viernes, 24 de febrero de 2012

LAS TRES OBRAS QUE DEBERÍAS DE HABER VISTO EN ARCO (Y QUE QUIZÁ, LO MÁS SEGURO, NO VISTE)


Aunque obviamente la misión de una feria de arte no es otra que la venta, y al por mayor si puede ser, si en ella se puede hacer cualquier cosa excepto tomarle el pulso a la ‘rabiosa’ actualidad de la escena del arte contemporáneo, tampoco es plan de rasgarse uno las vestiduras y sospechar de todo lo que huela a feriantismo. No por no llenar el todo por completo se puede dejar de hacer una salvedad a la parte que le toca cubrir.
Así las coas nos remangamos y nos disponemos, ahora que ya la borrachera de ARCO & cía ha pasado, para destacar tres piezas que pensamos es lo mejor que se ha podido ver en la presente edición de ARCO. Tampoco nos engañemos: igual que hay muchos ARCO’s, también hay muchos ‘blogeartes’, y cada vez nos está gustando más esto de dejarnos deslizar por los senderos de lo archirecurrente de las estrategias periodísticas más preciadas: los diez mejores tal, todo lo que usted siempre quiso saber sobre x, los tres imperdonables de tal exposición. En fin, si al catatonia y cefalea es global, a veces nos mola también dejarnos seducir por el deseo libidinal de lo fangoso y hacer gala de una solvencia informativa que para sí ya quisieran muchos:


CARLOS IRIJALBA
Una de las mejores piezas que se pudo ver el pasado año en las galerías madrileñas fue aquella, que, con ocasión del ‘Jugada a tres bandas’, tuvo lugar en la Galería Travesía 4. La obra era un video, una secuencia fija de unos focos potentísimos iluminando una parte de naturaleza, de frondoso bosque. El viento, la noche, el ruido del silencio, todo quedaba magnificado en una construcción perceptiva que se extraña de tener que hacer un ejercicio de sinapsis perceptiva de algo que –como bien puede ser la noche o la naturaleza- uno cree estar ya al cabo de la calle de tanto darse de bruces contra ella. El artista era Carlos Irijalba. Él mismo que en esta ocasión –en ARCO- nos presentaba, si se quiere ver así, el otro lado de la moneda: no ya una construcción estática de la realidad circundante amparada en una mirada que se dirige –y aquí está la carga política e ideológica del asunto- justo ahí donde la luz ilumina, sino un detournement, un vagabundeo, un zigzageante recorrido donde se hace necesario desplegar espacio-temporalmente las mismas capacidades perceptivas. 
Lo mismo que Abbas Kiarostami nos enseña en sus filmes su Irán natal a través de los ojos de aquel que conduce el coche, lo mismo que Godard de tanto en cuanto nos enseñaba París con ese mismo procedimiento, es ahora Irijalba el que, de modo más autoreflexivo, nos enfrenta a esa extraña confusión de mezclar temporalidades (la de la propia experiencia estética con la del momento de grabación), y subjetividades (la del espectador original, la del espectador ‘copia’ que somos todos) con el fin de provocar en el espectador la mirada estrábica de no saber muy bien si su ver es activo o pasivo, si descubre o si solo contempla, si se inmiscuye en la red de aquello dado a ver o si solo es una ficha más en el juego de mirar aquello ya de por sí iluminado.
Si algo es el arte es precisamente una producción que refute, que enfrente al espectador contra sus propias redes de lo común. Mirar lo no-visto, no mirar lo visto: saber, siquiera intuir, que hay un no-visto en aquello que se ve, descubrir el poder de una mirada que construye la realidad adoctrinada en una recurrencia perversa de posiciones ya del todo acomodadas en un juego de las disposiciones, de los espacios y los cuerpos que no se sale lo más mínimo de aquello que sea lo ‘acordado’.


ALFREDO JAAR
En esa misma vertiente de hacer hincapié en los procesos visuales como verdadero y único motor de la construcción de subjetividades y de realidades, el trabajo de Alfredo Jaar se nos antoja fundamental, llegando incluso nosotros a proferir la sentencia aquella del MOST IMPORTANT ARTIST de la era digital.
En un mundo devenido imagen, en una realidad convertida en pantalla-mundo, en una ontología saltada por los aires a base de clicks interactivos que intercambian información digitalizada a velocidad límite,  las estrategias del capitalismo en referencia a aquello que construye el mundo (la dromótica de la imagen-dispositivo) son más perfectas/perversas que nunca. Y es que, amparado en la inmaterialidad de la mercancía (ya no hace falta casi ni soporte, su ubicuidad es infinita), amparada en un deseo libidinal que refulge como oro en cada una de las operaciones, los procesos de domesticación, de construcción de subjetividades más acomodadas en lo ya-dado a ver desde una presentabilidad que siempre es instantánea, raya ya en lo perfecto.
A desenmascara el juego malvado que se esconde en las economías del capital-imagen es hacia donde apunta un arte, el de Jaar, que casi cabe cifrarlo de magistral. Si arriba apuntábamos ese carácter de ver lo no-visto, Jaar enfatiza los procesos políticos en que quedan remitirse no-visto para hacer saltar por los aires la máscara que, desde las instancias del poder, tratan de perfecto.
   En este caso, la obra se presenta como dos pantallas LED, una  a la derecha otra a la izquierda, donde se enfrentan dos regímenes económicos –distributivos y productivos- de las imágenes. Si en una de ellas vemos la famosa imagen, distribuida a los medios para su difusión mundial, de Obama en su despacho rodeado de gente importante y –supuestamente- mirando un aapantalla, en la otra no se nos muestra NADA –o sí, porque, teniendo en cuenta que la pantalla, es negra, es un blanco impoluto lo que se puede ver.
Así pues, esa es la pregunta: ¿qué es eso blanco?, ¿lo que estaba viendo Obama & Cía –Obama & CIA en un chiste tonto?, ¿están viendo justo aquello que no-vimos? Ese blanco es justo la promesa de la felicidad nuestra de cada día en la era digital, el mínimo de carga libidinal necesario para realizar una transacción epistémica. O dicho de otra manera, las categorías de visto y no-visto –ahí donde de forma más perversa habita el deseo- remiten ahora a relaciones políticas donde lo cognoscible no es ya lo visible, sino que ambos, invirtiendo su estructura, redundan en una invisibilidad fantasmal que, al tiempo que se nos prohíbe la visión, se nos ofrece el conocimiento y, más importante aún, se da pábulo a un deseo que excita la compulsión de ver más, siempre más.
La lógica que trata de desmontar Jaar es aquella, ennoblecida desde el mainstream, de que, ahora ya por fin, una vez arrivados al  mundo feliz de la tecnodemocracia, podemos verlo TODO cuando, más bien, sucede todo lo contrario. Aquello que podemos ver, que se nos da a ver, remite a unas relaciones imagen-capital/poder donde es solo una pequeña parte seleccionada lo que pasa los filtros mediáticos.
Si la realidad siempre es un proceso en construcción, es ahora cuando la lógica cibercapitalista de la era digital tiene al toro cogido por los cuernos: ni siquiera ha de enseñarnos la mercancía, basta con hacerla intuir, con darnos a ver (no-ver) el reflejo dorado de la fantasmagoría en que queda asentada la tecnorealidad actual.


ANTONI MUNTADAS
Y hablando del deseo que atesoran en cada transacción la imagen-capital…llegamos, casi de forma natural, a Muntadas. Sus estrategias, más que hacer hincapié en la lógica de su economía, abordan los problemas de sus efectos, de las subjetividades que forman, de los procesos ideológicos en que en mayor medida vienen a converger. La imagen-capital, esa imagen lanzada a la ciberesfera, a la realidad digitalizada, va de mano en mano, de instante en instante, visualizada en intimidades exhibicionistas o en obscenas macromultitudes, buscando la siguiente repetición maquínica, la siguiente jugada de dados en la lógica esquizoide del trauma colectivo.  La labor de Muntadas es la creación de dispositivos donde se pongan  al descubierto las trampas ideológicas con los que los mass-media juegan para que nuestro deseo fluya, rizomáticamente, de nodo en nodo, de transacción en transacción, para que nuestra realidad se acomode de forma perfecta con aquello-dado-a-ver.
No hay nada fuera de la pantalla-global, nada fuera de la imagen-mundo de la que habla Buck-Morris. Todo nuestro deseo, todas nuestras expectativas, todo nuestro presente y, sobre todo, todo nuestro futuro, refulge en la pantalla hipermediática del mundo.
Si Foucault convenía en que si el sujeto se construye según micrológicas del poder es porque básicamente éste, el sujeto, se encuentra de cara al poder, necesitado de él, Muntadas pone en escena las redes mediáticas, el poder que exudan, para que nuestros deseos coincidan punto con punto con aquellas miserias, aquellas tragedias que nos enseña la tele. ¿No pasamos como memos la noche de los viernes y los sábados como peleles escuchando a la Belén Esteban porque en el fondo nos mola, nos pone cachondo, ser dominados por semejante ‘princesa del pueblo’? O también, y aquí pone ahora Muntadas el acento, ¿no nos pasamos la semana entera adoctrinado por el fútbol porque nos fascina y nos excita el tener como ídolos a un puñado de niñatos engreídos, incompetentes a todas luces más que para dar patadas a un balón?
En esta ocasión Muntadas recurre a las celebraciones de los jugadores de fútbl a la hora de marcar n gol para dar cuenta del ritual macabro y osbsceno en el que medio laneta deposita ada domingo sus ilusiones. Con un simple juego de ralentizar la smágnes al tiempo que el audio permanece sincopado con una cadencia de rugidos sampleados Muntadas apunta a una alienación que va más allá de la pura conceptología marxista. Es sublime, es perfecto, es casi imposible evadirse a ese ritual mágico de las esperanzas y la alegría, del sentirse pleno porque tu equipo de fútbol ha marcado un gol
Las redes de vigilancia escópica proporcionadas por la imagen-capital son perfectas. Lo único que hace Muntadas es amplificarlas, descontextualizarlas, para que todo su potencila se nos venga encima abofeteándonos en nuestra propia idiotez.

miércoles, 15 de febrero de 2012

ARCO’12: EL TRIUNFO (O CASI) DE LA VOLUNTAD


Como cada año, ARCO acude puntual a su cita. E, igualmente, como cada año, en ese ejercicio masoquista de autojustificación, ARCO parece tener que ser juzgado por su propio presente y, sobre todo, por su pasado. Normal para una producción, la artística, que pareciera estar en crisis aunque los números y cifras que se manejen mareen cada día más.

Y es que, pensamos, la pandemia consiste en cortar todo por el mismo patrón y mover así la cabeza como diciendo esto no es lo que era. Todavía pareciera que para muchos eso del mercadear con arte es un oprobio para la propia práctica artística y, pese a no perder un instante en comparecer y dar rienda suelta a las críticas, seguir atrincherados en el dogma purista a la espera de algún tipo de redención o salvación intuitiva-intelectual.

Obviamente que en el arte existen ecuaciones maliciosas o del todo punto perversas como aquella que equipara de forma malévola las cifras de los artistas que están en nómina de las grandes galerías, con los elegidos para la gloria por grandes museos e instituciones. ¿Porqué los artistas de las grandes galerías son siempre los más caros, los más elegidos, los más de todo?

Y de eso va ARCO –o por lo menos lo intenta: de crear algún tipo de dinámica que, lejos de los grandes tinglados postartísticos de la bienalitis y el feriantismo como pandemia orgiástica del mundo-arte global, logre crear algún otro tipo diferente de dinámica. Porque es tanto lo dejado por el camino, tantos los experimentos que se han llevado a cabo, que lo que queda es aprovechar algún tipo de rebufo y seguirle la pista hasta la extenuación. Del net-art que ya casi ni recordamos, nada de nada; del arte sonoro, menos que nada; instalaciones performativas, a nivel del mar; la programación de ARCO40, sedimentada y olvidada. Y podemos seguir: grandes galerías, en su casita. Ahora lo que que toca es esperar otra secuencia, otro ritmo. Perdido Latinoamérica, perdido el pulso con Centroeuropa, acobardados por el empuje de las nuevas potencias asiáticas, solo queda voluntad, fuerza y emplearse a fondo para crear esas dinámicas de las que habla Carlos Urroz cabe esperar.


 
Por de pronto, y una vez pasado el susto de la enésima boutade de Eugenio Merino, una vez pasado el susto de alguna que otra obra con voluntad de impacto (nunca falta ese Folkert de Jong y esa Kimberley Clark), bien pudiera uno pensar que, desde el lado que nos ocupa que es la crítica, hemos salido ganando. Más concisión, más ir al grano, más contundencia. Todo ello en pro de un coleccionista, el privado y nacional, que tiene en el producto patrio un mina de la que se puede extraer sin miedo a secarla.

Y si decimos esto es porque el nivel de los artistas españoles, bien está en decirlo y aunque la feria sea obviamente española, no desmerece de cualquier otro panorama nacional que pudiera irse a buscar en el exterior. José Guerrero, Ignasi Aballí, Mateo Maté, Daniel Canogar, Pepo Salazar, Javier Pérez –mejor su ‘Vida’ que su ‘Carroña’-, Miguel Palma –en una gran instalación-, o Javier Peñafiel, son figuras –con otras muchas- que no pasarían desapercibidas en ninguna situación.

Además cosa que hay que ver, en una lista nada completa, bien podría ser el ‘Delay’ de Chistoph Girardet, los sueños con Duchamp de Álvaro Barrios, las ‘escaleras a ningún aaprte’ de Carlos Schwartz, el gran vídeo de Julien Rosefeldt, las ‘carteras’ de Muntadas, el trabajo –una vez más y después del boom del año pasado- de Los Carpinteros, George Roussel y sus collagues fotográficos, Matt Mullican, Rebeca Horn, Carlos Garaicoa, etc.

No obstante, lo más interesante es darse una vuelta por la sección Opening y, sobre todo, por los Solo Projects. Ambas propuestas, comisariadas de forma excelente, nos ofrecen más que pinceladas de artistas pertenecientes a jóvenes galerías internacionales, la primera, y a galerías iberoamericanas la segunda.

A destacar en Opening las propuestas de Leonor Antunes, de Gwnneth Boelens, de Vasco Barata y el video humorístico y ‘protestón’ de Ciprian Muresan. Más potente aún, dentro de los discursos que sorprenden en los Solo Projects bien se puede citar a Miguel Ángel Marcos y su video de las páginas amarillas, a Dias & Reidweg y el paseo de un espejo por las favelas brasileñas, el video de los tapones de Harker & Conlon o la propuesta económica-artística de Alicia Herrero como dispositivo de estudio de los propias mercancía-arte.

Javier Pérez

Pero para no perdernos entre tanto nombre, lo mejor es que uno acuda despreocupado, sabiendo que a menos que uno compre en esa tienda bien de postín que es ARCO, todo lo que sucede ahí no tiene nada que ver con uno, a no ser también que de tanto en cuanto uno logre evadirse del circo circundante y mediar algún tipo de relación estética con la obra. Si destacamos estas diez piezas, es únicamente con el propósito de poner sobre el tapete las veces que eso nos ha ocurrido a nosotros. Lástima que, esta vez, no hayamos llegado a la mítica cifra de diez:

1- Alfredo Jaar: quizá uno de los artistas más importante de lso últimso años. Su trabajo con las lógicas de la imagen no dejan de sorprendernos. Esta vez su diana es el imaginario 'obamiano' y el affair Bin Laden.

2- Javier Codesal: que este hombre se aun inmenso desconocido no ya para el ciudadano medio sino para el aficionado es una injusticia manifiesta. Desde aquí, nuestro aliento.

3- Daniel Jacoby: presente en Solo Projects y en el programa general, su obra ya destaca por su contundencia.

4- Erwin Olaf: el año pasado uno e sus vídeos fue de los más aclamados, y esta vez hay cola para esa instalación ‘tras la mirilla’.

5- Carlos Irijalba: ya pudimso ver alo de sus obra en el ‘Jugada a tres bandas’ de la Galería Travesía 4’, pero esta vez, con mayor desarolo, no defrauda en absoluto.

6- Fran Meana: esas 'historias posibles', esa reconstrucción de lo no-sucedido, esta en al honda de las mejores estrategias artísitcas que se pueden ver.

7- Regina de Miguel: ya vista, entre otras, en las Generaciones 2011, su trabajo genealógico y documental destaca ya pese a su juventud.

8- Carlos Bunga: las arquitecturas imprecisas, los lugares corredizos, esa estéticas del desecho con la que trabaja, apuntan a la constatación de un gran artista.

martes, 14 de febrero de 2012

DOUG AITKEN: EN BUSCA DEL ODISEO MODERNO



DOUG AITKEN: BLACK MIRROR
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 19/01/12-10/03/12

“Where am I from? Different places. Where’d I grow up? I can’t tell you exactly. Where am I? Egypt Norway Iraq Germany Thailand Cameroon.”

Si todo mito es siempre una narración en viaje, un discurso nómada que zigzagea a través del tiempo; si, como no, de todo cuento existe otra versión igual de importante silenciada y olvidada en esa memoria colectiva construida a base de guiños y secretos que nos conforma, normal entonces que cuenten que, como no, en el mito fundacional de Odiseo hay una segunda parte perdida en alguna lejana biblioteca: aquella que dice que Odiseo, nostálgico de su viaje, sufriendo como quien dice un nostoi invertido, recela de la seguridad confortable de héroe y se lanza, al poco de volver, a perderse de nuevo, aunque esta vez de forma voluntaria, en los mares.

Si digo esto es porque si la sociedad nuestra puede bastante bien perfilarse como la perfecta sociedad sintomatológica que a base de represiones primarias ha lograda hacer del trauma y de la pulsión esquizoide su razón de ser, normal entonces que ese delirio nostológico al vagabundeo, al nomadismo travestido de seguridad nomótica, esté dando como resultados una humanidad sustentada en la implosión instantánea sufrida a expensas de una serie de ritos fundacionales bien preciados y, como no, semíoticamente bien codificados: del serial radiofónico, de la compra sabadera en el moll, hemos pasado a la experiencia pública/privada en las hiperbreves transacciones económicas, a los loops infinitos de controles de seguridad, de confirmación de identidades, de conversaciones de móvil ultrarápidas, al cotilleo espúreo de toda red social. Aquí o allá como bien pudiera ser en ningún sitio: “si estás en el aire es como si pudieras estar en cualquier parte”, dice la protagonista en un momento dado.

Y es que, en esto como en todo, nuestro Caballo de Troya ha terminado por convertirse en un conjunto de redes nodulares que con impunidad nos vigilan y castigan en la necesidad de segir consumiendo información cuando, a poco que uno se pare, bien se intuye que una vez se sabe donde se va, el 99’9 de la información es inútil, el 99’9% del tiempo es perdido..

Pero hablemos del artista: si algo puede decirse de Doug Aitken es que la palabra medida no tiene ningún sentido para él. Medidas, límites, fronteras, palabras tabús para un artista que tiene en el desplazamiento, en la interdisciplinariedad de prácticas, en el nomadismo de su existencia una razón de ser. Si la coletilla ‘vida de artista’ apunta a lo vacío de la pose decadente, con Aitken sin embargo llega a revalorizarse hasta el límite dromótico de sus propias imágenes. Un fluir sin límites, un explorar sin límites, un vivir al borde del abismo insondable de ese crack de las imágenes que, no nos engañemos, nunca sucederá.

Así entonces, si vivimos en un mundo fragmentado, disruptivo, que casi puede decirse que ha devenido imagen, donde toda narración tiende a ser elíptica y todo pensamiento visual, Doug Aitken es uno de los artistas que más pueden plegarse a estas características del mundo actual. Conocido por la innovación de sus instalaciones, participante de la Bienal de Whitney en 1997 y 1999, ganador del Premio Internacional en la Bienal de Venecia de 1999, sus obras investigan las implicaciones sociales de un sujeto saturado visualmente y temporalmente fragmentado consiguiendo en el espectador una verdadera y única experiencia estética audiovisual. Así, emplazado en un mundo eminentemente audiovisual Aitken enfatiza las interacciones del sujeto moderno con el medio que le rodea para provocar experiencias de una intensidad emocional casi únicas.


Para ello, y tomando al mundo como su estudio, Aitken se sirve de un amplio espectro de prácticas con las que modular cada una de sus necesidades: de la fotografía a la videoinstalación, de la perfomance a la escultura, todo en Aitken remite a provocar una experiencia completa de imagen y sonido. Haciendo gala de un saber que combina los elementos artísticos de la videoinstalación con los dictados propios del espectáculo de masas, Doug Aitken propone en sus últimas obras un híbrido impactante de video multicanal y una narrativa que combina las imágenes e historias de manera similar a como las percibe la mente humana.

Por otra parte, los límites para su obra parecieran no existir: las fachadas del MOMA como ‘improvisada’ pantalla (Sleepwalkers, 2007), las montañas de Brasil para situar un emplazamiento desde donde poder oír el sonido de la Tierra (Sonic Pavillion, 2009), las orillas del río Tíber a su paso por la Isla Tiberina en Roma (Frontier, 2010) o, como ahora en Black Mirror en un barco atravesando el Adriático de Atenas e Hydra.

Lo que aquí presenta la Galería Helga de Alvear es la versión video-instalación de la citada Black Mirror. En un hexágono recubierto y decorado todo ello con cristales, el espectador se introduce en el mismo centro, ahí donde cinco pantallas confluyen –multiplicadas por cien por efecto de los espejos- para dar cuenta de una narración elíptica y disruptiva donde la vida de la protagonista queda remitida a toda esa secuencia de puntos nodales en las que hemos querido referir la existencia humana: checkpoints, conversaciones virtuales, incomunicaciòn global, viajes nómadas pero repetitivos, la sensación lacónica y melancóliocia de estar viviendo en un eterno presente donde nada cambia. Aquí como en Tokio o Bangladesh, las coordenadas existenciales no varían ni un ápice. Únicamente ese extrañamiento, esa sensación de soledad, de impotencia e incomunciación en relación a un entorno que se nos da –en cada caso- como archisabido en su propio insustancialidad.

Uno no puede por menos que recordar cintas como pueden ser ‘Up in the air’ o ‘Lost in translation’, pero si éstas dan por válido una narración lineal, Doug Aitken se revela como un prodigioso mago de la tecnología para construir un relato abocado al extrañamiento, a subrayar los procesos de alienación a las que queda remitida toda vivencia. Y es que sobre todo, y volviendo al principio del texto, los devaneos existenciales de la protagonista recuerdan -y caben comprenderse como la prolongación lógica a la hipertecnificación y estetizaciónn en que han devenido los mundos de vida actuales- al nomadismo del otro Odiseo, de Leopold Bloom.

En definitiva, si podemos decir que hemos devenido héroes es sobre todo por ser los herederos directos del Odiseo, de Bloom: lanzados día sí día también en pos de un desenlace que nunca tendrá lugar, nuestras vidas quedan lanzadas al mar sin fin de lo cotidiano, ahí donde no suele haber nadie al otro lado de la línea de teléfono.



lunes, 13 de febrero de 2012

RUI CALÇADA: ARTE COMO BUCLE TEMPORAL



RUI CALÇADA BASTOS: IF YOU’RE GOING THROUGH HELL, KEEP GOING
GALERÍA JOSÉ ROBLES: 19/01/12-24/02/12

Las estrategias para dar pábulo a lo forma artística necesaria en nuestra época son ya de todo punto conocidas y repetidas por todos hasta la fascinación de lo archisabido. La inconexión, lo fragmentario, lo deslavazado, lo interrumpido y como abierto siempre a una finalidad determinada. Pareciera como si la consabida 'finalidad sin fin' de Kant hubiera al fin hallado calado práctico en la actualidad del arte contemporáneo.

Las coordenadas son, de igual modo, sabidas y aprendidas: ya, por fin, nada bajo la superficie, sino simplemente relaciones procesales entre la imagen y el texto en la propia superficie de la pantalla. Es decir, igualito que los dadaístas y los cubistas, pero sin ningún manifiesto panfletario. Únicamente, el dar pábulo a hacer lo mismo pero con otras herramientas y, cómo no, otras técnicas.

Así el artista portugués Rui Calçada viene proponiendo un trabajo que tiene en la desconexión de la trama y la narración su razón de ser. La estrategia artística con la que procede es clara: hacer gala de una desconexión narrativa, de un paréntesis en la lógica de los acontecimientos para, a partir de ahí –o llegando ahí- apuntar a un despliegue y desarrollo del tiempo interior a la imagen, al devenir mismo del acontecimiento. Así, no se postula un desarrollo narratológico del tiempo, un tiempo lineal y bien acotado y convenido como sustrato y soporte del devenir-acontecimiento. Más bien es un tiempo como operador de lo discontinuo, de lo siempre dejado abierto a la espera de una ilación posterior.

Como prueba, un botón: con motivo de una residencia en Villa Aurora, Los Ángeles, el artista se planteó cual pudiera ser la esencia de la ciudad, o sea sé, como representar a la propia ciudad. Para ello, obviamente, no se apela a lógicas miméticas o representativas, sino a otra bien diferente que tiene en la desconexión su razón de ser. Partiendo del hecho de que resuelta que tal ciudad destaca por ser la cuna del mayor número de asesinos en serie, Calçada se ejercita en destilar un estilo paratáxico donde vincula imagen y texto para dar salida a una realidad‘diferente’de la ciudad de Los Ángeles: aquella que apunta al hecho de que en cualquier lugar, conduciendo cualquier coche, transitando en cualquier autopista, puede estar escondido un asesino en serie.

No se narra, no se explicita, no se teje la trama perfecta de un asesinato, sino que –más bien todo lo contrario- se hace énfasis en los bucles temporales de una repetición maquínica que destile un presente siempre el mismo donde la irrupción de lo novedoso –del asesino-pueda suceder siempre-por-primera-vez.

La propuesta es largamente conocida, pero Calçada se gusta en revitalizarla y repetirla ya sea usando el video que la fotografía. Así una carretera en medio del desierto remite a los mismos parámetros donde no se sabe muy bien si empieza o termina la susodicha carretera. Además de, como ya hemos apuntado, una relación texto/imagen que media siempre en la superficie y que en modo alguno se adentra en relaciones realidad/apariencia, es la técnica del loop, aquella que hiciera casi suya Rodney Graham de forma magistral, lo que también sirve a Calçada para llevar a cabo sus propuestas.

En definitiva, una estrategia la del portugués que apuesta por la congelación y suspensión del tiempo-presente para hacer remitir la temporalidad al discurrir propio de una imagen que, en su presentabilidad, enfatiza los desarrollos de una realidad –la nuestra propia- agazapada en un pasado olvidado y un futuro del que apenas nos imaginamos a imaginar.

La conclusión: un extrañamiento, un vagabundeo nómada en busca de puntos nodales-temporales donde poder agarrarnos, un efecto voyeurístico en el espectador, un distanciamiento que funciona a modo de una eficacia estética asumida como desconexión de los primados narratológicos a los que queremos seguir aferrados aún en los tiempos del refulgir de la imagen-tiempo y del acontecimiento como puro devenir.

Ya no ni siquiera el artista como productor de medios que diría Brecht, sino como productor de sentidos, como agente relacionador en la superficie plana de nuestras pantallas-acontecimiento

jueves, 9 de febrero de 2012

ERIN SHIREFF: MIRADAS DISYUNTIVAS


ERIN SHIREFF: STANDING SHADOWS
GALERÍA MARTA CERVERA: 04/01/12-25/02/12

Si el minimalismo tomaba a la famosa psicología de la Gestalt para provocar una ruptura en el régimen de lo visual predeterminado por una historia del arte que, de manera subterfugia, pareciera ser –falsamente- ocular, Erin Shirreff muestra en su obra una preocupación por deslindar las estrategias de la percepción asumida por el minimalismo para provocar una disfunción, un efecto de retardo y una disyunción en la pretendida continuidad de los efectos asumida por muchas estrategias artísticas. Así, el trabajo de Shirreff se inserta dentro de las estrategias ocupadas en romper con la creencia de que el arte está íntimamente ligado con lo visual, con lo visible.

Ahora que el sujeto queda ya por fin refractado en una multiplicidad de imágenes para las cuales funciona él mismo como espejo lacaniano, la labor de Shirreff trata de provocar una ruptura en la lógica de la visibilidad impuesta por una economía de las imágenes –sean éstas artísticas o no- que privilegia de modo radical lo visto sin saber que, como diría Brea retomando a Benjamin, siempre hay un no-visto en aquello que vemos.

La manera de hacer de Sheriff es introducir al espectador en un terreno ampliamente conocido, el de las formas más comunes del mundo ordinario, para al instante hacerle dudar de las relaciones que el artista teje con semejante material. Y es que es quizá ahora, cuando más y mejor parecemos asentados en nuestras convicciones -¿y existe convicción mayor que aquella que nos muestra el reino de lo visible?- cuando paradójicamente, aunque quizá haya que decir -en ese sentido benjaminiano del que somos herederos- políticamente, menos seguros estamos en aquello que vemos -quedando ahora remitida toda episteme moderna en una red intermodal de intensidades fluídicas donde quizá sea la energía, ese lugar imaginario entre la publicidad y la privaticidad de nuestras vidas, lo que sustente el régimen de las posibilidades otorgadas por el sistema.

En la muestra que ahora mismo ocupa el espacio de la Galería Marta Cervera la artista presenta tres obras distintas: ‘Monograph’, ‘Field, Shade, Leaf, Line’ y ‘Untitled’, obras diferentes pero relacionadas entre sí y que amplían, como decimos, su exploración sobre la manera de ver y comprender los objetos estéticos, en particular las esculturas del pasado reciente que circulan a través de imágenes.


Nada más entrar el visitante se topa con ‘Untitled (Standing Shadows)’, una colección de pequeñas esculturas instaladas en pedestal cuya característica más propia es la de su no-completitud y su más que patente liviandad. Apoyadas, apiladas, recortadas, sujetadas una contra otras, las piezas remiten a una fragmentación del espacio propio al que quedan remitidas. Por su parte, ‘Field, Shade, Leaf, Line’ consiste en un bucle de 160 diapositivas que, tomando como base reproducciones encontradas en antologías de esculturas modernas, enfatiza los puntos de vista fragmentados, los reflejos y esquinas para, en la sucesión de diapositivas, crear en la mente del espectador nuevas formas abstractas, acaecidas únicamente en el intersticio temporal que media entre fotogramas. Por último, la pieza ‘Monograph’ consiste en seis fotografías construidas a modo de dobles parejas mal emparejadas.

En todos sus trabajos, como puede verse, el espectador se encuentra en la tesitura y dificultad de encontrar el ángulo válido, la perspectiva correcta para descifrar unas formas que, en principio, serían las vistas en nuestro mundo cotidiano. Apariencia y realidad, ver y no-ver, mirar y ser visto, son duplas conceptuales -y casi diríase existenciales- que Sherriff torsiona hasta quedar amparadas en una lógica diferente, en una percepción que pierde de pronto todos sus anclajes.

domingo, 5 de febrero de 2012

LACALLE/PYNCHON: UTOPÍAS NAUFRAGADAS

 
ABRAHAM LACALLE: SIGUIENDO A PYNCHON
GALERÍA BENVENISTE: hasta el 18/02/12


En esa narración falsificadora de la realidad que ha supuesto las tesis greenbergnianas de la autonomía del arte merced a la conquista de cada práctica artística de sus medios técnicos y materiales, la pintura se ha visto apelada, si no a su más de una desaparición, a quedar arrinconada en el cajón de las sobras y los retales. Y es que, en ninguna otra práctica la superficie es más patente, en ninguna otra práctica la materialidad mímica del trazo es más corpórea.

Pero la tautología ha sido desvelada: si algo es arte porque remite a su autorefencialidad, es –en sentido inverso- en la conquista de sus medios lo que le hace ser comprendido como arte. Dar al traste de una vez por todas con esta ecuación enmascaradora sería un golpe de aire fresco para una pintura que desde hace ya tiempo da síntomas de recuperación. Porque desde que Pollock viese como su dripping remitía siempre a una idealidad repetitiva hasta al nausea, las comparecencias de la pintura ante el tribunal de su propia historia se ha resuelto en más de una ocasión como la más que incipiente posibilidad de su retorno.

Desde el pop, pasando por la nueva figuración, la transvanguardia italiana o el neoexpresionsismo alemán, la pintura ha parecido querer desasirse de su programático destino para aliarse con las demás prácticas artísticas en la búsqueda de una nueva reconfiguración disensual de la realidad. Así, si se hace obvio y patente que la narración representativa, la adecuación copia-realidad, ya no tiene ninguna cabida, no por ello ha de dejarse el ejercicio entero de la pintura a manos de la autoreflexión de sus primados teóricos. Nuevas formas de plasmar las identidades, los tiempos y los espacios; nuevas maneras de fragmentación, ruptura y derivas. La superficie del lienzo, más que ser ahora la esencia a conquistar, es la posibilidad más patente de ejemplarizar la narratología de una sociedad en continua fuga.

Porque, creemos, que ya está bien de que la pintura cargue con tordas las trabas ideológicas de una modernidad soterrada y prisionera de sus propias ruinas, mientras otras prácticas, por ejemplo véase la literatura, queda lanzada en pos de articular un discurso capaz de dar cabida a la pluralidad simulacionista e hiperreal de un mundo, el nuestro, devenido imagen-simulacro.

A este respecto, el trabajo de Abraham Lacalle y que ahora presenta en la Galería Benveniste bien puede comprenderse como una necesidad, la de la propia pintura, de latir al unísono de la contemporaneidad y no diluirse ya más en propuestas utópicas de autoreflexión. En diálogo con una práctica como la del cómic, Lacalle descentra –una vez más- todo el discurso pictórico para hacer de él un dinamizador más entre las esferas de la alta y la baja cultura, de los elementos propios de la pintura y los externos, de la Historia de su concepto y las historias que traza en su narración.



Así, en diálogo con el libro ‘Vicio Propio’ (Inherent Vice, 2009) de Thomas Pynchon, Lacalle establece un vínculo literatura-pintura para dar cabida en él a multitud de devaneos, de deslizamientos y tensiones capaces de articular la práctica pictórica en una relación de tú a tú con el tiempo presente que le está tocando vivir.

Quizá sea un ensayo, un ejercicio un tanto diletante este de pintar a medida que uno lee una novela tan psiconarcótica como pudiera ser cualquiera de las de Pynchon; pero bien es cierto que el ejercicio merece la pena ya que demuestra que las prácticas artísticas quedan engarzadas actualmente en una interdisciplinariedad que abre como pocas veces antes lo ha hecho el campo de lo posible, de lo decible y lo visible.

Si Pynchon reescribe la historia de las utopías de los años sesenta para entregarnos lo no-dicho, lo oculto, lo sedimentado siempre en el ejercicio de selección del que toda narración adolece, si nos presenta la otra cara de aquellos héroes que hicieron vibrar a medio planeta, Lacalle zigzaguea igualmente en la puesta en claro de unas relaciones –las que median entre pintura y escritura- para darnos a ver la ‘cara b’ de la pintura.

Quizá así exista un vínculo oculto en el ejercicio preciso de Lacalle: si la pintura fue el adalid de la autonomía del arte que Greenberg hizo recaer en la conquista de los propios medios, quizá esa condena que la propia pintura ha sufrido sea la causante de su remisión a lo ‘underground’ del arte, a la necesidad que tiene de partirse todavía la geta para que se la preste atención. Así, igual que Pynchon reescribe la caída de los mitos nacidos al socaire de las ideologías de los años sesenta, Lacalle plasma en el lienzo las escenas de ese ‘vicio propio’ pero también la de otra caída: la de la pintura en los abismos de las utopías de la Modernidad de la que parece nunca salir del todo.

En definitiva, de lo que se trata, de lo que trata el arte, lo que tiene que darnos a ver, no son ya cuestiones epistémicas ni procedimentales, no ya vacua conceptología en torno a los beneficios de una narración que se satisfaga en sus propios límites, sino lo otro de la realidad, lo que permanece en los rincones, en las fronteras.

Así, si Pynchon plasma el vacío de unos ídolos, la retórica barata de unas promesas fundamentadas en la más pasmosas de las nada, la narración de Lacalle puede comprenderse que excede esa historia para, con un guiño, hacer referencia al propio encallamiento de la pintura, al desvelar lo falsificador del discurso modernista y para, claro está, ver al necesidad de abrir las ventanas para que entre aire fresco

jueves, 2 de febrero de 2012

PHILIPP FRÖHLICH: PINTURA DE LA NO-VISIÓN


PHILIPP FRÖHLICH: REMOTE VIEWING
GALERÍA SOLEDAD LORENZO: 19/01/12-25/02/2012

A golpe de brochazo y contundencia el joven pintor Fhilipp Frölich se está convirtiendo en referencia inexcusable del pictórico panorama patrio. Si en la anterior exposición en Soledad Lorenzo sorprendió por la novedad que supuso para muchos, en esta ocasión es la constatación de su maestría lo más destacable.

Pero además es que la seguridad no es algo resabido en la continuación de un discurso, sino que el propio Fröhlich se adentra un poco más, un paso más, en los dictados perceptivos de su arte. Y es que si en aquella muestra recordamos era el efectismo de una pintura que pareciera resultar tridimensional, ahora pareciera haber preferido el artista sorprender en la superficie pictórica para provocar un mirar perverso, una suspensión en el régimen de lo sabido para provocar una ruptura estética.

Trabajando a partir de maquetas que él mismo fabrica, sus lienzos reflejan la artificialidad del paisaje postmoderno, su mistérica presencia y su perversa vacuidad. Eligiendo puntos de vista un tanto extraños, su pintura nos muestra justo ese ‘no visto’ que vemos a cada instante: la inseguridad del dato, el desconocimiento de las escenografías por las que nos movemos, la falta radical de ejes y cortes orientativos. Todo remite ya a una mismidad, a un no-lugar global, que en su simulacro deviene escenografía fantasmagórica. Y eso, precisamente, es lo que nos da a ver.


Así, apartándose de una pintura autoreflexiva y autoproductiva, Fröhlich se adentra sin reparos ni vergüenza por sendas muy desconocida para la pintura: lo inacabado, lo disfuncional, lo disyuntivo de una narración que queda desconectada de su resolución. Lavabos, escaleras mecánicas, estaciones de autobús….: sus lienzos rezuman una no-historia que, pensamos, lejos de remitir a un unheimlicht freudiano redunda en un espacio público fantasmal y simulacionista.

Profundizando un poco más en esa característica espectral de la mirada, bien pudiéramos remitirnos a la última de sus obras presentadas y situada en la última sala de la galería: un tríptico que nos muestra un paisaje, un jardín, que –al menos al que suscribe- le recuerda al ‘Blow up’ de Antonioni: ampliando el material fotográfico uno termina, más que siendo capaz de verlo todo, por no ver nada. Es ahí justo, en ese terreno intersticial, donde el trabajo de Fröhlich ha de situarse. No en la perfección técnica, no en la capacidad de engaño a la vista, sino en la senda de problematizar un régimen escópico tan hiperadministrado como pueda ser el actual para situarse ahí donde ya nadie le espera. Porque justo cuando la pintura da el enésimo de sus cantos de cisne, una vez su muerte está ya más que asumida por todos, queda redimida a través de un ejercicio capaz de dirigirse al núcleo visceral de lo im-presentable y lo no-visto.

En definitiva entonces, que en la era de los dispositivos mediales, de la infografía instantánea, ahora cuando parece que somos capaces de verlo todo y tenerlo todo, resulte que cierta práctica artística desvele las imposturas ideológicas de un mirar que se nos antoja atrofiado y suspensivo, no puede por menos que sorprendernos.


Así por tanto, nada de efectismos, nada de trucos de magia: la herencia que puede adivinarse del puntillismo impresionista no remite al preciosismo de un juego de luces aplicado a lo urbano y suburbano como lo bello-natural, sino que remite a una misma problemática querida para toda la tradición pictórica desde el nacimiento de la fotografía y que apela a desvelar lo mentiroso de la tecnificación-estetización de la mirada. Así la luz, la mirada, la magnificencia de la técnica, no están llamados a abrirnos el mundo, sino a cerrarlo en aquel “mundo como imagen” de Heidegger o en este “mundo-imagen” de Buck-Morris.

La pintura de Fröhlich, como ejercicio de trincheras entonces, nos ofrece el espectro tenebroso que no queremos reconocer: que no vemos todo, que toda mirada está mediada y que, en definitiva, seguimos dependiendo de una mirada remota, de una capacidad extrasensorial de mirar y, en definitiva, de comunicarnos. ¿Será esa la única capacidad que nos queda de hacer espacio público?