jueves, 29 de abril de 2010

ARQUITECTURA Y MIRADA: LA CONSTRUCCION ÍNTIMA DE UN ESPACIO


ISIDRO BLASCO: ‘AQUÍ HUIDIZO’
SALA ALCALÁ 31: 17/03/10-16/05/10
(artículo original publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=370)

Los presupuestos estéticos del arte contemporáneo tienen en la expansión de sus diferentes prácticas, sobre todo desde que teorizara sobre ello Rosalind Krauss, un campo recurrente al que acudir. Problematizado en su propio concepto, el arte encuentra en esta expansión un modo de pensarse y de autoreflexionar sobre sus posibilidades actuales de producción, al tiempo que una salida decorosa al callejón sin salida en las que muchas de ellas han ido a parar. Pintar sin pintura, esculturas que juguetean con la instalación, fotografías tridimensionales, son solo algunas de las estrategias más plausibles para un arte que se regenera a golpe de guiños entre diferentes técnicas.
Curioso que sea ahora, cuando el arte se ha visto en la necesidad de cancelar muchos de sus programáticos deseos de autonomía, cuando la tan traída posibilidad de la ‘obra total’ tenga más visos de llevarse a cabo. Pero el arte es así: cuanto menos tiene, más es capaz de ofrecer a cambio. Lástima que para ello, las más de las veces, sea a cambio de hacer dejación del caudal crítico que uno cree inherente a la práctica artística.
Esta exposición del escultor Isidro Blasco, y que hasta el próximo día 16 de Mayo puede verse en la Sala Alcalá 31 de Madrid, puede ser ejemplo perfecto de este estado en que se encuentra el arte actual. Los triunfos estéticos alcanzados por el artista son innegables, pero la sensación con la que uno se queda al salir de la muestra es que mucho, quizá demasiado, ha sido lo que el arte ha debido de capitular para poder seguir produciéndose.
Isidro Blasco reactualiza la estética del cubismo para, desde ese primado de la percepción fenomenológica, exhibir una serie fotográfica de realidades cotidianas. Elegido un motivo cotidiano, el artista se afana en fotografiarlo en diferentes tomas para después montar con ellas una especie de collages escultórico donde las fotografías, superpuestas unas con otras, se ofrecen al espectador como una nueva experiencia visual.

A modo de rocambolescos puzles, las obras se elevan como jeroglíficos visuales donde la mirada del espectador se posa para intentar hallar una síntesis totalizadora. Así, a medio camino entre la fotografía, la escultura y la instalación, Isidro Blasco nos ofrece bocados de realidad tamizados por una mirada descentrada, yuxtapuesta, abigarrada y, alguna de las veces, exhibicionista.
Pero, a pesar de ser digno de encomio el trabajo llevado a cabo por el artista, a pesar de no ser tampoco el propósito principal de la obra una reasignificación totalizadora por parte del espectador, esta estética de la recepción esta más que superada y corre el riesgo de no llevar más que a fruslerías de salón. Pero, y si no entonces, ¿cuál es el trasunto que se sigue de estas filigranas escultóricas? Posiblemente, ninguno. El artista simplemente propone y el espectador dispone. Pero querer ir más allá es posiblemente inútil.
Y es que buscar una mirada crítica, un querer enfrentar al espectador con un ejercicio deconstructivo que asola la realidad cotidiana, es algo que, a pesar de quedar apuntado por interpretaciones mil, no estaba en los presupuesto del artista. Y ahí, en esta desconexión crítica de la realidad en que queda asentada toda experiencia humana, radica el gran vacío en el que se sustenta esta exposición.
Como decimos, este insoslayable defecto para un arte que de ninguna manera ha de quedar ayuno de contenidos críticos, no es razón suficiente para que no sea reconocido el trabajo del artista ni para comprender que, en algunas de sus obras, acierta de lleno. Porque, hilando más fino, por descontado que desde donde parte Isidro Blasco es en proponer una reflexión sobre el hecho originario del habitar y del vivir, del construir y de la relación que pueda evidenciarse entre la arquitectura y la mirada.
A este respecto, su obra puede enlazarse con diferentes preocupaciones estéticas. La primera de ellas, y como escultor que es, viene de la mano del intento de comprender el espacio como algo que trasciende la mera fisicidad del volumen escultórico. De ahí que, como hemos apuntado al principio, su obra se circunscriba a los ya pretéritos intentos de desvincular a lo escultórico de su mera funcionalidad ornamental o monumental. En este sentido, su obra puede vincularse con las preocupaciones constructivistas de un Moholy Nagy o un Naum Gabo, o con los Merzräume de Kurt Schwitters.
Pero, sobre todo, su obra puede comprenderse como un intento de mediar en los procesos constructivos de identidad basados en la percepción del espacio al que uno se haya más íntimamente unido. Así, uno, al tiempo que va recorriendo diferentes escenas cotidianas, puede también hacerse la idea de quién es en realidad Isidro Blasco. Dividido en dos pasillos, la exposición separa entre las obras que llevan el título genérico de Dentro y de Fuera. A modo de una fenomenología de la percepción que se propone como constituyente de un habitar y de un vivir, el artista nos muestra un tanto exhibitoriamente los espacios que constituyen su adentro y su afuera. Los primeros, cóncavos, muestran imágenes de sus casas y de su familia. Los segundos, convexos, nos enseñan escenarios de sus discurrir vital por al ciudad de Nueva York.
La imbricada relación que puede haber entre el ‘fuera’ y el ‘dentro’, entre arquitectura y construcción, entre habitar y vivir, es algo que el artista tiene en mente al reflexionar sobre la existencia del ser humano. Dejando la fugacidad de una huella detrás de nosotros, el espacio llega a configurarse como receptáculo de unas vivencias que nos construyen, al tiempo que, de igual manera, nosotros configuramos perceptivamente el propio espacio.


La obra más acertada de esta exposición es sin duda alguna aquella que transita por el ‘entre’ de ambas construcciones, la del espacio y la de la identidad. Ambas, fugándose y yendo una a rebufo de la otra, solo esperan el momento en que ambas vengan a confluir en la muerte. En ‘When my time comes’ una luz se proyecta sobre un decorado desnudo aludiendo al poder perceptivo que tiene el mirar humano. Más allá de la penumbra en que parece estar todo sumido, más allá de la tramoya escenográfica en que toda vida parece ahogarse, el mirar humano trasciende la simplicidad de lo físico para adentrarse en las ensoñaciones de lo turbador y lo utópico. Solo cuando nuestro mirar coincide con la construcción de nuestros sueños es cuando puede decirse que hemos cumplido, que nuestra hora ha llegado. Mientras, nos toca existir: habitar, vivir, mirar, construir …
Pero quizá la obra que nos da la bienvenida, ‘When I woke up’, sea la que más a las claras pone el acento en esta desnudez descarnada de lo arquitectónico como espacio vivencial propio del ser humano capaz de problematizar el hecho propio del vivir y del habitar. A la vez que alude a un ‘despertar’ que el propio artista tuvo en relación a sus ulteriores preocupaciones estéticas sobre el espacio, la obra recoge la defragmentación epistémica del sujeto postmoderno, su incapacidad para otorgar unidad compositiva al todo y, sobre todo, el tener que vérselas con espacios troceados y deconstruidos, donde toda vivencia es solo un fragmento de un sinsentido más global. La influencia de la desarquitectura de Gordon Matta-Clark es aquí insoslayables.




Por tanto, a pesar de que la puesta en claro de un ‘aquí huidizo’ que nos constituye a golpe de sedimentación vivencial y nos remite a un presente que es siempre acogido en un mirar tan retrospectivo como utópico necesita de algo más que alegatos artesanales a modo de estrategias expansivas, la actual exposición de Isidro Blasco tiene el acierto de proponer un mundo sustentado por una renovación del mirar y del habitar, un mundo en el cual, como dice José Manuel Costa, comisario de la exposición, “sin mucho esfuerzo, podemos imaginar nuestra propia mirada”.

lunes, 26 de abril de 2010

IMAGENES DE HOY PARA CIUDADES SIN MAÑANA


GONÇALO PENA: ‘GARDENS CITIES OF TOMORROW”
GALERÍA FÚCARES: hasta 16/05/10
(artículo original publicado en 'Revista Claves de Arte': http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20521/Gonçalo-Pena-en-la-Galeria-Fucares)


Actualmente, cada vez se tiene más la sensación de que, una vez truncado el sueño (aunque a veces no lo parezca) del mito del progreso, este estado catatónicamente nihilista que caracteriza a las sociedades hipercapitalistas tiene su germen en algo que se dejó olvidado en algún rincón y al que, a pesar de no saber cómo, se desea volver. Más aún, cuando este nihilismo tiene más de cínico que de aspecto negativo desde donde postular una nietzscheana salida pletórica, cada vez son más los intentos de ensayar un ejercicio de rememoración como única salida a nuestra congénita cefalea.
Y es que la paradoja de la razón es una y solo una: que la razón, en el vencimiento que lleva a cabo de las potencias míticas, fatalmente renueva en cada nueva etapa el retorno del mito. Solo que, cabe apuntar, gracias al hecho de renunciar a algo, de ocultarse de sí mismo, de evidenciar una represión interna que colea incesantemente como olvido original.
Gonçalo Pena, pintor portugués (Lisboa, 1967), propone en esta exposición que hasta el día 16 de Mayo puede verse en la Galería Fúcares una pintura nada común en estos tiempos pero cuya efectividad en términos artísticos es innegable. Bebiendo de las fuentes del primer expresionismo alemán más fauvista, con apuntes de simbolismo y, sobre todo, de una pintura metafísica donde el tema del cuadro es más bien siempre lo otro que no aparece, Gonçalo Pena logra reactualizar todas estas técnicas y motivos para hacer saltar la paradoja del mundo contemporáneo: que, a más progreso, a más técnica e industria, la sensación de extrañeza y pérdida va no solo en aumento, sino que termina por convertirse en atmosfera vital para el ciudadano actual.
En sus lienzos, la naturaleza y la industria quedan enfrentadas en un diálogo imposible. En ellos, hay lugar para conformar un conglomerado de sensaciones donde el desasosiego y la melancolía, si no incluso la desesperación, son denominador común. En muchas de sus obras hay un mirar que mira lo que antes le era propio pero que ya se ha convertido en inalcanzable. Hay deseo y hay pasión. Hay, por lo general, un sujeto que observa con pasmosa tristeza una escena idílica, la sensualidad de una mujer o lo grandioso de un mundo perdido. Pero este sujeto se mantiene al margen: estas imágenes míticas de voluptuosidad, de deseo y sensualidad, vienen a ser subyugadas bajo el oprobio de un mirar atrofiado, que sabe qué es aquello que dejó olvidado en el camino pero que no encuentra la manera de volver a integrarlo. Nosotros, igualmente, nos sentimos ruborizados en una fenomenología del mirar que no halla sentido ni sintaxis que reúna lo fragmentario en una totalidad emergente. Normal, por otra parte, para un arte tan neo-barroco como el nuestro en el que, como los propios personajes barrocos, la tragedia se da como algo asumido.
Estas obras pueden catalogarse como eminentemente postmodernas: acentuadas por un regreso al contenido de la pintura objetual, se produce una confrontación nostálgica con el pasado, dejando claro que es la anamnesia o “recuerdo insinuado” lo que constituye el rasgo principal de la Postmodernidad. Más aún, parecen seguir los dictados del teórico del arte norteamericano Charles Jencks quién conceptualizó una nueva hybris como prefiguración del pathos postmoderno: la “belleza disonante” o la “armonía disarmónica”, ejecutada al amparo de una yuxtaposición de estilos, como remisión a una codificación contradictoria y plurivalente que acentúa la falta de centro configurador y donador de sentido.



Sin embargo, esta estrategia tan postmoderna queda aún más enrarecida por las técnicas que Gonçalo Pena trae a colación. Además de las fuentes que ya hemos citados, obturando según la necesidad entre la sensibilidad y el sentimentalismo de la pérdida, el pintor no duda en atreverse a reactualizar el paradigma de una nueva sensibilidad donde lo kitsch es elevado a categoría artística. No sólo por la melancolía y el desasosiego que infunden sus obras, sino también por esos gestos torcidos, esos rostros desencajados y vencidos, y esa candente lascivia que desprenden algunas de sus obras, lo kitsch es reactualizado como simulacro de la evanescencia a la que todo es conducido. Y es que, cuando la razón irrumpe con la fuerza suficiente, incluso lo bello es tergiversado en pos de una identidad que postergue indefinidamente el trauma de sabernos perdidos en un mundo que nunca quisimos que fuese el nuestro. En palabras de Adorno, “lo kitsch es lo bello en tanto que feo, tabuizado en nombre de lo bello que fue en otros tiempos y a lo que contradice debido a la ausencia de su contrario”.
Así, lo kitsch, lo feo y lo desnaturalizado se convierten en Gonçalo Pena en otra cosa de lo que significaba para las vanguardias. Ahora, ya no hay lugar para la inocencia del candor expresionista, pero tampoco la valentía para sus gritos desesperados; ahora, ya no hay esencia que nos redima ni trascendencia metafísica que nos salve, pero tampoco ni misterio ni misericordia. Cuando todo está salvado o perdido de antemano, solo cabe el desconsuelo de hallar una tregua, un simulacro que nada nos exija a cambio. No por nada ha titulado la exposición de igual manera que un tratado de 1902 del arquitecto Ebenezer Hozar en donde se querían plasmar la utópica idea de sociedad perfecta, “Gardens Cities of Tomorrow”. Alentar un mañana, vislumbrar lo idílico de una utopía tan fracturada por todos los post- que uno quiera llevarse a la boca, solo puede llevarse a cabo si antes tenemos los arrestos de no ensimismarnos con nuestra tragedia, de no aletargarnos con el anestésico de turno y, en pocas palabras, salir a buscar aquello que, un día, dejamos olvidado quién sabe donde.

sábado, 17 de abril de 2010

EJERCICIO FUNERARIO: LA PINTURA ANTE SÍ MISMA


MARION THIEME
GALERÍA CASADO SANTAPAU: 16/03/10-24/04/10
(artículo original publicado en Revista Claves de Arte: http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20497/Marion-Thieme-en-la-Galeria-Casado-Santapau)

No por muy repetida, la coletilla de la archisabida ‘muerte de la pintura’ no deja de ser una verdad como un templo. Agotado el caudal figurativo y neoexpresionista que asaltó el mundo del arte allá por los primeros años ochenta, habiéndose periclitado toda abstracción en un vacuo formalismo, ser pintor hoy en día consiste, más que en cualquier otra cosa, en lanzarse a explorar las condiciones de posibilidad de la propia pintura.
Para ello, y sabiéndose asentada en la era postpictórica, la pintura adopta las estrategias que desde hace ya décadas han ido desplegándose. Desde intentos de trasgredir y ampliar el propio lienzo con el fin de expandir su propio campo, hasta recurrentes estrategias de pintar sin pintura, la técnica pictórica ha sido abandonada para enfatizar el carácter problemático de la pintura. Pintura como revisión crítica, como autocuestionamiento de sus condiciones, como interrogación de los procesos de reificación de la pintura; eliminando lo anecdótico, la pintura se enfrenta a su propio núcleo, a su fantasma.
Sorprende descubrir como esta eliminación de lo decorativo y esta reducción de lo literario coincide con las cuestionadas premisas de Greenberg en relación ha considerar a la vanguardia como motor del arte contemporáneo por el hecho de haberse preocupado por el medio más que por el mensaje.
En este mismo orden de cosas, la actual exposición de Marion Thieme (Zeppellinheim, Alemania 1959) que puede visitarse hasta el próximo día 25 de Abril en la Galería Casado Santapau, puede considerarse un ulterior capitulo en esta necrológica. Invirtiendo la relación entre soporte y superficie, a medio camino entre la pintura expandida que juguetea con lo escultórico y los destellos expresionistas, la pintura se enfrentas al ensayo general de su propia defunción.




Thieme subvierte el torrente subjetivista del primer expresionismo abstracto (tan aclamado otra vez por Greenberg) para, esta vez, verter la masa pictórica en una especie de urnas funerarias donde a la pintura, más que ser percibida, se la vela como a un muerto. Contemplando estos ‘féretros’ del arte uno se acuerda de Marcel Duchamp y su célebre frase según la cual “son los que miran quienes hacen el cuadro” para, por una vez, convenir en que el genio ya no tiene razón. Y no la tiene porque lo que resta por contemplar es un vertido, un amasado, un mirar justo aquello que ya no se puede mirar ya: la pintura como recurso expresivo ha muerto, como contemplación estética no revierte sino en el simulacro de su propia acta de defunción.
Para afianzar la intención, la artista ha propuesto unas obras sobre papel donde un humo denso parece elevarse hacia el cielo. La negritud de estas obras remiten al hecho fundacional de esta propuesta estética: para la artista la consabida muerte de la pintura es de por sí un dato, un axioma desde donde intentar un último aliento, un acto de fe que, si bien no cambiará en nada el destino trágico de la pintura, si que puede ser capaz de atesorar el impulso mínimo de sacar fuerzas de flaqueza y proponerse como, quizá último, momento estético.
Quizá sean ya muchos los intentos de hacer más audible aún el silencio y el mutismo de la pintura, pero este desaforado intento de gritar el silencio mortal al que parece conducirse la pintura merece un reconocimiento para esta artista que lleva ya una larga trayectoria en España enfrascada en las condiciones de posibilidad de la pintura.

jueves, 8 de abril de 2010

HUIDA A LA CARRERA: GEOGRAFÍAS DE LA PERFORMANCE


TANIA BRUGUERA: ‘PHRÓNESIS’
GALERÍA JUANA DE AIZPURU

Creo recordar que es una de las primeras películas de Godard en donde los tres protagonistas se preguntan en un momento determinado que poder hacer en diez minutos para, a continuación y a la carrera, recorrer frenéticamente el Museo del Louvre.Tal escena me ha venido a la cabeza no solo porque la exposición de Tania Bruguera, en relación a su obra pasada, parezca una salida a la carrera, sino porque incluso de eso trata una de sus performances: en visitar en diez minutos el Museo d’Orsay.
Y es que puede interpretarse que, después de sus ‘escandalosas’ performances en las que o bien repartía cocaína entre los asistentes o bien jugaba a la ruleta rusa con una pistola apuntando a su sien, Tania Bruguera realiza en las performances que se pueden ver bien catalogadas en la galería Juana de Aizpuru su particular huida.
Con esto queremos decir solo que es propio del arte contemporáneo encontrarse de repente con enormes solares desconceptualizados donde el menor atisbo de intrusismo es visto con hilaridad o sorna: nada hay que hacer porque todo es, ya de por sí, inútil. Rüdiger Bubner, uno de los primeros en denunciar el colapso estético que se veía ya venir desde finales de los ochenta, acierta de pleno: la experiencia estética más íntima vendría a ser una comprensión de que “sobre el fondo de funciones cotidianas complejas hay una apertura del dominio extraordinario e inesperado de la falta completa de función”. Y es que el arte, por muy farrucos que nos pongamos, es eso: hacer un breve paréntesis en un mundo lleno de funciones y jugar al juego que todos sospechamos se esconde detrás: el descubrimiento de que nada realmente vale gran cosa.
El acentuado tinte melifluo e incandescentemente inocente de estas performance nos ponen sobre la pista de lo pretendido por la artista: no rebozarse de nuevo en las trincheras de un arte con atisbos de contestatario, sino dejarse llevar por el potencial, idílico e idealista, de la performance: acción al margen de la institución arte capaz de adentrarse en los discursos productores de homologación para trazar una escueta fractura. Lamer una de las obras de del MNCARS (un Richard Sierra) o mear en una de las esquinas del Pompidou, nunca serán reconocidos actos de insurgencia pero, pese a quien pese, para eso hemos quedado.

Poco más cabe hacer: cuando el arte se bunkeriza dogmatizado en sus discursos aglutinantes, la única salida que cabe es problematizar los propios discursos (en este caos al performance) en un elogio de la nada, en una fruslería inocente donde, irónicamente, se ponga sobre el tapete que el juego ya ha sido jugado, que la siguiente jugada no será sino un simulacro más.
Este carácter del arte contemporáneo de soportarse en la levedad de sus productos indica una duda nada metódica a la hora de orientarse entre imágenes muy propia de nuestra calidad de neo-barrocos. Ya Eugenio D’Ors lo predijo: “siempre que encontremos reunidas en un solo gesto varias intenciones contradictorias el resultado estilístico pertenece a la categoría del Barroco. El espíritu neo-barroco, para decirlo vulgarmente y de una vez, no sabe lo que quiere”. Y es que en esas estamos, preguntándonos si más vale un tiro por elevación que enlodarnos con las presuposiciones paradisíacas de utopías y autonomías para un arte petrificado en sus dogmatismos.
Así las cosas, el hecho de recorrer en diez minutos uno de los bastiones del sacrosanto ámbito del arte institucionalizado no sabemos muy bien si catalogarlo de boutade impropia de los tiempos que corren, de inopilante inocentada, o si de deconstructiva acción desfundamentadora de procesos de significación apriorísticos.
Lo cierto es que, mientras tanto, Tani Bruguera logra más de lo que a simple vista parece. Desinstitucionalizar a la práctica performativa postulando un amplio grupo de estrategias para llevarla a cabo y documentarla, convertir a la galería de arte en mero centro de documentación donde el arte ni acontece ni se expone, sino que se documenta, o hacer del arte algo con temporalidad propia, donde lo transitorio y efímero queda activado en el ámbito público de la ciudadanía, son algunas de las reconsideraciones a las que Tania Bruguera somete a una práctica que corre el riesgo de quedarse encasillada en su duda endémica: si en el interin de quedarse donde esta u optar por salir corriendo, hayamos alguna función, tan desinteresada como cualquier otra, pero que nos ponga sobre la pista de cómo resignificar políticamente a la experiencia estética.

lunes, 5 de abril de 2010

EL OLVIDO DEL HORROR: SÍNTOMAS DE LO IMPOSIBLE

LIDÓ RICO: ‘EX-CULTURA’
FUNDACIÓN JOSÉ GARCÍA JIMÉNEZ (MURCIA): hasta 17/04/10
(artículo publicdo en arte10.com: http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=368)

Silenciar el horror, posponer el encuentro con lo fantasmagórico, hacer de nuestros deseos la mentira de la identidad yoica. Esa es la misión de una cultura que sabe lo que nos conviene: no dejarnos arrastrar por el horror que emerge desde el preguntar más original que el pensar inaugura. Lidó Rico nos enfrenta en esta instalación titulada ‘Ex-cultura’ a lo otro de esta mentira, a desvelar la mediación que toda cultura promete en relación a un sujeto que se desfonda en sus propias pulsiones.
Incluso aquellos que postulan un error fundacional a la hora de datar el comienzo de lo que, con el correr de los siglos, ha venido en llamarse la cultura occidental, olvidan con frecuencia el verdadero alcance y envergadura de tal error. Toda la tradición filosófica actual, asentada en el giro hermenéutico que Heidegger postuló a la hora de cifrar la pregunta original por el ser en un error de sentido que hacía confundir el ser con el ente, ha optado por, de una manera u otra, poner trapos calientes a lo que, se quiera o no, remite con mayor énfasis a la que calladamente queda soterrado en este error fundacional.
Cierto es que el desvelamiento original que Heidegger llevó a cabo hasta el punto de hacer coincidir la historia del ser con la historia del hombre como Dasein, ha tenido y tiene una innegable impronta en toda la filosofía de la diferencia que ha venido después y cuyos tentáculos han llegado hasta la estética y el arte actual. Pero lo que se olvida, aquello hacia donde queremos dirigir el calado conceptual de la obra de Lidó Rico, es que las condiciones del primer pensar original fueron muy diferentes de lo que a menudo se piensa.
De acuerdo en que todo pensamiento rememorante, como vía de desocultamiento del ser, se postula como la rememoración de un pasado que nunca ha tenido lugar, que la intencionalidad en el propio abrir fenomenológico se articula como temporalización de un pasado que es recuperable debido a que, precisamente, no ha sucedido nunca y que, en definitiva, todo pensar necesita de un fundarse en el propio abismo sobre el que se erige el hombre y que la única palabra que consigue abrirse al sentido, como bien intentó desarrollar Heidegger en su última filosofía, es la palabra poética.
Pero, en cuanto a las condiciones que hicieron viable este asomarse a lo inescrutable del preguntarse, la pregunta misma oculta la propia necesidad que impulsa al pensamiento a comprenderse como exterioridad. Porque no fue, como se nos quiere hacer pensar, el asombro aquello que hizo dirigir la mirada del hombre fuera de sí, sino, pura y llanamente, el horror.
Toda pregunta por el sentido, todo preguntarse por aquello que es exterior al ser humano, calla el origen mismo del preguntar. Miguel Cereceda, a la hora de encontrar un problema fundamental para la Filosofía, no desatina en absoluto: “el problema fundacional es el de evitar el terror”. A este respecto, en cuanto trascendental en el sentido kantiano de preguntar por las condiciones de posibilidad del propio filosofar, es patente que la filosofía haya su primer trascendental en el horror.
Quizá todo sea menesteroso, quizá la propia pregunta por el sentido suponga ya un terror endémico, quizá toda apertura suponga ya un tratar con el horror. Quizá, incluso, el ser humano se abre al pensar porque el horror es su existenciario más original y, quizá también, Heidegger pudo hacer converger la historia del Dasein, como aquel que le va de suyo pensar el ser, con la historia propia del ser porque intuyó que el horror que nos tocaría soportar sería incluso demasiado para una raza que se jacta de haberlo visto todo. Pero, aún así, tanto silencio en torno a lo más original del pensar se nos torna problemático. En este sentido, sería el pensamiento negativo de Adorno aquel que más a las claras ha conseguido vérselas con el terror: saber que es imposible, pero evitar a toda costa que vuelva pasar. El “es imposible hacer poesía después de Auschwitz” pronosticado por él mismo vendría a ser el epitafio perfecto para aquello que pretendía quedarse agazapado eternamente mientras el pensar discurría ajeno a todo: es el horror, y no ese insidioso deseo de saber postulado como asombro, lo que de verdad hace emerger al pensamiento de su mismidad.
El horror, por tanto, es lo que ha quedado velado en el mismo velar del ser en la pregunta lanzada por la metafísica. Si la pregunta por el ser fue confundida con la pregunta por el ente fue porque en el mismo preguntar la pregunta teme al horror de su propio preguntar. Camuflándolo, subvirtiendo la pregunta, el horror parece quedar aniquilado, desterrado de toda existencia. El sentido, aquello que responderá a la pregunta por el ser, calmará de una vez y para siempre todo el horror que cualquier existencia puede soportar. Pero la traición está aquí mismo: no habiendo preguntado por el ser, el horror queda pertrechado en un ocultamiento que no es tal y que lo único que consigue es el efecto contrario. Así, el horror, el terror crece de manera exponencial hasta llegar a la paranoia esquizoide postmoderna, a las subjetividades como propias instancias de control y a un pathos endogámico que se contenta con una tolerancia que oculta precisamente aquello de lo que se jacta: todo ‘otro’ es un enemigo o, como supo ver Sartre, “el infierno son los demás”.


Dentro de esta historia del pensar y que hemos hecho coincidir con el silencio del horror, cuando el psicoanálisis puso de moda el hacer viable la ecuación ’yo’=inconsciente, todo parecía quedar para siempre arreglado ya que el propio psicoanálisis freudiano era comprendido como un método para objetivar todo aquello que era desconocido y en donde parecía nacer todo el horror. Pero la alegría duro poco, demasiado poco. El olvido del ser, el olvido de la razón, tiene su propio reflejo en las profundas galerías del alma: la pulsión de muerte, el deseo de rememorar un pasado inorgánico y previo a la vida, es lo que dirige la vida interior del inconsciente. Es decir, toda diferencia en el pensar y que disfraza el propio sustrato de la pregunta por el sentido, cala hasta las estructuras del deseo más inconsciente. La diferencia que se abre en el pensar y que oculta aquello precisamente que lo hace abrirse a la exterioridad queda inscrita en el propio sujeto como subjetividad nómada.
A partir de aquí, ya no hay retorno. Los sueños de dar integridad simbólica al inconsciente quedan amputados de raíz al descubrir que el propio horror es deseado como la contrapartida perfecta a un deseo que juega a desear siempre más. Siempre un fallo, un fantasma, un diferir en las estructuras de la conciencia; toda apertura fenomenológica queda aquilatada en un mirar que mira en pos de un simbolizar que deviene imposible ya que conlleva en sí mismo una brecha en la realidad. El horror entonces coincide con lo Real en cuanto horizonte irrebasable de negatividad de cualquier sistema de significación. Mirar a los ojos de lo Real, acercarnos a lo nouménico del sentido, sería entonces la visión más terrorífica de la que se puede tener experiencia. Lo Real es entonces el olvido original, la oportunidad perdida que carga con el peso de su misma trascendentalidad: el trauma de la traición que la propia subjetividad ha de hacer suya para posibilitar una exterioridad a lo simbólico.
Así las cosas, la pregunta pertinente nos asalta ya por fin: ¿de qué se tiene miedo?, ¿qué es aquello que de manera tan original ha operado la diferencia en el propio pensar? La respuesta no deja lugar a dudas: el deseo. El horror, aquello que opera la diferencia en el mismo pensar que se oculta al pensamiento, es saber que lo único Real es que el deseo nunca coincide con el ‘yo’.
Hasta hace pocas décadas, todo pensar, todo representar, se incardinaba de lleno dentro de la falla que opera dentro de la propia diferencia entre el desear y el ‘yo’. El arte, sabida su genealogía como producto ilustrado, se cuidaba mucho de poner contra las cuerdas aquello mismo que le daba aliento. Creer a pies juntillas las promesas de la razón era el ejercicio preferido de unos sueños de la razón que no han hecho más que generar monstruos. Pertrechado tras el espejo escópico que devuelve la mediación de todo aparato cultural e ideológico, el arte operaba con los mismos subterfugios que en la superficie creaban significado unívoco y mundos de sentido.
Pero el horror, de tanto querer hacerlo invisible, ha terminado por emerger a la superficie. La pantalla-tamiz, la mediación simbólica operada por la cultura, aquello que para Lacan conlleva una jerarquía del mirar que va del sujeto al objeto, se ha pulverizado en tal emerger. Lo abyecto sería entonces el poner en jaque toda la tradición de un arte que se ha encontrado muy cómodo conformándose con seguir el juego de un pensar que hacía oídos sordos al horror en que era gestado. Mediado por la identidad subjetivizadora, por lo simbólico de un mirar que se cuida mucho de toparse con el horror de lo Real, el arte se contentaba con seguir los dictados de un representar que profundizaba justo hasta ahí donde todo parecía perderse. Para cada cosa, un concepto, y si la subjetividad simbólica se prestaba a hacer alardes estrambóticos, el primer romanticismo venía a sellar la abrupta brecha ontológica. Teorías del genio, de lo sublime, etc; el horror de comenzar a encallar en lo fantasmagórico llevaba al pensamiento a postular una salida donde aún hacer viable la promesa de la autonomía de la razón y del arte.
El arte abyecto anula la pantalla-tamiz inaugurando con ello un nuevo régimen escópico: aquel que rechaza el antiguo mandato de privilegiar la mirada del espectador tratando de unir lo simbólico con lo imaginario en contra de lo Real y anulando así todo atisbo de terror.
Lo abyecto, teorizado por Kristeva, es una categoría del no-ser, algo definido como ni sujeto ni objeto. En lo abyecto el sujeto es expulsado de sí mismo. Es el sujeto en cuanto en tanto imagen invadida por la mirada del objeto. Lo abyecto es aquello de lo que debo deshacerme a fin de ser un yo. Es una sustancia fantasmal ajena tanto al sujeto como íntima con él y que, debido a esta distancia difusa, crea un pánico en el sujeto. Un pánico entendido como éxtasis y horror: éxtasis en el desmoronamiento de la pantalla-tamiz y el orden simbólico, y horror ante este mismo acontecimiento fantasmagórico.


Lo abyecto clarifica de una vez por todas que el no poder soportar el horror no sale gratis; comprender que el que todos nuestros intentos de mediar con lo Real queden imposibilitados en encuentros fallidos, hace que nuestra más íntima subjetividad sea entendida en términos de trauma y de ahí que la misión del artista, más que seguir ocultando lo reprimido, en sublimar lo abyecto, consista en tratar de representar aquello precisamente que es irrepresentable: lo que no se circunscribe a lo simbólico, lo que solo cabe entenderse en términos de represión original. Así, el arte abyecto toma distancia mínima con el fantasma del yo y trata de reformular la transgresión. Pero, esta vez, la transgresión no es un modo silenciado e ideológico de eludir la confrontación. Esta vez la transgresión, en el decir de Bataille, “no niega el tabú sino que lo trasciende y completa”. Es decir, solo en la íntima cercanía con lo Real la transgresión se enfrenta de una vez por todas a su propio horror.
A partir de entonces el arte cabe cifrarlo según la relación que asuma respecto a la pantalla-tamiz. La cita de Marshall McLuhan de que la misión del arte es tomar distancia, toma aquí su más claro exponente. Así el arte, a grandes rasgos, queda amparado dentro de los límites de lo obsceno y lo pornográfico: o el objeto está demasiado cerca del espectador, o al objeto se le permite un cierto alejamiento que permita al espectador-voyeur ejercer su perversión particular.
En el ‘más acá’ de la pantalla-tamiz, mientras el hiperrealismo naufraga en la fascinación narcisista por el escaparate libidinal invitando al espectador al deleite esquizoide, negando toda referencia a lo Real y postulando solo las apariencias como reales, el apropiacionismo trabaja con un Real que es construido en el propio ejercicio crítico de postular superficies descontextualizadas de su original y vueltas a reintroducir en los procesos de semantización. Pero lo más interesante está del lado del ‘más allá’, de lo Real.
Sujetos violados, amputados, cuyos miembros se presentan como residuos de la hiperviolencia no mediada o como huellas del trauma original; enajenaciones de objetos cotidianos relacionados con el cuerpo; propuestas de cuerpos reprimidos por la ley paterna; posturas infantiloides para burlarse de esa misma ley paterna; mímesis de la regresión mediante figuras de la perversión que desemboca en desafíos escatológicos o eróticos-anales. El arte contemporáneo afirma lo que por otra parte es evidente: la posesión convulsiva de un sujeto entregado a una ‘jouissance’ mortal, un sujeto que ha hallado el mejor camino hasta lo Real y disfruta con el espectáculo de ser expulsado de sí mismo, de ser transgredido en su simbolización, de ser troceado y deglutido en una bacanal de placer infinito. Ya el horror se ha hecho tan cotidiano, forma parte de nuestra cultura de una forma tan fantasmal y Real al mismo tiempo, que el sujeto corre detrás de sus propios síntomas, de sus propios traumas para morir de goce junto a su propio fantasma. Llegamos al Freud de ‘Más allá del principio del placer’: “duele, no puede sentir nada”. Aunque ahora la traducción exacta sería: “gozo, no puedo sentir nada”.
La obra de Lidó Rico está muy cerca de todos estos planteamientos pero, también, y quizá sea ahí donde radique todo el espesor de su genio, muy lejos. Porque para él lo abyecto no supone ya una trasgresión simbólica ni un rememorar infantiloide y escatológico; no se trata de vivenciar el horror de la cercanía con lo Real, ni tampoco de apuntalar los últimos rescoldos de lo Simbólico incapaz de subsumirse en lo Real. Los cuerpos de Lidó van más allá: se postulan como acontecimientos, como rememoraciones del horror original.
De ahí que, más que como gozo de síntomas y traumas, lo abyecto de Lidó remita a una posibilidad última: la de pensar lo imposible de un horror que sabemos es imposible de reducir dentro de lo Simbólico. Lidó juega con la posibilidad de lo imposible, con el sentido que nace del sinsentido. Por eso lo abyecto, para él, tiene un eminente sentido hermenéutico y fenomenológico.
Y es que, aunque Lidó Rico asume los presupuestos de lo abyecto teorizado por Kristeva en cuanto ex-pulsión del propio sujeto de sí mismo, esta expulsión supone, más que una regresión psicoanalítica a la ley del Padre y al origen de todo simbolizar, una apertura en busca de un ‘otro’ que fundamente una ética y una responsabilidad. En este sentido, casi podíamos seguir punto por punto los dictados de apertura fenomenológica suscritos por Levinas: “en el Decir el sujeto se aproxima al prójimo ex-presándose en el sentido literal del término; esto es, expulsándose de todo lugar, no morando ya más, sin pisar ningún suelo”. Así, en los cuerpos de Lidó no hay nada Dicho, ni siquiera aún-por-Decir. Todo es grito, silencio y angustia: todo es apertura y ex-pulsión. Todo es Decir, estar a la espera del sentido, a la espera del ‘otro’. El sujeto no mora, ni siquiera hace pie en ningún habitar, sino que des-aparece súbitamente de los muros.
Debido a su condición de ex-pulsado de sí mismo, la congoja de sus inaudibles gritos suponen un desesperado intento de habitar incluso en la posibilidad más ajena a él mismo: en la proximidad de un ‘otro’ que le otorgue voz y provoque lo Dicho, en la vecindad de un ‘otro’ que lo haga morar en la responsabilidad fenomenológica de una ética.
Ya sean sus manos que inauguran, a la espera del sentido, todo ‘señalar’, ‘mostrar’ o ‘nombrar’; ya sean sus cuerpos fantasmales saliendo o entrando en la pared buscando un otro que posibilite una responsabilidad, una ética fenomenológica fundamentada en el rostro del otro; o ya sean estas últimas obras que utilizan las calaveras como metáforas de la corriente de horror que transita por debajo de la Historia, lo cierto es que su arte no se contenta con gozar del trauma en una trasgresión repetitiva, sino que se abre a la propia herida que corta el aliento de lo Simbólico y se zambulle en rememorar aquello precisamente que quedó olvidado en el pensar original: el horror que nos constituye. El arte abyecto, una vez ha caído en la transestética de la banalidad predicada por Baudrillard y que conduce a una parálisis en la indiferencia, halla en Lidó un impulso último, una posibilidad de adentrarse de veras en la imposibilidad congénita al pensar y que no duda en abandonar el banquete de la perversión y la trasgresión festiva del trauma.
Y es que, para completar la transgresión no basta con saltarse los límites impuestos por lo Simbólico, no basta con gozar de la perversión traumática en las lindes de lo Real, sino que hay que tener el valor suficiente como para desenmascarar incluso lo más oculto y silenciado. Es necesario reconfigurar los límites en un pensar que no disfrace ni siga ocultando el horror fantasmagórico. Hay que armarse de valor para, como dice el propio artista, “obtener al final la conclusión de que el hombre empieza donde acaba la razón, de que lo impulsivo e irracional se convierten en el único vehículo apropiado para avanzar en conocer nuestros adentros, que es en definitiva lo que todos buscamos”.


Conocer nuestros adentros, algo tan imposible como necesario. Necesario ya que no somos sino en la medida en que perseguimos a nuestro fantasma; imposible porque, siempre, en el interior del sujeto habita la diferencia en el significar y en el decir, porque siempre, la Cosa, crea la propia fractura en el núcleo mismo de lo Real.
La actual instalación de Lidó Rico, titulada ‘Ex-cultura’, nos lleva a recorrer la distancia que media entre nosotros y nuestro propio fantasma, siendo conscientes de que no es sino el horror lo que de verdad crea la diferencia. Unas calaveras dispuestas en el suelo en espiral hacen alusión a eso precisamente que ha quedado silenciado con el oprobio del olvido: el horror del propio pensar es lo que inaugura el acceso a la razón. No es ya, o al menos no sólo, la necesidad de ser conscientes de que la Historia la construyen las víctimas, de que acuciados por la ideología del progreso ejercemos nuestro derecho sentimentaloide a concluir que, al final, Hegel tuvo razón al justificar todas las víctimas por mor de una reconciliación del Espíritu consigo mismo. No se trata de esa clase de victimismo. Se trata de representar lo irrepresentable del Horror, el saber que todo pensamiento nace ya decapitado por el propio pensar, que las culturas endogámicas que se postulan como adalides de la universalidad no son sino receptáculos anestesiantes para evitar lo que no se desea saber.
Si la radicalidad del pensamiento negativo de Adorno concluye que “el pensamiento que no se decapita, desemboca en trascendencia”, nuestra más íntima tragedia es la de saber que todo pensar nace ya viciado por su propio silencio, por la fractura que se instaura en el simple hecho de decir y nombrar y que inaugura el olvido, y que, a fin de cuantas, no tenemos muy claro hasta qué punto la trascendencia no es más que un límite puesto a un campo del que de por sí no podemos salir.
En frente de la espiral de cráneos rellenos de pensamientos muertos, una luz se enciende y se apaga. Lo Real de ese horror que como un latigazo en la espina dorsal recorre la espiral de cráneos, lo vamos a sentir en nuestras propias carnes.
Nosotros y nuestra propia sombra, mediadas en la inmediatez de una imagen especular. La diferencia ínsita en el propio pensar y que capitula ante el horror tiene su primera ‘víctima’ en el sujeto mismo. Si las culturas primitivas usaban máscaras para anular lo extra-humano, para asimilar aquel plus de significatividad que el mito era incapaz de asumir, el surgir del pensamiento ilustrado adopta una postura similar. En la medida en que el pensar certifica desde su génesis la imposibilidad de una adecuación de las estructuras simbólicas con el deseo, la construcción del ‘yo’ de realiza por fortificación y derribo. El ‘yo’, sin poder fijarse en nada, siendo víctima de un nomadismo que le hace transitar en el lugar vacío que supone todo silencio del propio pensar en torno al horror, se fortifica, se hace fuerte en el mismo sinsentido que opera a nivel macro y cultural. Si la ideología, en palabras de un lacaniano de fuste como puede ser Zizek, supone “el sueño imposible no sólo en términos de superación de la imposibilidad, sino en términos de mantener esa imposibilidad de un modo aceptable”, nuestra propia imagen en el espejo realiza la misma función: la de crear una distancia que impida la centrifugación constante en torno a núcleos libidinales incapaces de ser asumidos por lo Simbólico. Y es que, como ya hemos dejado patente, la conciencia, el ego del cogito, no es más que un efecto de superficie, un residuo de una pulsión que aterra hasta el límite de hacer saltar por los aires todo intento de dotarnos de identidad. En este sentido, Fernando Castro tiene toda la razón cuando, en un texto sobre el artista, comprende la pulsión de muerte “como un descarrilamiento ontológico, un gesto de des-investidura que remite a la disolución de la libido: lo que disloca al sujeto (en el proceso de su constitución) es el encuentro traumático con el goce”.
Así pues, las coordenadas en las que cabe cifrar esta magnífica obra de Lidó Rico siguen los intereses que han operado en el resto de su obra: buscar lo innombrable, representar lo olvidado y silenciado, hacer de la experiencia artística la única con capacidad aún de enfrentarnos con eso otro incapaz de asumirse dentro de las estructuras de la identidad que pensamos nos conforman. Saber que el horror nos habita, que es necesario una desterritorialización previa, una toma de distancia con nuestra propia sombra, para, desde ahí, optar a lo imposible: acceder a la totalidad, hacer emerger la propia ley del propio núcleo duro del deseo, ser capaces de enfrentarnos con ese ‘plus’ de vida, ese ‘plus de jouissance’ que nos disloca tanto como nos construye, que nos traumatiza tanto como nos define. Y es que, como dice Zizek, “la vida humana nunca es ‘meramente’ vida, siempre es sostenida por un exceso de vida”. Es decir, existe, antes que nada, el síntoma, el trauma y, sobre todo, el horror.
Que la cultura no es más que la domesticación de ese exceso, una capitulación ante el horror de nuestras vidas, y que el ‘yo’ no es más que el contenedor que, como sombra, nos permite eludir los fantasmas de un deseo que no hace más que desear ese propio horror: el excepcional trabajo de Lidó Rico nos pone contra las cuerdas de sabernos poco más que un residuo libidinal, la sombra de una mentira endémica.

sábado, 3 de abril de 2010

CIENCIA Y ARTE: EL LÍMITE DESCONOCIDO


CONRAD SHAWCROSS: THE LIMIT OF EVERYTHING
I GOT A BREAK BABY
GALERÍA PILAR PARRA & ROMERO: 15/02/10-17/04/10
(artículo original en Revista Claves de Arte: http://www.revistaclavesdearte.com/noticias/20484/Shawcross-y-I-got-a-Break-baby-en-la-Galeria-Parra-&-Romero)
Una vez que el arte ha dejado de comprenderse como un producir ilustrado en busca de su tan ansiada autonomía, donde alcanza mayor profundidad es en postularse como un dispositivo critico capaz de desmontar los regímenes de lo hipervisible que en nuestros días realizan tareas de validez discursiva.
Cuando todo saber no es más que un conjunto de discursos cuya validez viene dada por el propio medio en el que ha sido proferido, cuando, como ha dicho Anna María Guasch recientemente, “la cultura se ha metamorfoseado en unos espacios discursivos bajo una comprensión interdisciplinar de la geografía como modo de producir y organizar el conocimiento en función de cómo las condiciones culturales, naturales y sociales se relacionan entre sí”, el arte, además de quedar comprendido bajo estas mismas premisas, ha venido a comprenderse como instancia crítica de los modos hipercapitalistas de producción de significado y saber.
Solo así cabe entender el actual boom de los artistas-científicos y de la producción artística que utiliza las mismas armas que lo científico para proponerse como tal. Amparados por la larga sombra de Olaffur Eliasson, el arte juguetea con los presupuestos científicos para, o bien poner sobre la mesa lo poco científico que es el saber científico, o bien proceder a proponer experiencias perceptivas y sensoriales que hagan pensar en un mundo donde lo a-científico colinda con lo científico en aras de desvelar los procesos epistémicos e ideológicos que han hecho del saber científico el único con capacidad de fundar validez.
Si el danés Eliasson propone entonces un retorno al origen de la orientación entre imágenes en las que la apariencia natural tiene su peso, alentando así un antes de la mediación humana y del encontrar la senda del progreso en el positivismo alentado por lo datable, por lo científico y tecnológico haciendo así emerger la naturaleza desprovista de toda conceptualización, el inglés Conrad Shawcross (Londres, 1977) basa su obra en un desenmascaramiento de los proceso reorganizativos que han ido camuflando, en nombre del imperio de la ciencia, nuestro atroz pánico hacia lo natural y nuestro casi paranoico ansia por datar y medir.



Para ello sus estrategias son tan acertadas como simples: toda ciencia, todo intento de saber científico, se basa en una determinada relación espacio-temporal. Establecer diacronías, diferencias en los procesos perceptivos, equivalencias entre dilataciones y contracciones, proponer metáforas epistémicas que inspiren problemas filosóficos y conceptuales, son los ejes que Shawcross propone para recordarnos la débil fundamentación de todo saber científico.
Pero es que, después de todo, la ciencia sabe demasiado bien que sus dictados son tan débiles que apenas resisten las embestidas de cualquier instancia crítica. No por nada Popper defendió que toda teoría científica llega a ser científica no por su robustez ante los esfuerzos de echarla abajo sino, precisamente, por su esencial posibilidad de ser refuta. Que una teoría científica llegue a ser tal únicamente por su capacidad de ser refutada, es algo que la ciencia aprendió hace ya tiempo; pero el poner en práctica modos alternativos de percibir y experimentar que alienten modos de validez ajenos a lo datable-conceptual al abrigo de una determinada experiencia del tiempo y del espacio, es algo que requiere de instancias alternativas como puedan ser las del arte.
La obra que da título a la exposición, ‘The Limit of Everything’, deja bien a las claras cual es la intención del artista: como si de un corolario al principio de incertidumbre se tratase, la propia mirada queda delatada por la naturaleza de la luz, haciendo que lo que antes era una espiral quede reducido de repente a una simple línea capaz de rasgar la pupila como el filo de una navaja. Todo depende, como hemos dicho, de una determinada relación entre el tiempo y el espacio.
El resto de las obras siguen estos mismos dictados, a caballo entre lo conceptual y lo minimal, para lograr crear una interrupción en los procesos científicos de conocimiento. En ‘The Celestial MetersShawcross juega irónicamente con los intentos de la ciencia por crear conceptos con validez universal. Después de todo tipo de medidas antropoides, se llegó a considerar el metro como un 10-7 de la longitud del meridiano desde el Ecuador al Polo, a través Paris. Las 9 barras que conforman la obra son las 9 diferentes extrapolaciones de esa mediada “estándar” a cada uno de los nueve planetas del Sistema Solar. Así, de golpe, el ‘metro’ queda desestabilizado en medidas que van de los 9,5 metros a los 18 centímetros.
En ‘Axiom Tower’ nuestras estructuras epistémicas quedan descubiertas en la idealidad de su recurrencia inferencial. Sin poder ser demostrado o no, los límites de lo perceptivo y lo plausible terminan por ser lo otro de una razón que no conoce otra cosa que no sea el ideal. Operando en las lindes del arte imposible, una torre de dodecaedros necesitaría 300 kilómetros para repetir el vértice que hace de origen. La pregunta entonces se hace recurrente: ¿dónde acaban los límites de lo perceptivo y de lo cognoscible?, ¿coinciden o existe alguna preeminencia del uno sobre el otro? Obviamente, las respuestas pueden ser muchas, pero esta fe ciega y postmoderna en la ciencia es algo tan endeble que apenas resiste una torre hecha de dodecaedros.

Con una muy diferente intención, el nivel -1 de la galería nos enseña una obra tan fascinante como inabarcable, ‘I got a break baby’. Una serie de doce playlists, comisariados por otros tantos agentes que componen la estructura artística contemporánea, como puedan ser centros de arte, artistas o comisarios, conforman un entramado relacional que el espectador puede ir activando a su gusto. Canciones elegidas por el agente, compuestas para la ocasión, delegadas en personas que le rodean en su vida cotidiana, todo para establecer niveles de relación de muy diverso orden, desde el más inmediato y participativo del activar los playlists, hasta aquel otro que ha podido surgir del contacto entre estos diez agentes artísticos.



Poniéndonos estupendo, casi podríamos decir que la obra alcanzará su verdadera dimensión cuando, con motivo de su puesta de largo en el DA2 de Salamanca, los susodichos agentes se reúnan para jugar un partido de fútbol y comer una paella. Y es que, en un mundo en el que el medio coincide con el mensaje hasta el simulacro esquizoide, las obras de arte son capaces de desdoblarse en esta bicefalia que conlleva el postularse como lugar de encuentro al tiempo que como generador de otros adyacentes. Postularse como dispositivos interdisciplinares donde hacer surgir un ámbito para el ejercicio crítico, esa y no otra es la actual misión del arte contemporáneo.