miércoles, 25 de junio de 2014

SARA RAMO: IMÁGENES DEL DESVELO


 
SARA RAMO: DESVELO Y TRAZA
MATADERO (ABIERTO X OBRAS): 24/05/14-31/08/14 

Aunque nuestro destino sea el de la espera infinita, lo cierto es que no estamos acostumbrados a esperar. A esperar y, sobre todo, a la incertidumbre. O, mejor aún, a la decepción. Porque de eso, de decepciones, está esta obra de Sara Ramo (Madrid, 1975) cargada. Decepciones, entiéndaseme, en el mejor sentido de la palabra. Y es que, atrincherados en la inmanencia del deseo implosivo, lo queremos todo y, sobre todo, lo queremos ya. En este sentido, la ecuación para estos tiempos de hipervisualización escópica es más que clara: queremos verlo todo y verlo ya. No cabe otra opción.

Así entonces, no ver nada, tener que esperar, dejar que el tiempo opere, tener incluso que buscar en nuestro interior aquellas imágenes con las que poder referir cierta analogía, son todas ellas operaciones que hoy en día nos suenan a chino. Porque hoy, construidas nuestras subjetividades en la angustia que solo halla cierta tranquilidad en el zapeo compulsivo de cada noche, esto del tener que dejar que la imagen surja de entre la oscuridad, esto del tener que dejar a nuestra interioridad hacer emerger una imagen redentora, es algo superado gracias a una técnica que hace que, por fin, visión y deseo converjan en esa imagen-mundo profetizada por Heidegger y escudriñada foucaltianamente por los Estudios Visuales desde hace décadas.

Es más: cuando la amnesia es el axioma fundacional sobre el que se erige nuestra ideología escópica, tener que bucear en nuestros recuerdos se nos antoja como un esfuerzo de otra época: cuando la inmediatez no regía aún la economía libidinal y cuando aún restaban zonas de invisibilidad.

Es en este sentido que la obra de Sara Ramo nos devuelve al momento en el que la realidad no era todavía una imagen-toda sino un cierto cincelado de lo visible con lo invisible, una cierta ecuación política que moldeaba la realidad conquistando zonas de invisibilidad. De este modo, la artista madrileña nos hace conscientes de ese proceso de percepción el cual hemos mimetizado hasta interiorizarlo como una de las tecnologías del yo más precisas y que, desde luego, nos construyen.

Así pues, la decepción, la incomodidad incluso de tener que soportar un tiempo de espera para ver lo que ya seguro se nos da de modo mediato, supone un reto para el cual, se mire por donde se mire, no estamos ya acostumbrados. Devenidos puras máquinas escópicas, arrojados en una pasividad existencial desde la que nos descubrimos fenomenológicamente como un gran ojo-máquina, devolvernos a la caverna, ahí donde pensábamos no volveríamos más, se nos antoja un ejercicio incómodo como pocos.

Una incomodidad que, por descontado, es transformada en experiencia estética y, sobre todo, en incipiente modelo de resistencia frente a la sobrecodificación escópica en la que nos movemos. Quizá suceda que un primer ejercicio de fundamental resistencia sea aquel cifrado en una llamada a nuestro interior, a sabernos reconocer por (y en) las imágenes de nuestro interior. Solo así podrá mantenerse la pregunta fundacional: las imágenes, ¿nos habitan o las habitamos?, ¿las poseemos o nos poseen?

domingo, 22 de junio de 2014

LOZANO-HEMMER: BAJO LA MIRADA TE(CN)OLÓGICA DEL GRAN OTRO

 
RAFAEL LOZANO-HEMMER: ABSTRACCIÓN BIOMÉTRICA
FUNDACIÓN TELEFÓNICA: 14/05/14-12/10/14
(artículo original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=445)


Quizá, digo, una de las razones que encuentro para explicar la desafección generalizada hacia todo lo que huela a arte en esta nuestra comunidad es lo poco dado que somos a que nos desmonten nuestro, por lo general, encefalograma plano. Y es que, aunque nos enerva la sangre, somos borreguitos bailando una conga. Queremos saber lo que sabe todo el mundo y punto; ni más ni menos. Saber lo que ellos saben y, además, del modo en que ellos lo saben. En plena sociedad del secreto, lo obvio es que, sin duda alguna, no hay secreto alguno. Para tal fin, una ideología a pleno rendimiento es el escenario preciso para que nos sintamos más a gusto que una perdiz. Y, si eso, si la situación nos desborda, dejamos caer un emoticono, wasapeamos una gracieta, ponemos un tuit…y punto pelota.

Dicho de forma más académica: el espectro de realidad dado a conocer es únicamente una porción (robada a lo visible) que depende del emplazamiento escópico que cada sujeto, dentro de la esfera  ideológica, habite. Así, cómo mónadas que sufrimos de angustia, nos apiñamos a ‘ver’ todas lo mismo no sea que a alguien se le ocurra despojarnos de nuestra identidad escópico-ideológica. Es ahora, cuando la ecuación ver/conocer ha llegado a unos máximos históricos que ni Hume mismo se aventuraría a profetizar, que todo lo que huela a modos alternativos de conocimiento es, directamente, puesto en cuarentena. Total y resumiendo, creyéndonos nuestro propio bulo, simulamos poder resolver la paradoja délfica cuando, a decir verdad, apenas acertamos a borrarla en el zappeado convulso de cada noche.    

Digo todo esto porque, sin duda, es cada vez más patente que, centrifugado el arte como un resto en el conglomerado productivo capitalista, su misión –claramente política desde los tiempos de Benjamin– ha de obturar levemente en sus consignas no ya hacia la crítica a la ideología sino, más bien, a procurar conocimiento alternativo, a construir fundamentos del saber alejados de los tópicos cientificistas que nos inundan y, sobre todo, echar por tierra todo consenso del saber basado en el experto de turno (tecnócratas de todo tipo que profieren sus discursos, uno detrás de otro, construyendo un hilo argumental del saber que consuma la sensación de que el conocimiento lo poseemos todos).
 
 
          La lucha es, por tanto, no ya por el saber sino por el no-saber. Puede resultar extraño pero, parafraseando la crítica a la ideología de Debord, luchar por el saber no sería sino invertir la situación, cambiar el espectáculo de lado pero, en definitiva, no cambiar nada. De lo que se trata es, con las mismas armas de la ideología, abogar por un espacio de disenso donde se desaprenda lo aprendido, donde un nuevo no-saber saque a flote las potencialidades cercenadas de raíz por el sistema ideológico actual.

A este respecto, la obra del artista Rafael Lozano-Hemmer (México D. F., 1967) se nos antoja arquetípica de este momento epocal del arte. Sus obras, pensamos, utilizan el lenguaje de la tecnología para abrir ese emplazamiento al que antes nos hemos referido: descentrar las consignas desde las que irrumpen los discursos del saber al tiempo que muestra (saca a la luz) lo global de una ideología escópica que, haciendo creer que somos nosotros quienes miramos, lo cierto es que es ella, la pantalla-ideológica la que nos mira y vigila. Es decir, por una parte procurar nuevas medidas y modos de catalogación, nociones y conceptos que superan por elevación la gnosología cientificista actual, y, por otra, hace patente que tal posibilidad de datación y conocimiento depende de una gran máquina, de una gran pantalla que nos mira sin disimulo alguno.

Siendo esto así, es claro que el uso que Lozano-Hemmer hace de la tecnología dista mucho de ser un nuevo soporte para decir las mismas cosas (una simple new skin for the old ceremony). Y es que el prurito crítico creo que es indisoluble de la reflexión a la que nos lleva el experimentar algunas de sus obras. Vernos reflejados, interactuar, ser cartografiados en datos y medidas, etc, etc, no va dirigido únicamente a crear una sorpresa, a adorar a la tecnología como nuevo sublime estético. No habiendo límite alguno que superar (la ideología es nuestro sustrato único más allá del cual no hay nada), de lo que se trata es de repensar nuestras nuevas condiciones de existencias: somos aquellos que el Gran Ojo ve, aquello que el Gran Ojo vigila, somos en la medida en que somos vistos por el Gran Ojo. Somos una excrecencia, un exceso que la gran pantalla absorbe para autogenerase.


Entiendo entonces que la experiencia estética que nos brindan sus obras, lejos de generar un aclamado ‘oh’ de admiración, debería situarnos en la frontera misma de nuestro maquínica y siniestra existencia. Claro está (y espero que nadie se pierdan en este bucle de inversiones ideológicas) que la imposibilidad de situarnos en tal frontera es cosa de la propia ideología: camelando el pavor por deseo, la mirada de ese Gran Otro nos seduce más que nos aterra. Muy poco por tanto han cambiado las cosas desde que san Pablo escribiera a los filipenses: si el gran converso invita a los discípulos a “trabajad con temor y temblor por vuestra salvación” el temor y el temblor causado por estar bajo la mirada secreta de Dios, ahora, nosotros también, vivimos bajo un constante temor y temblor en relación a otra mirada, la del Gran Ojo. Un gran temor por no ser ya reflejados en la pantalla-ideológica, un gran temblor porque no seamos ya mirados por el Gran Ojo. Y es que la lógica del espectáculo hace posible la inversión: simulamos desear ver pero, lo que de verdad nos pone, es ser visto. Somos, en el fondo (o, mejor dicho, en la superficie mediática) grandes pervertidos. Ese es, sin duda, el gran progreso desde la panosfera de Spinoza: que el deus sive natura no es sino nuestro más perverso y libidinal deseo de despelotarnos en público, de quedar bajo la mirada del padre, de –en definitiva– obedecer.

Es sintomático de esta interpretación nuestra que el propio artista no se regodee en la noción buenista y bienpesante de la interactividad, memez exponencial de un arte que se avergüenza de sí mismo. Y es que la experimentación estética que propone no se limita a hacer al espectador partícipe en el tener que pulsar un botoncito, poner la mano ahí o mirar por no sé dónde. La interactividad tecnológica a la que da pie va en la onda de generar un ámbito de indiscernibilidad donde la propia aclamación sublime se confunde con una sensación siniestra de ser dominado. Es decir, dominar para ser dominado; o, dicho en plata, sólo donde está lo que salva crece también el peligro. De ser algo, y cómo él mismo se encarga de decir en una reciente entrevista, es todo lo contrario a un ‘megalodemócrata’: su llamada al espectador no va en la senda de producir un espacio de participación festivalero, sino en someter la vertiente lúdica del arte a una problematización que dé cuenta de nuestro destino monadológico como mancha borrosa en el campo escópico de un Gran Todo.

En definitiva, y si se me permite un poquito de ramalazo aristocrático, Lozano-Hemmer es un pedazo de gran artista. Pero, quizá, en disonancia con lo que gran parte del público que seguro llenará la Fundación Telefónica entiende como gran artista: y es que la gran experiencia que propone no es tanto la del asombro ante las capacidades de sorpresa e interacción de la tecnología como la de darnos a ver quiénes somos: un reflejo invertido en la maquinaria libidinal de la ideología. Salir de la exposición con una gran desazón: esa sería la señal para empezar a vislumbrar un nuevo futuro. Ahora bien, si llevamos más de dos mil años bajo la Gran Mirada –tenga la forma sublime-te(cn)ológica que tenga– nada creo que induzca tal cambio. Lo único: que nadie diga luego que el arte no estuvo ahí para testificar y hacer experimentable el fracaso.

 

 
 

 

sábado, 14 de junio de 2014

IN THE NAME OF THE FATHER: IS BOB DYLAN THE GHOST OF STEPHEN DEDALUS?

Panizo leyendo el Ulises bajo la mirada de Bob


                    - You pick my curiosity, Haines said amiably. Is it some paradox?
                    - Pooh! Buck Mulligan said. We have grown out of Wilde and paradoxes. It’s quite simple. He proves by algebra that Hamlet’s grandson is Shakespeare’s grandfather and that he himself is the ghost of his own father.”
                                                                  Ulysses, James Joyce

I'm listening to Billy Joe Shaver
And I'm reading James Joyce
Some people they tell me
I got the blood of the land in my voice

                                           I Feel A Change Comin’ On, Bob Dylan

Muchas veces me he repetido que, de escribir algún día una pseudo biografía de Bob Dylan, solo cabría empezar por la –nefasta para muchos– gira con The Grateful Dead. Lo digo porque (creo que fue en el volumen correspondiente de la biografía escrita por Paul Williams donde lo leí en su día) fue en esa época, una de las más bajas de su carrera –y mira que las ha tenido bajas–, pocos meses después de acabar la gira del 87 con Grateful Dead, cuando se percata (mediante una epifanía joyceana) del rumbo que ha de tomar su vida: “un cantante canta”. Tan cierto como sencillo. Ni más ni menos. Ni profeta ni poeta ni príncipe de la canción, ni ángel beatnik ni apologeta de la protesta. Solo, simplemente, un cantante que canta.
Desde ese momento, concretamente desde el 7 de junio de 1988, Dylan se lanza a una carrera sin fin, a una búsqueda sin fin que no puede ser sino la de sí mismo y la de la validez o no de su arte. Desde ese momento, digo, se pone en marcha la Never Ending Tour, la gira de nunca acabar, título lewiscarrolliano para indicar que se había alcanzado el punto de no retorno, la intuición de que mantenerse en la superficie solo puede dar como resultados indigestas mediocridades y que es solo en el no desfallecer en el camino, en el saltar al otro lado del espejo, lo que traerá la salvación.
A más a más, la grave dolencia del 97 le puso sobre la pista de la necesidad inexcusable de salir de su jaula: no es que se haya convertido en un asiduo de los mass media y se haya transformado en agente mediático, pero sin duda que ha mostrado, en estas últimas décadas, una querencia por dar a conocer más su música que su mito. El resultado, para dylanólogos de pura cepa, puede que haya sido más que dudoso, pero cuando un hombre se lanza al vacío del girar sin fin ni finalidad alguna, solo cabe preguntarse por las motivaciones de tal sinsentido, por los posibles descubrimientos en su búsqueda. Porque, si un artista es un artista y no otra cosa, sus descubrimientos serán también los nuestros.


Manuscrito de Nabukov para recorrer el Ulises

En este sentido, después de todo lo dicho –y ya que creo nunca escribiré tal pseudo biografía– solo nos queda una cosa por hacer: sí o no, ¿es casualidad que Dylan, por fin, actúe en Dublín en pleno Bloomsday? Pudiera ser, pero creemos que no. Todo, en esta gira sin fin, tiene un sentido oculto, una razón que no atiende a razones, una intuición más allá de lo discursivo. Así pues, ¿qué diablos está buscando Dylan en Dublín? Solo puede buscar una cosa: a su padre.
Buscar, él también, como Joyce, Bloom y Dedalus, como Hamlet y como Abraham, al padre. Buscarle para obedecerle o para matarle. Buscar al padre para, por fin, saldar cuentas con su propio destino, para representar la escena de un pedir perdón por no haber aceptado su autoridad (o, quizá, por haberla aceptado demasiado). Volver al origen, buscar al padre: tal es el único contenido de todo arte. Y es que la paradoja no es fácil de digerir: el origen es solo aquello que se muestra en cuanto en tanto se busca y, en tanto que se busca, la búsqueda funciona a modo de digresión en torno a un origen que está siempre ausente, que opera desde la ambivalencia que crea. Un retorno al hogar para no tener que volver más; pero al cual, paradójicamente, no dejamos de volver a cada instante.
Joyce es Dedalus lo mismo que Zimmerman es Dylan. Y lo mismo que Dedalus es el fantasma de su padre, Dylan es también el fantasma de su propio padre que, al tiempo, es el propio Dedalus. La búsqueda del padre no es sino la búsqueda de ellos mismos a través de la paradoja de la ley del padre y la aporía del pedir perdón. Y es que, igual que la búsqueda del padre nunca termina, la obediencia al padre nunca es negada del todo; siempre cabe la posibilidad de un pedirle perdón por no obedecer. 

La Monroe también leía el Ulises

Todo arte, toda literatura y toda canción, es una ficción especular donde, perdonándose a sí mismo por el non serviam, se pide perdón también al padre. La literatura, el arte en general, crea la posibilidad para una solución aparente a la aporía del perdón: porque, ¿cómo pedir perdón si todo perdón supone un perdonarse a uno mismo?, ¿y si, además, el perdón al padre solo puede ser tal desde una identificación especular con él, con el otro, con la víctima, tanto como para tener que hablar en (el) lugar del otro y con la voz del otro? Tal perdón al padre ha de suponer una obediencia al padre, un saberse más culpable que cualquier otro y, por lo tanto, un tener que pedir perdón por perdonar. ¿Cómo en definitiva pedirnos perdón si nos sabemos radicalmente culpables? La literatura, el arte, es la ficción capaz de pedir perdón especularmente: pedirlo y, al mismo tiempo, concedérselo a uno mismo. Es decir, lo imposible.  
Dylan acude, por tanto, al Bloomsday haciendo un guiño a quien quiera leer entre líneas: acude a Dublín para representar él también el vagar más sintomático de toda la literatura moderna, el de Dedalus y Bloom, en busca cada uno de sus filiaciones imposibles, de sus paternidades problemáticas. Incluso, para Bloom, en un recorrido urbano donde no deja de hacerse presente el fracaso de su matrimonio, el no haber valido, efectivamente, para nada; el no ser, en definitiva, nadie, nada más que un cornudo.
Todo el Ulysses es un vagar en busca de una identidad perdida que tiene mucho que ver con la paternidad, con la filiación. Pero, al tiempo, la propia novela es un ejercicio del propio Joyce por saldar las cuentas con su filiación irlandesa. Joyce, en su novela, pide perdón (perdonándose a sí mismo) por dedicarse a escribir, por haber huido de la autoridad irlandesa, por haber lanzado a su familia a una exilio forzoso, por, incluso, no cumplir en la cama. Dylan, en definitiva, igual que Joyce, acude a Dublín para hacerse perdonar.

Dylan lee otras cosas

Joyce construye su novela alrededor de un juego de filiaciones imposibles en las que es él mismo el que se esconde para poder perdonarse: Dedalus es para Joyce el moderno Hamlet, personajes cortados por el patrón de una paternidad problemática, a cuya autoridad duda si hacer o no caso. Joven intelectual, Dedalus intuye claramente que lo suyo no va a ser el casarse y dedicarse a un oficio (cumplir la voluntad –will– del padre) sino que no va a tener más remedio que, dedicándose a escribir, transgredir la ley del padre. Joyce, como buen discípulo de Santo Tomás de Aquino, lo sabía mejor que nadie: “bonum est in quod tendis appetitus”. Lo bueno, lo mejor, es cumplir la voluntad del padre, es tender hacia la apetencia que nos marca el padre; es estar bajo su mirada, bajo su secreto, bajo su autoridad. Lo bueno es ser un buen irlandés, casarse, acudir a la iglesia…
Por su parte, Hamlet sabe que cumplir la ley del padre que clama venganza es reinsertar la lógica de la autoridad, esa lógica que, precisamente, el hijo desea saltarse. Es así entonces, clamando por cumplir una ley que no se desea cómo el hijo se busca a sí mismo. No entrar en confrontación con la ley del padre, con la venganza que su memoria siempre clama, es no devenir hijo, no es ser nada, es ‘no ser’. Esa es la duda de Hamlet: ser o no ser, cumplir la promesa del padre o no hacerlo. ‘Ser’ es cumplir la orden del padre. Casi puede decirse que estamos “obligados” a ser. Pero es en esa mínima no-adecuación del deseo a la obligación lo que abre la duda, lo que abre al sujeto a enfrentarse con su propio destino y no aceptarlo sin más.
             El espectro del padre vuelve “de entre los muertos” para constatar que la ética nunca es suficiente, que, por encima de ella, está la paradójica relación paterno-filial en torno a la ley del padre. La relación filial constituye un núcleo relacional donde se demuestra que la ética nunca es la medida más acorde, que siempre se está precedido y constituido según otra medida para la cual no hay, propiamente, media alguna. El espectro solo le deja un mandato, un imperativo fundamental pero que, al tiempo, es justo lo radicalmente imposible para el hijo: “recuérdame” (I.v.91). O un poco más allá y descansamos en la obediencia ciega, o un poco más allá y nos vemos impelidos a cometer asesinato. Tal es, en definitiva, el más allá del bien y del mal, el emplazamiento donde la medida que se tome (medida ética en definitiva) nunca nos valdrá de nada.

Joyce no lee, camina.

Esto ha de saberlo Dylan: “God said Abraham kill me a son”. Dios, el padre, puede pedir (sobre todo) lo más absurdo: pero es siempre la promesa en torno a un cumplir/no-cumplir la ley, guardar/no-guardar el secreto, lo que nos constituye en hijos. Y, cómo hemos dicho, el padre ha de pedir perdón por exigir lo imposible, y el hijo ha de también pedir perdón por obedecer ciegamente, por casi cometer una locura. Es de eso, en definitiva, de lo que va el arte, de lo que va la literatura y de lo que trata toda canción: de ir a la Highway 61 en busca de la posibilidad más imposible: la de pedirse perdón por no querer cumplir.
La literatura entonces debe pedir perdón por no querer decir el secreto que le vincula con el padre: el tomar mujer, el matrimonio, el entrar en el mundo de la eticidad. La voz del padre mandando ser autónomo, casarse y ganarse la vida es lo que el hijo no hace, y por lo que debe de pedir perdón. Como dice Derrida, “escribir o casarse, esa es la alternativa, pero asimismo escribir para no volverse loco al casarse. A menos que uno se case para no volverse loco al escribir”.
Siguiendo con Derrida, sin duda alguna que en la historia de las filiaciones imposibles que él mismo traza (“la de Isaac a quien su padre estuvo a punto de matar; la de Hamlet –que rechaza el nombre de hijo propuesto por el rey, su suegro, el esposo de su madre; la de Kierkegaard que tuvo tantos problemas con el apellido y la paternidad de su padre; la de Kafka, finalmente, cuya literatura, en suma, no instruye sino el proceso de su padre”) puede sumarse a Joyce y a su espectro Dedalus, a Zimmerman y a su espectro Dylan: de lo que se trata es de un buscar al padre para poderse hacer perdonar, de lo que se trata no es de la meta imposible sino del camino, del guardar siempre el secreto de la filiación que, en última instancia, nos abre a la necesidad de la literatura y de un tener que hacer hablar al padre.   

Zimmerman-Bloom??

Y, para esclarecer esta locura de las filiaciones dylanianas, ¿no es sintomático que entre la epifanía joyceana y la puesta en marcha de la Never Ending Tour Bob Dylan iniciase su última gira, “Temples in flames”, con sendos conciertos históricos en Tel Aviv y Jerusalén, lugares de su origen judío (5 y 8 de septiembre de 1987), y que Bruce Springsteen –en una de esas declamaciones que solo un inoperante puede proferir– declarase ante la multitud del Rock & Roll Hall Of Fame (20 de enero de 1988) “eres el hermano que nunca tuve”? En este sentido, la diferencia radical entre uno y otro es que mientras que unos se contentan con descubrir una estupenda genealogía, los otros –el otro, el que es siempre el otro– acepta y reniega al mismo tiempo de su filiación descubriendo que la propia tarea artística es descubrir al padre, obedecer sus órdenes y, también, hacerse perdonar.
Hay, en definitiva, quien se contenta con conocer a su hermano mayor, y hay quien se lanza al ejercicio paradójico de no dejar de buscar al padre, quizá para pedirle perdón por renegar de su autoridad, quizá también, con ello, perdonarse a sí mismo. Bruce no busca nada porque ya ha encontrado, desde el principio, todo. Él solo quería ser una estrella del rock y, sin duda, lo ha conseguido. Dylan por el contrario, es un artista: puede tener, quizá, muchos hermanos e hijos. Pero de lo que se trata, de lo que siempre trata el arte, es del padre. Esa es la clave.
Al final de todo, lo mismo que Joyce en el Ulysses nos deja a Stephen vagando sin rumbo, Zimmerman ha dejado  a su personaje, Dylan, girando sin rumbo en una Never Ending Tour para la que ya no hay razón alguna por la que continuar. Pero, sin duda, esa es la clave de todo el tinglado: saber que la única razón es la falta de razones, que siempre es buen momento para pedirse perdón por no obedecer…y continuar un poco más. Quizá, en una de estas, nos topemos con el padre.

miércoles, 11 de junio de 2014

LÚA CODERCH: LA PARTE QUE FALTA

 
LÚA CODERCH: LA PARTE QUE FALTA
GALERÍA BACELOS: 24/05/14-26/07/14

¿Es el cantar de un ruiseñor música? No respondan de inmediato, esperen a la publicidad. La pregunta tiene trampa, una trampa sobre la que el ser humano ha construido una de sus mayores entelequias: el arte. Porque, si no es música, ¿qué pseuda realidad tan mediocre esa que construimos que ni de lejos se iguala con el cantar del ruiseñor? Y si lo es, más de lo mismo: ¿con qué tipo de actividades perdemos el tiempo llamando música a cosas que tienen ya en el canto del ruiseñor su objeto más preciado?

Pareciera un callejón sin salida pero más bien es todo lo contrario: es tal diferencia irreconciliable, personificada por antonomasia entre aquello que llamamos belleza natural y la belleza artificial, la que inaugura la producción artística como un seguirle la pista a aquello que, por definición, no pude estar sino siempre un paso más allá de nuestra cosificación. El arte, bajo la impronta de la mímesis como regla única, simulaba querer copiar el origen sin percatarse (o percatándose demasiado) que llegar a situarse de igual a igual es imposible: imposible porque toda producción humana es ya cosificación, porque no existe reino virginal alguno y porque, según Adorno, verdadero maestro de ceremonias de todo este asunto, la razón es ya y desde el principio mito.

Solo Cage, con un truco de magia que no admite parangón, nos enfrenta cara a cara con el devenir-cero del arte: ahí donde arte y vida se identifican por completo, llenando especularmente cada uno la brecha que le separa del otro. 4’ 33’’ de silencio que, como marco experimental, permite un trasvase de datos sin indecibilidad alguna. Pero la trampa, como la moneda falsa de Baudelaire, salta la vista: no por hacer lo bello natural (el canto del ruiseñor) y lo bello artificial (su reconversión en música) indiscernibles se produce -fuera de ese marco institucional que es en cada caso una interpretación de 4’33’’- tal igualdad ideal y utópica. Es decir, a lo sumo, la “caja para el pájaro” (birdcage) de Cage es un instante para mirar al otro lado para constatar que el arte, aún en su final, no morirá nunca. Y es que hay siempre una cesura, una falla, un algo de más, un exceso inasimilable. Quizá las uvas de Zeúxis engañen a los pájaros, pero no al hombre.
 
 

                Con razón entonces el bueno de Adorno criticó ese venazo naturalista de los compositores de Darmstadt: y es que para el frankfurtiano la belleza natural no muestra su belleza directamente; la belleza natural es la huella de lo no idéntico bajo el hechizo de la identidad total; la naturaleza va quedando, a través de la cosificación, sepultada en el mito.

Pero sigamos con los pájaros. Lúa Coderch artista peruana (Iquitos, 1982) y residente en Barcelona desde hace años, ha retomado esta problemática para ir, quizá, un pasito más lejos. En la pieza más interesante de su primera exposición en la galería Bacelos, la artista se las ha apañado bastante bien para imitar el trino de los pájaros. Lo ha grabado, ralentizado, decompuesto y, una vez echado un vistazo al interior del canto natural del pájaro cantor, ha encontrado repeticiones, reglas, sucesiones, modos, en definitiva, de aprender de memoria la cancioncilla. Una vez interpretado el trino lo ha vuelto a grabar a velocidad normal para obtener, esta vez sí -¿o no?- la copia perfecta de la naturaleza.  

Por descontado que la intentona de Coderch no va en la onda de lograr, de nuevo, el marco singularísimo donde la operación de copia mimética consigue el éxito, sino más bien todo lo contrario. Toda su exposición, interesantísima, nos enfrenta con esa dualidad del arte y que desde Kant ha accedido a un nuevo status: original y copia pero no ya en relación mimética, sino como realidades separadas cuya diferencia permite ahora una nueva definición del arte. Si, por una parte, el objeto natural se encuentra ordenado a un fin, lo obra de arte ha de evidenciar una carencia total de finalidad.

Y así, ciertamente, sucede: el gorjeo de Lúa Coderch evidencia, después de una atenta escucha, como nosotros, como mucho, llegamos a desvelar lo siniestro: aún en la más perfecta de las imitaciones no podemos por menos que caer en la trampa de las repeticiones, de las reglas, de los mecanismo incoados en el interior de lo que para el pájaro real es pura naturalidad. Toda búsqueda de lo original nos lleva a escarbar en una realidad que se nos desvela como límite fenomenológico más allá de la cual no sabemos nada: lo siniestro como límite de una realidad cotidiana que, en su más pura cercanía, se nos revela extraña.

 
Y es, en definitiva, de “esa parte que siempre falta” de lo que nos quiere hablar la artista; de cómo el arte habita ese emplazamiento donde lo uno no es idéntico a lo otro, donde el intento de copiar el original se da por fracasado. Así, más que cómo segunda realidad, el arte se convierte en dispositivo dialéctico de problematización, de desregularización, de difuminado escópico. La exposición se concentra en, como ella misma dice en el texto de la propia muestra, “como un conjunto de gestos” encaminados a toparse con ese doblez donde la realidad descansa y se esconde al mismo tiempo. Y es que, a fin de cuentas, “la parte que falta es todo”.

                Si Cage, en contra de Messiaen, piensa que el canto de los pájaros no necesita ser compuesto como forma musical, Lúa Cordech reabre la discusión para concluir que ni sí ni no sino todo lo contrario: la paradoja del arte es aquella que, a pesar de saber su incapacidad para la mímesis, no puede dejar de alguna manera reintentarla a cada paso ya que es en la brecha abierta, en el diferir abierto en la propia imposibilidad, donde el arte, como negatividad, irrumpe en el conjunto total de lo dado.

viernes, 6 de junio de 2014

HABLAR PARA (NO) CALLAR: PERO, ¿QUÉ COÑO ES EL ARTE?



Sobre la performance de Deborah de Robertis en el Museo d’Orsay de anteayer.

Por descontado que estamos en una nueva era de las relaciones sociales. Una era donde la megalomanía democrática hace que la noticia no sea sino el reguero de comentarios que la siguen y que la catapultan a la consideración de acontecimiento. Así las cosas, la nueva poiesis no es sino la constatación ferviente de la idiotez puesta en limpio. Cronos ya no interseca con Aión: ahora el acontecimiento tiene su Ereignis en una plataforma que da cancha al pánfilo para que descargue (vomite incluso en algunos casos) su opinión. Con todo, esto no es sino algo fabuloso: describe sin  ningún sesgo doctrinal nuestro estado de parias mentales, de narcotizados voyeurs esperando ver lo esperado. Incluso, estas líneas, este blog al completo, no es sino un efecto concomitante de la capacidad del mediocre, yo mismo, por alzar su voz cuando nadie nunca se la ha pedido.

Digo todo esto porque, gracias a nuestra pantalla-mundo, a nuestra panosfera videocráitca, lo sobrecogedor llega a tener lugar, no tanto, como decimos, en forma de hecho, sino de pliego de descargos, de opiniones de los anónimos (esa gran turba que somos todos nosotros). Así, lo que debe de llamar a la carcajada o la bunkerización en el hogar para no salir de ahí nunca jamás es, en lo tocante a esta performance, la cantidad de peña que no se queda en pensar lo irrelevante e indecoroso que resulta el arte actual sino que, según una pulsión de escribiente muy a tener en cuenta, debe escribirlo y difundir su opinión.

No obstante, desde aquí no queremos echar por tierra a esa muchedumbre ávida de declarar, contra todo pronóstico (pues si algo cabe pensar del arte es, sin duda, que ‘no interesa a nadie’) qué es el arte. Más bien todo lo contrario, nos las queremos tomar muy en serio. Tan enserio que al bueno de Thierry de Duve le haría falta un opúsculo a su “Kant after Duchamp” para referirse no ya a Duchamp como aquel que transformó la pregunta clave de la autonomía estética (del kantiano “esto es bello” al duchampiano “esto es arte”) sino a la capacidad de los anónimos para irrumpir en el debate público y señalar qué es y qué no es, un dos tres responda otra vez, el arte.

Huelga decir entonces que la importancia al casi medio millar de comentarios que me he leído sin pestañear sobre la artista Deborah de Robertis y su “polémica” performance son el nuevo marco institucional para declarar “esto es arte”. Así, por arte de birbibirloque, hemos caído del otro lado del espejo en relación a nuestro marcado elitismo: la peña, ese gran nosotros que no tiene otra cosa que hacer, que están profundamente desocupados, que gozan de ocio, que, en definitiva, claman en el desierto cibernético sus opiniones esperando sean leídas, son de veras los nuevos popes de la cosa artística, aquellos que dictan sentencia desde sus hogares, oficinas, dispensarios, locutorios, etc.
 
 

Y ahí estamos, dándolo todo: o se les tiene en cuenta o no se les tiene en cuenta; pero, si –como se nos invita– la ciberesfera era esto, lo cierto es que la performance de Deborah de Robertis no es arte por razones tales como que no hay que poseer especial talento, que es exhibicionismo gratuito, que no es ‘bello’ y que (sí amigos, lo he leído) ya desde el título hay una falsedad de origen pues el sexo femenino, sin la ayuda de la semillita masculina, no es per se origen de nada.

En el lado opuesto, aquellos que dictan que sí que es arte, la cosa no va demasiado más allá: que es molón ver así un coñete de modo gratuito, y que (cómo no la vertiente ideológico-crítica) desenmascara al burgués que se fascina y se enorgullece de llamar arte a un sexo femenino más o menos bien pintado pero que, por el contrario, le hiere en la sensibilidad ese mismo sexo pero en vivo y en directo.

Así las cosas, como creo puede concretarse, nada de un lado y nada del otro. Una nada que, sin embargo, somos capaces de reconvertir en efecto artístico dada nuestra bien probada habilidad para la inversión ideológica. Porque, reconozco que a lo mejor es pedir mucho, pero como la negatividad del arte hace que los efectos de toda obra de arte no estén inscritos de antemano en sus causas aparentes …¿no puede ser entendida la performance como la constatación de lo patético que es dar la voz a la turba de anónimos que somos todos nosotros?, ¿no puede ser la prueba de que el arte escapa y escapará a toda definición y que su razón de ser es abrir el melón de lo posible/imposible a una tercera vía? O, casi mejor: ¿no es el arte el dispositivo capaz de perpetrar la hazaña de comprobar cómo decir lo uno (es arte) como lo otro (no es arte) no está sujeto sino a un juego ideológico imposible de desmantelar?

Los mass media, aquellos donde en última instancia recae la posibilidad de diálogo, no escatiman fuerzas para que los anónimos se alisten, de modo voluntario, a una de las dos facciones: la de los unos o las de los otros. Solo que, en la inversión ideológica, tanto da como da lo mismo. No sin cierta gracia, la propia Deborah de Robertis ha titulado su performance como “Espejo del origen”. Y es que lo de menos es la propia pregunta acerca de si es o no arte; lo importante es destacar que la obra se instala como doblez especular y real de un juego de espejos (el de la obra de Courbet) que logra que el espectro de lo social, la esfera pública, se refleje ella también en un entramado sociopolítico que no hace sino ocultar lo fundamental: que lo importante no es de qué lado se está sino la diferencia-cero desde la que emerge la fractura social.
 


La cosa por tanto tiene más enjundia de la que se piensa: el despelote de la artista, al entrar en mediación ideológica con su doble especular (al tiempo que no puede por menos que devenir espectáculo medial), hace surgir la necesidad ideológica de adscribirnos a un bando, de tomar la palabra o pedirla. No hay, así, sociedad-cero, no hay sociedad democrática sin una decantación, sin un uno que dice y otro que no-dice. Es decir: la joven despatarrada significa que todo poder decir descansa en la usurpación que se le hace a otro de su propia palabra.

El arte, aun no sabiendo nunca qué es, habita en el entre de aquello que es “arte” y aquello otro que no es arte. Y es en ese ínterin donde el arte dinamita la pantalla pero no para ver lo Real sino para comprobar como toda diferencia (todo decantarse por un lado u otro) no es sino simbólica. Dicho de otra manera: la lucha por la hegemonía no está orientada a imponer una visión particular de la realidad sino a decidir cómo cada una de las diferencias sociales específicas determinan el sesgo de la diferencia-cero. Es decir: la ideología hegemónica decide cómo queda recortado el espacio de totalidad de la diferencia-cero. La oposición es siempre simbólica, no real.

            Así, la performance da cuenta del arte como significante vacío que, después de servir como terreno común neutral, despliega a su alrededor un conjunto de antagonismos que gravitan en torno a él. Descubrir y mostrar, por tanto, que tales antagonismos son siempre aparentes y simbólicos, efectos de una ideología que se afana en distribuir ‘síes’ y ‘noes’ con el fin de maximizar beneficios: tal es la misión mediática del arte y que, de por sí, permanece siempre oculta a su propio acontecer. Porque, y aún en el caso de que hayamos acertado con la interpretación, ¿no es este mismo texto la constatación de que no se puede estar callado, que tenemos que (donde sea y como sea) hablar, decirlo, escribirlo, sepamos de tal cesura donde habita el arte o no la sepamos?

En definitiva, si fuésemos mínimamente consecuentes, de esta performance (no) hay que decir nada. Que no es lo mismo que (no) hay nada que decir…..  Pero, ¿cómo decir que se sabe la interpretación correcta y, al tiempo, guardar silencio sobre ella?, ¿cómo saber que tal silencio viene dado por un no querer molestar al arte? Porque, ¿qué hablar es este, el mío, que ni dice que sí ni dice que no, sino que señala la cesura del arte como su emplazamiento propio?, ¿no es tal decir un simulacro de decir, un decir que calla lo propio del decir?, ¿no es mejor para tal fin, no decir nada?