martes, 30 de agosto de 2011

MI NOMBRE ES BLANCANIEVES: MANZANAS Y CUENTOS


GABRIELA PINO: MI NOMBRE ES BLANCANIEVES
THISISNOTAGALLERY (Buenos Aires)


Seguro que todavía hoy siguen en boga alguna de esas interpretaciones neoestructuralistas que, en el punto medio en el que el psicoanálisis se encontró con la crítica social gracias al giro textual de los paradigmas constituyentes, veían por todas partes significantes a liberar del poder omnipotente del padre.

Herederos de la crítica a la religión de Freud, y asentados cómodamente en la sintomatología marxista de la mercancía, los –ismos que surgieron como decimos al abrigo del giro textual cayeron en la trampa de ver en cada esquina significantes que desencadenar del férreo poder del signo. Así, por ejemplo, Marcuse se asignó para sí la tarea de desublimar la cultura disolviendo toda forma –entre ellas las artísticas- en lo político o lo cotidiano.

Pero, claro está, los tiempos han cambiado y, si algo ha quedado bastante claro, es que de la desublimación de ningún significante se sigue efecto emancipador alguno; o, para decirlo al socaire de eslóganes que ya Debord vio como el doble invertido al régimen del capital, debajo de un significante libre no existe ninguna playa de libertad.

Si decimos todo esto es porque los cuentos infantiles, con esa tendencia adulticia a desfacer los entuertos cometidos, han sido diana perfecta de estos discursos propagandísticos que, como último eslabón de la crítica cultural anestesiada por un poder maquínico que hacía ya tiempo se había confabulado con el poder de la mercancía, pretendían liberar todos los discursos de la raíz ontopraxiológica que los hacían emerger.

Teniendo como modelo una crítica deconstructiva no del todo bien comprendida, se dedicaron a bombardear toda discursividad declarándola culpable de falocentrismo, homocentrismo, y todos los demás centrismo que uno pudiera echarse a la boca sin saber que –como realmente sostendría Derrida, y de lo que se le culpabilizaría hasta la extenuación- el ‘otro’ es siempre un ‘yo’ camuflado que impone su violencia.

A este respecto, es ya buena señal, a mi entender, que Gabriela Pino se olvide de estos discursos mohínos y adormecidos en algún armario para dar rienda suelta a lo que de verdad importa: no ya que los significantes están presos de una cultura, sino que dicha cultura señala ya desde el principio una barbarie, una tragedia que sólo tiene en su consustancial repetición la ulterior posibilidad de una salvación.

El fracaso es nuestra razón de ser y la manzana es símbolo, no ya de represión alguna, sino de la paradoja temporal de un tiempo escapándose y retorna siempre nuevamente en su tragedia. Zaratustra esto lo sabía muy bien: todo valor es temporalidad que retorna; únicamente en el poder de la creación está la salvación. Pero la salvación es imposible: “yo amo al que crea por encima de sus posibilidades y por ello perece”. O lo uno o lo otro, pero no caben aquí medias tintas.



 
La artista, en la obra que ahora se presenta en la Galería ThisIsNotAGallery de Buenos Aires titulada Mi nombre es Blancanieves, nos propone una cabañita que no pertenece a ningún cuento y cientos de manzanas a su alrededor que, igualmente, tampoco han sido sacadas de ninguna historia infantil. Quizá sean las mismas, pero en ningún caso son indiscernibles. Y es que de esto va la obra: de situarnos en una alteridad que remite no ya a lo pasteurizado de una moralina, sino a la tragedia del fracaso en que se asienta toda civilización.

La cabañita, construida a base de cajas de frutería, engarzadas entre sí una por una, es una construcción pura, un evento milagroso en el claro de cualquier barriada marginal de cualquier ciudad del mundo. La idealidad de la construcción, del refugio que pudiera ser cultura alguna, es solo una ilusión –no ya asentada en lo sintomatológico de un poder libidinal cualquiera, sino en lo inexpugnable de una realidad que nos configura.

Quizá no hoy, quizá tampoco mañana, pero la manzana será mordida y, otra vez, seremos expulsados del paraíso, seremos sacudidos en nuestra impropiedad, zarandeados –ahora sí- en la violencia de cualquier discursividad.

Guido Ignatti, comisario de la exposición, lo dice con una claridad nada común en estos ambientes: “la herida abierta que supone la exposición del fracaso es, quizás, el momento más honesto en la obra. Ya no se habla del bien y el mal, Blancanieves y la bruja malvada son el mismo personaje”. Y es que la obra adquiere rango de monumentalidad –en el mejor sentido de la palabra- al concitarse –según dicen- un olor a rancio y a pútrido en la sala: la manzana es lo que es, no hay vuelta de hoja ni escapatoria posible.

Una vez más: no hay nada que desublimar, no hay nada que liberar de ningún poder. Todo apunta a una misma realidad donde la diferencia es mera apariencia. No se habla de moralidad, no hay ninguna realidad encubierta, no hay unos buenos conjurando y haciéndonos ver –a los malos- lo equivocado de nuestras creencias. No. Solo hay un hecho: tú y yo condenados en una destinación precisa. ¿Labor del arte es sortearla o enfatizar nuestras cruces? Afortunadamente Gabriela Pino se queda con la segunda opción.

lunes, 29 de agosto de 2011

JOVENES COMISARIOS EN LA CASA ENCENDIDA



INÉDITOS 2011
LA CASA ENCENDIDA: 29/06/11-11/09/11


El certamen de Caja Madrid Inéditos para jóvenes comisarios llega a su décima edición y para la ocasión luce un trío de exposiciones –las que han llevado a cabo sus tres ganadores- que solo cabría adjetivar como magistrales.

Obviamente, no quisiéramos pecar de ingenuos. Demasiado sabe uno lo que es el arte y como lucha denodadamente –con toda su negatividad- contra un rival llamado mercado, pero viendo este trío de exposiciones, uno concluye que si el destino del arte es la deserción masiva del ciudadano, no es, ni mucho menos, por las posibilidades que todavía emana de sus dispositivos.

En especial, la exposición, esa entelequia heredada de los salones decimonónicos, esa retahíla de obras traídas por los pelos, ese mastodóndico ejercicio de soflama ególatra, es ahora objeto de debates y discusiones tan profundas que su solo planteamiento remite a la emergencia de unos dispositivos de visibilidad muy diferentes de aquellos que dormían adocenados no hace demasiado tiempo.

Y es que la figura del comisario, denostada por unos y elevado a la categoría de pope del tinglado artístico, goza en nuestros días –y ha de gozar aún mucho más, pensamos- de una posición de privilegio de entre todos los operadores que confluyen en el ámbito de lo artístico.

Porque la función del arte –quizá ya sea un poco obtuso repetirlo una vez más- no es la de mediar entre realidades y copias, entre imágenes y simulacros; no es tampoco disponer del privilegio de dispendiar prebendas en función de la semejanza con aquel gran otro que es la Naturaleza. El trabajo del arte consiste ahora, como diría Rancière, “en jugar con la estabilidad de las semejanzas y la inestabilidad de las desemejanzas, en operar una redisposición local, una reconfiguración singular de las imágenes circulantes”.

Es decir, la ambigüedad que siempre se ha supuesto en el núcleo del arte –ambigüedad que la remitía por una parte al dogmatismo de su autonomía y por otra a su acogida en formas estetizadas de vida-, queda ahora ya por fin cifrada en una política de la estética que se ocupa de estar atento a los deslizamientos que se producen entre los campos de lo visible y lo invisible, lo decible y lo posible.

La imagen, ahora y de la mano de esa “nueva” funcionalidad del arte, ya no se da aisladamente, ya no es un producto acabado en sí mismo. Ahora la imagen es un objeto transaccional, en plena fluidez y cuya sospecha ya no apunta a una “realidad” oculta bajo ellas, sino a procesos epistémicos, de genealogía del imaginario colectivo.

Ahora, ya por fin, la autonomía del arte redunda en un ámbito de investigación social donde lo estético y lo político se aúnan para crear nuevas formas de comunidad y sociabilidad, donde la emergencia de lo ya-dado-a-ver desvele no ya un pensamiento crítico de la verdad oculta, sino que desvele –merced al trabajo propio del arte- los mecanismos político sociales que le hacen gozar de una determinada visibilidad.

Así, en este proceso en el que se ha embarcado el arte, la exposición, como dispositivo medial desde el que poder pensar estos procesos, ya no puede seguir siendo ni una indexación de obras maestras ni la pátina dorada de una biografía artística.

Prueba de ello, no es ya solo como decimos el endiosamiento de una figura que hasta ahora ha estado entre bambalinas, sino la proliferación de aquí a unos años de este tipo de certámenes para comisarios y la posibilidad ya de realizar estudios de postgrado referentes a esta nueva –o no tan nueva- disciplina.

Al hilo de estas reflexiones acerca de la importancia del comisario en el arte contemporáneo, cabría simplemente señalar un doble efecto: si por una parte procesos endogámicos al sistema y ya fagocitados en su propia digestión pesada –bienalismo y feriantismo como eccemas supurosos- tienen en el ejercicio del comisario la prueba fehaciente de su más que necesario cambio de rumbo, por otro, no cabe duda que ha sido el papel del comisario –nos referimos al proyecto Jugada a tres bandas-lo único digno de señalarse en el adormecido panorama del galerismo madrileño de este pasado año.

Volviendo al tema que nos ocupa, estas tres exposiciones, como decimos, son fiel reflejo de la buena salud –pese a quién pese- de la que goza el arte en este país, o que al menos, -poniéndonos más realistas- podría tener. Porque preparación e ideas, hay; artistas y profesionales, también.



Pedro Portellano hace un exquisito trabajo de tesis realizando un viaje temporal que abarca desde 1897 hasta 2011 para poner sobre la mesa la imposibilidad –metafísica y física- del silencio. Y es que su exposición se arma en torno a un doble eje: aquel que denuncia la eliminación paulatina de remansos de silencio a manos del progreso y la civilización, y aquel otro –quizá más presente en la exposición- que atisba la imposibilidad real del silencio. De la mano de Cage, Portellano va dando buena cuenta de todos los aspectos –taxativos y nominativos- a los que nos apela esta sociedad post-silenciosa.

Por su parte, Bárbara Rodríquez Muñoz nos presenta una exposición –Seres inanimados- donde el objeto, su biografía y su historia es el eje argumental. No se trata de crear una historiografía asumiendo las tesis tan populares pero superadas de Baudrillard en cuanto a comprender al objeto dentro de una red semiótica de signos-mercancías ni tampoco de lanzarnos en un juego hipertextual en busca del referente perdido –eso tan estructuralista y francés-, sino casi más atender al juego burlón –cínico e irónico- al que los objetos nos lanzan y que el sociólogo francés presumía entretejía el verdadero simulacro -salvedad única pero precisa de que aquí no se trata de simulacros, sino de una realidad socio-política bien definida y precisa.

La tesis aquí es que el conocimiento viene generado por una biografía y una metamorfosis del propio objeto. Atesorando una densidad genealógica, el objeto traza y delinea unas relaciones entre otros objetos y entre el contexto histórico en el que emerge por el cual transmuta la realidad circundante.



Por último Lorenzo Sandoval acierta de lleno al mostrarnos una exposición donde es la nueva realidad virtual de Google lo que se disecciona con certeza y solvencia. Si el pensamiento crítico ha señalado hasta la saciedad que toda realidad no es más que un ejercicio de poder, un recorte determinado en el entramado de sensibilidades, la realidad que nos aporta Google no se salva de la quema.

Es más: ahora cuando el capitalismo tardío ha tensado tanto las cuerdas que la realidad no es más que una entelequia que surge como efecto maquínico de precisos dispositivos de selección y vigilancia, el que nos vengan con estas a ofrecernos la panacea ciber-tecnológica no puede hacer sino saltar todas las alarmas. Porque, ¿escapa a caso la construcción cibernética de la selección, producción y distribución que tan precisamente ha construido el capitalismo tardío? Obviamente más bien todo lo contrario.

Así pues, y como puede bien comprobarse acudiendo a disfrutarlas, se trata de un certamen este que acrecenta su prestigio edición tras edición proponiendo exposiciones que escrutan con pulso firme y sereno los recovecos por donde ha de transitar el arte del –ya inminente- futuro. El que en este país podamos ya alegrarnos de la existencia de una juventud preparada y con semejante pulso no puede hacer menos que abrigar nuestras esperanzas.

jueves, 25 de agosto de 2011

LOS GRITOS DEL SILENCIO EN EL MUSAC



EL GRITO (colectiva)
MUSAC: 25/06/11-08/01/12
Comisarias: Sofía Hernández Chong Cuy y María Inés Rodríguez

Uno, a veces sucede, no se informa bien. Intitulándose, como dirían los antiguos, una exposición ‘El grito’, quizá por deformación profesional, por ese lado con tendencia a la decrepitud, a la tragedia, y el desorbitado amor que uno profesa a lo decadente de ciertas estéticas, uno, repito, no hace sino situarse en los terrenos de la angustia y el dolor visceral a esa nada que nos rodea –a pesar de los pesares y de toda remisión a cibernéticas de pacotilla como las que nos seducen actualmente.

A uno ya se le hacía la boca agua con la posibilidad –más que fehaciente- de sacar a la angustia de Kierkegaard a pasear, de decir unas palabras acerca de la angustia existencial como existenciario fundamental del Dasein diseñado por Heidegger.

Uno estaba apuntito de situarse en esos extremos tan comunes hoy en día de lo siniestro freudiano, del famoso unheimlich, para rastrear desde ahí el gesto del grito como un pleonasmo maduro al saber que, en el juego del fort-da, siempre llevamos las de perder: no hay ausencia que podamos restallar habida cuenta de que es esa falta primigenia, esa no-presencia fundamental, lo que nos (des)esencia en nuestra –siempre otra y diferente- subjetividad.

Y es que, el grito, al menos en esta secuencia tan existencial a la que ‘evitamos’ recurrir, remite siempre a esa falta que nos habita, a esa incapacidad de dar cuenta de toda experiencia, de dar por imposible una síntesis que unifique –en terminología kantiana- el libre juego de los entendimientos, o sease, que selle la brecha siempre abierta entre lo experimentado y lo imaginado, entre la libertad y la necesidad, entre lo deseado y lo conseguido.

O, quizá, no sea tanto la experiencia intuitiva de esta imposibilidad cuanto el saberse cercano al lugar predilecto de dicha ausencia, al lugar en el que todo el juego de contradicciones que nos edifican se vendría abajo: hallándonos así cercanos a lo Real –en sentido lacaniano-, el terror nos acongojaría tanto que el grito sería nuestro único gesto. Un grito por supuesto silente, ahogado, porque cercanos ya a quemarnos en la luz abrasadora de lo Real, no hay palabras que den cuenta de dicha experiencia.

No es otro el sentido que da Zizek al comentar que no es de extrañar que los dos gritos más famosos de la historia, el del célebre cuadro de Münch, y aquel que desgarra casi la pantalla en los demoledores primeros planos de ‘El acorazado Potemkim’, sean gritos silenciosos.


 
Pero, como bien decimos, habremos de callarnos. De todo esto, obviamente algo hay, pero ni con mucho es lo fundamental. Aquí, y a pesar incluso de que parece que las comisarias han querido centrar el tiro planteando tres tipografías de gritos -el grito de dolor e ira, el de socorro y ayuda, y el grito que apela al clamor político y a la congregación- es este último el que, sabiamente, es con más ahínco explorado. Como bien explicitan en la web del MUSAC, “el grito silencioso y ahogado, su reverberación en comunidad, pasando por sus repercusiones en el otro, como testigo ineludible de un acontecimiento”.

Para ello, para dar cabida política a la emergencia del grito, han planteado dos tipos de estrategias. Una de ellas, como no, apela a la discursividad que surge en la plaza pública. Tres performances tendrán lugar en un espacio social situado en el centro mismo de la exposición: El Resplandor, el dúo von Calhau, y la artista Loreto Martínez Troncoso serán los encargados de hacer lo posible porque de ahí surja algo parecido, digo yo, a una esfera pública.

A nuestro parecer, y a pesar de lo prodigo de estos planteamientos seguro que aprendidos al socaire de la plaga bienalista que nos aterra y que sigue teniendo en la estética relacional de Bourriaud a su mayor autoridad, estos ejercicios de usurpación de la política para el propio ejercicio del arte no nos parecen que, a ciencia cierta, tengan mucho que ofrecer. Nosotros, siendo más de la cuerda de Rancière, nos aprestamos a sostener que en ningún caso el arte ha de afanarse por sustituir a la política ni en hacer malabarismo para dar por bueno simularos esperpénticos donde quede amparada una socialidad y una esfera pública traída por los pelos.

De lo que se trata más bien, y hacia donde sí que pensamos acierta de lleno la exposición haciendo de ella leitmoitiv de la segunda de las estrategias antes apuntadas, es a valerse de un grito que más que señale la impostura, la silencie; un grito que más que para servir de desahogo emocional o político, sirva para crear una ausencia incómoda.

Y es que el arte, si de verdad quiere apelar a la política desde los regímenes estéticos actuales, más que denunciar, más que hacer planear la sospecha del qué habrá detrás de la realidad que nos enseñan, ha de apuntar a una reconfiguración de ese espacio social mediante una crítica más sutil, más volcada a dar cabida a lo silenciado u olvidado.

Obviamente, para ello, no se puede ejercer un arte desde la denuncia que dice precisamente aquello que el espectador quiere ver –el que malos son los malos y que buenos son los buenos- sino que se ha de ser capaz de poner en jaque las estructuras que alientan una configuración precisa de lo político.



 
Y, para ello, la estrategia que puede comprobarse –en esta exposición como en otras muchas- es la de la subvertir y problematizar el régimen escópico encargado de sufragar unas determinadas relaciones entre lo visible y lo decible como válidas –a efectos de esta exposición, entre lo visible y lo audible.

A este efecto, el grito sordo y silencioso de los silbatos de oro que cuelgan en la obra de Lara Favaretto tiene más poder, más convicción y más denuncia que muchas otras obras de similar tema enfangadas en proponernos el rostro amargo de todos los desaparecidos en una determinada época en un determinado país. El silencio de unos silbatos donde sus iniciales están grabadas consigue que se oiga con más fuerza el clamor de la injusticia cometida y nunca reparada.

A efectos similares, la obra de Christian Marclay, haciendo que una guitarra eléctrica sea tirada en este caso por un vehículo simulando un crimen racial y recorriendo los mismos parajes en los que tuvo lugar, queda comprendida en esa misma lógica de promover una crítica diferente que remita más a lo necesario de un grito diferente que a su verdadera efectualidad.

Así pues y para concluir, no un grito de angustia, no tampoco un grito que nos alerte sobre el sucio juego político y que haga romperse la fina frontera que –según la caústica crítica social sesentayochista y que todavía tiene sus efectos- separa la realidad simulada de la verdadera, sino un grito como operador de reconfiguración, un grito que abra en su silencio la posibilidad de una reorganización diferente. Y es que solo en el silencio, cada uno puede lanzar su grito desesperado sin que la promesa segura de que alguien lo oirá se pierda en el ruido incesante de la injusticia.

viernes, 12 de agosto de 2011

DISPAROS AL AIRE: WARHOL QUE ESTÁS EN LOS CIELOS


THOMAS BACHLER: PHOTOSHOOTING
LA CASA ENCENDIDA: 08/07/11-11/09/11

Que el arte es una extraña hibridación entre el ver y el no-ver es algo que solo a partir de las consideraciones de Benjamin acerca de la fotografía ha quedado más que clara. Que dicha relación no es otra cosa que una relación política también se la debemos a él. Su noción de inconsciente óptico define por primera vez un entramado de relaciones de poder en absoluto pueril a través de las cueles puede rastrearse un campo político determinado.

La importancia de las reflexiones benjaminianas es que inauguran una forma diferente de enfrentarse a la imagen y que, junto con una consideración más bien laxa y festiva de los peligros de los mass media, han venido a dar como resultado una primacía absoluta del enfoque genealógico a la hora de estudiar las imágenes que dejan de lado toda –o casi toda- divagación Estética.

Como ejes discursivos precisos, esta disciplina –Estudios Visuales- se basa en el hecho –más bien obvio- de que la visualidad nunca es pura y la mirada siempre está ideologizada.

El ver es una máquina inconsciente que se dirige al objeto según las coordenadas que rigen los juegos de poder puestos en funcionamiento. Así, la mirada no deja de ser un dispositivo cuya misión es territorializar topologías para hacerlas sucumbir al imperio del capital. Y si tal capital queda cifrado en la fluidez máxima, el ver, los 'actos de ver' que diría Brea, quedan amparados también en el ejercicio de maximizar la transacción de la imagen.

Así entonces, la mirada consume el tiempo interno de la imagen ayudando así al capital a la hora de arrasar zonas de posible resistencia. Ese tiempo interno de la imagen al que hemos aludido queda ahora remitido a la hiperinstantaneidad. Implosionado el tiempo interno, la imagen, ahora imagen-tiempo, renuncia a su capacidad mnemotécnica, a la potencialidad espacio-temporal de su hinc et nunc siempre traído-a-la-presencia, para caer del lado de la repetición de la hiperdiferencia: toda imagen es diferente a la anterior pero idéntica en su recurrencia a ser ‘cual sea’. En definitiva, mirada, tiempo y poder han ido –al menos desde la emergencia de las estrategias hipercodificadas del Capitalismo Cultural- de la mano.

La actual exposición de Thomas Bachler que puede verse en La Casa Encendida hasta el próximo día 11 de septiembre parece escrutar de modo crítico los modos de producción de la imagen de un modo poco convencional, usando una cámara estenopeica y una pistola de aire comprimido. Sin embargo, como trataré de poner sobre la mesa, sus estrategias son deudoras de unas maneras ya anquilosadas y romas de comprender la relación entre imagen y tiempo. Y es que, no todo lo que se promueva con la etiqueta “invitar a pensar” atiende precisamente a reflexiones de urgente necesidad y actualidad.

En la primera serie de fotografías, “Escenas del crimen”, Bachler nos enseña fotografías tomadas en lugares donde se ha cometido un asesinato. Hasta aquí nada raro a la lógica de la crítica imperante: mostrar la ausencia de una lejanía como fantasmal irrepresentable captado por el ojo-cámara –otra vez aquí, preciso ejemplo de lo que hemos dicho al principio: el arte como modo de tejer lo visto y lo no-visto.


Pero lo reseñable aquí es que el método que usa Bachler para accionar su cámara estenopeica–su máquina de fotografiar-inconsciente: disparando con una pistola de aire comprimido, el papel se rompe, la luz entra en el dispositivo infográfico y, además de quedar grabado el paisaje que haya delante, el agujero que hiciera la bala queda de igual modo imprimido. Así, todas las imágenes tienen registrado el momento –al menos espacial- de su producción.

El juego de las correspondencias que surgen a raíz de esta forma de accionar su modo de producción juega aquí en un doble nivel. Por una parte, el disparo trae a la presencia la ausencia que una vez perteneció al paisaje –el disparo con el que se cometió el asesinato. Pero por otra parte, la sutileza es más precisa: el disparo articula en torno a sí los dos niveles de enunciación de la imagen. Y es que si hemos dicho que el arte remite a una determinada estructuración de lo visible y lo no-visible, dicha articulación se lleva a efecto compaginando una ilación entre la palabra y la imagen, entre un régimen determinado de discurso y otro de visibilidad.

Rancière, comentando la teoría de Barthes desarrollada en la “La chambre claire”, no deja lugar a dudas: si por una parte “el studium hace de la fotografía un material por descifrar y explicar (por otra) el punctum, por su parte, nos golpea con la potencia efectiva del eso-ha–sido”.

El eso-ha-sido es aquí el paisaje, cuya conexión con lo indiscernible de una narración (en este caso lo sido de un crimen) queda imbrincado por la violencia intempestiva del disparo del propio artista. La palabra que dice lo sido, la palabra que articula verbalmente el sentido de la imagen, queda vinculada a la imagen merced a un indiscernible que queda desvelado por la impronta de la ausencia-ahora-presente del disparo criminal.

Pero esta forma de hilar acontecimientos según una correspondencia causal es lo propio de un régimen anterior al actual. Y es que ahora, la vinculación entre palabra e imagen, entre el ver y el no-ver, remite a lo común de una desmedida. Ahora, otra vez Rancière, la vinculación entre palabra e imagen remite a una “relación móvil de la presencia bruta con la historia cifrada”. Implosionando la imagen en su propio interior, el tiempo remite a una instantaneidad donde media la diferencia con su propia mismidad: toda imagen puede ser intercambiable por otra en un tiempo que tiende al límite de su hipertrofia y al cero de sus diferencias.

Así las cosas, el ejercicio de Bachler debe ser comprendido más en términos auráticos. Traer a la presencia la ausencia del fogonazo criminal remite igualmente a la presencia de una lejanía, es decir -y no hace falta ser aquí muy suspicaz-, a la presencia del aura benjaminiano. Bachler se niega por tanto dejar hacer al arte, se niega a dar la voz a las imágenes. Y es que si Mitchell predijo hace ya tiempo que “lo que las imágenes quieren no es que se las interprete sino ser preguntadas por lo que quieren”, Bachler parece seguir atrapado en la dialéctica de las políticas de la narración vía un ejercicio de interpretosis al cual le damos el valor singular de usar una técnica extraña –una pistola de aire comprimido y una cámara estenopeica - pero poco más.

En sentido diferente pero creemos que pertinente, cabría aquí aludir a la interpretación que dio Hal Foster a las serigrafías de accidentes de Warhol. Para aquel mucha de estas serigrafías estaban marcadas con una especie de destello luminoso: el punctum. Pero este punctum, además de remitirnos a la violencia catastrofista del esto-ha-sido, es la representación de lo irrepresentable: el punto de contacto con lo Real. Toda imagen supone un encuentro fallido con lo Real habida cuenta de que el tiempo –aún adelgazándose lo máximo- no coincide con el tiempo cronológico.

Así, la repetición gélida de Warhol, esa fina pátina helada como marca de la casa, alude más que a una reproducción en el sentido de representación o simulación, a un tamizado de lo Real, a una protección de la pantalla-tamiz de Lacan. El punctum warholiano sería entonces el punto en el que la repetición consigue romper dicha pantalla y dejar que el trauma se instaure en la lógica de la imagen.



¿Cómo hacer entonces? Muy sencillo: más imágenes, siempre una repetición más en la economía de la imagen para que, aun a pesar de que nuestros deseos es llegar a lo Real nouménico, nunca nos aproximemos tanto que nos quememos.

En un tour de force más, bien pudiéramos decir, al hilo de la interpretación del campo ideológico que hace Zizek, que nuestra ideología, ese deseo de proximidad con lo Real, queda cifrado ahora más que nunca en la imagen: la imagen logra ella sola distribuir distancias, repartir competencias, articular la construcción de una realidad política.

Pero, sea dicho de paso, eso era –en todo caso- Warhol, mago incomparable de las imágenes que tuvo la suerte –o la desgracia- de pertenecer a una época en la cual se estaba llevando a cabo la descomposición radical de la vinculación representacional en el seno de la imagen. Sus trabajos en pos de la desjerarquización de las imágenes, de su nivelación en el pop con las altas esferas de la cultura van en ese sentido. “Quiero ser una máquina”, leitmotiv existencial del neoyorquino, puede y debe ahora ser interpretado en su radicalidad: quiero verlo todo, quiero convertirme en campo ideológico y político.

Somos máquinas, sujetos de repetición compulsiva y nuestra angustia neurótica es alcanzar la mismidad perpetua: el tiempo cero en el seno de la imágen, la utopía del intercambio absoluto entre imágenes. “No quiero que sea esencialmente lo mismo, sino exactamente lo mismo”: nada de planos ontológicos, solo un tiempo, el de la imagen-tiempo, devorándolo todo en su perfecta mismidad. Es decir, nada de traer a la presencia el fogonazo de lo ausente, del pasado.

Si nos acordamos aquí de Warhol es porque pensamos que el segundo trabajo de Bachler puede entenderse, además de obviamente en la misma onda que el trabajo arriba comentado, siguiendo también las indicaciones que Foster hace con ocasión del trabajo warholiano. Durante la primera semana de exposición, el artista llevó a cabo una perfomance en la cual quien quisiera podía ser fotografiado siguiendo el mismo procedimiento. El disparo de la pistolita rasgaba el papel y permitía la impresión fotográfica del rostro del aludido. Ahora ese rostro era el que estaba traspasado –manchado- por la huella de un disparo.

Obviamente ese disparo asesino puede ser interpretado en relación con ese nouménico que destila toda representación de cualquier rostro. Todavía más lacanianamente, el sujeto no es más que una mancha, un campo ciego en el entrecruce de dos miradas, la del sujeto al objeto y viceversa. Solo construyendo una pantalla-tamiz en el punto de intersección de ambos campos escópicos, podemos mirar sin quemarnos en lo nouménico de lo Real. Ese disparo entonces es la firma de nuestra “yoidad” evanescente, de nuestra mancha.

En definitiva, que la fotografía construye por remisión a la técnica un campo escópico nuevo absorbido para sí por el Capitalismo Cultural es algo ya sabido desde, como hemos dicho al principio, las tesis de Benjamin. Pero ni este trabajo ni el anterior suponen nada nuevo a la hora de elaborar una estrategia artística con la que dar cuenta de los procesos políticos de resignificación y construcción de la mirada.

Y si el arte, pensamos, debe de dirigirse a desvelar las condiciones de producción y distribución del imaginario colectivo en la época del Capitalismo cultural –época en la que la vinculación antes referida que media entre imagen, mirada y poder y que construye una determinado ideologización de los actos de ver- ha alcanzado su máximo de precisión, poco o nada pueden hacer propuestas artísticas que se vayan por los cerros de Úbeda de la autoproducción técnica, y menos aún si siguen aún los dictados de la lógica representacional.

Dicho sea en pocas palabras, repetir problemáticas ya auspiciadas por el arte hace décadas no es la mejor manera de atinar el tiro.