miércoles, 29 de marzo de 2017

JULIAN ROSEFELDT: VANGUARDIA Y CONTEMPORANEIDAD



JULIAN ROSEFELDT: DEEP GOLD
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 16/02/17-29/04/17
(texto original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/Julian-Rosefeldt.html)
 Hasta el día 29 de abril puede verse en la galería Helga de Alvear la última película del artista alemán Julian Rosefeldt. Fiel a sus planteamientos cinematográficos y a su querencia a entrar en diálogo con las vanguardias, en esta ocasión ofrece una posible continuación a la película surrealista “L’age d’or” donde el feminismo entra en liza delineando un mundo onírico, fuera de las reglas de lo convencional, donde la sensualidad, el empoderamiento de la mujer y la fragilidad del protagonista muestran algunas verdades desde donde intuir la falsedad de nuestro mundo administrado pero, también, del propio arte. 
Lejos de loar sin más el trabajo sobresaliente del artista muniqués, nos ejercitamos en comprender este doble régimen de falsedad y de qué manera eso supone una estrategia válida para asumir los esfuerzos de la vanguardia sin subvertirlos ni hacer de ellos meros fetiches estéticos.

En uno de sus mejores libros, José Luis Brea se preguntaba “¿en qué sentido sería legítimo –suponiendo que en alguno– seguir hablando de vanguardias, de proyecto vanguardista, a propósito de la práctica actual?” La pregunta no es simplemente pertinente sino que desbroza a su paso todo un campo que se suponía inmaculado y digno de veneración. Y es que aunque sin duda no hay otra senda a recorrer para el arte que no entronque con algún impulso vanguardista, el asunto está en que no basta con un mimetizarse con el paisaje y recorrer por enésima vez caminos que ya sabemos trillados. Vanguardia sí, pero desde la prerrogativa de que ello debe de significar inicio de algo y no simplemente un fin de estación; vanguardia sí, pero teniendo en cuenta que del supuesto disenso por ella auspiciado ya apenas queda algo que no haya sido conquistado por los mundos de la vida y el capital. Vanguardia sí, pues como señaló también Brea “sin el trabajo de la vanguardia, el sistema del arte avanzaría calamitosamente hacia su muerte entrópica, hacia su enrarecimiento, hacia su muerte por tedio”, pero sabiendo que la mayor parte de su efecto hace rebote en un mundo-imagen que ha sido capaz de trocar la provocación y lo no convencional en fastuoso espectáculo dentro del régimen mediático en el que queda cifrada la realidad. 


Desde este punto de vista, enfrentarse críticamente con la obra del artista alemán Julian Rosefeldt (Munich, 1965) es un asunto poliédrico y de angulosas esquinas. Porque si bien es cierto que en sus obras no hay alusión ninguna a ese impulso vanguardista comprendido como superación progresiva lanzada hacia una supuesta meta, si no hay resto ninguno que nos hiciera pensar en su trabajo como senda utópica que recorrer, también hay que recordar que pocas estéticas tan desgastadas y asimiladas como la pulsión onírica del surrealismo o la lógica rupturista del dadaísmo, instancias ambas desde donde el artista alemán cimenta su actual trabajo.
Sin embargo, queremos pensar que el propio artista no es ajeno a esta problemática y que más aún se sirve de ella para crear una red más tupida de contradicciones y la posibilidad de tensar aún más si cabe el contexto actual de exhibición y producción del arte. Es en este sentido de buscar una maximización de los recursos problemáticos del arte desde donde cabe entender la querencia de Rosefeldt a mezclar registros, temáticas y géneros cinematográficos, así como su cada vez mayor propensión a trabajar –sin cortapisas ni  falsa modestia– desde una visión espectacular de las imágenes, haciendo de su trabajo una continuación –¿provocadora?, ¿dialéctica?, ¿polémica?– con el showbusiness cinematográfico.
Y es que, en el fondo, Rosefeldt sabe la única verdad del arte: que todo es falso. Más aún: que la única verdad que puede plantear el arte queda fundamentada en su radical falsedad. Es esta, pensamos, una de las interpretaciones que se pueden dar a ese guiño autoparódico que nos muestra en algunas de sus películas: el que al final se eleve la cámara y, desde lo alto, haga una panorámica donde quedan registrados los camerinos, el trampantojo de los decorados, los trabajadores de soporte y logística de la película, etc. Teniendo en cuanta que ese no puede ser el verdadero backstage, sus películas se cierran quizá con la única verdad que debe proponer el arte: la de lo falso de su propia falsedad.
En cualquiera de los casos, Rosefeldt se sabe ligado a una historia del arte en la que se inserta y de la cual no se siente ni continuador ni epílogo sino, simplemente, uno de sus más privilegiados interlocutores, conocedor además de que todo diálogo que el arte quiera sostener debe de partir de las únicas premisas vanguardistas dignas de tenerse en cuenta: que más que lanzarse al logro idealista de estabilidad y consenso, el arte debe abogar –volviendo otra vez a Brea– por “introducir la disensión, a desplegar una actitud de beligerancia frente a lo recibido, frente a su academia”, siendo en esta línea de trabajo –de generador de disenso, desconcierto y desorden– donde “la vigencia de su trabajo es absoluta e irrenunciable”. 


Desde este punto de vista, cabe pensar que el diálogo que el artista muniqués establece con sus tradiciones artísticas no va en la onda de ayudar a crear un ideal dialógico regulativo ni a subirse en esos hombros de gigante que siempre parecen ser los de nuestros mayores, sino a sembrar la historia del arte de paquetes-bomba que al explotar en los ojos del espectador subrayarán el sesgo simulacionista y radicalmente falso de las imágenes del arte. Es decir: sacarán a escena una verdad diferente a aquella con que nos consolamos en una visión placentera que tiende a reducir el arte a una serie de logros bellos, de hitos glamurosos. Dicho de otra manera, muestra la fetichización ideológica de la que el arte participa vehementemente para, desde ahí, mostrar por elevación dialéctica la verdad del arte, su carácter de artefacto visual que, en tanto que falso, se ofrece como ejercicio de resistencia a esa mecánicas administrada de la imagen espectáculo que se autoproclaman como límite y razón del mundo
Así ha hecho por ejemplo con su recurso al famoso cuadro de Caspar David Friedrich El monje frente al mar en la película American Night o en su último gran trabajo, Manifiesto, donde elaboraba trece monólogos –todos ellos interpretados por Cate Blanchett– a partir de fragmentos de los más famosos manifiestos del arte vinculados a vanguardias como el Futurismo, Dadaísmo, Situacionismo o Suprematismo. Y así hace en esta ocasión donde, valiéndose de la recurrencia a la película L’age d’or de Dalí y Buñuel, nos devuelve al mundo onírico del surrealismo y a su supuesta capacidad rupturista con una realidad policial que dispensa capacidades e identidades según más conviene para modelar un alegato feminista en torno a esa lógica de las identidades tan querida por el arte contemporáneo actual.
Yendo al planeamiento de la película, ésta se inserta sin fisuras dentro de la propia L’age d’or cuando el protagonista, Gaston Modot, enloquece en su habitación y se precipita envuelto en plumas por la ventana, cayendo al sueño onírico que es la propia película de Rosefeldt. Allí, deambula perdido en un mundo fuera de las reglas de la realidad ante la emergencia de mujeres empoderadas en la potencia de su propio cuerpo acentuando la propia medianía y debilidad del protagonista.


Pero el truco está, pensamos, en su misma toma de partida: ¿no es consciente nuestro artista de que uno de los campos preferidos por el capital para implantar su dogmática economía de lo sensible es aquel donde se construyen nuestros sueños y nuestras capacidades de goce? Más aún: ¿es esta femineidad la que él propone, construida como polo emergente frente a un hombre bobalicón, perdido en los efluvios de la sensualidad del cuerpo y los sicotrópicos, y poco menos que agilipollado? Nada es tan sencillo que quede cifrado en una lógica cortoplacista.
La respuesta es que Rosefeldt, pensamos, es un genio del despiste: nos da para quitarnos y el mejor espectador de sus obras no es aquel que queda subyugado en sus imágenes y descubre una verdad –estética, social, política– a perseguir, sino a aquel que descubre el embolado paradójico de todo este embrollo y el hecho de que por mucho que uno lo intente no hay más asideros frente a la realidad que un haz de contradicciones, simulacros y apariencias. Quizá no sea ésta sino una de las pocas maneras de ser fiel al impulso vanguardista: no eludir la inviabilidad de sus presupuestos, constatar que el arte ha de apostar por un continuo desbordamiento-rebasamiento de su propio lugar, subrayar que el programa de licuado del régimen representacional lleva en su seno un germen patológico de irremisible fracaso.
.En este sentido, Rosefeldt acoge varias de las líneas de tensiones que atraviesan el mundo contemporáneo en torno a la identidad y la sexualidad para pasarlas todas ellas por el tamiz vanguardista del surrealismo. El resultado es sumamente teatral, barroquizado en extremo y diluido en una pose kitsch que dota a sus imágenes de una fina pátina de polvo y desgaste. Pero esa verdad, entrelazada en la lógica disruptiva de la vanguardia, consigue que como réplica nos percatemos también de la falsedad de nuestro propio mundo. No es, en suma, la constatación de un mundo preciosita –el del arte– frente a la sordidez de nuestra realidad: es más bien el desvelamiento de dos imposturas. Así, donde estriba la gran capacidad de este artista es en intuir que esa es la única manera de trasponer las vanguardias y en particular el surrealismo a nuestro mundo perfectamente administrado.  
En definitiva, continuidad y ruptura, construcción y destrucción, verdadero y falso, tradición y novedad: son estos los antagonismos de base que Rosefeldt construye y desde donde despliega con toda su potencia un discurso estético capaz de plantear la verdad del arte.

sábado, 11 de marzo de 2017

HOLOCAUST-MAHNMAL: ARTE CONTEMPORÁNEO Y RELIGIÓN. REPRESENTACIÓN Y SACRAMENTO.


Cuando hace poco más de un mes el artista israelí Shahak Shapira mostró al mundo su obra Holocaust-Mahnmal se armó, como dicen los apocalípticos, la mundial. Subidos al púlpito de lo políticamente correcto, las voces que tildaban a la banalidad del turista en busca de selfie como de “atentado contra la memoria” no tardaron en hacerse oír. Para contrarrestar la pandemia buenista, desde el otro frente se organizaba un discurso aludiendo a lo nefasto de toda pose elitista y a, como Sergio del Molino en El País para quien “cuando esos relatos se expresan en piedra, pierden toda su capacidad de emoción y de empatía”, a cierto nihilismo visual.
Y lo cierto es que, reducidos a su contexto, ambas posiciones pudieran ser perfectamente válidas. Tantos los unos rasgándose las vestiduras –¿quién no ha caído en la tentación de mirar por encima del hombro a aquel que ante la solemnidad del momento opta por buscar en ello un momento de divertimento?– como los otros aludiendo a que no hay contenedor alguno que pueda atesorar toneladas ingentes de memoria sin deteriorarse, son polos de una dialéctica estética que tiene en las nociones de representación y temporalidad la llave para dar y quitar razones.
Y es que la cuestión alude al núcleo duro donde tiempo y representación se entrelazan en una determinada configuración estética: bajo qué parámetros nos hacemos construir odres con los que guardar la memoria de tantas catástrofes sin que se desperdicie una lágrima y que, al mismo tiempo, el espectador se sienta apelado en su propia interioridad, se sepa llamada a compartir una misma historia, se sienta confiado a ser él también testigo de ese relato. De lograrlo estaríamos, sin duda, ante un colosal triple salto con tirabuzón.
Pero mientras esto –lo imposible– sucede, lo que toca es entrar a comprender la problemática de las imágenes, sus contradicciones y las paradojas que asolan a todas las estéticas de la conmemoración, del monumento o de la memoria, estéticas todas ellas muy en boga dado que, como alguien dijo, si hay una figura clave en el pasado siglo XX esa es la de la víctima. 


            De modo general, la confusión estriba en que aun siendo cierto que ya ningún monumento erige en sí mismo una imagen mimética del hecho o del personaje en cuestión, su lógica sigue operando en la misma dirección que ese régimen mimético al que, solo aparentemente, se simula superar. Una dirección en la que, como decimos, se subraya la dimensión presentista, la dimensión contemplativa de un espectador que desde su experiencia en el “aquí y ahora” debe de ser capaz de desentrañar toda una duración temporal para quedar vinculado a ese otro que le apela desde la lejanía de su propio tiempo ya –quien sabe si para siempre– perdido.
Pero más allá de dicotomías insertas en el propio nudo del arte, el problema es de alcance ya que al tiempo que toca los principios seculares desde donde el arte contemporáneo opera, decanta la frontera infranqueable e intransitable que lo separa y delimita de la religión. Diría más aún: en tanto que es imposible deslindar al arte contemporáneo de su síntoma occidental, la frontera, más que con las religiones –pues hay muchas, cada una con sus características y peculiaridades–, se establece con el cristianismo.
            Y me explico: las estéticas de la memoria y del monumento, al no ser capaces de cortar su cordón umbilical con lo que Rancière llamaría el régimen mimético del arte –pues debe de mover una conmoción en el espectador, una apelación y un sentirse vocado a cargar con la memoria de ese otro cuya historia está a un tris de quedar olvidada–, tontea más de la cuenta con la creación de un ámbito de sacralidad, de excepcionalidad fuera de la lógica común del quid pro quo bajo la que se mueve el mundo profano. En esta labor, el arte enfatiza su sesgo litúrgico…abriendo así al mismo tiempo la herida para su absoluto fracaso.
            ¿Qué por qué? Porque, aún creando el decorado para la proclamación de una liturgia laica, la representación que lleva a cabo no tiene en modo alguno las características propias del sacramento litúrgico del cristianismo. Si en este último el símbolo y lo simbolizado son lo mismo –no hay diferencia, ni material ni estética, su propia realidad material es ya representación de lo que significa, como por ejemplo y sobre todo en el Cuerpo de Cristo, o en menor grado (pues no tiene realidad sacramental) en la Cruz–, en la representación hay siempre una distancia que si bien simula ser infinitesimal (entre el original y la copia), en el nuevo régimen estético desde donde opera el arte contemporáneo ha de hacerse infinitamente grande (pues no debe haber finalidad ninguna en la obra de arte).   


Y es en esa ambivalencia de regímenes –representacional y estético, según Rancière–, en el estar a medio caballo de, por una parte, continuar con la lógica mimética que atiende a un tiempo-presente donde el espectador pueda conmoverse y crear una fácil empatía y, al mismo tiempo, dejar más espacio al espectador para que su devenir sea más amplio que una simple confrontación realista de la representación con lo representado, donde se corre el riesgo de que todo se vaya al traste. Es decir: que el espectador pase olímpicamente de hacer “ese” movimiento estético que se le pide, de cerrar la interpretación de la obra en la dirección correcta, de movilizar un efecto radicalmente diferente al consignado por el autor como óptimo.
Pero, ¿es que en el sacramento no hay esta diferencia, quizá no llamada representacional pero sí de algún otro orden? En absoluto, pues en el sacramento entra en juego la fe. Sea cual fuere el estado emocional del fiel o incluso del celebrante, el pan eucarístico siempre será el Cuerpo de Cristo. Sin embargo, para el turista, si ese día tiene jaqueca, si no encuentra los resortes o, simplemente, pasa del tema, le será imposible cerrar el sentido de la obra en la dirección válida –cosa que por otra parte, y no hay que olvidar, es lo que ha ido a hacer allí, ¿o no? Por eso como decía san Pablo solo hay justificación por la fe y por eso, como todos hemos comprobado, ser turista es un espanto.
En conclusión, y aquí es donde queríamos llegar: frente a la obra Holocaust-Mahnmal solo caben dos comportamientos. O el de comportarse y tratar de hacer el esfuerzo estético –y me atrevería a decir que también ético– de entroncar con ese pasado sedimentado en términos de duración temporal en las piedras, o comportarse conscientemente como un “terrorista”: crear un acontecimiento fuera de la medida de la cortedad temporal de la representación presente, crear un dispositivo espacio-temporal que invierta los flujos cronológicos. Precisamente, esta es la labor del arte y para lo cual es pertinente referirse al libro recién publicado de Graciela Speranza Cronoficciones.
Pero lo que no es lícito de ninguna de las maneras es esa tropelía de la sinrazón, la banalidad y la superficialidad que cometen –que cometemos– los turistas en esa pulsión de ver todo sin en realidad ser capaces de ver nada. Y lo decimos alejándonos de toda pose elitista, sin entrar en esa paradoja dialéctica del connoisseur y del ocioso que tiene su propio desarrollo. Lo decimos, más que nada, como único requisito desde seguir dejando al arte contemporáneo que ensaye y lo intente, como requisito desde donde el arte pueda respirar a pleno pulmón aún sabiendo que la suya es una respiración entrecortada. Porque aunque está claro que siempre fracasará –pues aunque logre crear un dispositivo que encauce temporalidades heterocrónicas invirtiendo sus flujos diacrónicos, casi de inmediato caerá de nuevo en la cotidianeidad del tiempo lineal cronológico– hemos de ayudar a crear la distancia estética para que el arte siga operando. Lo decimos sobre todo porque aunque la palabra autonomía no sea una buena idea para ningún ámbito, ni el del arte ni el de la religión, es necesario ayudar a separar ambos territorios: porque ambos nos dan una palabra –quien sabe si la misma– pero en diferente idioma, en una lengua intraducible.


Decía Sergio del Molino que las piedras no pueden hablar. Y ese es el error. Quizá no digan nunca esa última palabra que se les pide, pero mientras no tengamos otra cosa, mientras también valoremos que lo que nos tenga que decir el arte, aun en su balbuceo, es más que pertinente, hemos de ayudar a que lo siga intentando. Porque al final solo cabe apelar al desiderátum que parece, según Scholem, que apuntó Benjamin: ¡si las piedras hablasen!
La obra de Shahak Shapira, en definitiva, muestra un mundo de sordos, que no entienden ningún otro lenguaje que no sea el de la inmediatez del ahora, un mundo devorado en la vorágine de imágenes que –ellas sí– no tendrán nada que decir. Sujetos sordos, Imágenes mudas, ese es nuestro mundo. 

domingo, 5 de marzo de 2017

CINCO (O SEIS) COSAS QUE VIMOS EN ARCO Y QUE (CASI) SEGURO TE LAS PERDISTE


Dicen que es una feria, dicen que no hay riesgo, dicen que las galerías juegan cartas seguras e, incluso, marcadas. Dicen que no deberían de ir nada más que coleccionistas, dicen que no hace sino reducir el arte a un espectáculo de cifras y números, dicen que incluso no ayuda a que el arte contemporáneo sea percibido por los ciudadanos como algo más que una estrambótica banalidad. Dicen tantas cosas de ARCO que a uno casi le tiemblan las canillas al acercarse la fecha.  
Pero no me quejo, no hay que quejarse. El problema, en esto como en todo, es el de no dejarse llevar por el sano ejercicio de la duda, sobre todo de la propia, y el hacer de cada opinión un lugar de no retorno. Porque, ¿y si sí?, ¿y si sí se pudiese ir a ARCO a disfrutar del arte, a contemplar y aprender? Cada cual tiene su modo, pero para el que esto escribe la gracia radica en las galerías nacionales con sede fuera de Madrid. Sí, ya sé que, gracias a muchas bazas que juegan en su contra, cada vez son menos. Pero es ahí donde se parte el bacalao: frente a lo bastante sabido de la escena madrileña, frente a los grandes nombres que vienen de fuera, frente a ese batiburrillo de galerías alemanas –con alguna nórdica o francesa– que parecen haberse quedado en alguna senda perdida del neo-expresionismo abstracto, el galerismo español no madrileño es el que más sorpresa da, el que más se disfruta y del que más notas uno saca.
Valga, en todo caso, este pequeño texto como recuerdo de una edición de ARCO en el que, de nuevo, pudimos sonsacar cuatro o cinco buenas degustaciones. De hecho fueron más, pero lo reducimos para no cansar al personal y para no hacer de esto –Dios nos libre– la enésima lista.   

1-    JOAN FONTCUBERTA (Angels Barcelona)
No sé si ambas fueron en la misma galería barcelonesa, pero el hecho es que en la feria pudo verse dos de los trabajos más recientes del artista catalán. Y ambos, como de costumbre, muy interesantes. Dejando de lado su vertiente más conocida y simpática de la docu-ficción -de la que pudimos ver una estupenda selección el año pasado en Ia exposición Imago ergo sum-, Fontcuberta se centra en el soporte material de la fotografía y su actual evanescencia en un mundo inmaterial como el actual. En Trauma el artista rasga y pule la superficie hasta llegar al nivel cero del soporte, un nivel por otra parte imposible de alcanzar ya que siempre queda algún resto, alguna huella, alguna forma de recomponer la imagen. Así, este trabajo también habla de la memoria –o de la falta de ella– en el mundo-imagen actual donde no hay pasado ni manera de reconstruirlo sino un infinidad de instantes-ceros, de pulsiones visuales donde todo remite a un futuro que, por otra parte, nunca termina de acaecer.  


En su otra pieza, Gastropoda, Fontcuberta sitúa varias de las decenas de invitaciones a exposiciones y cartas que recibe semanalmente para disfrute de los caracoles de su jardín. El resultado es más que sugerente: la imagen –imágenes a más inri de arte impresas en los tarjetones de exposiciones– son devoradas sin ningún decoro por el animal.



2-    SERGIO PREGO (Carreras Múgica)
Para quienes conocemos el trabajo de Prego desde hace años (justo hasta hoy en el CA2M y todavía recordadas algnas de sus exposiciones en Soledad Lorenzo), estas piezas presentadas en la galería bilbaína son sumamente sugerentes. Basando muchas de sus líneas de actuación en el antagonismo entre conceptos como afuera/adentro, ligero/pesado, denso/leve, y aplicados todos ellos en una investigación en torno a la escultura, estas piezas fluctúan como cruce de camino de toda su investigación estética. Materia y forma juegan al escondite para ofrecernos un diagrama de fuerzas en torno a las posibilidades expresivas de la escultura. ¿Cuánto de fuerza, cuanto de expresión hay en ese retorcimiento curvo de la materia para darle forma? No sabemos, el gesto queda indeterminado en su ambivalente actuación. ¿El hormigón da el pego o es el plástico inflado lo que simula perfectamente la levedad del aire?
Investigando un poco más, sabemos que la pieza forma parte de una estupenda exposición que tuvo lugar en la galería el pasado mes de marzo.


   
3-    Lawrence Abu Hamdam (Mor Charpentier)
Como esto también va de descubrir nuevos artistas, el mío es sin lugar a dudas este artista jordano. Su trabajo se centra en investigar las relaciones entre testimonio, lenguaje y tecnología referidos a los movimientos fronterizos de inmigración y exilio. Lejos de seguir los cánones facilones de la denuncia o de la representación mimética, Abu Hamdam desentraña la naturaleza socio-política de una realidad que desborda con mucho cualquier planteamiento buenista o superficial. Reactualizando el relato bíblico de Jc 12, 4-6 en torno al Shibboleth el artista monta un display en torno al hecho –real como la vida misma– llevado a cabo por las autoridades migratorias holandesas por el cual se analizaba el dialecto y acento de los somalíes para discriminar su entrada en relación a la zona de Somalia de la que procediesen.


4-    Fabio Kacero (Ruth Benzacar)
Vale, de acuerdo: ya sabemos que la pieza en sí misma no va a revolucionar el mundo. Pero tampoco es algo que a estas alturas nos quite el sueño y, además, siempre queda un desfase de indecibilidad entre el pensamiento de lo obvio y su puesta en escena. Que buscar la enésima concatenación apropiacionista de una obra es una provocación naif es algo sabido por todos: pero quizá en la sorna de su remultiplicación hay aún algo que tengamos que saber. En este caso Kacero ha aprendido a imitar la letra de Borges para rescribir el cuento Pierre Menard, autor del Quijote. La serialidad que se ofrece no alude tanto a una temporalidad lineal (Cervantes, Menard, Borges, Kacero) sino a otra heterocrónica: falsificando su letra y su firma, Kacero mezcla tiempos y espacios, reactualizando y re-presentando a Borges en una trama de relatos sin fin.



5-    Ignasi Aballí y Richard Venlet. (Estrany-de la mota)
Quizá por el reciente fallecimiento de Tony Estrany, quizá porque sin pertenecer a la sección Diálogos superaban a muchas de ellas, sin duda que hay que reseñar la aportación de esta galería barcelonesa donde la relación entre esos dos artistas en el pequeño stand de la galería fue superior. 

Fotografía Latamuda

6-    Juan Muñoz y Miquel Barceló (Elvira González)
Por cosas como esta hay que ir a ARCO. No dialogaban entre sí, pero les separaban apenas un pequeño panel. Y el efecto en contrapicado de los dos grandes del arte contemporáneo español fue brutal. Barceló presentaba las cerámicas que le quedan (aunque seguro habrá hecho más) de su exposición de 2013 de la que ya dijimos todo lo que había que decir. La obra de Muñoz era la más cara de la feria y sin duda un oasis en medio de tanta vorágine que nos recordaba a esos tiempos donde teníamos al mejor.