viernes, 14 de junio de 2013

LA DEMOCRACIA, EL FUNDAMENTALISMO Y EL SECRETO


 
Todo, en política, se reduce a mantener un secreto. Como la canción de Dylan: yo sé que tú sabes que yo sé. Pero, ¿quién mueve primero ficha? La paranoia postmoderna es mantener una cierta inercia de movimiento mientras todo continúa, irremediablemente, en la quietud más envolvente.

Sabemos que ellos, los políticos, están ahí no para sacarnos las castañas del fuego, no para ser los representantes de no se sabe qué. Están ahí para tapar el vacío estructural, para hacer como si aún cupiese tal posibilidad, para hacer que lo imposible y lo impensable nunca tenga lugar. Están ahí para tapar la fuga, para crear el espejismo de que la gangrena se está cicatrizando. Pero nosotros también nos engañamos: creemos desear que preferimos la nada, el vacío, el desierto de lo real, pero es falso. Les necesitamos; les necesitamos casi más que ellos a nosotros. Necesitamos mantener lo real alejado de nosotros. Pensamos, creemos pensar, que nuestros reproches hacia ellos son ciertos, que estamos realmente indignados. Pero no: sabemos que su función es meramente institucional. Y la institución ha pasado de ser la encarnación de una normatividad devenida ley a ser la encarnación de una psicopatología. No hay, en definitiva, mecanismo más potente a nivel ideológico que la cabeza de turco. Y es que ella, la cabeza de turco, permite la rotación sobre nosotros mismos: nos permite situarnos siempre y en cada caso a la distancia precisa respecto a lo real, respecto a aquello que no queremos ver ni, por supuesto, saber. Esta ausencia, entre la culpa y la angustia, y su trampantojo ideológico posibilita una organización ritual instalada en torno a ella misma. Así, en la sociedad falta precisamente lo social, lo real en sí mismo, y la política se encarga de hacer viable la mediación imposible entre el individuo y la sociedad colocándonos siempre a la distancia adecuada. En este mismo sentido Susan Sontag sostiene que “nuestros dirigentes nos han informado que consideran que la suya es una tarea manipuladora: cimentación de la confianza y administración del duelo. La política, la política de una democracia ha sido reemplazada por la psicoterapia. Suframos juntos, faltaría más. Pero no seamos estúpidos juntos”.

¿Es decir, de qué herramientas disponemos para darnos cuenta, instalados en este trabajo de duelo compartido, de que el cadáver es siempre el equivocado? O, dicho de otra manera, ¿cómo hacer para desvelar que el secreto es, simplemente, que no hay secreto, que todo está a la vista?, ¿cómo decir, simplemente, el secreto; o, como diría Derrida, cual es la “posibilidad de decirlo todo sin afectar al secreto”?


Se nos dice: la democracia es la transparencia absoluta. Pero, erigida sobre el púlpito de su paradoja (la democracia, como dice Rancière, queda asimilada sobre la aporía de que el poder lo ostentan aquellos precisamente que no están destinado a ello, ni por cuestiones de sangre, abolengo ni autoridad) la democracia no puede decirse sin traicionarse a sí misma. La democracia evidencia entonces el secreto de su aberración fundacional y, bajo la ideología de no-haber-secreto, no hace sino dejarlo a la vista de todos. Ampliando esto un poco para mejor comprensión, el nacimiento de la democracia como tal la sitúa Rancière en una paradoja fundacional, en una aberración respecto de la forma habitual del poder ejercido de hombres sobre hombres basada en el poder de la sangre y del saber. Tal paradoja es que la democracia queda constituida como el gobierno de aquellos que no tienen ningún título para gobernar, siendo entonces que “la democracia no es una simple forma de gobierno, ni menos una forma de sociedad, sino la separación misma por la cual la política existe en general”. La democracia, podría decirse, es el a priori por el cual la política existe. Así entonces la democracia es un exceso, una extravagancia que descansa en la paradoja de que “para que la política exista, es necesario que exista una forma de gobierno que no descanse sobre ninguno de esos títulos para gobernar”.

La democracia entonces estructura su vis social sobre el silencio que todos guardamos respecto de su originaria génesis. Porque solo guardando silencio podemos hacer que el secreto estructure lo social y que lo político tenga lugar. La democracia, para decirlo de una vez, condensa la necesidad fundacional y fundamental de guardar silencio respecto al secreto. Así el secreto más que no existir, se hace más evidente que nunca: el secreto es que no hay secreto.

Pero la trampa –ideológica- está en que no hay manera de decir ese silencio y desvelarlo. La ascendencia paradójica de la democracia evidencia la propia perversión del sistema: decir que hay secreto o que no lo hay es lo mismo. Son simples tomas de posiciones que se tornan especulares la una de la otra según la ideología más perfecta que existe: la del capitalismo. Porque…decir que no hay secreto, corre parejo a las necesidades bien pensantes de transparencia de la democracia; decir que hay secreto evidencia por sí sola la necesidad de ampliar los ámbitos de la democracia.

            El único poder que evidencia la democracia es el control por el secreto, por mantenerlo a buen recaudo y, al mismo tiempo, a la vista de todos permitiendo que lo social tenga lugar. Es ese poder el que ejercemos todos y cada uno de nosotros, llamados como estamos  a una hiperresponsabilidad que no hace sino ir en aumento. Todos sabemos cómo deberían de ser las cosas y, sin embargo, comulgamos día sí y día también con ruedas de molino. Y es que nuestro umbral para la sinceridad está más bien bajo mínimos: “los ciudadanos de la modernidad, los consumidores de la violencia como espectáculo, los adeptos a la proximidad sin riesgos, han sido instruidos para ser cínicos respecto de la posibilidad de la sinceridad”, dijo también Sontag. O sea, sabemos que sabemos pero disimulamos muy bien
 
 

            El secreto es entonces el (no) querer decir más propio de la conciencia refugiada en la idealidad utópica de una verdad silenciosa reacia a caer en la exterioridad material del significante. Secreto como custodia de la totalidad de un sentido, una verdad acerca del pasado o de un futuro profético que alguna vez será o ha sido y que se mantiene oculto por aquel que sabe. Total y resumiendo, que volvemos al principio: una cuestión de organización efectiva del saber y de (no)decirlo y (no)mantenerlo en secreto.

En estas que va un ingeniero informático, un experto en seguridad llamado Edward Snowden, y dice –después de dejar a una novia incandescente y un salario de 200.000 euros al mes–  lo que todos sabíamos, la razón de ser del juego ideológico de la democracia: que la libertad como límite nouménico de toda la esfera social no es más que un baremo regulativo con respecto al miedo pulsional que tenemos a dejarnos caer del otro lado. Lo sabíamos y lo sabemos, pero nos lo hemos callado.

Estas declaraciones, se miren por dónde se miren, son una putada. Porque si por una parte nos hacen tener que recolocarnos respecto a esa distancia ideológica con la que crear el sortilegio de una sociedad eficiente, si hemos de nuevo de cargar las tintas contra el gobierno Obama aún a sabiendas de saber que lo hace por nuestro bien, por otra no lo dudamos ni un instante: las medidas de seguridad, después de este episodio, no harán sino crecer exponencialmente y de manera inversamente proporcional a nuestra codiciada libertad. Es más: es lo que esperamos porque nosotros, efectivamente, no tenemos nada que ocultar.

Es decir, si tienes que decir algo, espero que sea "decirlo todo", porque si no le estás haciendo el juego sucio a esta ideología de base que, pese a convenirnos a todos, algún día deberá ser desvelada. Es decir, y  una vez más: ¿cómo decirlo todo? Obviamente no con perogrulladas; porque el decir del secreto –el rasgar la pantalla-tamiz y ver lo real- no debe afectar al secreto. Porque lo real del secreto no es caer en uno de los dos lados: verdad/mentira o realidad/apariencia. Lo real del secreto es su mismo decirse.

Lo que revela Snowden –y más aún con esa creencia paranoide que tiene en la justicia ("mientras me garanticen un juicio justo y libre, estoy bien”, dice el bendito)– es un fundamentalismo galopante. Quizá lo más pertinente sea dar la vuelta a su argumento: no lo ha desvelado (el secreto) para que sea conocido –realmente ya lo sabíamos–; sino que lo ha revelado para que se mejore su implantación, para que la vigilancia –como nudo traumático de ese secreto democrático– sea optimizada. Es decir, y contra todo pronóstico, este muchacho es todo menos un héroe.

A partir de aquí podemos empezar a hablar. Pero para decirlo todo.

martes, 11 de junio de 2013

LEANDRO ERLICH: LO ABERRANTE COMO POSIBILIDAD ÚNICA DE LO HABITABLE


 
LEANDRO ERLICH: LOST GARDEN
GALERÍA NOGUERAS BLANCHARD: 25/05/13-20/07/13

Hay una cita de Vattimo muy celebrada y que, para el caso que nos ocupa, bien puede saludarse como leitmotiv: “la trasformación más radical que se ha producido entre los años sesenta y hoy, en lo que respecta a la relación entre arte y vida cotidiana, se puede describir, me parece, como paso de la utopía a la heterotopía”. Es decir, el pensar imaginativo está amputado de cualquier consideración utópico-redentora y, en la era de lo post, solo caben alegaciones para un palimpesto topológico que venga a salvarnos de la ruina generalizada. Mixtura de espacios, entonces, para anestesiar el horror de estar arrojados a un habitar inhóspito.

Así, si como Jameson sostuvo y Cereceda hace bien poco ha recordado, uno de las signos distintivos del arte postmoderno es la sustitución del tiempo por el espacio, ello no es por otra razón que por la introducción de lo aberrante en el seno de lo real. Esta injerencia de lo aberrante hace patente que no existan más que posiciones ideológicas ocupadas en hacer todo lo posible por simular un hogar ahí donde, más bien, solo tiene lugar el horror. Y es que cuando el tiempo se ha desquiciado y el pliegue representacional queda cerrado, solo nos queda un manierismo barroco capaz de dotarnos de efectos escópicos de profundidad y que, transidos de impotencias, solo den en ofrecernos lo aberrante de unas arquitecturas fantasmáticas.    

Así entonces, lo aberrante remite al hecho de que el pliegue entre la realidad objetiva y la realidad virtual se ha resuelto como inoperante frente a una nueva ideología de base: aquella que hace percibir todo espacio como la enajenación de una familiaridad ya perciba y descompensada. Ya no hay posibilidad de referirse a una verdad bajo las apariencias ni a un secreto fundacional que ha terminado por resolverse como inoperante. Así, el secreto acampa a sus anchas y, desconectando toda posibilidad de emancipación, solo sabemos que estamos acomodados en lo inhóspito, arrojados al continuo acontecimiento –vigilado y retransmito on-line– de la ruina. Y es que el secreto (heimlicht) está siempre en casa (heim): estamos ya expatriados y, como dijo aquel, en ningún sitio mejor como fuera de casa.
 

 
Lo aberrante –resumiendo– está entonces en la visión que, zaherida en una profundidad que no encuentra, se trastabilla en encontrar un punctum, una salida. No habiéndola, habiéndose cerrado el pliegue escópico en una inmediatez de lo mismo, la visión se entronca sobre su propio eje para hacer saltar la chispa de lo inhóspito. Reducida la perspectiva a cero, la mirada se enajena haciéndola confluir con su propia extrañeza. En definitiva, la mancha humana ha resultado incapaz para crear un sortilegio frente a lo real. No somos nosotros los que miramos, es la imagen la que nos mira: incapaces de encontrarnos preferimos evitar cualquier encuentro traumático con lo real dejándonos seducir por el reino inhóspito de lo aberrante.

No obstante, no debemos establecernos en el silencio ante lo pavoroso y comulgar con ruedas de molino para, de una manea u otra, seguir sobreviviendo pese –y gracias a– la decadencia generalizada. Tenemos que tener las agallas para tener conciencia de que eso habita entre nosotros; no ya solo que existe lo pavoroso, sino que está, precisamente, ahí mismo donde habitamos.

En eso consiste, pensamos, el trabajo de Leandro Erlich: crear la heterotopía como salvoconducto con el que conjurar nuestra silente claudicación. Enajenar la mirada, violentar la visión, crear la paradoja en perspectivas que “ven” solo siendo vistas. Es decir, la autoreferencialidad como estrategia para pervertir una mirada que no puede seguir siendo tan cainita.

Pese a esto, el trabajo de Erlich puede también ser susceptible de ideológico, de reaccionario. Porque, ¿no es también ideológica la postura que postula la existencia de una serie infinita de realidades virtuales que se reflejan unas en otras?, ¿no es calibrar erróneamente la impronta de sus obras con apelaciones  a la sorpresa que causa una percepción desquiciada? Incluso, apelar a interactividades es querer minusvalorar la potencia de su trabajo. Es decir, querer dar cuenta de esta ruina histérica, amnésica y desoladora que supone el espacio de lo post para hacer de él un circo interactivo, una pantalla más donde el espectador pase un buen rato en su existencial extrañeza, es tener por poca cosa el calada de esta estrategia de acoso y derivo del artista argentino.
 
 

Es decir, no hay lo ficticio por contraposición a lo cotidiano; no hay lo siniestro por contraposición a lo hogareño. Si el espejo, por ejemplo, y según la definición de Foucault, es una heterotopía, lo real no es ninguno de los dos lados del espejo, sino la superficie misma del espejo, aquello que no se puede tocar porque, de hacerlo, la propia huella dactilar impediría la visión. Lo real es entonces la propia visión aberrante, la pantalla misma concebida como el obstáculo que desde un principio siempre distorsiona nuestra percepción del referente

En definitiva, no hay un dentro y un fuera, un real y un irreal: el espacio de la heterotopía es el espacio propio de la mirada, un espacio que ya no sabe de perspectivas ni profundidades sino que se ahoga en un infrafino duchampiano. Pese a que hay teóricos que citan a Borges –quizá por cercanía nacional– para explicar la obra de Erlich, nada más lejos de la realidad: si de algo estamos huérfanos es de ese aleph multidimensional, de ese multiuniverso esférico que lo ve todo desde cualquier posición. Ese aleph, se mire por donde se mire, remite a una utopía hace ya tiempo abortada: la técnica reproductiva de las imágenes no han venido a ampliar el mundo, sino a condensarlo en un aura nueva; no ya esa lejanía de Benjamin, sino un aura cifrado en el sex-appeal de la imagen que refulge centelleante en la pantalla, una imagen que aúna –en su instantaneidad- la máxima voluntad de poder.

El interés por tanto, y para terminar, de la obra de Erlich no es ofrecernos el otro lado del espejo, la panavisión escópica de un mundo reflactado hasta la enésima potencia. Es, por el contrario, el ofrecernos la mirada aberrante de quien está perdido en su propio hogar, en su propio habitar. Quizá entonces sí que tenga razón el artista al cifrar la experiencia estética de su obra en una cierta mirada de melancolía: “pienso en la melancolía como un climax a la espera en algunas de mis obras, aunque también tenga el aspecto lúdico”

La pregunta entonces, eliminando esa vertiente de divertimento que el propio artista no termina de negar, solo puede ser una: ¿es mejor esto que la intemperie?  

miércoles, 5 de junio de 2013

ESTÉTICAS DE LA ROTONDA: EL HELICÓPERO Y LA ALCALDESA




Ciudad Real, hoy 05/07/13, 12:30, inauguración del helicóptero-rotonda.

Entre los descubrimientos más recientes llevados a cabo por la casta política se encuentra, sin lugar a dudas, la rotonda. Esa no-zona, ese no-lugar, inútil a simple vista pero que oculta la verdadera voluntad política del consistorio de turno. Porque al rotonda, en sí misma, no vale para nada. Sí, bueno, para que los conductores vayan despacito y para que los ciclistas del Tour o la Vuelta se den de bruces con ellas haciendo un poco más interesantes las siestas veraniegas. Pero poco más.

En este sentido, si hay que felicitarse por tener esta pandilla de desaforados es por el partido que le han sacado y le siguen sacando a un trocito de tierra. Ni uno mismo podría creerlo viendo la inutilidad general que se gastan.

Al principio fueron solo unas cuantas flores, un minúsculo jardín bien cuidado; luego, como no, un motivo del terruño –que estamos en Valdepeñas, pues unas tinajas de vino, que en Jerez, pues otras, el caso es crear la diferencia y hacer piña con ese caciquismo tan rancio que nos caracteriza; luego, ya con el boom de las burbujas en plena efervescencia, vino el avispao que dio en la diana: si ponemos una estatua, un monumento, un –en definitiva- motivo estético, además de dar cultura al pueblo podemos trincar de lo lindo sin riesgo de ser descubierto. Esto del arte, lo sabe todo el mundo, cuesta lo suyo, y, además, después de la marca Guggenheim está claro que ningún pueblecito existe sin que tenga, él también, su momento de gloria.  

Pero en estas que llega la más lista y nos coloca un helicóptero. Nos referimos a Rosa Romero, alcaldesa de Ciudad Real, que ha decidido dar pábulo a la idiotez circundante y condensarla en una chorrada de tomo y lomo. Con el fin de dar mayor calado a la relación que debiera tener –porque de eso va la cosa, de teledirigir una relación- la provincia de Ciudad Real con la Base Militar de Almagro, y con motivo de los treinta años de la llegada del Batallón de Helicópteros a la Base de Almagro, no se le ha ocurrido otra que colocar en una peana un helicóptero, un helicóptero que a partir de ahora –de hoy 5 de junio del 2013- es, vía institucionalización, símbolo de las modélicas relaciones de orgullo y buen rollo que existen entre Ciudad Real y la base de Almagro.


Todo, eso sí y bien clarito, con gasto cero para el Ayuntamiento. Es decir: 78.000 euretes que se han gastado los de Inditec -empresa concesionaria del cuidado de los jardines de la ciudad- en tamaña gilipollez, según parece que consta en el contrato que en su día se firmó.

He odio y leído voces que se levantan contra este atropello enarbolando la bandera del pacifismo o del mal momento actual para llevar a cabo cualquier obra que suponga siquiera el mínimo gasto. Ni estoy ni dejo de estar de acuerdo con esas posiciones. Simplemente no me interesan. Si al mamoneo de quienes nos gobiernan añadimos dosis de soflamas pancarteras e inocencia candorosa, el resultado solo puede ser aún peor.

El tema creo es más urgente y desarbola de inmediato a toda la patulea de advenedizos que dicen tener como profesión la política. “El corazón de Ciudad Real siempre ha estado unido al ejército”, dice la alcaldesa. Puede que sí, puede que no. No lo sé. Pero lo que sí que sé es que la labor del político no debe conducirse por el “siempre”. Si siempre ha estado unido al ejército, razón de más para provocar otras relaciones, para intentar otros nexos dentro de la ciudadanía.

Sí, ya sé que pedimos demasiado. Pero acciones como ésta demuestran el sentido de lo público que tienen los políticos y la idea tan caduca y rancia que tienen de la labor política. No se trabaja para la apertura de las diferencias, sino para la consolidación de lo consensuado, encarnado en lo peorcito de una serie de tradiciones despojadas de su raíz vertebradora.   

Este helicóptero, a mi entender, no es síntoma de la carcoma que nos devora por ser un arma de guerra. Entrar en esas disquisiciones lo único que logra es perder de vista el objetivo. Decidir si “sí” o si “no” no cambiaría nada: las posiciones, en la sociedad espectacular de hoy en día, son –valga la redundancia-, especulares. O lo que es lo mismo: en el juego dialéctico, en el momento dialéctico auspiciado por la era mediática del capital, no hay momento de síntesis alguno. Esto los políticos no lo saben, y deberían –aunque no les conviene- saberlo.

Porque si lo supieran, descubrirían que la historia no es lo sucedido, sino que es siempre esa otra mitad por-venir; descubrirían que al fin y al cabo la misión de la sociedad es situarse en ese porvenir donde los gestos, los cuerpos, las disposiciones de tiempos y espacios, obturasen una taxonomía diferente, abierta a las diferencias y no pendiente de provocar cortes y consensos.

Esa, y no otra, es la labor del político actual: no dar cancha o dejar de darla a helicópteros, ejércitos, o lo que diablos se le ponga en las narices. La labor de la política es crear las condiciones para que se dé el disenso, para que la sociedad se relacione en todo momento con esa otra mitad nunca presente. Prohibir entonces las vibraciones, enlutarlas en una retahíla de lugares comunes donde el sentido de lo social es anticipado pro el ordeno y mando gubernamental: ese es el dictado de los politicastros actuales.

Quizá Ciudad Real está a muerte con el ejército. Lo dudo pero puede ser. Pero, en todo caso, la labor del político no debe ser en ningún caso llenar el espacio público con los símbolos que a él le vengan en gana. Es decir, si Rosa Romero quiere poner un helicóptero que lo ponga en su casa.

Para terminar, una cita. Muchas vendrían perfectamente para esta lamentable situación del espacio público, pero quizá una de Deleuze y Guattari se adapta como un guante: “un monumento no conmemora, no honra algo que ocurrió, sino que susurra al oído del porvenir las sensaciones persistentes que encarnan el acontecimiento: el sufrimiento eternamente renovado de los hombres, su protesta recreada, su lucha siempre retomada ¿Resultaría acaso todo en vano porque el sufrimiento es eterno, y porque las revoluciones no sobreviven a su victoria? Pero el éxito de una revolución sólo reside en la revolución misma, precisamente en las vibraciones, los abrazos, las aperturas que dio a los hombres en el momento en que se llevó a cabo, y que componen en sí un monumento siempre en devenir, como esos túmulos a los que cada nuevo viajero añade una piedra”.

Quizá, visto lo visto, deberíamos de dejarnos de tanto lamentar oportunidades perdidas y oprobios más o menos consentidos por el pueblo y lanzarnos nosotros mismos a hacer posible lo imposible. ¿Qué cómo? No sé si derribando ese helicóptero en lugar de irnos de cañas, pero desde luego haciendo lo impensado, lo que Rosa romero y sus secuaces nos tiene prohibido. Rebelarnos y hacer lo que nadie se espera.

martes, 4 de junio de 2013

PAISAJES DE LA MANCHA: OTRA MIRADA, OTRA RAZÓN


 
JOSÉ GUERRERO: LA MANCHA
GALERÍA FÚCARES: hasta 29/06/13

(texto publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=430)

Hasta el 26 de junio puede verse en la galería Fúcares una espléndida exposición del fotógrafo José Guerrero titulada, concisamente, “La Mancha”. A pesar de que las instantáneas presentadas hacen referencia al paisaje manchego, el interés de la muestra trasciende la fotografía de paisaje ampliamente difundida en la actualidad.

Es confrontando estos paisajes desnudos, sin límite alguno para la visión salvo la indecibilidad de un horizonte inalcanzable, lo que nos pone sobre la pista: frente a la idea del paisaje sublime como punto arquimediano donde hacer descansar todo el edificio de la filosofía idealista, estos paisajes y la mirada puesta en juego nos retrotrae a un momento anterior en el despliegue de la razón moderna: ahí donde todavía no se había experimentado la fractura, ahí donde el sujeto –el héroe- es capaz de hacer emerger mundos de una razón todavía autónoma.

Este héroe de la razón “infinita” bien pudiera ser, y de hecho lo es, don Quijote: el héroe de una Modernidad todavía gestante, donde todavía se podía creer en las apariencias sin descubrir su necesaria mentira.

Son las maneras de mirar lo que construye la subjetividad. No es el qué se ve sino el cómo. Las apariencias, contra lo que se quiere pensar, nunca engañan. Si la apariencia más largamente sostenida es aquella que dicta que detrás de ella, de la propia apariencia, hay una verdad oculta, los diferentes constructos subjetivos bien pueden comprenderse como el enmascaramiento ideológico más capacitado y solvente para seguir sosteniendo esa apariencia fundacional –y fundamental. Mirada y apariencia convergen entonces en una idealidad ideológica inferida a partir de una máquina escópica bien concreta: el sujeto.

Es en esta triada formada entre el sujeto, la mirada y el mantenimiento del sortilegio de las apariencias, donde el paisaje ha venido en revelarse fundamental para la comprensión de la articulación entre estas tres partes. Así, desde que Petrarca describiera la subida al Mont Ventoux, el paisaje ha servido de punto de apoyo desde el cual operar una torsión antropoide en la idea que de sí mismo -y, sobre todo, de la razón- ha tenido el hombre.
 


 

La perspectiva renacentista, el paisaje pintoresco decimonónico, lo sublime romántico, etc., son, por citar solo tres de ellos, escenografías para dar cabida a la capacidad del hombre de seguir levantando castillos en el aire: frente al mito de la realidad nouménica que se esconde en las apariencias, la mirada amplía y moldea el campo escópico con el fin de acoplar su mirar a sus necesidad ónticas e ideológicas.

Si famosas son las páginas que Foucault dedicó al estudio de Las Meninas de Velázquez para inferir de la convergencia de miradas que se dan en el cuadro la emergencia de una nueva mirada moderna de mirar en torno a sí, no menos pertinente es remitirse a la primera novela moderna: El Quijote. Porque en ella se pone de manifiesto la situación contraria: una mirada, la del caballero de la triste figura, incapaz de hallar límite; una mirada que no encuentra objeto con el que limitar la razón; una mirada volatizada en ensoñaciones y capaz por sí sola de construir realidades. De este modo, y contra todo pronóstico a poco que se piense, la locura de don Quijote no es tomar las apariencias por realidad sino, al contrario, tomar a la realidad por una apariencia. Esa –y no otra- es la Modernidad: la senda que lleva a reconocer que, finalmente, debajo de las apariencias no hay nada, que no hay realidad oculta, y que todo, en definitiva, está formado por una apariencia devenida –en estos tiempos de líquida eclosión- espectáculo global.

La realidad como un exceso suplementario de apariencia que, apenas se apunta a su desvelamiento, se torna igualmente en apariencia. Así entonces, el juego de la ficción artística, desde Cervantes, no es mirar debajo de las apariencias, sino moldear la frontera que separa –ideológica pero no antagónicamente- la realidad de la apariencia: coger ese suplemento de realidad y camuflarlo vía ficción en otra apariencia más para así desvelar los mecanismos de manipulación de la realidad.  

Pero no nos desviemos. Si hemos dejado caer el nombre de don Quijote no ha sido solo por obvia necesidad, sino porque esta exposición apunta con precisión a esa orografía donde la mirada –como la del loco manchego- no hace pie ni encuentra límite. Es el paisaje de La Mancha aquí retratado por José Guerrero el páramo infinito donde nuestro caballero supo adivinar lo perverso de nuestra mirada: si los otros, topándose a diario con la realidad, sueñan adivinar otra realidad oculta bajo el velo de lo meramente aparente, él realiza el trayecto inverso: una mirada errante, de nómada infinito bajo un paisaje cuya línea del horizonte es inalcanzable, se convierte en la prueba definitiva de que, como decimos, no hay ninguna realidad oculta.
 
 

¿Quién es el loco entonces?, ¿quien se afana en mirar una y otra vez bajo lo obvio, o aquel que lucha por dotar a lo real de más realidad convirtiéndolo –en ese giro genial de la modernidad- en apariencia? La locura del segundo, si cabe, es la misma imposibilidad de su proyecto: porque la mirada, se quiera o no, siempre ha de tener un tope, un límite. Y es que esa es nuestra tragedia: no poder quedarnos en terreno neutral sin querer reconvertir la realidad en apariencia ni la apariencia en realidad. Nuestra tragedia está en no contar con una razón realmente autónoma, sino poseer una razón deudora siempre de su propio límite, una razón fundamentada únicamente en la capacidad de autocrítica que atesora. Una razón, en definitiva, que quiere volar y no puede, pero que también sabe que, quedándose atrapada en la ideología de las apariencias y de la realidad oculta, queda poco menos que guillotinada.

Fue de esta situación trágica del ser humano en relación a su razón de donde los románticos sacaron todo un arsenal de fuerzas irracionales para mediar en la fractura insalvable. Y fue también de esta paradójica situación de donde los mismos románticos, temerosos de que su edificio también hiciese aguas, infirieron el concepto –ideológico como pocos- de sublime.

Sublime: eso precisamente que escapa a la razón, el punto donde la razón se fractura y roza con lo irracional, con lo nouménico de una experiencia para la que no hay concepto mediador. La razón, abierta a una mirada que no encuentra forma conceptuable, experimenta el sobrecogimiento de la confrontación no mediada. Robert Rosenblum, famoso historiador del arte que a partir de un ensayo suyo la Fundación March realizó hace unos años una espléndida exposición tratando de conectar lo sublime romántico y lo sublime abstracto, sostiene que “lo sublime proporcionaba un receptáculo semántico flexible que permitía expresar las nuevas y oscuras experiencias románticas de sobrecogimiento, el terror, la experiencia de la infinitud y de lo divino”.

Si la pintura romántica es capaz de aludir a esa experiencia de lo infinito que, aún en la ausencia de límites, experimenta una poderosa totalidad, las fotografías de José Guerrero nos muestran, por el contario, un vacío donde la mirada entra en una profundidad sin asideros ni totalidad alguna. Y es que volvemos a lo mismo: ese concepto liminar de sublime romántico entronca con un intento de sellar la brecha, de cerrar la fisura, de hacer de la razón un edificio con sentido. Es, se quiera o no, un intento de mirar bajo las apariencias, ya sea en el sublime paisajista romántico de Caspar David Friedrich, ya sea en la pintura abstracta norteamericana (Rothko o Newman), donde, pasando por el filtro de las vanguardias, se trabaja también con una mirada trascendental.


En definitiva, quien se enfrente a estas fotografías de la Mancha realizadas por José Guerrero no puede hacerlo tomando la figura del monje frente al mar como modelo. Quien las contemple no puede forzar un encontronazo visual ni puede glosar el poder desbordante de lo infinito. Tiene que situarse con una mirada genéticamente moderna y cervantina, una mirada que se atreva a volar sin miedo al que pasará, si serán gigantes o serán molinos. Tiene que contemplar esos paisajes manchegos como lo hizo el mismo don Quijote: con ansias de conquistar esa línea del horizonte detrás de la cual, definitivamente, no hay verdad ni realidad oculta alguna.