jueves, 29 de diciembre de 2016

LAS AURAS FRÍAS (JOSÉ LUIS BREA): VEINTICINCO AÑOS DESPUÉS


Veinticinco años de Las auras frías. Y no, no sé si se trata de un libro capital, de una importancia que le haga merecedor de traerlo aquí a colación de semejante efeméride. Digo esto porque no quisiera incurrir en el recurrente hagiografismo que nos bombardea. Sin embargo, a veinticinco años vista…cuantas cosas han cambiado. Para bien. Subrayo: para bien. Y cuanto hizo ese ensayo por, si no abrir horizontes nuevos, sí al menos despejar algunos de la contaminación postmoderna que nos tenia presos de una serie de tics estéticos que, fácilmente, nos habría llevado hacia un recrudecimiento de las posiciones conservadoras y reaccionarias.
Porque quizá nuestra cobardía sea manifiesta, quizá nuestra impronta agorera y agonística –calificativos que el propio Brea utiliza para comenzar su reflexión– sea aún demasiado profunda como para dejarnos soñar con el ímpetu suficiente. En todo caso, somos –quizá no lo dejemos de ser nunca– los últimos hombres, supervivientes de una catástrofe mayúscula que ha dejado como ruina un solar desértico donde es imposible orientarse. Pero sin duda que un logro que se destila de las páginas de este ensayo es que mejor que simular una superación de nuestros síntomas es enfrentarnos cara a cara con nuestros fracasos: dejar que el arte habite en la frontera antinómica de su indecibilidad, que el arte surque y transite todas y cada una de las paradojas que cierto impulso postmoderno daba por superadas de manera torticera y fútil.
Y es que, hay que reconocer, la tesitura en la que estábamos encallados hace veinticinco años era digna de tenerse en cuenta. Por un lado la empresa de elevación de la transvanguardia, neoexpresionismo y nueva figuración a los primeros puestos de las estrategias artísticas de más altos rendimientos –traducido tanto en éxito comercial como de crítica. Por otro lado, lo panfletario de un cinismo epocal y de un pensamiento débil que veía en la pluralidad postmoderna la posibilidad última de un “todo-valismo” encaminado a erigirse como superación de las diferentes etapas del arte y, sobre todo, a limar la esfera de comunicación social hasta convertirla –de manos del reino de lo nuevo– en privilegiado ámbito de diálogo ideal, de validez universal e intemporal de la obra capaz de una recepción universalizada de la obra. El resultado, de seguir estas premisas, eran difíciles de desarbolar de un solo golpe: una democratización del arte en el sentido de continuar las “expectativas que definen en rigor el Proyecto moderno” y que “se han ido revelando irrealizables”.
Frente a esta situación, la labor de Brea consistió no ya en poner paños calientes sino en negar la mayor: de lo que se trata es de proponer para el arte “un destino más alto en su problematicidad”, un destino que, lejos de seguir anclado en un proyecto, el de la Modernidad, que ya ha dado demasiados signos de inviabilidad y de su naturaleza antitética, subraye el impulso paradójico que lo anima y poder así mantener “conjuntas aspiraciones difícilmente compatible, como la de asegurar la absoluta autonomía de la esfera sin renunciar a la vocación de compromiso con el proyecto civilizatorio de la organización social”. De seguir esta senda el arte remitiría a la certidumbre de que no hay otra opción que “habitar el delgado filo constituido por sus contradicciones programáticas. Y de que, en el curso del desarrollo progresivo del nuevo orden de su hiperinsitucionalización, éstas habrían de exacerbarse”
Para ello Brea expone que “el posmodernismo es un vanguardismo, que la conciencia posmoderna representa un refinamiento a la contradicción, el disenso, la diferencia, la fuga, la desviación, la violencia crítica”. Pero, ¿cómo puede ser esto si la empresa de limpieza y pulido del fracaso de la Modernidad nos ha dado a pensar la postmodernidad como la panacea del eclecticismo y de un cierto retorno al orden que, según los adalides de las neovanguardias, era lo que más convenía?
Para tal fin Brea rearticula la impronta vanguardista en las estrategias estéticas actuales y pone en limpio el diagnóstico Benjamin referente a la desauratización de la obra de arte: sólo con esos dos movimientos la concatenación de paradojas y antinomias que pueblan la supuesta autonomía estética da para bastante más que un simple desmontar todo el tinglado postmoderno en relación a los nuevos lenguajes figurativos y expresionistas, toda aquella maquinaria puesta en marcha por Achille Bonito Oliva, Rudi Fuchs y la Documenta 7, o Christos Joachimides y Norman Rosenthal con su Zeitgeist o New Spirit in Painting.

Schnable, adalid de la nueva figuración

En lo que refiere a las tesis de Benjamin referentes a la pérdida del aura, el pulsar generalizado en las prácticas artísticas es que lo importante, la novedad que traía la reproducción técnica, era, efectivamente, la pérdida del aura: un rasgo epocal a explotar y para el que una mala y simplona interpretación del gesto rupturista de Duchamp sirvió de detonante para entender que de lo que se trataba era de forzar la máquina para hacer del antagonismo copia/original germen de una supuesta crítica estética. Una vez perdida el aura, una vez perdida la función cultual de la obra de arte, el propio arte entraba en una nueva era donde la reproducción técnica hacía que los antaño valores de original y autoría quedasen totalmente eliminados. Esa senda fue sin duda transitada por aquellos que comprendieron que todo remitía a un problema de copias frente a originales, de desplazar unas fronteras, las del arte, que pese a todo era conveniente mantener como límite de un territorio al que poner por nombre “autonomía estética”.  
En este sentido, señalo –Brea no lo hace– la empanada mental y confusión de uno de los teóricos más importantes, Arthur Danto, que vio en la ineptitud de esta senda intransitable el rasgo que hacía de Warhol el filósofo contemporáneo más importante: cuando la institución-arte se desarrolla hasta el límite de hacer indiscernibles el ‘objeto de la vida’ con el ‘objeto del arte’ lo que se tiene no es una epifanía reveladora del momento del arte sino la cortedad de miras de una arte afanado en confundir un problema adyacente del arte –el de la copia y original, ya en danza desde el Clasicismo– con su núcleo antinómico fundamental .

Warhol, Danto y cierto confusionismo

Por el contrario, y como piedra angular desde la que elevar al arte a un destino más alto que aquel al que se le tenía enclaustrado, la tesis de Brea es que si bien hay que reconocer la capacidad analítica de Benjamin en descubrir el acontecimiento, el desplazamiento que supone la reproductibilidad mediática en el ámbito del arte, lo cierto es que no interpretó el sentido en toda su rotundidad. Es decir, su diagnóstico es claramente “impreciso, insuficiente”. Lo que ha sucedido no es una pérdida sino un enfriamiento del aura, una desintensificación que conlleva multitud de efectos encadenados en la esfera del arte.
No es que el aura sin más, y merced a esa eliminación de “una lejanía que se hace presente” que imprime la reproducción técnica, desaparezca: lo que sucede es que el aura se pliega al nuevo modo de distribución y exhibición de la obra de arte, se concita alrededor de la función secularizada que la técnica dota al objeto-arte en detrimento de su función cultual o religiosa. Es decir: si en el anterior régimen de producción artística teníamos un aura fuerte como receptáculo de una densa carga de memoria, con el régimen estético que inaugura la reproducción técnica el aura no se pierde sino que se enfría, pierde intensidad al quedar ahora referido no ya a la legitimidad ritual de la comunidad sino en el continuo desplazamiento desde el objeto hasta su representación en los media, en la absorción de su caudal estético por los canales de distribución y exhibición mediática, de manera que el objeto como tal, la obra de arte, viene a ser entonces el ostentador de todos los flujos transaccionales en los que su representación mediático forma parte. La consecuencia principal es que “el nuevo aura tiene su origen, precisamente, en el lugar en que Benjamin preveía la causa de su desaparición: la reproducción mecánica”.
A partir de aquí la red de puntos de fricción va creciendo sobre la base de dos pilares o polos que, operando dialécticamente, entablan el conjunto de paradojas desde donde el arte debe ser producido y pensado. Por una parte esta desintensificación conlleva, con la implementación del régimen mediático en régimen de reproducción de la realidad, una suerte de estetización difusa, una conquista de todos y cada uno de los ámbitos de los mundos de la vida por una industria cultural y mediática que, a años luz de la caracterizada por Adorno, no ya solo filtra o manipula la información que representa lo real, sino que lo real ha pasado a ser ahora enteramente producido y precedido por los mass-media. Por otra parte hay que señalar que esta estetización, comprendida sin duda como una colonización de la vida a manos del arte, es uno de los reclamos y puntos fuertes de la vanguardia –el “desbordamiento-rebasamiento del lugar del arte a favor de la inundación de los mundos de vida”– y que como tal debe ser mantenida por aquellas estrategias estéticas que quieran ser llamadas críticas. En este sentido, y en la seguridad de que “sin el trabajo de la vanguardia, el sistema del arte avanzaría calamitosamente hacia su muerte entrópica, hacia su enrarecimiento, hacia su muerte por tedio”, si hay algún impulso que las vanguardias hayan dejado en herencia a la práctica artística ese no es otro que la capacidad del arte para habitar en un terreno minado de antinomias y, con ello, “la lúcida asunción de la dificultad de resolverlas, de superarlas”.
Lo fundamental es que es solo recorriendo esta paradoja cómo el arte puede superar la afasia que supone su reconducción a la formalidad estilística del todo vale y a ese eclecticismo con el que equivocadamente se saludaba al postmodernismo. Si por una parte la legitimidad de la obra como arte no viene ya dada por su inserción cultual en el seno de la comunidad pero tampoco, dada la aceleración social y la vorágine de tensiones que el régimen mediático vehicula, es ya posible pensar un campo social consensuado de diálogo sin fin, un campo kantianamente formalizado donde el juicio del gusto se construya en confrontación directa con el objeto-arte, por otra parte –tal legitimidad del arte– queda a expensas de un régimen de reproducción mediática de la realidad que, al tiempo que pone la etiqueta de arte a algo, lo desontologiza, lo desmaterializa, lo colonializa para las tectónicas del capital administrado. 


Erigido sobre esta paradoja, alimentada por un lado por una desintensificación del aura y por otra por una expansión que toca tanto el núcleo central y deconstructor de las vanguardias –núcleo e impulso que hay que mantener ya que sin este cumplimiento del programa general de las vanguardias de borrado de una lógica de la representación mimética y de todo el entramado idealista de conceptos, “de ninguna manera tendríamos acceso a la experiencia de una relación no-aurática con la obra si no fuera por el legado irremisible de todo ese fiero trabajo de autonegación radial de la obra de arte”– como el proceso social de producción mediática de la realidad, de precesión simulada de la hiperrealidad (Baudrillard atraviesa de principio a fin este ensayo), concitando al arte a un proceso de progresiva desmaterialización –un devenir-in-material– de todos los intercambios y lazos de interacción que articulan su cohesión” y que, de hacer tabula rasa y eliminar todo impulso crítico, va de la mano con el diluido de realidad favorecido por el capital, el arte sufre una transformación radical hasta el punto “que tiene sentido hablar de una variación rotunda del modo de darse la experiencia artística contemporánea”.
Desde esta atalaya, no se trata de hacer de la muerte del arte idea regulativa epocal ni de tampoco dejarse llevar por los hervideros del ecleciticismo neovanguardista que ven la oportunidad para el surgimiento de un pluralismo donde, por fin, cabemos todos. De lo que se trata es de, insistimos pues este es el latir nuclear de la reflexión de Brea, asentarse en esta red de paradojas, empeñarse en problematizarlas, abogar por una “lúcida conciencia de las contradicciones que animan sus expectativas en tanto definidas bajo el signo de lo moderno, pero no necesariamente la decisión de renunciar a ellas sino el mantenerlas, en tanto expectativas, como reguladoras efectivas tanto más necesarias bajo el signo de la complejidad”.
Mucho más, sin duda, podría decirse. Pero basta para al menos ensayar una cartografía general. Y basta, sin duda también, para sabernos herederos directos de estas premisas. Porque, pensamos, es este ensayo incipiente de Brea –redactado en los años 89/90 y publicado en 1991– el que guarda, dentro de aquella su primera época dedicada en profundidad a la alegoría, más y mejores pistas para rastrear en el presente y el que toca puntos que atraviesan su reflexión y que vienen a desembocar, de manera todavía no asimilada del todo, en su obra cumbre, Las tres eras de la imagen.
            Entre ellas, como no, enumeramos:  
La elevación de la tarea y misión del arte por encima de la catástrofe que la asunción emancipatoria de la Modernidad pretendía hacer posible; fin del tiempo del cansino lamento por las exequias de un tiempo aparentemente mejor; inicio, algún día, de una senda abierta a la rotundidad de la diferencia. Si de hablar de arte toca, “nada de tolerar esa práctica inofensiva, sólo sostenida en la credulidad estadística que adormece al tejido social”. Y, como premisa única y fundacional, “o vanguardia, o liquidación fulminante de toda la mentira del arte”.
Fin también de toda secuenciación histórica y progresiva del arte, de toda operación de barrido y puesta en limpio de un escenario donde eclecticismo, todo-valismo y una pluralidad a-crítica operen con el descaro que han venido –y continúan– haciendo. Conciencia clara que el arte es un terreno minado de antinomias y que no se trata de superarlas sino de hacer noche en ellas. Y, ahí, esperar a la aurora.
Dar por cerrado el sueño de la autonomía: la transformación en el ámbito del arte provocada por el desplazamiento del aura a su efervescencia mediática genera una situación catastrófica para el propio arte: la “plena homologación del conocimiento estético al de cualquier otro orden del acontecimiento, en su administración mediática”, una homologación que, sin duda, da por cerrado cualquier intento del arte a aspirar a su plena autonomía.
Y, sobre todo, ser fiel a la profundidad del cambio epistémico que la reproducción mecánica y telemática han infringido a la (re)producción de la (hiper)realidad y a los desplazamientos que como tsunamis han asolado el terreno del arte mimético y representacional y que pueden ser validados en la premisa de que “el viejo aura cuyo desvanecimiento había augurado Walter Benjamin ya no preside, ciertamente, la experiencia estética”. Y eso porque la experiencia estética –y la legitimidad que de ella pudiera inferirse–, como comunicación que es, y al verificarse ésta a través de los mass media, no es una trasmisión de información de modo que su verificación pública pudiera estar simplemente afectada por los mass media; no es tampoco “una experiencia valorativa, la de la enunciación de un juicio de gusto” de modo que “la legitimidad de éste sólo podría asentarse en el encuentro directo, empírico, experiencial, con la fisicidad material del objeto, de la obra”. La experiencia estética –y esta es la fundamental tesis de este ensayo– se da en mediación con un aura que “va a ser ya sólo el sentido: un efecto de campo que se genera en la velocidad circulatoria, en la comunicación. A partir de ahora, sólo eso: y nunca más un efecto de creencia”; aura como “fría decisión seducida de participación ceremonial en el consenso mediático, eléctrico, que da nuevo signo a la experiencia estética”. En definitiva, es solo en la inmanencia mediática de una realidad desproduciéndose a velocidad infinita que la experiencia estética se da, desplazándose desde el objeto hasta su representación en los media de modo que el objeto como tal, la obra de arte, viene a ser entonces el ostentador de todos los flujos transaccionales en los que su representación mediática forma parte.
Pero, y esta podría decirse es la segunda tesis, esta legitimación secularizada de la obra de arte, referido ya solo a un juicio comunicable formulado en un régimen hipermediático en el que las cosas no son representadas sino que son montantes de información, bloques inmanentes de luz y energía, mero efecto itinerante de significancia y en el que el consenso es producido como efecto dromótico, debe crear ciertas disensiones en su seno, ciertas irrupciones de desplazamientos disruptivos; debe, de alguna manera, ser fiel a la herencia de las vanguardias pues, repetimos, “sin el trabajo de la vanguardia, el sistema del arte avanzaría calamitosamente hacia su muerte entrópica, hacia su enrarecimiento, hacia su muerte por tedio”.
Y estas consideraciones de hace veinticinco años, ¿a qué traerlas a la memoria? Nuestra época es ya otra pero sin duda que es común la formulación de estrategias artísticas que, desde la nueva sensibilidad que propone la generación cibernética de la realidad, vehiculan estrategias estipuladoras de consenso, formas “artísticas” que lo único que hacen es estetizar –y con ello depotenciar– toda carga de resistencia y crítica. Con la emergencia de las nuevas tecnologías, con el anudamiento de la red de paradojas que bombardean al arte y que se han exacerbado con la paulatino diluido de la realidad en efectos mediáticos de superficie, muchos hay que abogan –de nuevo y como a mediados de los años ochenta– por una pluralidad de estrategias ya que el potencial de significancia de la telerealidad “puede con todo”, por un barrido de toda toma de posición crítica y, sobre todo, por la vehiculazión de una nueva sensibilidad formateada y consensuada en el conjunto de displays que permite la tecnología. Como resultado, el arte pervive como forma privilegiada de formulación de consenso a escala global: la implementación mundial del régimen de producción y exhibición de –en la absoluta inmanencia de la visión– lo que es, de lo dado. Este es, sin duda, el punto nodal de la ideología estética: la limpieza que de formulaciones disruptivas lleva a cabo un entramado artístico que ya tiene muy poca fuerza tanto para sortear el reinado definitivo de su muerte como para aspirar a destinos más radicales, contentándose con servir como reclamo de al estetización difusa que el capital necesita para su hegemonía.  
Así las cosas, y trayendo al presente las reflexiones de Brea, basta ya de un arte melifluo, preocupado con chispeantes formulaciones telemáticas pero ahíto de capacidad verdaderamente crítica, basta ya de un arte paniaguado que toma la desmaterialización del objeto ya en su radical reconversión a dato informacional como oportunidad para jugar no ya a la indiscernibilidad de objetos sino a la cacatonia de una realidad absolutamente moldeable y reconstruible pero sin abogar por procurar disenso alguno, basta ya de un arte que se otorga para sí la capacidad excéntrica de quedar referido a algo más que a su pulsión mediática, basta ya de un arte que cree que la técnica está a su servicio cuando lo cierto es que es sólo su forma tecnificada la que puede ser insertada en la dinámica de flujos informacionales en que ha devenido el mundo, basta un arte aún con ínfulas de grandeza, un arte con la tarea de remontar escena alguna, de creer en proyecto alguno, de vislumbrar algún sendero utópico que recorrer. Basta ya de connivencia y complicidad.
Basta de creer en el arte. Basta de creer en la capacidad de superación de la técnica para este aparente momento epilogal el arte. Pero, claro está, dejar de hacerlo de esa forma en que lo hacemos –como apertura a una supuesta fase nueva que comprenda así –que continúe haciéndolo– el arte como progreso y continuidad; como contenedor con el que formatear formaciones discursivas enunciadas en la complejidad de la sociedad hipermedial– para atrevernos ya a ser nómadas en este desierto de lo real, para atrevernos a habitar en el cierre representacional, en la ubicuidad topológica, en la heterocronía temporal, para recrear políticamente la realidad a cada instante.

martes, 27 de diciembre de 2016

MARCEL BROODTHAERS: ILEGIBILIDAD COMO ACTO CREATIVO



MARCEL BROODTHAERS: UNA RETROSPECTIVA 
MNCARS: 05/10/16-09/01/16
(texto original publicado en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/Marcel-Broodthaers-mncars.html)

            Hasta principios de enero puede verse en el MNCARS una retrospectiva diríase que única: la de Marcel Broodthaers. Muchas, sin duda, son las líneas de análisis e interpretación de la obra de un artista fundamental para comprender las últimas décadas de historia de arte contemporáneo. Aquí nos decantaremos por comprender cómo mucha de su importancia se debe al haberse mantenido fiel al impulso de ilegibilidad que se encuentra anidado ya en el readymade de Duchamp. Su tarea como artista fue la de sacar conclusiones menos obvias que el gesto del pop, moverse en las turbulentas aguas que tocan el minimalimso y el conceptualismo pero, eso sí, actualizando el gesto duchampiano en una sociedad ya industrializada, en una arte ya institucionalizado.  
 
Sin duda que al hablar de alguien como Marcel Broodthaers (Bruselas, 1924-Colonia 1976) uno no las tiene todas consigo. Sin duda que algún cabo quedará suelto; alguna de sus influencias sin recorrer o muchas de sus obras sin interpretar. Pero, si de ser conciso se trata, creo no equivocarme si vemos en él al verso suelto en la sempiterna discusión entre Duchamp y Warhol: entre quién fue más original y fundacional en el andamiaje del sistema del arte contemporáneo. La crítica –o como poco lo más común en las estrategias estéticas– han seguido la pista de Warhol a la hora de elegirle como el alma mater del arte contemporáneo. La teoría de los indiscernibles de Arthur Danto o la interpretación traumática de Warhol por parte de Hal Foster van sin duda en esta línea que si, por una parte, supone reverenciar la obra de Duchamp, por otra parte no hacen sino condenarla a una especie de silencio programático pues, efectivamente, todavía no había llegado la hora.
Broodthaers aparece como de la nada a mediados de los años 60, cuando las fuerzas discursivas y programáticas del arte contemporáneo estaban más que puestas encima de la mesa: minimalismo, conceptualismo y pop han sido, y son, las tres ramas interpretativas que más réditos han dado. Cómo no podía ser menos nuestro artista recoge a lo largo de su carrera influencias de estos movimientos pero, en su horizonte, su interés es otro, su influencia mayúscula gravita en otro espacio. Su importancia radica en ser el más fiel continuador del verdadero gesto disruptivo de Duchamp en una época en la que, y aquí sí coincidimos con Foster, las estrategias vanguardistas tuvieron que ser repensadas y sometidas a elucidación crítica. 


Pero, ¿qué significa esa fidelidad?, ¿bajo qué parámetros? Centrándonos en el readymade, muchos se quedaron simplemente con la estructura: de dicha estrategia se tomó la inscripción novedosa que el objeto, mondo y lirondo, trazaba al insertarlo en un ámbito de significación que, de por sí, no era el suyo. Repitiendo el gesto duchampiano pero en un mundo devenido ya por completo mundo de consumo, la obra de arte muestra sus similitudes y diferencias con la mercancía, problematizando sin duda el significado del acto creativo y las fronteras, ya de todo punto lábiles, entre arte y no-arte. Pero algo de por sí perfectamente lícito –pues, como decimos, ello supone un desplazamiento en el efecto de significancia de la obra– olvida la radical ilegibilidad que el gesto de Duchamp tuvo. Repensar el gesto duchampiano en clave institucional es algo muy interesante: pero más aún lo es si se subraya la perfecta ilegibilidad por la que el readymade postula.
En este sentido, creo que lo importante de Broodthaers es comprender que el ámbito propio del arte es el de la ilegibilidad: sus libros de poemas –aquellos que no había vendido y que tuvo a bien recubrirlos “artísticamente” con una espesa capa de yeso– se convirtieron en arte no por el capricho de una galerista, por la suerte de toparse con algún coleccionista o por una transmutación mediada y meditada. Se convirtieron en arte porque eran ilegibles: porque el marco de lectura de su poesía no era, propiamente, el de la literatura sino el arte.
Y es que hay que tener claro algo que por lo común se olvida: el descubrimiento de Duchamp no fue tanto el subrayar el ámbito propio del arte como un terreno de indecibilidad (entre arte y no-arte) sino comprobar cómo los signos escriturísticos no remiten ya a un alfabeto con capacidad de decodificación –o traducción– sino a su propia objetualidad: no son significantes en busca de un significado pleno sino en constante desplazamiento, sometidos a tensiones de significancia sin final –ni finalidad– ninguno. “Mi objetivo es apartarme de una poesía literaria para dirigirme hacia una poesía del objeto”: he ahí el camino. El marco para la poesía no es la legibilidad de la literatura sino el ámbito de un arte que, desde Duchamp, es pura ilegibilidad.


            Para ello Broodthaers dota a las palabras de la profundidad de los objetos pero, eso sí, sin asignarles ninguna significancia, quedando todo significado irresuelto, en la disyuntiva de un pluralidad de alternativas que, al fin y al cabo, torsionan la obra hacia su ilegibilidad. Escritura, objeto e imagen son las tres, por una parte, una y la misma cosa pero, por otra, es esa misma identidad la que fuerza confrontaciones y desplazamientos sin fin. “Moule” se usa en francés para decir mejillón y molde: he ahí el ruido secreto de muchas de las obras de Broodthaers: el mejillón, en esa triple trabazón de imagen, palabra y objeto, remite a ser mejillón o molde: es decir, significado preciso o mera estructura nuclear con la que poder repetir el proceso de significación infinitas veces. Es el mismo procedimiento de Magritte solo que potenciado, es la misma estrategia discursiva que las sillas de Kosuth solo que mucho menos obvia, evidente y, por ende, más ilegible.
Es por tanto bajo esta premisa de radical ilegibilidad –que bien o mal es la que aquí sostenemos– que, cómo hemos apuntado, Broodthaers concluye la tarea de poner en diálogo la poesía con el arte: si por una parte el arte dota a la poesía de un marco idóneo para su tarea de ilegibilidad –tarea por la que la propia poesía venía apostando desde mediados del siglo XIX–, por otra parte, y a la inversa, la poesía enfatiza esta capacidad nuclear de ilegibilidad desde la que el arte debe de comprenderse. En este sentido, si en la obra de Broodthaers está Duchamp y está Magritte, también está Mallarmé. Si bien es cierto que Un Coup de dés jamais n'abolira le hasard explicita esta presencia, hay en todo caso que señalar que el programa de Broodthaers pone punto (y seguido) a esa labor objetual y visual de la poesía del francés, de texto sin referencias externas, de texto a-significante y errante, texto a la búsqueda siempre inconclusa de un sentido pleno a través del cual el poema se da. Que ello solo pueda llevarse a cabo dentro de los parámetros de ilegibilidad que Duchamp inauguró como topología única desde donde el arte podría sobrevivir a la paulatina conquista de su ámbito por un capitalismo ya más que incipiente, es –repetimos– el hallazgo de Broodthaers.


En definitiva, es en esta radical novedad inaugurada por Duchamp –el comprender la práctica artística, y con ello el propio campo del arte, como un campo abonado para la ilegibilidad más radical, para una arte no como emergencia de significados sino como inscripción escriturial de significantes– donde sin ambages y coartadas de ningún tipo, se sitúa Broothaers. Y es, al mismo tiempo, esa toma de posición lo que le convierte en figura central en el arte contemporáneo de la segunda mitad del siglo XX y lo que le hace tan interesante en la actualidad. Porque, dentro de un arte que por mucho desplazamiento de lecturas que reivindique queda muchas veces fascinado por el juego de seducción del objeto-mercancía, dentro de un arte que ha podido comprobar cómo su efecto crítico es nulo ya que ha de situarse previamente dentro de las coordenadas del espectáculo para poder ensayar alguna forma de crítica al espectáculo, ¿no tienen las estrategias de Broodthaers algo que decirnos?, ¿no nos señalan otra vía no recorrida en toda su amplitud pues, como decimos, el arte quedó flasheado, subyugado y seducido por la lógica libidinal de las imágenes, no planteándose ejercicios de radical ilegibilidad más que de rondón?
             Subrayar también que, en cuanto que iniciador de la crítica institucional, fue sin duda esta primacía de la ilegibilidad como estrategia única del arte lo que le llevó a cuestionarse las formas institucionalizadas de exhibición y producción del arte. Porque seamos claros: cualquier crítica institucional que no haga pie en la ilegibilidad de la obra, que no comprenda la propia sala de exposiciones como una vuelta de tuerca más en el desplazamiento de la significancia del propio significante-obra, recae –cómo sucede actualmente– en mera mascarada que no hace sino dotar de legitimidad a esa propia institución que –simula– criticar. Una crítica institucional que no dinamite y elongue la propia exposición hacia una objetualidad capaz de tensionar más aún la falta de significancia no es sino una retórica de la enunciación discursiva antisitémica que sirve para poco más que proclamar la inocencia política de la institución para la que se trabaja.
            Exposición no como aséptica e higiénica estrategia de exhibición, pero tampoco como modulación de un sentido que emerja ni como contenedor desideologizado: exposición como trama de descontextualización y acumulación, de derribo de todo lenguaje y todo discurso. Exposición, otra vez, como moule: como “molde” para una ulterior y constante ilegibilidad.


Para concluir, señalar que la práctica artística de Broodthaers comienza y acaba con la modulación de un gesto de insinceridad: esos libros cubiertos con escayola que (no) son arte, ese fémur que (no) es un fémur, ese décors que (no) es un decorado: es esa la senda que, de modo indirecto y eludiendo mucha de la ingenuidad popera, llega hasta hoy en tanto que reflexión continua sobre la condición del objeto (de arte) bajo el dominio universal de la producción de mercancías. Desde estas consideraciones que rozan en mucho las estrategias del pop, el resulto es sin embargo opuesto: frente al festín que supone el progreso tecnológico, frente a la vorágine de los indiscernibles que truecan el momento de verdad y falsedad, de original y copia, Broodthaers enfatiza el gesto melancólico de quien sabe que ya no hay lectura posible, que todo descansa ya en una radical ilegibilidad, en una borradura constante.
Que la obra de arte no es contenido sino molde, no significado sino significante, no sentido sino ilegibilidad, no decir sino ruido: esa es la lección de Duchamp que Broodthers focalizó en dos direcciones: una, la de la convergencia de los intereses de ilegibilidad de la obra de arte con los intentos de la literatura más vanguardista del último siglo, y dos, referir esa ilegibilidad a un dispositivo como el de la exposición hasta entonces poco dado a enfatizar la suspensión discursiva en la que debiera reposar el arte. Si el arte contemporáneo se acerca peligrosamente a la afasia crítica es porque, sin duda, ha preferido caminos más sencillos, contentándose con fuegos de artificio en relación a estas dos cuestiones relativas al estatuto de la obra de arte y de la exposición, no atreviéndose a tomarle el pulso a la radicalidad de un acto creativo comprendido como ilegibilidad pura.




viernes, 23 de diciembre de 2016

CECILIA DE VAL: TIEMPO Y MIRADA, REGÍMENES SUSPENSIVOS.



CECILIA DE VAL: EL MONTE PERDIDO
GALERÍA CÁMARA OSCURA: hasta 04/03/17

Para esta su nueva exposición en la galería Cámara Oscura, Cecilia de Val inserta y engarza, a través de identificaciones conceptuales y visuales, una serie de ideas fundamentales que tocan el núcleo duro de las preocupaciones en las que actualmente se debate el arte contemporáneo. Estas ideas remiten ni más ni menos que al régimen visual en el que nos hallamos, al estatuto ontológico de la imagen y la materialidad de la fotografía. Así pues, y desde ya –y aunque no es tarea de la crítica el entrar a bote pronto en valoraciones–, señalar la capacidad de esta artista, la solvencia con la que ensaya sus inquietudes y la rotundidad estética de sus logros. No es fácil enarbolar un discurso que hile con tanta profundidad cuestiones tan capitales para nuestra contemporaneidad.
El punto de partida es el Monte Perdido, monte que a pesar de su altura permaneció desconocido hasta el año 1787, año en el que el geólogo y botánico Ramond de Carbonnières (Estrasburgo, 1755-París, 1827) lo divisó por primera vez desde otra cumbre del Pirineo francés. Y es que su peculiaridad es que permanece invisible desde los valles circundantes.
A partir de esta situación del Monte Perdido y de la consiguiente similitud con el régimen visual en el que nos movemos –ese inconsciente óptico de herencia benjaminiana donde hay siempre algo que no se ve en aquello que vemos– de Val reflexiona acerca del estatuto ontológico de la imagen, de la desmaterialización de ésta y de cómo esto modifica y altera nuestras redes de conocimientos y certezas. En último término, el volcado epistémico de todo su proyecto redunda en un conocimiento fragmentario y deconstructivo, que no opera dentro de un régimen representacional clásico sino que es capaz de sedimentar información a partir de una fluídica de datos algorítmicos y de una defragmentación de todo el espacio representacional. Y es que, casi de manera provocativa, el resultado final –una abstracción y desmaterialización absoluta de la imagen– se parece al terreno marmóreo del propio Monte Perdido.   


Partiendo de fotografías tomadas en el terreno, de Val las somete a un proceso de (des)revelado que bien puede ser tomado como mecanismo de invisibilización, codificación o desmaterialización. Las fotografías, reveladas en un fino papel de fotografía, son sumergidas en agua con unas gotas de ácido acético a una temperatura de entre 3 y 5 grados centígrados. Más tarde, al extraer la fotografía del recipiente, lo que sucede es que la fina película, la materialidad de la imagen, se separa de su soporte, quedando por una parte una especie de “piel muerta” en el líquido y totalmente desfigurada, por otra parte, la imagen fotográfica original.    
Es entonces cuando entra a funcionar una compleja red de transformaciones y paradojas que remiten ya no tanto al arte como ámbito autónomo y a la supuesta “artistización” de la fotografía sino a nuestro modo de entender visualmente el mundo. Sí rastrear todas ellas nos llevaría demasiado lejos, sí que cabe señalar que la paradoja fundamental es que cuando parecía que la eclosión de lo digital nos llevaría a ver por fin el mundo en su totalidad, la introducción del tiempo en el devenir digital crea una distorsión, una obstrucción en la mirada que impide ver lo que se nos dice estamos viendo. Es esta paradoja la que hace operar el arte desde que Benjamin la pusiese encima de la mesa: la democratización que permite las nuevas tecnologías no va en modo alguno referida al conseguimiento emancipador del proyecto de la Modernidad. En suma, lo conseguido por la irrupción digital en los medios de reproducción no hacen sino perfeccionar la ideología de un régimen escópico donde, pese a no ver nada, creemos estar viéndolo todo.  


Pero, yendo un poco más lejos, si por un lado hemos ya señalado la paradójica capacidad mimética de esta a-representación desmaterializada del Monte Perdido con su “verdadera” representación analógica, por otro lado cabría decir: ¿qué falla? Es decir: ¿qué es eso que aunque se ve no se llega a ver? Sin duda: el tiempo. Y es que lo que media entre la materialidad analógica y la digital es la posibilidad de esta última de convertir la imagen en imagen-tiempo. Es decir, si la imagen clásica –circunscrita al reinado de lo analógico– no despliega en torno a sí ningún acontecimiento pues el tiempo de su percepción y contemplación es un constante y eterno ser el mismo, un tiempo idéntico que avanza sobre lo ya sido, la imagen digital logra escabullirse de la esencialidad del momento logrado para, como bien señala José Luis Brea, “asumir en cambio una horizontalidad del acontecimiento que se aparece como sucesión incortada de tiempos cualsea”. Es así que, retorciendo un tanto los conceptos aquí volcados, la “piel muerta” de la imagen analógica que queda sumergida en la suspensión acuosa es ese quantum de tiempo-presente que a la imagen digital ya no le vale, esa constante y recurrente ipseidad temporal en la que emerge la imagen analógica inútil para la imagen digital. Y es que, para ella, todo tiempo tiene que refulgir en la incandescente inmediatez de un tiempo-ahora, de un presente agujereado, un tiempo que no es nunca el mismo.


En suma, el proyecto de Cecilia de Val nos enfrenta a nuestra recién –pues es cosa de hace un par de décadas– estrenada forma de experimentar el mundo y de registrarlo: somos ya incapaces de ver nada pues un tiempo instantáneo fragmenta toda imagen, antaño condensadora de memoria y tiempo, en un haz infinito de fotones recomputerizados en una numeración infinita de bits. Si antes no podíamos ver el Monte Perdido porque el régimen escópico representacional –sustentado en una geometría euclidea– no lo permitía, ahora seguimos sin poder verlo porque nuestro régimen escópico rasga toda imagen al introducir una dimensión temporal. Es decir, al introducir la diferencia, al hacer de toda imagen un devenir, un acontecimiento.
Es en este sentido que quizá sea el pequeño video que puede verse en la sala contigua lo más parecido al marco relacional de nuestras experiencias: un mero vagar superlativo, una descomprensión de toda estabilidad, una disolución de cualquier atalaya de sentido, un licuado de toda formación discursiva, un bloqueo de la mirada ante una información a la que accedemos en formaciones mínimas de sentido. Somos, en definitiva, seres asaeteados por montantes de tiempo-presente a los que no podemos dar forma en ningún ahora.

martes, 20 de diciembre de 2016

ATLAS DE LAS RUINAS DE EUROPA: LA TRAVESÍA EN EL DESIERTO COMIENZA AHORA


ATLAS [DE LAS RUINAS] DE EUROPA
CENTROCENTRO: 30/09/16-29/01/17

            UNO
Si algún acontecimiento puede decirse que ha tenido lugar en las últimas dos décadas es, sin duda, el del cierre del pliegue. Todo se ha clausurado sobre sí mismo y ya no hay espacio –ni tiempo– para que suceda nada más que el zumbido sordo de una catástrofe continua. La alegoría, ese impulso neobarroco que algunos vieron como respuesta teórica a una postmodernidad que licuaba espacios a marchas forzadas, se ha salido de la vía de servicio por donde discurría: en el devenir esquizoide de ese “ser otra cosa”, la lógica alegórica de la representación ha terminado por remitir a una ipseidad absoluta donde el reino de lo idéntico campa a sus anchas. Anulada la impronta Real, ahora todo acontece en la obscenidad de un fuera de escena pues ésta, la escena, ha quedado sellada quién sabe si para siempre.
El crimen es, como señaló Baudrillard, perfecto y nada apunta más que su propia falsedad simulacionista. Nada tiene ya la capacidad para remontar la autoreferencialidad de un mundo como doble invertido de sí mismo; no hay ya cadena de significantes que nos haga barruntar un envío postal que, dirigido a nosotros mismos, nos saque de este atolladero. “Nuestra cultura del sentido se hunde bajo el exceso de sentido, la cultura de la realidad se hunde bajo el exceso de realidad, la cultura de la información se hunde bajo el exceso de información. Amortajamiento del signo y de la realidad en el mismo sudario”, apuntó el sociólogo francés.
Nos hundimos y la imagen aquella del barón de Munchaussen tirándose él mismo de la cabellera para salir del fango donde se había metido ha resultado ser un espejismo válido solo mientras creíamos estar atravesando el desierto. Pero ahora que sabemos que detrás del desierto no hay sino más desierto, constatamos que lo mejor es disfrutar del espectáculo que supone el estar siendo tragados, absorbidos por el sistema. Así, desapareceremos junto con el mundo pero, y eso es lo importante, el espectáculo habrá sido sublime.

Jacques Philippe le Bas
Y es que, como dijo Malevich hace ya un siglo en su Manifiesto del Suprematismo, “ya no hay ‘imágenes de la realidad’; ya no hay representaciones ideales; ¡no queda más que el desierto!”. Pero sumidos en el desierto, ahí donde no se habita sino que tan sólo se recorre, donde se avanza sin roturación ninguna ni coordenadas que nos indiquen el rumbo, nuestra tragedia es que hemos perdido el rastro: avanzamos en círculos y las huellas que vemos al pasar no son ya posibles direcciones a seguir sino un emborronamiento masivo, una cacofonía de inscripciones donde no termina por no haber nada escrito. Desierto, por tanto y como apuntó Brea, “como fatal ruina incluso de la ruina, alegoría inexcusable de todo futuro y metáfora mayor de la efimeridad y contingencia de todo el trabajo del hombre. (….) Seña de clausura de un ciclo, el civilizatorio”.
En definitiva, y ya que la palabra “ruina” ha sido citada: tal es nuestro descalabro, nuestro desvarío y desorientación que ni la ruina, antaño elevada a tótem intempestivo desde donde repartir temporalidades con capacidad de resignificación y repotenciación, puede ser ya tomada como tal. Es decir, no hay forma de echar la mirada atrás para intuir el latir de una constelación que nos trasporte a algún otro futuro que no sea el que, de antemano, tenemos asignado: aquel donde no acontezca –no siga aconteciendo– otra cosa que la catástrofe de nuestra cotidianeidad.



DOS
Es de esta situación de extravío perpetuo de lo que trata esta estupenda exposición: de la propuesta de una serie de constelaciones inconclusas –tanto en su origen como en su destino final– que no expliquen pero que sí muestren una cartografía de nuestros desafueros, que radiografíen nuestra circunspecta catatonia ante el páramo baldío que se abre ante nosotros. En cuanto que últimos hombres incapaces de ver una salida y que no hacen sino dar vueltas en círculos concéntricos –nihilismo reactivo–, para quienes ni siquiera el valor testimonial de la ruina tiene nada que decirnos, esta exposición se nos antoja como fundamental. 
Dividida en cuatro partes –Naturaleza, cultura, cuerpo; Infraestructura; Superestructura; Destrucción, reparación– la exposición diseña infinidad de recorridos para venir a dar en la escombrera en que Europa se ha convertido. La primera parte da cuenta del proceso de medida y cálculo, de armonización y proporcionalidad que se llevó a cabo para construir una determinada idea de Europa sustentada en la normativización de saberes con estructura de sistematización. En este sentido, Europa da nombre al proyecto de antropomorfización cultural de la naturaleza. Cabría señalar a Vasari y el origen de la Historia del Arte como sucesión de biografías de artistas considerados importante, la craneometría de Blumenbach, el cráneo de Mengele, Vesalio y la nueva concepción del cuerpo y del cosmos, William Hogarth y el canon de belleza aplicado a todo ámbito, Marco Vitruvio Polión y la concepción matemática de la anatomía humana.
El segundo capítulo da cuenta de la red telúrica de (dis)tensiones que han ido vertebrando Europa: el imperio romano como germen de poder y frontera con el bárbaro a conquistar, la hegemonía cultural griega, el conocimiento como herramienta de poder, el mapeado como método de control, la “touristización” burguesa de la Ilustración y la “turistización” de la ciudad-mercancía en un mundo global, la reconversión de la nación en Estado del Bienestar y la actual dialéctica de la democracia. Ligorio, Paladio, Piranesi y sus carceri, Winckelmann y la primera sistematización de la Historia del arte, Bentham y el panóptico, Paul B. Preciado y el control psico-farmacológico. Como colofón la pieza de Muntadas CEE/Heysel Dyptich donde el Parlamento Europeo se confronta como nuevo oráculo de Delfos, solo diferente en la extrema burocratización y la hegemonía de los poderes económicos. Tanto para una diferencia tan poco emancipadora. O, como concluyeron Adorno y Horkheimer, “el mito es ya Ilustración; la Ilustración recae en Mitología”.

Piranesi
            La tercera de las partes –Superestructura– da forma y vertebra ese nudo de tensiones mostrado en la parte previa, la Infraestructura. Aquí, a resueltas de esa tectónica modular que separa y fragmenta, que ejerce presiones e impone su fuerza, el territorio es compartimentado a través de “un complejo entramado de escalas, políticas y representaciones”. De este modo, y amplificando la lógica militar, el mundo queda “europeizado”: dividido en relaciones jerárquicas, norte y sur, oriente y occidente, democracia y no democracia, y, al mismo tiempo, canalizado en grandes corrientes de intercambio simbólico e inmaterial.    
            Pero sin duda que la más interesante es la que hace de coda final: la cuarta, Destrucción, reparación. Porque es aquí donde todo lo apuntado previamente, lo anotado para formar parte de una memoria, lo catalogado para crear un corpus de saber, lo cartografiado para ser sometido a control y poder, incluso lo arruinado como forma de acumular historias olvidadas, es destruido, subvertido, anulado, eliminado. Con el Holocausto como acontecimiento nuclear, como razón que termina por olvidar incluso el olvido que la hace viable, lo que se nos muestra son sobre todo estampaciones de los desastres de la guerra: Goya, Jacques Callot y la Guerra de los Treinta Años, Ernst Friedrich y la Primera Guerra Mundial, Richard Peter y la Segunda Guerra Mundial. Junto con ello, junto lo cruel y atroz de muchas de las imágenes, está la consigna clara de que solo nos queda la bunkerización pregonada por Virilio, el ensayo de suturas especulares con el que simular nuestros rostros aún con algún aliento de identidad (Kader Attia) o el enfrentamiento directo con el trauma que practica Hrair Sarkissian.

Hrair Sarkissian
Y es que lo que está claro es que pasado, presente y futuro no vertebran ya ninguna historia. Ni aquella que narra lo que seremos ni lo que pudimos haber sido. No hay solución ninguna, ni de continuidad ni de discontinuidad. Irene Mohedado, Forensic Architecture, incluso las palabras de Albert Speer o la planta de Roma de Piranesi con todos los monumentos de la Antigua Roma nos indican que hemos perdido el mapa con el que rastrear el pasado, que ni hay ni habrá síntesis que auscultar en ningún pasado ni en ningún presente.
¿Qué queda entonces? Queda la herida desangrada de un pasado imposible de reengancharse en la historia mínima de nuestras vidas, un pasado sin capacidad ninguna para servir de disparadero desde donde superar la delgadez atrófica de nuestro mundo-imagen. Porque, ¿qué ver, a dónde ir, qué sentido auscultar bajo la catástrofe de la historia narrada por Alain Resnais en Nuit et brouillard?

            TRES
Al final del periplo, por tanto, volvemos donde estábamos: al desierto. El desierto de la historia, de la imagen. No haya nada que podamos decir ni nada que podamos ver. “Actualidad intempestiva del desierto –decía Brea– cuando, en consecuencia, todo lo que ya cabe esperar de la cultura, del discurso de supuesto saber y las prácticas que de él se declinan, es también la pura contingencia, pura forma provisional, una significación efímera y en cierta forma anticipatoria de su propia prematura caída en la insignificancia, en la indiferencia”. 

Nuit et brouillard, Alain Resnais
Y es que, para concluir, somos bellas estatuas retroproyectadas en la Gran Pantalla Única, fragmentadas en imágenes construidas a base de pequeños nódulos sinápticos generados como respuesta pauvloviana a un mundo espectral lleno de banalidad, indiferencia e imbecilidad. En esta situación, nuestra gran tragedia es que hemos perdido el manual de instrucciones con el que reconfigurar una imagen, un futuro, una historia o una identidad a la que poder calificar de nuestra, a las que poder calificar de nuestras.
Pero a pesar de todo esto –casi al contrario: gracias a que ha sucedido todo esto–, gracias a que nuestra orografía es la desnudez intempestiva de un secarral, bien podemos por fin enfrentarnos a nuestro destino en la honradez de quien se sabe perdido. Sólo ahora podemos labrarnos un destino más alto: habitar ese desierto baldío que surcamos; proponer alguna forma de nihilismo activo frene a lo reactivo y agorero del presente sin fondo que surcamos 
A este respecto, decía Benjamin que “únicamente quien supiera contemplar su propio pasado como un producto de la coacción y la necesidad, sería capaz de sacarle para sí el mayor provecho en cualquier situación presente. Pues lo que uno ha vivido es, en el mejor de los casos, comparable a una bella estatua que hubiera perdido todos sus miembros al ser trasportada y ya sólo ofreciera ahora el valioso bloque en el que uno mismo habrá de cincelar la imagen de su propio futuro”. Somos eso y mucho más: porque no cabe ya pasado ninguno que nos muestre donde empezar a golpear con el cincel. Hemos de crearnos de cero, atrevernos a ser pura futurabilidad: ¿cabe tamaña aventura?

Richard Peter
En sentido parecido se expresa Rancière al hacer del Torso del Belvedere germen interpretativo de la basculación del régimen estético basado en la representación mimética a otro llamado “estético”: el surgido a finales del siglo XVIII y principios del XIX, ahí donde ahora estamos. El Torso, dice, “no expresa ningún sentimiento y no propone ninguna acción que imitar”, no hay representación ninguna ni ninguna memoria se asoma bajo sus miembros amputados. Está totalmente separada de las formas de vida en las que habían surgido: ya no ilustran ninguna fe, no se dirigen a ningún público, no significan ninguna grandeza social. Solo nos remiten a una desconexión y sustracción de sentido. Es decir, el Torso señala que no hay destinación que nos marque el ritmo, que no hay lógica ya que haga depender la producción estética de una distribución determinada de competencias, que no
En definitiva, atlas de las ruinas de Europa, atlas anatómico de nuestra moribundía: pero más que final de camino, inicio –quien sabe, sí tuviésemos el arrojo, la decisión– de un nuevo despliegue. No como superación –Aufhebung– de ninguna metafísica, de ningún desierto ni de ninguna olvido, sino como decisión de empezar a construirnos un futuro sin coordenadas, sin manual de instrucciones. Desplegar sin más la tienda, saber que no hay refugio ante este viento que sopla y que esa es nuestra mayor oportunidad, la única, para que la vida, nuestras vidas, no nos sean nunca más ninguneadas ni ofrecidas como reclamo para quién sabe qué oscuros propósitos.