viene a coincidir en un sentido débil de verdad el cual, por supuesto, hay que hacer derribar. A fin de cuentas, y por mucho empeño que pusiera Heidegger y el ‘aventajado’ Vattimo, lo propio del rebasamiento que quiere suponer la Verwindung, es comprendido en el pathos postmoderno como destrucción.
Si bien es cierto que las consecuencias del giro hermenéutico se pueden traducir en una nueva episteme que queda conformada como producción social de juegos de lenguaje, ni Habermas ni Wittgenstein, por citar dos posiciones que nada tienen que ver entre sí pero que apuntan a unas mismas soluciones, reducen la multiplicidad de juegos de lenguaje a meros efectos de repetición. Y es que una crítica nominal de la significación que de verdad apueste por una reorganización de la racionalidad no puede, ni debe, zanjar el tema de la verdad reduciéndolo a un efecto material en el núcleo de la significatividad, sino que ha de transigir con él a la hora de hacer de él el centro, si se quiere innominal y descentrado, de cualesquiera juegos de lenguaje.


Si ‘decir’ y ‘mostrar’ nunca apuntan a un mismo significante, ello no es razón para inferir que en cada repetición de un signo lingüístico tenga lugar un desplazamiento incontrolable de la significación. De ser así, reduciríamos a cero la noción de regla de Wittgenstein, así como la relación simétrica que ha de darse en Habermas entre el objeto y el sujeto. Regla en Wittgenstein designa una praxis intersubjetiva en la que alguien ha de ser adiestrado, no fundándose el imperativo de tal regla en otra cosa que no sea la práctica de su aplicación a una clase de casos. Incluso, en el caso límite, de que se piense (como así en efecto resulta ser) que al ser de la significación lingüística le va la posibilidad de una pluralidad irreductible de formas de uso, eso tampoco daría pie para una noción debilitada de verdad. Y es que solo introduciendo un desfase en el acto de significar, una intencionalidad que priorice la subjetividad y que redunde en una significación nómada y vagabunda, puede pensarse que no existe ninguna regla que, aún en la multiplicidad infinita, controle los efectos de significación.
Consecuencia de todo esto es que la mayor parte del arte político de hoy en día ha errado el tiro y ha ido a demoler las estructuras de sentido que median entre la multiplicidad infinita de juegos de lenguaje que operan una apertura tanto en los límites del sujeto como del arte mismo.
Para no escondernos de lo que son nuestras conclusiones, decimos bien a las claras que el arte político, la crítica institucional, piensa gran parte de las veces que los procesos de significación, por ser construidos socialmente, por quedar fijados en el imperativo de una norma que únicamente da el uso, han de ser derribados por mor de una inferencia material-postestructuralista: la que fija la voluntad de saber con una determinada voluntad de poder. Rancière, aunque de otra manera, apunta a una misma debilidad fundacional en el seno de la crítica y del arte: “necesitamos romper con la idea de que el pensamiento crítico es un proceso de revelación de los mecanismos sociales que ofrecen a los movimientos sociales la explicación de la estructura social y del movimiento histórico”. Es decir, desvelar los modos de significación, los modos materiales de construcción social, ya no redunda en el desvelamiento de la ideología puesta en juego, sino que, más bien, la ayuda ha erigirse como valedera omnipotente de la realidad.
Es por ello que muchos pensamos que lo subversivo está desactivado: nada desvela porque sus estrategias (aquellas de enseñarnos los métodos de la dominación, la de mostrarnos los modos de la opresión) han quedado ya trasnochadas en la supuesta eficacia que supone tener las metas al alcance de la mano y de haber devenido un modo de producción ya dominante en el ámbito de lo artístico.



DESENLACE
Entonces, ¿qué? Por lo que a nosotros respecta, pensamos que la pregunta sigue siendo la misma que más arriba hemos ya hecho: qué capacidad tiene el lenguaje de actuar por elipsis y alegóricamente si incluso un NO es susceptible de ser lanzado al espacio discursivo y producir como efecto una rotunda afirmación.
Si el NO de Sierra es un acto ilocutivo del lenguaje que cabe entenderse como la mínima expresión posible que redunda en la repetición que retorna en cada proceso de significación, si el NO es el mínimo de intensión y máximo de expresión de un juego del lenguaje barajado en la retórica de la resistencia que se aferra a lo material-productivo comprendiéndose así como un “atentado” contra los procesos sociales de producción de significado (procesos sociales, políticos, ideológicos, etc) entonces tanto la obra como el gesto de renuncia al Premio Nacional de Arte no tienen más remedio que revolverse contra el propio artista –contra la propia actividad artística en general- y ser desvelado, en el juego de contradicciones en el que incurre, como un elemento más, casi el epigonal, de la fase antagonista en que ha terminado por devenir el capitalismo cultural. Porque, y además de otras muchas contradicciones del propio artista, en la cultura de la novedad radical, todo juega a favor del signo, y el shock que podría suponer un corte radical en el discurso, la negativa más específica, no hace entonces sino proponerse como nuevo lugar de hipervisibilidad anulando de inmediato la participación en la lucha por los significados que dan sentido a la cultura.
En pocas palabras, los juegos bienintencionados que suponían al arte como lugar desde el que abrir nuevos campo de posibilidades y así propiciar una razón que integre a la irracionalidad se han visto sobrepasados por el poder maquínico de un signo que hace de la deriva de cualquier proceso de significación campo abonado para su sobredimensionamiento en términos de novedad, hipervisibilidad, espectacularización o mercantilización.
Y, por supuesto, Sierra no logra escapar a esto. Es más: la nota enviada por Santiago Sierra para explicar su negativa no ayuda en absoluto a desvincular la actuación del artista de esta praxis obsoleta y caduca desde la que recurrentemente se piensa el arte –incluido por supuesto el arte “político”. A este respecto, estamos en total acuerdo con María Virginia Jaua cuando sostiene que la “actitud ‘antisistémica’ al interior del sistema mismo resulta aberrante y termina pasándole factura”.
Si Adorno dejó dicho que “implícitamente la obra exige la división del trabajo, y el individuo funciona de antemano a la manera de la división del trabajo”, si el arte contemporáneo, heredero preciso de la razón ilustrada, viene a, de una manera u otra, hacer posible una síntesis en los procesos materiales que configuran la existencia humana (entre ellos los de la división del trabajo), Santiago Sierra parece retroceder un par de siglos y autoiluminarse con la proclama romántica del genio, del artista casi visionario. Si algo supuestamente hemos avanzado es en el sentido de que si la cultura no refleja sino que produce la sociedad, el artista ha de quedar sumido en los mismos proceso de producción de la realidad. De no contar con esta premisa –premisa por otra parte recurrente en la filosofía que va de Marx a Habermas, pasando por Althuser o Foucault-, al ámbito de lo artístico le estaría vetado el inmiscuirse a la hora de producir y construir el espacio público. En resumen, si como bien dejó sentenciado José Luis Brea “autonomía no es una buena palabra para el arte”, el NO de Sierra, según lo que se desprende de su nota, parece haber sido proferida desde la más alta instancia del divismo de artista.
Aduciendo razones de libertad individual, comprendiendo el arte como una entelequia abstracta que da y quita libertades, normal entonces que al NO de Sierra haya seguido una catarata de reacciones en contra (aunque también a favor, por supuesto) haciéndole recordar sus tiempos de artistas institucionalizado en la Bienal de Venecia del 2003, o, simplemente, haciéndole ver que, dentro del sistema-arte, no está muy claro si el último penetrado no es el propio artista (sobre todo, y más aún, en caso de tomar uno una posición ciertamente romántica y no asumir la propia dialéctica material de la realidad artística).



Si el artista ha de señalar lo innombrable, hacer mostrar lo noúmeno de una realidad que se esconde de sus propias miserias, si el arte guarda en su interior la promesa de una imposible reconciliación, si queda lanzado a explorar lo insondable de una racionalidad que se avergüenza de todo lo no integrado o no asimilado, el artista entonces ha de asumir cada vez más la táctica del nomadismo, del fugismo, de estar ya en otro sitio para esperar simplemente que la verdad se aparezca y deje su rastro de dolor, de trauma o de injusticia. Pero para ello ha de bajar a la arena y hacerse cargo, él también, de todas las contradicciones de una producción, la artística, que de ninguna manera escapa a la crudeza del hipercapital.
Sin embargo, la pregunta sigue sin ser aún respondida: qué capacidad tiene el lenguaje de actuar por elipsis y alegóricamente si incluso un NO es susceptible de ser lanzado al espacio discursivo y producir como efecto una rotunda afirmación. A este respecto, la obra NO y el gesto de decir NO cobran una especial significancia. Ambas, pensamos, se dan la mano a la hora de desvelar las estructuras epistémicas y sociales desde la que se profiere todo ejercicio discursivo. En este punto, estamos de acuerdo con Daniel Cerrejón cuando sostiene que el aparente rechazo de Sierra a ser galardonado es una obra más que consiste en “el destape de la doble moral artista que le permite por un lado utilizar en su beneficio el mismo sistema que denuncia y por otro y quizá más trascendente, beneficiarse de los mismos medios que denuncia”.
En este sentido, la dualidad NO/Si empieza a aparecer. Si una imagen (imagen-texto) forma parte de un dispositivo de visibilidad donde se establecen unos determinados juegos de relaciones entre lo visible, lo decible y lo pensable, la obra de Sierra vendría a provocar la conclusión de que, efectivamente, el campo de lo posible está minado por una categoría, la de lo pensable, que ha quedado arruinado bajo el peso de unos dispositivos de saber que nos proyectan, en su perfección estratégica, la idea de un futuro ya prefabricado. Es decir, la perfección del simulacro capitalista es la de hacernos pensar que el sistema ya está ahí antes que nada (al igual, si se quiere, que el efecto precede a la causa o que la satisfacción busca denodadamente un deseo, el que sea, al que agarrarse), que no hay posibilidad de decir NO porque el SI precede a toda formación de discurso.
Y, en este proceso, la producción artística ha tenido, y sigue teniendo, mucho que ver. Como bien sostiene Nelly Richard “ya no es posible creer en la fusión emancipatoria arte/vida que perseguía la vanguardia, porque la “transformación de la sociedad en imagen” (Jameson) ha producido el simulacro banal de una estetización difusa del cotidiano que entrega lo social a las tecnologías mediáticas de la publicidad y el diseño”
Lo que estas palabras vienen a decir es que esta transbanalizacion de los mundos de vida vía una edulcorada estetización de la vida cotidiana tiene como efecto la desactivación de cualquier discurso dentro de la esfera pública ya que, queramos o no, el NO nos está prohibido: no hay manera de decir NO –o no hay alternativa al capitalismo.
Así pues, el NO de Sierra redunda en una multiplicidad de relaciones materiales (de las que aquí solo hemos apuntado las más obvias) que bien vienen a mostrar lo complejo de unos juegos de lenguaje que tan pronto entran a formar parte de una supuesta razón dialógica, son traídos para sí por una razón que enmascara y seduce, que promete lo imposible y que
Entonces, ¿es que otra vez, y de nuevo, el arte está condenado al silencio, a un silencio cada vez más desposesivo, un silencio primero, con Kant, de asombro, después en Adorno de reconciliación a través de la rememoración de un olvido y, ahora, un silencio con el que claudicar ante las estructuras de dominación de las estrategias de poder/saber?
No sabemos. En el límite, resulta que estamos donde empezamos: en los lindes del ser y del lenguaje. Siempre un poco más allá del ser para descubrir que es de lenguaje de lo que se está hablando. Y siempre, una afirmación que se torna negativa y un NO que afirma con rotundidad. Y es que, en el límite de los juegos de lenguaje, la regla wittgenstiana que supone la normatividad de quedar remitida siempre a una serie de casos se disuelve en un fantasmagoría primigenia: aquella que no es una servidumbre voluntaria sino, como sostiene Deleuze y Guattari “una esclavitud maquínica de la que siempre se diría que se presupone, que sólo aparece como ya realizada, y que ni es tan ‘voluntaria’ ni es ‘forzosa’”. ¿Seremos quizá nosotros lo primero producido por una interpretación que no logra nunca cerrar el círculo hermenéutico, que devuelve siempre sobredimensionado y afirmativamente la relación causa/efecto que media entre sujeto y objeto?
El No de Sierra, los NOES de Sierra, como mucho (y ya es bastante), señalaría un malestar que va más allá del ámbito cerrado de lo que otrora pudiera comprenderse por cultura. Hoy, cuando todo queda circunscrito a la férrea capa de los discursos ideológicamente teledirigidos, cuando el trasvase cultura/vida a torsionado a este último hasta hacerlo un espantajo insoportable, el malestar nos corroe por dentro sin poder nosotros hacer ya, efectivamente, nada. El NO de Sierra quizá pueda ser comprendido entonces como una última jugada de dados, un grito en el desierto de lo que ya no es escuchado, una vibración ininteligible del silencio al que, nuevamente, ha sido condenada la cultura