martes, 30 de noviembre de 2010

MARIO TESTINO O EL ESPECTÁCULO DEL OPROBIO


MARIO TESTRINO: TODO O NADA
MUSEO THYSSEN: hasta 09/01/11

“La cuestión para el artista actual ha de plantearse en los siguientes términos: cómo intervenir en el curso de los procesos de construcción social del conocimiento artístico de tal manera que éste no pueda ser instrumentado en beneficio y cobertura de los intereses del nuevo capitalismo
José Luis Brea

“El espectáculo es la pesadilla de la sociedad moderna encadenada que no expresa más que su deseo de dormir”
Guy Debord


La paradoja sobre la cual se fundamenta la producción artística ha tomado, en esta época nuestra, tintes ya de inequívoca destinación: la tan deseada autonomía del ámbito artístico ha de quedar insertada, para su efectivo cumplimiento, dentro de una total disolución de lo artístico. Es decir, para que se cumpla la promesa de autonomía que el arte guarda en su seno, éste, el arte propiamente, ha de quedar desactivado de toda actualidad y, obviamente, resistencia.
Como conclusión, por tanto, una sentencia, tan aterradora como cierta: el arte está en todas excepto… ¡en el propio arte! Y esto, justamente, es lo que sucede actualmente: la difusa estetización de cualesquiera mundos de vida trae consigo un renuncia en toda ley a los primados emancipatorios sobre los cuales se erigió la producción artística ilustrada.
Si la modernidad supone, según Weber, una racionalidad cada vez más tecnificada de los diferentes ámbitos, recayendo éstos en aparatos separados y extremadamente burocratizados, desposeídos todos ellos de su vertiente escatológica y, cuando menos, utópica, lo cierto es que el mundo de la posthistoria, éste en el que ahora nos encontramos, ha conseguido tensar estos primados teóricos hasta la atomización completa de cualquier experiencia, siendo, como no, la artística la experiencia a la que quedan remitidas todas ellas, dándose por tanto todo acontecer de lo real en una ontologización débil, estilizada, cínica si se quiere, heredera precisa de la máquina que Nietzsche supo ver como núcleo de la razón occidental: si todo efecto de sentido se otorga desde determinada ideología funcionando ésta como interpretación “verdadera”, es la experiencia artística la experiencia más capaz de desactivar la ideología de base que privilegia ciertas interpretaciones frente a otras. Dionisios, en vez de Apolo, un dios que baila en vez de un dios que sentencia, el Eterno Retorno en vez del reinado de lo Mismo.
Pero la estrategia de la voluntad que desea siempre el propio deseo se transfigura precisamente en aquello de lo que pretende huir: si toda relación de sentido se ha de dar dentro de forma determinada de la experiencia estética, basta con conseguir una proliferación perfecta de éstas para que el sentido quede hueco, adormecido, nihilizado en unos juegos de interpretación que, se quiera o no, siempre van parejos al capital y al poder maquínico del signo-mercancía.
Y es que, la maquinaria del sistema opera re-estrateguizándose a cada instante y consiguiendo la plusvalía máxima, en cuanto a eficiencia y productividad, destinándola al instante siguiente a una sobrepotenciación de la voluntad en su deseo de desearse a sí misma. Y es en este sentido, facilitando la tarea a la maquinaria del poder del signo, donde lo artístico ha venido a entablar un diálogo de igual a igual con cualquiera otra de las instancias destinadas a privilegiar un momento en la reificación del objeto/mercancía como determinación esencial de una determinada cantidad de poder.

A este respecto, y siguiendo en esta línea, quizá sea demasiado obvio decir que dos son los rasgos a los que queda remitida esta estetización de los mundos de vida actuales: por una parte, la expansión de las industrias audiovisuales, massmediáticas y del entretenimiento, convertidas ahora en poderosísimas maquinarias transestatales, y, por otra parte, la exhaustiva iconización del mundo contemporáneo, un mundo reducido, ahora sí y con Heidegger, a pura imagen.
Sin embargo, subsumiremos estos dos rasgos definitorios de la estetización radical de las experiencias de vida actuales para remitirnos a un problema más urgente y con el que, esperamos, desactivar una crítica ridícula e inocente del asunto que nos traemos entre manos –asunto que no es otro que la entrada, en particular, de Mario Testino en el Museo Thyssen, y, en general, la cada vez mayor proliferación de estas deserciones de sentido dentro del campo propio de lo artístico (deserciones, claro está, hechas a golpe de estrategias de marketing, y que ponen a prueba la robustez de un sistema basado en esas dos premisas: la globalización de unos mass media que bombardean en tiempo real al planeta entero, y una imaginaría cultural arrodillada frente al plebiscito de lo hiperpopular-fantasmagórico de –se me entenderá- “lo que sale por la tele”).
Y digo esto porque, la tan manoseada recurrencia a la estetización generalizada de cual sea posibilidad de experiencia, así y pese a las capacidades de crítica que ésta situación conlleva, no se sabe hasta qué punto ha de quedar insertada dentro de las capacidades emancipatorias que las primeras vanguardias supieron ver. Es decir, una crítica reducida a la estetización del campo existencial queda, se quiera o no, vertebrada en relación a un imposible utópico, a una destinación vital del ser humano, la cual ha de pasar a través de la “muerte del arte”, vía estetización de la vida cotidiana, para hacerse efectiva.



Así, si queremos escapar a una crítica que no cojee de cierto “determinismo histórico”, que no trivialice las sangrantes actuaciones de los mandamases del tinglado artístico, que no halle cobijo en el parabién de las cifras –mayormente de espectadores-, que no vea una “simplona” epocalidad de lo artístico y que, por tanto, no banalice la resistencia del hecho artístico en poses adulteradas que, se quiera o no, o buscan descaradamente su trozo de tarta, o, como mucho no suponen más que la imagen invertida a los procesos denigratorios con los que el arte contemporáneo se enfrenta a diario, si no queremos –repito- ser presa de una contraréplica tirada con buen tino acerca de las posibilidades que para el arte pudiera tener una disolución en los mundos de vida, hemos de hilar más fino
Porque, a fin de cuentas, y como hemos señalado al comienzo, la paradoja fundacional del arte tiene aquí campo abonado: autonomía del arte y disolución del arte son conceptos, epocales y dados como destinación efectiva del propio concepto del arte, que no llenan por completo el campo de lo artístico, sino que se dan el uno al otro en contradicción y paralogismo constante.
Con hilar más fino nos referimos a intentar pensar esta aparente dualidad autonomía/disolución como lo que efectivamente es: una apariencia más en manos de la lógica del capital. Y es que, a poco que se reflexione, uno se da cuanta que la paradoja queda reducida a mero juego de apariencias entre un afuera y un adentro, entre una autonomía y una disolución, que, según los modos efectivos de producción material del capital, son, ambos, dos momentos de lo falso.
Así entonces, la lógica que sigue la actual producción artística, la lógica que hay que desvelar para llegar al núcleo originario de su génesis, no es otra que aquella que subsume en lo falso la dualidad, dialógica o dialéctica, de la historiografía de los sucesivos momentos de verdad del propio concepto de arte: es decir, no ya tanto la lógica del simulacro sino la lógica del espectáculo. Si en la primera el simulacro consigue hacer saltar por los aires cualquier referencia a momento de verdad, en la segunda, en el espectáculo, es donde, realmente, lo falso se torna verdad, es decir, toma apariencia de verdad. “En el mundo realmente invertido lo verdadero es un momento de lo falso”, sostenía Guy Debord.



Así pues, y pese a pensarse que la estetización de las formas de vida diluyen la pretendida autonomía del arte –con o sin identificarse así con sus utópicas potencialidades-, lo cierto es que la estetización cotidiana redunda más bien en una separación más precisa delineada por la lógica del espectáculo y llevada a cabo por la hiperinstitucionalización de cual sea producción artística.
Manteniendo al arte en una esfera de no-contaminación mediada, como no, por una aparente estetización de todo lo circundante, el arte queda reducido a un guiñapo de sí mismo, a una frusilería de salón donde –y esto es lo sangrente- su apariencia, el momento de falsedad, queda confundida con su momento de verdad, tergiversándose hasta tal punto su destinación epocal, que el más radical de los fracasos se torna inequívoca victoria. José Luis Brea sintetiza como nadie esta amputación del propio arte llevada a cabo por una lógica que invierte, quizá ya para siempre, los valores de verdad y falsedad: “la función que se le consiente al arte no representa sino su radical fracaso”
La institución-Arte, aplantillada por la lógica del espectáculo, disuelve la dialéctica histórica del propio concepto de arte invirtiendo los papeles y haciendo ver una separación institucionalizada y burocratizada como el mayor de los triunfos del arte: aquel que, definitivamente, redunda en capacidades y en experiencias emancipatorias para el ser humano.
Así pues, y dejando para otro momento las consideraciones que haya que hacer acerca de la lógica del espectáculo, lo cierto es que no basta con decir que esta exposición, la de Testino en el Thyssen, no es una exposición de arte, no basta tampoco con aducir razones privadas de institución para con la baronesa –o quien sea haya decidido esta tropelía-, y no basta, mucho menos, con comprender la entrada en museos y centros de arte de pseudo-artistas con glamour como un momento, divertidísimo, de la carrera frenética en que la propia institución-Arte ha entrado.
Porque, exposiciones como esta, aún comprendiendo todo lo que haya que comprender, redundan en una atrofia de los propios modos de adquirir significado a través de experiencias estéticas, en una reducción de las capacidades de semantización, de resistencia y de, sobre todo, apertura utópica que el propio arte es capaz de desplegar. Exposiciones como esta cierra el acceso, nos cierra el acceso, a otras posibilidades de pensar, de sentir, y de abrir el tiempo.
Porque, y por último, si como decía Debord, “el espectáculo es el capital en un grado tal de acumulación que se transforma en imagen”, las imágenes de las top-models, de las actrices o cantantes retratadas por Testino no son más –ni menos también se me dirá- que la consumación de cualquier tiempo futuro, la impostura de unos modos de tener experiencias que no redundan más que en el sobrepotenciamiento de la voluntad de desear que se toma a sí misma como medio y como fin.

lunes, 29 de noviembre de 2010

IMAGEN-TEXTO O LA PROFUNDIAD DEL SILENCIO


IVÁN NAVARRO: TENER DOLOR EN EL CUERPO DE OTRO
GALERÍA DISTRITO4: hasta 04/01/11

(artículo original en Revista Claves de Arte:
http://www.revistaclavesdearte.com/critica/20834/Ivan-Navarro-en-Distrito4)

Al principio de su novela Tokio blues, Murakami nos relata la historia de un pozo, un pozo muy hondo donde, de cuando en cuando, cae la gente sin otro futuro que esperar una lenta y certera muerte. La imagen, obviamente, no es nueva: el pozo contrarresta a la perfección la imagen bucólica que el humano medio se hace de la existencia: felicidad, seguridad, comodidad… todo se tendrá a condición de seguir por la senda del camino recto.
Del arte se pueden decir muchas cosas, pero quizá una de las más obvias es que le fascina encontrarse cara a cara con el pozo y, de ser posible, simular una abismal caída.
La tradición romántica, de la que ha dicho recientemente Badiou que es de aquella contra la que luchamos, es aquí experta. Sellar la herida entre lo nouménico y lo fenoménico, entre la realidad y la idealidad, entre la necesidad y la libertad, no tenía otra forma de llevarse a cabo que no fuese arrojándose sin miedo en el pozo de la genialidad, de lo sublime o de la subjetividad prometeica.
Pero no es que el arte sea cosa de arrebatos locos ni de psicodramas con tendencia a explorar otras puertas de percepción, sino que, asentado en la dualidad que media entre mímesis y realidad, le es imposible cumplimentar ambas instancias. Adorno lo supo bastante bien y por eso su estética no termina sino arrojándose al pozo de la rememoración y de la (im)posible redención: “en el conocimiento discursivo la verdad se encuentra desvelada; pero a cambio él no la tiene”. Apariencia de reconciliación, expiación de culpas, etc: el arte se torna dramático porque descubre que su destino, la destinación de su concepto, no parece ser otro que el tirarse por el pozo del sinsentido.
Pero, en el recuento de antinomias con que el arte queda caracterizado, se nos ha olvidado la que aquí nos importa: la que media entre la imagen y el signo. Porque el arte, aún haciéndose remitir a la productividad de imágenes, recae una y otra vez en lo discursivo. La razón para que esto haya sucedido es más que obvia: el arte ha aparecido siempre como discursivo porque en la necesidad que tiene la esencia de aparecer necesita un soporte, es decir, un signo –siendo la palabra el más privilegiado de todos ellos.
En una de los siempre últimos suicidios del arte arrojándose al pozo, cierto conceptualismo redujo la antinomia a una absurda estetización: si Sol LeWitt advirtió que sus sentencias-manifiesto no eran arte, sino solo “ideas acerca del arte”, privilegiados artistas decidieron hacer de dichas sentencias pequeñas obras de arte vía absurda estetización formalista-lumínica.
Pero lo cierto es que, afortunadamente, los tiempos han ido cambiando y del maridaje conceptual-formalista hemos ido pasando a un nietzscheanismo que sabe demasiado bien que el signo, la palabra, más que denotar idealmente mundos posibles, nos lanza, otra vez, por el pozo sin fondo de la interpretación, de los efectos de verdad y de sentido.
La actual exposición de Iván Navarro (Santiago de Chile, 1972) en la Galería Distrito 4, y que se pude ver hasta el próximo 8 de Enero, parece ser el epígono perfecto a esta historia: la del signo-texto y la de la propia violencia con que éste se ha autoimpuesto en la Modernidad entera. Y lo hace justo ahora, ahora cuando, en palabras de José Luis Brea, “nuestra relación con los discursos, con las formas de vida, con los programas éticos, con las teorías y los paradigmas críticos o científicos, todas ellas aparecen prefiguradas por la forma de la experiencia estética”.




Pero es que, si se ve su carrera en perspectiva, no le quedaba más remedio. Si bien su fragilidad formal –la de unos objetos cotidianos recortados con tubos fluorescentes- nos remitía a una profunda amenaza, a un abismal miedo oculto en el deseo o en la comodidad, Navarro parece haber descubierto que la violencia originaria no es otra que la que ejerce la palabra. Porque si las políticas ergonómicas de lo ocioso y acomodaticio –plausiblemente las del deseo- quedan cercenadas en sus anteriores obras en un formalismo estético que nada tiene de inocente, lo que nos propone ahora es el descenso al pozo del lenguaje para, dese ahí, intentar una mínima trabazón, un microefecto por donde todo significado se desliza a través del dolor, la memoria y la vida.
Así pues, recontextualizar la palabra, dotarla de aquello que originariamente la esenciaba, remitirla a un olvido, a un dolor silenciado en la memoria de todos cuantos nos ha precedido; es decir, deslizarse por el pozo sin fondo del tiempo para hacerla resurgir en un nuevo vuelo. Estamos en las lindes del aparecer del ser en la palabra poética: Heidegger y la palabra como casa del ser, Victor Jara y la poesía como rebelión contra el olvido. Eso, precisamente, que nos llama cuando nos asomamos a los callados tambores por donde las palabras se deslizan: promesa y olvido, barbarie y redención, el dolor condensado de nuestra propia historia.
Magistral, en resumidas cuentas, esta exposición que nos recuerda que para luchar contra la barbarie la primera tarea es liberar al lenguaje y, más importante aún, que para ello no hay más opción que lanzarnos por el pozo del sinsentido de donde, como en la novela de Murakami, no sabemos muy bien qué nos espera.

martes, 23 de noviembre de 2010

Decir ‘no’: Políticas De La Resistencia / Políticas Del Silencio


(artículo original en 'esferapública': http://esferapublica.org/nfblog/?p=12385)
INTRODUCCIÓN
El gesto de decir NO al Premio Nacional de Arte por parte de Santiago Sierra, más allá de apuntar a retóricas moralistas y éticas (sin duda también importantes y de las que luego nos ocuparemos) apunta de manera certera y precisa al núcleo, quizá fantasmagórico, en que todo arte político (¿hay arte que no se apolítico?) queda enmarañado.
Y si decimos fantasmagórico no es por otra razón sino porque es a su cualidad de (él también) efecto de superficie inferido de una multiplicidad de efectos de sentido hacia la que hay que dirigirse para intentar descifrar la antinomia de la que es presa el arte contemporáneo desde su gestación como producción ilustrada.
Así a vuelapluma convendríamos en que por arte político debe entenderse aquel arte que propone la creación de espacios públicos, sin recurrir a la violencia que siempre media en todo aparente consenso, sino más bien a la expresividad que surge de una racionalidad dialógica. De ahí que, también creo convendríamos, todo arte sea político (aunque, claro está, y si se me permite la boutade unos más políticos que otros).
Sin embargo, siendo esto así, pareciendo que la destinación del propio arte es la de ser político (ser desvelado como político si se quiere), la multiplicidad de estrategias para que el arte sea adjetivado como tal suele ir de lo chabacano a lo decadente, de lo moralizante maniqueista a la tergiversación espectacular en la provocación gratuita
No por otra razón Mieke Bal señala, en el último número de Estudios Visuales, “ser reacia al arte político que se proclama a sí mismo en voz alta como tal”, arte para Bal que, “por señalar con un dedo moralizador a lo ‘dominante’ –ideología, clase, institución, pueblo- proclama su propia inocencia”. Es decir, e incidiendo en lo que se desprende de estas palabras, lo que se sigue de un arte que para ser capacitado como tal (por las instituciones, por críticos, por, en general, el sistema-arte) ha de ser dicho como arte político, es una proliferación de unas prácticas que, en su candidez, van en sentido contrario al que, tan majestuosamente, pregonan. Y es que inocencia sería, hoy por hoy, la palabra contra la que tendrían que estar vacunadas la totalidad de la producción artística.
El signo lo sabe todo y aparece ahí justo antes de que nosotros lo creamos haber desvelado. La verdad se da por antelación, el arte aparece trabado en un juego paralogístico de contraefectos de sentido que zigzaguean en un campo topológicmante liso y rizomáticamente comprendido. La consecuencia de todo ello es más que obvia: el sistema ha conseguido lo que pareciera imposible: el traer para sí toda retórica de la resistencia y, dulcemente, desactivarla. En palabras de Rancière “aquellos que se rebelan contra un sistema son cómplices tácitos de este sistema, engañados por el mecanismo de inversión ideológica”. Conclusión: la fantasmagoría del signo-mercancía realiza la proeza de transvestirse en la propia cara del que cree haber realizado el gesto bienintencionado de la desocultación libertaria.
Quizá todo lo sucedido con el NO de Santiago Sierra valga la pena pensarlo desde estas directrices para, quizá así, no caer en tópicos reduccionismos ni en fatuos elogios que no hacen sino echar más leña al fuego de la crítica enmohecida y decadente.





NUDO
El arte, desmaterializado el objeto artístico después de las tensiones a las que fue sometido por la crítica al fetiche de la mercancía y por la autoreflexión del propio arte (sobre todo a manos del conceptual), ha visto como el ser de la obra de arte ha devenido acción. La dualidad sujeto/objeto ha visto como el concepto que mediaba entre ellos se ha temporalizado a través de estrategias como lo performativo, lo procesual o lo efímero dando como resultado un arte que se produce como acción, como efecto de sentido más que como sentido en sí mismo.
Sin embargo, esta introducción de la temporalidad en el núcleo de la producción artística, lejos de negar su capacidad discursiva, ha aumentado haciéndola remitir a los mismos procesos deconstructivos que pudieran darse en la escritura. La estética, temporalizada en la fugacidad del instante que ve como se cierra su pliegue de representación, barroquizándose en una alegoría que problematiza hasta la ceguera el mismo hecho de mirar, no hace sino recaer en una semiótica del signo donde, eso sí, son los actos ilocutivos de cada juego de lenguaje los que producen los efectos de verdad y de sentido.
La obra de arte, por tanto, queda a expensas de provocar un efecto expresivo en la multiplicidad de discursos que quedan involucrados a la hora de conformar el espacio público y político. El problema, y al que ya hemos apuntado creemos que suficientemente, es que la violencia que ejerce el signo es de tal magnitud que no existe ya apenas acción que pueda ser catalogada como política, si por política seguimos entendiendo la posibilidad de un otro de la comunicación no mediada por la violencia del signo.
En este sentido –y lo dejamos ya planteado-, la pregunta que ahora, en el caso de Santiago Sierra, nos atañe sería la de hacernos reflexionar acerca de la capacidad que tiene el lenguaje de actuar por elipsis y alegóricamente si incluso un NO parece ser susceptible de ser lanzado al espacio discursivo y producir como efecto una rotunda afirmación.
Esta incapacidad del arte para llevar a cabo su funcionalidad más específica viene gestada desde su mismo acta de nacimiento: Kant, descubriendo cómo existe un más allá de la relación mediata entre lo sensible y el concepto, vino a concluir que, aunque el gusto es una categoría universal del Yo trascendental, también existe un plus de significatividad imposible de reunir en la síntesis de lo disperso y al que dio el nombre de sublime. Si es por la facultad del juicio por lo que la libertad de cada uno puede coexistir con la de los otros, de manera que, ya desde Kant, el arte está indisolublemente ligado al ejercicio de una política como crítica, como recepción pública de la libertad de juicio, no es por ello menos cierto que existe un “más allá” de la relación entre juicios imposible a la síntesis. Kant propuso el asombro, el silencio ante lo irreconciliado de una mediación, la del concepto, que aparece ser sobrepasada en la mímesis del aparecer de lo bello natural.
Poco más de un siglo después, Adorno propone, en la Dialéctica negativa, que racionalidad y mímesis converjan para salvar a la racionalidad de su irracionalidad –de su silencio. Para ello, amplia las facultades de la razón trascendental a la posibilidad de una comunicación intersubjetiva conviniendo en que la mímesis, lejos de ser una imitación de lo bello natural, remite a formas de conducta receptivas y expresivas que se van acoplando a la comunicación. El “más allá” hacia donde señala el momento fugaz de la experiencia estética remite a una “razón interpretativa” ya que, en el juego no mediado entre conocimiento discursivo y no-discursivo, la obra de arte no puede decir la verdad que hace aparecer y la experiencia estética no sabe qué es lo que experimenta.
No mediando entonces un conocimiento conceptual, ya que arruinaría el aparecer de la verdad, el arte ha de rebelarse contra su propio principio y transformarse en rebelión contra la apariencia estética. En palabras del propio Adorno, “el arte ha de dar testimonio de lo irreconciliado y a la vez tender a reconciliarlo”. Pero la antinomia es tan brutal, tan insondable el pozo de redención al que Adorno apunta, que, en la negatividad del propio concepto de arte, la razón comunicativa queda ligada a una especia de utopía escatológica donde la experiencia estética, en palabras de Albrecht Wellmar, es “antes una experiencia de éxtasis que una real-utópico; la felicidad que promete no es de este mundo”. El “sistema adorniano” redunda entonces en un más allá conceptual que, en su categoría de no-conceptual, no puede más que remitir a silencio –esta vez trágico- la propia verdad que ha hecho aparecer anteriormente.


Esta mezcolanza de motivos materialistas y mesiánicos es por fin reunida en una teoría de la comunicación que, como la de Habermas, escapa realmente a una filosofía de la conciencia. El problema radica en que una razón que priorice asimétricamente la relación sujeto/objeto nunca podrá dar cuenta del contenido mimético que todo acto de comunicación tiene, siéndole imposible acceder, tras las funciones de objetivación del lenguaje, a los logros comunicativos de éste. De ahí que, como hemos visto, todo redunde en un solemne silencio, en entender la mímesis como el gran Otro del arte, siendo solo a base de rememoración, síntesis y reconciliación como se ha pensado que el arte avanza.
Para no andarnos por las ramas, Wellmar expone sucinta y magistralmente el pensamiento de Habermas: “la intersubjetividad de la comprensión, por un lado, y la objetivación de la realidad en sistemas de acción instrumental, por otro, forman parte exactamente igual una que otra del ámbito de un espíritu ligado al lenguaje; y la relación comunicativa simétrica entre sujeto y objeto es parte de ese espíritu a igual título que la relación asimétrica que distancia sujeto de objeto”.
Es aquí donde, al menos aparentemente, debemos de encontrarnos: dentro de un arte que en sus formas amplíe los límites del propio sujeto, un arte en cuya síntesis entre a formar parte tanto lo racional como lo difuso, lo no integrado, lo insensato, integrándose todas ellas en un espacio de comunicación sin violencia –ni la violencia del sujeto, ni tampoco la del concepto. Así pues, si hoy nos atrevemos a tildar de político a todo el arte, no es sino por este desarrollo de las propias potencialidades miméticas del arte y su asunción dentro de una categoría de racionalidad más abierta que nunca, comprendida no como espacio cerrado y monolítico, sino en constante construcción social.
Llegados a este punto, bien podemos decir que, pese a la teoría habermasiana de una comunidad ideal de comunicación, pocas, o ninguna, son las veces que esta se da. Y no solo por problemas de índole material -intereses-, sino porque el problema que media entre el ser y el lenguaje, pese a quedar apuntado, no está ni mucho menos zanjado. Es más, el problema de la crítica, al igual que el de todo juego de lenguaje, no es otro que el problema del ser y el lenguaje. Hacia ello apuntaba ya Adorno: “la comprensión del contenido de verdad postula la crítica”. Y es ahí, en el contendido de verdad donde, pensamos, todo viene a disolveré como un azucarillo. Y es que, si hay concepto denigrado hasta el límite en el trabajo de destrucción que ha supuesto cierta postmodernidad, ese no es otro que el de ‘verdad’.
Verdad, aún hoy, y más aún para un arte que se hace llamar político per se, no es más que el efecto, si no de la violencia del concepto (llámese sistema opresor), de una red de efectos de sentido todos derivados que viene a coincidir en un sentido débil de verdad el cual, por supuesto, hay que hacer derribar. A fin de cuentas, y por mucho empeño que pusiera Heidegger y el ‘aventajado’ Vattimo, lo propio del rebasamiento que quiere suponer la Verwindung, es comprendido en el pathos postmoderno como destrucción.
Si bien es cierto que las consecuencias del giro hermenéutico se pueden traducir en una nueva episteme que queda conformada como producción social de juegos de lenguaje, ni Habermas ni Wittgenstein, por citar dos posiciones que nada tienen que ver entre sí pero que apuntan a unas mismas soluciones, reducen la multiplicidad de juegos de lenguaje a meros efectos de repetición. Y es que una crítica nominal de la significación que de verdad apueste por una reorganización de la racionalidad no puede, ni debe, zanjar el tema de la verdad reduciéndolo a un efecto material en el núcleo de la significatividad, sino que ha de transigir con él a la hora de hacer de él el centro, si se quiere innominal y descentrado, de cualesquiera juegos de lenguaje.


Si ‘decir’ y ‘mostrar’ nunca apuntan a un mismo significante, ello no es razón para inferir que en cada repetición de un signo lingüístico tenga lugar un desplazamiento incontrolable de la significación. De ser así, reduciríamos a cero la noción de regla de Wittgenstein, así como la relación simétrica que ha de darse en Habermas entre el objeto y el sujeto. Regla en Wittgenstein designa una praxis intersubjetiva en la que alguien ha de ser adiestrado, no fundándose el imperativo de tal regla en otra cosa que no sea la práctica de su aplicación a una clase de casos. Incluso, en el caso límite, de que se piense (como así en efecto resulta ser) que al ser de la significación lingüística le va la posibilidad de una pluralidad irreductible de formas de uso, eso tampoco daría pie para una noción debilitada de verdad. Y es que solo introduciendo un desfase en el acto de significar, una intencionalidad que priorice la subjetividad y que redunde en una significación nómada y vagabunda, puede pensarse que no existe ninguna regla que, aún en la multiplicidad infinita, controle los efectos de significación.
Consecuencia de todo esto es que la mayor parte del arte político de hoy en día ha errado el tiro y ha ido a demoler las estructuras de sentido que median entre la multiplicidad infinita de juegos de lenguaje que operan una apertura tanto en los límites del sujeto como del arte mismo.
Para no escondernos de lo que son nuestras conclusiones, decimos bien a las claras que el arte político, la crítica institucional, piensa gran parte de las veces que los procesos de significación, por ser construidos socialmente, por quedar fijados en el imperativo de una norma que únicamente da el uso, han de ser derribados por mor de una inferencia material-postestructuralista: la que fija la voluntad de saber con una determinada voluntad de poder. Rancière, aunque de otra manera, apunta a una misma debilidad fundacional en el seno de la crítica y del arte: “necesitamos romper con la idea de que el pensamiento crítico es un proceso de revelación de los mecanismos sociales que ofrecen a los movimientos sociales la explicación de la estructura social y del movimiento histórico”. Es decir, desvelar los modos de significación, los modos materiales de construcción social, ya no redunda en el desvelamiento de la ideología puesta en juego, sino que, más bien, la ayuda ha erigirse como valedera omnipotente de la realidad.
Es por ello que muchos pensamos que lo subversivo está desactivado: nada desvela porque sus estrategias (aquellas de enseñarnos los métodos de la dominación, la de mostrarnos los modos de la opresión) han quedado ya trasnochadas en la supuesta eficacia que supone tener las metas al alcance de la mano y de haber devenido un modo de producción ya dominante en el ámbito de lo artístico.



DESENLACE
Entonces, ¿qué? Por lo que a nosotros respecta, pensamos que la pregunta sigue siendo la misma que más arriba hemos ya hecho: qué capacidad tiene el lenguaje de actuar por elipsis y alegóricamente si incluso un NO es susceptible de ser lanzado al espacio discursivo y producir como efecto una rotunda afirmación.
Si el NO de Sierra es un acto ilocutivo del lenguaje que cabe entenderse como la mínima expresión posible que redunda en la repetición que retorna en cada proceso de significación, si el NO es el mínimo de intensión y máximo de expresión de un juego del lenguaje barajado en la retórica de la resistencia que se aferra a lo material-productivo comprendiéndose así como un “atentado” contra los procesos sociales de producción de significado (procesos sociales, políticos, ideológicos, etc) entonces tanto la obra como el gesto de renuncia al Premio Nacional de Arte no tienen más remedio que revolverse contra el propio artista –contra la propia actividad artística en general- y ser desvelado, en el juego de contradicciones en el que incurre, como un elemento más, casi el epigonal, de la fase antagonista en que ha terminado por devenir el capitalismo cultural. Porque, y además de otras muchas contradicciones del propio artista, en la cultura de la novedad radical, todo juega a favor del signo, y el shock que podría suponer un corte radical en el discurso, la negativa más específica, no hace entonces sino proponerse como nuevo lugar de hipervisibilidad anulando de inmediato la participación en la lucha por los significados que dan sentido a la cultura.
En pocas palabras, los juegos bienintencionados que suponían al arte como lugar desde el que abrir nuevos campo de posibilidades y así propiciar una razón que integre a la irracionalidad se han visto sobrepasados por el poder maquínico de un signo que hace de la deriva de cualquier proceso de significación campo abonado para su sobredimensionamiento en términos de novedad, hipervisibilidad, espectacularización o mercantilización.
Y, por supuesto, Sierra no logra escapar a esto. Es más: la nota enviada por Santiago Sierra para explicar su negativa no ayuda en absoluto a desvincular la actuación del artista de esta praxis obsoleta y caduca desde la que recurrentemente se piensa el arte –incluido por supuesto el arte “político”. A este respecto, estamos en total acuerdo con María Virginia Jaua cuando sostiene que la “actitud ‘antisistémica’ al interior del sistema mismo resulta aberrante y termina pasándole factura”.
Si Adorno dejó dicho que “implícitamente la obra exige la división del trabajo, y el individuo funciona de antemano a la manera de la división del trabajo”, si el arte contemporáneo, heredero preciso de la razón ilustrada, viene a, de una manera u otra, hacer posible una síntesis en los procesos materiales que configuran la existencia humana (entre ellos los de la división del trabajo), Santiago Sierra parece retroceder un par de siglos y autoiluminarse con la proclama romántica del genio, del artista casi visionario. Si algo supuestamente hemos avanzado es en el sentido de que si la cultura no refleja sino que produce la sociedad, el artista ha de quedar sumido en los mismos proceso de producción de la realidad. De no contar con esta premisa –premisa por otra parte recurrente en la filosofía que va de Marx a Habermas, pasando por Althuser o Foucault-, al ámbito de lo artístico le estaría vetado el inmiscuirse a la hora de producir y construir el espacio público. En resumen, si como bien dejó sentenciado José Luis Brea “autonomía no es una buena palabra para el arte”, el NO de Sierra, según lo que se desprende de su nota, parece haber sido proferida desde la más alta instancia del divismo de artista.
Aduciendo razones de libertad individual, comprendiendo el arte como una entelequia abstracta que da y quita libertades, normal entonces que al NO de Sierra haya seguido una catarata de reacciones en contra (aunque también a favor, por supuesto) haciéndole recordar sus tiempos de artistas institucionalizado en la Bienal de Venecia del 2003, o, simplemente, haciéndole ver que, dentro del sistema-arte, no está muy claro si el último penetrado no es el propio artista (sobre todo, y más aún, en caso de tomar uno una posición ciertamente romántica y no asumir la propia dialéctica material de la realidad artística).



Si el artista ha de señalar lo innombrable, hacer mostrar lo noúmeno de una realidad que se esconde de sus propias miserias, si el arte guarda en su interior la promesa de una imposible reconciliación, si queda lanzado a explorar lo insondable de una racionalidad que se avergüenza de todo lo no integrado o no asimilado, el artista entonces ha de asumir cada vez más la táctica del nomadismo, del fugismo, de estar ya en otro sitio para esperar simplemente que la verdad se aparezca y deje su rastro de dolor, de trauma o de injusticia. Pero para ello ha de bajar a la arena y hacerse cargo, él también, de todas las contradicciones de una producción, la artística, que de ninguna manera escapa a la crudeza del hipercapital.
Sin embargo, la pregunta sigue sin ser aún respondida: qué capacidad tiene el lenguaje de actuar por elipsis y alegóricamente si incluso un NO es susceptible de ser lanzado al espacio discursivo y producir como efecto una rotunda afirmación. A este respecto, la obra NO y el gesto de decir NO cobran una especial significancia. Ambas, pensamos, se dan la mano a la hora de desvelar las estructuras epistémicas y sociales desde la que se profiere todo ejercicio discursivo. En este punto, estamos de acuerdo con Daniel Cerrejón cuando sostiene que el aparente rechazo de Sierra a ser galardonado es una obra más que consiste en “el destape de la doble moral artista que le permite por un lado utilizar en su beneficio el mismo sistema que denuncia y por otro y quizá más trascendente, beneficiarse de los mismos medios que denuncia”.
En este sentido, la dualidad NO/Si empieza a aparecer. Si una imagen (imagen-texto) forma parte de un dispositivo de visibilidad donde se establecen unos determinados juegos de relaciones entre lo visible, lo decible y lo pensable, la obra de Sierra vendría a provocar la conclusión de que, efectivamente, el campo de lo posible está minado por una categoría, la de lo pensable, que ha quedado arruinado bajo el peso de unos dispositivos de saber que nos proyectan, en su perfección estratégica, la idea de un futuro ya prefabricado. Es decir, la perfección del simulacro capitalista es la de hacernos pensar que el sistema ya está ahí antes que nada (al igual, si se quiere, que el efecto precede a la causa o que la satisfacción busca denodadamente un deseo, el que sea, al que agarrarse), que no hay posibilidad de decir NO porque el SI precede a toda formación de discurso.
Y, en este proceso, la producción artística ha tenido, y sigue teniendo, mucho que ver. Como bien sostiene Nelly Richard “ya no es posible creer en la fusión emancipatoria arte/vida que perseguía la vanguardia, porque la “transformación de la sociedad en imagen” (Jameson) ha producido el simulacro banal de una estetización difusa del cotidiano que entrega lo social a las tecnologías mediáticas de la publicidad y el diseño”
Lo que estas palabras vienen a decir es que esta transbanalizacion de los mundos de vida vía una edulcorada estetización de la vida cotidiana tiene como efecto la desactivación de cualquier discurso dentro de la esfera pública ya que, queramos o no, el NO nos está prohibido: no hay manera de decir NO –o no hay alternativa al capitalismo.
Así pues, el NO de Sierra redunda en una multiplicidad de relaciones materiales (de las que aquí solo hemos apuntado las más obvias) que bien vienen a mostrar lo complejo de unos juegos de lenguaje que tan pronto entran a formar parte de una supuesta razón dialógica, son traídos para sí por una razón que enmascara y seduce, que promete lo imposible y que
Entonces, ¿es que otra vez, y de nuevo, el arte está condenado al silencio, a un silencio cada vez más desposesivo, un silencio primero, con Kant, de asombro, después en Adorno de reconciliación a través de la rememoración de un olvido y, ahora, un silencio con el que claudicar ante las estructuras de dominación de las estrategias de poder/saber?
No sabemos. En el límite, resulta que estamos donde empezamos: en los lindes del ser y del lenguaje. Siempre un poco más allá del ser para descubrir que es de lenguaje de lo que se está hablando. Y siempre, una afirmación que se torna negativa y un NO que afirma con rotundidad. Y es que, en el límite de los juegos de lenguaje, la regla wittgenstiana que supone la normatividad de quedar remitida siempre a una serie de casos se disuelve en un fantasmagoría primigenia: aquella que no es una servidumbre voluntaria sino, como sostiene Deleuze y Guattari “una esclavitud maquínica de la que siempre se diría que se presupone, que sólo aparece como ya realizada, y que ni es tan ‘voluntaria’ ni es ‘forzosa’”. ¿Seremos quizá nosotros lo primero producido por una interpretación que no logra nunca cerrar el círculo hermenéutico, que devuelve siempre sobredimensionado y afirmativamente la relación causa/efecto que media entre sujeto y objeto?
El No de Sierra, los NOES de Sierra, como mucho (y ya es bastante), señalaría un malestar que va más allá del ámbito cerrado de lo que otrora pudiera comprenderse por cultura. Hoy, cuando todo queda circunscrito a la férrea capa de los discursos ideológicamente teledirigidos, cuando el trasvase cultura/vida a torsionado a este último hasta hacerlo un espantajo insoportable, el malestar nos corroe por dentro sin poder nosotros hacer ya, efectivamente, nada. El NO de Sierra quizá pueda ser comprendido entonces como una última jugada de dados, un grito en el desierto de lo que ya no es escuchado, una vibración ininteligible del silencio al que, nuevamente, ha sido condenada la cultura

jueves, 18 de noviembre de 2010

JUEGOS DE SOCIEDAD: (INTER)DEPENDENCIAS MUTUAS


EULALIA VALLDOSERA: ‘DEPENDENCIA MUTUA’
GALERÍA LA FÁBRICA: 28/10/10-04/12/10
(artículo original en 'arte10.com':
http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=380)
Hasta el próximo día 4 de diciembre se muestra en la Galería La Fábrica de Madrid el último trabajo de Eulàlia Valldosera. Realizado en 2009 en el Museo Arqueológico de Nápoles, la obra principal consta de un video performativo donde la artista pide a una limpiadora ucraniana que limpie una de las estatuas allí custodiada. Como viendo siendo habitual en el trabajo de esta gran artista, con un gesto nimio y maquinal logra entrar en el juego de relaciones productivas de la actual sociedad y desvelar el silenciado sistema de interés, mutuos, con que se produce toda relación social.
En una sociedad que se construye globalmente en una productividad hipereficiente, ningún ámbito o instancia se da como oposición a ninguna otra. El juego de espejos, los idealismos de la praxis, incluso los sistemas que se retroalimentan en su deglutirse a velocidad terminal, han pasado a mejor vida. Ahora, en un producirse a nivel microfísico, donde toda alteridad se subsana en una repetición que vuelve magnificada, los sistemas, más que por oposición, se resuelven intrasistémicamente.
El poder desea el poder, la voluntad es siempre voluntad de poder, el deseo es la esencia propia de esta voluntad que siempre se desea sobrecargada. Pero, en esta red dialógica que se impone como constructo sobre el que levantar, aunque solo sea idealmente, el cuerpo social, solo hay, como supo ver Foucault, una cosa cierta: “el poder es coextensivo al cuerpo social, no hay playas de libertad”.
Así por tanto, más que relaciones de sentido, solo median, entre los diferentes agentes, relaciones de poder que, concatenados unos con otros, producen determinados efectos de verdad los cuales, a su vez, posibilitan el privilegio de unos intereses sobre otros.
Todo por tanto sigue la lógica de la inmanencia, del simulacro del acontecimiento que se produce, antes que como causa, como efecto. Y así, en el límite, la satisfacción antes que el deseo; una lógica del sentido que se da como efecto ahistórico en una red de interpretaciones cuyo horizonte es el ya–sido de todo acontecimiento.
Si el materialismo ha devenido categoría productiva esenciante para la construcción de la sociedad (el poder, antes que represión, produce cosas) lo es sólo en la medida en que ha conseguido dar la vuelta al materialismo de corte marxista: si antes era la praxis la que construía la realidad objetiva a conocer y transformar, si la interpretación (determinado reflejo –ideológico- de la superestructura en la infraestructura) construía la sociedad, ahora la realidad, el cuerpo social, antes que interpretada, es producida. Y es que los procesos sociales, más que seguir lógicas en términos de relaciones de producción, son simples estrategias con que lo social descatexiza un nivel insoportable de sobrepotenciamiento a nivel de la libido puesta en juego en la lógica inmanente de los efectos.



Y así, otra vez en el límite, si la realidad ha pasado de ser una objetivación de la Naturaleza por la praxis humana a un simple efecto de verdad previo incluso a cualquier lógica discursiva, el trabajo de igual modo ha dejado de ser una categoría antropológica y gnoseológica para devenir simulacro perfecto de la producción de una sociedad que se autocomprende en una red intrasistémica de relaciones que fluyen a gran velocidad.
En la actual exposición que tiene lugar hasta el día 4 de diciembre en la Galería La Fábrica, Eulalia Valldosera nos muestra la sutileza con que producen estas relaciones intrasistémicas de poder. El trabajo de Valldosera consiste siempre en fijarse en lo residual, en lo performativo de cualquier hecho banal para, a través de él, remontarse hasta la huella mimetizada de lo ritual que aún hoy se distingue en cualquier actividad.
Dejando deslizar el sentido, trabajando en los márgenes silenciados de lo cotidiano, Valldosera teje un discurso hecho de amontonamientos, de silencios, de proyecciones ya olvidadas donde lo asombroso surge como una luz espontánea e irreducible a cualquier otra relación que la anule. Quizá sea esa una, quien sabe si la más importante y urgente, de las funciones del arte contemporáneo: dar voz a lo silenciado en una producción, la humana, que se ha visto atropellada por el régimen hipervisual del signo-mercancía.
En esta ocasión es la monótona mímica de la limpieza lo que consigue desvelar toda la oculta red de relaciones de poder que habitan detrás de cualquier producción. La artista pide a una limpiadora ucraniana, al servicio de su galerista italiana, que limpie una de las estatuas del Emperador Claudio que hay en el Museo Arqueológico de Nápoles. Con este gesto, la limpiadora queda implicada en una red de relaciones que quedan urdidas en el cuidado cultural hacia la tradición de un testimonio, en este caso artístico, al tiempo que se generan relaciones de ida y vuelta entre quien necesita a quién. Tensionando de esta forma el campo social se logra señalar aquello que de por sí es inasible: el propio interés de cada discurso.
Una cita de Baudrillard al comienzo de la hoja de galería nos pone sobre la pista: contra el poder de lo real y de la producción, solo la seducción es capaz de hacerlos remitir a su estatus originario, el de ilusión fundamental. Así, es la seducción la que desenmascara a la realidad como relación de ilusiones: incardinada ella también, la propia seducción, en una relación de poder, consigue hacer emerger la cara oculta, lo silenciado de esa misma relación.



El ejercicio que Valldosera propone para el desvelamiento de esta realidad siempre otra de las propias relaciones que entretejen la noción de “realidad” es de tal sutileza que logra dejar su huella en multitud de discursos y, de esta forma, realizar una interferencia, un desvelamiento, en la relación que media entre la propia materialidad productiva de cada relación y el interés –jerárquico, laboral, histórico, patriarcal- que verdaderamente se esconde detrás.
El hecho de que la propia ideología –aquello que encubre una determinada relación entre la superestructura y la infraestructura- haya devenido simulacro puro de la economía libidinal postmoderna, hace más difícil su supuesto desvelamiento, al tiempo que ha conseguido mimetizarse en cualesquiera producción de subjetividades.
De ahí que Valldosera no denuncie ni que tampoco señala, sino que se limite a dejar que el juego de las seducciones desvele la realidad escondida: relaciones entre la sociedad y el arte, entre cada una de las clases sociales, entre la tradición y el cuidado que hacia ella se tenga; pero también, entre lo femenino y el poder, entre la seducción y la sexualidad femenina, y, tomando a la limpiadora ucraniana como alter ego de la artista, entre el ámbito del arte y los artistas.
Si Adorno, en su Teoría Estética, dejó dicho que “implícitamente la obra exige la división del trabajo, y el individuo funciona de antemano a la manera de la división del trabajo”, esta exposición de Eulàlia Valldosera pareciera querer meterse entre los intersticios de esta sentencia y arrojar luz sobre aquello que, a pesar de conformar el conglomerado de la realidad, permanece silenciado en unos intereses que, camuflados en el simulacro producido por cualquier efecto de verdad, operan con total disciplina e impudor.

viernes, 12 de noviembre de 2010

TRASFONDOS DEL ARTE: LO CADUCO DE UNA SOSPECHA


PEDRO CAPALEZ: ‘TRASFONDO
GALERÍA MAX ESTRELLA: 28/10/10-10/12/10


Cuando las fuerzas destructivas -postmodernas- dirigidas contra el racionalismo moderno han sido desenmascaradas como fuerzas dependientes del propio mito racionalista de modernidad, sentencias como la de Adorno que comprenden el arte contemporáneo como un “progreso contra la obra de arte como sistema de sentido” han terminado por resultar vacuas.
Eso que aleteaba en su pensamiento, eso que en el decir de Albrecht Wellmer alude a formas abiertas del arte moderno como “respuesta de la conciencia estética emancipada a lo aparente y violento de totalidades de sentido tradicionales”, parecen haber sido ganadas para la causa a la que, en principio, se oponían: la violencia de una razón totalizadora, el flujo incesante de la hiperdomincaión de cualsea línea de deseo.
Y lo cierto es que el propio Adorno no supo salir del atolladero de una contrarazón que se desplegaba a golpe de reconciliación –heredera precisa de la Ilustración- y rememoración –en clara sintonía con el vértigo que produce el Andenken heideggeriano.
Pero cuando la comprensión de la génesis de la estética moderna como autoreflexión de sus propias condiciones de posibilidad se truecan en adormecimiento semiótico, en hipertrofia en lo banal, o en mera hiperespectacularización, las cosas –la función real del arte- hay que tomárselas muy en serio.
Si algo significa el postconceptualismo en el que nos hallamos es que la premisa de Debord de que la función del arte es crear distancia ha desaparecido en cuanto en tanto la mera obra coincide con su reproducibilidad. Hoy cabe decir que, ya por fin, nos hallamos en la tan anhelada “distancia zero”.
Explorando la creciente indistinguibilidad existente entre obra y reproducción, el arte conceptual, en una estrategia de autonegación del sentido y de desmaterialización del propio objeto, ha devenido en una polisemia de sentido donde remisiones al desocultamiento de la verdad o a la asunción de una destinación, aunque sea vía negativa, del propio concepto de arte han resultado insuficientes para el verdadero alcance –político y social- del arte.
Aunque sea del todo cierto que, como dice Brea, una forma artística solo nace “cuando a una práctica de producción simbólica le es dado el ejercicio de la autocrítica inmanente”, la reflexión que vio nacer al arte contemporáneo como ámbito de autoreflexión de sus condiciones de posibilidad ha quedado desmantelada en cuanto en tanto esas mismas posibilidades trascienden por mucho la propia discursividad replegada en una semiología estructuralista en busca de desviaciones de sentido, en vagabundeos de significantes o, incluso en fantasmagorías psicoanalíticas.
El deslizarse de la estética en una teoría general de la interpretación, vía por supuesto giro hermenéutico, ha socavado hasta los cimientos el carácter utópico de una producción, la artística, que ha visto como el mito de la metáfora flotante ha reventado en una realidad que se autogestiona como copia simulacionista, como simulacro hipermediático. Es decir, la reducción del material formal a puro signo ha diluido toda capacidad crítica del arte a favor de una pose, de un gesto cínico de autosatisfacción tan efectista como eficiente.
Así, un arte que se quede en la fragmentación inorgánica de la superficie significante, un arte que permanezca atrapado en la diseminación deconstructivista en busca de sentido –aunque fuere derivado o tachado-, o un arte cómodamente instalado en el star-system que sabe que toda estrategia contrafáctica terminará claudicando a sus pies, es un arte que parece no querer vérselas de tú a tú con su realidad última: aquella que le lanza a atreverse con lo no-integrado, lo no-dicho o lo no-mostrado.




Pedro Calapez, proponiendo una pintura expandida como implosión/fragmentación de una –apenas vislumbrada- totalidad emergente, consigue hacer suyos uno por uno todos los logros de un arte que tuvo que vérselas con su capacidad metatextual, pero que ahora sueña con atreverse a ser producido como renegociación pública de discursividades dialógicas.
Y es que si el sentido se produce como efecto de superficie en continua reconstrucción, el arte ha de quedar instalado en el núcleo que permita la radical multiplicación de los escenarios dialógicos y ya nunca más quedarse agazapado en la constreñida madeja de la discursividad metaconceptual.
Adorno lo sabía pero no lo supo ver: la mímesis que el suponía como la mitad del arte –siendo la otra la racionalidad- no es ni más ni menos que esa capacidad del propio arte para asumir lo no integrado, lo no dicho y, así, ampliar los límites de un sujeto que se produce en esa utopía última que es la utopía de la comunicación.
En conclusión, rupturas en el propio campo pictórico, recurrencias a totalidades fragmentadas o reflexiones en torno al mero hecho de pintar, están cada vez más por demás, habida de que, efectivamente, detrás del signo no hay nada, detrás de la pantalla no hay nada. En un mundo donde el sentido se produce como efecto dentro de una red rizomática de significado, apelaciones a trasfondos no significa más que la renuencia a dotar al arte de su capacidad simbólica propia.

martes, 9 de noviembre de 2010

ECONOMÍAS DE LA MIRADA: UN SILENCIO DISCIPLINADO


ALFREDO JAAR: 'THE SOUND OF SILENCE'
GALERÍA OLIVA ARAUNA: hasta el 08/01/11
(artículo original en 'Revista Claves de Arte':
Si hay en el arte contemporáneo una estrategia que pueda aunar a multitud de prácticas interdisciplinares esa es, sin duda alguna, la de problematizar el mero hecho -a priori de la experiencia estética- del mirar. Teniendo en cuenta esto, dos se nos antojan las acciones que mejor muestran el camino a seguir: aquella que hace invisible el objeto a contemplar (véase procesual, efímero, performativo, desmaterialización, todas ellas herederas del conceptualismo de los años sesenta como movimiento de autoreflexión crítica y autonegación) y aquella otra, de calado más político, que denuncia la mentira del actual régimen de lo hipervisual.

Ambas se fusionan en una misma función: la de llevar a cabo una crítica de las relaciones materiales de producción del saber, y su conexión -cada vez más fantasmagórica, cada vez más y mejor producida como pura virtualidad de efectos de verdad- con el poder.

Esta segunda vertiente del arte contemporáneo, tiene en Alfredo Jaar (Chile, 1956) a uno de sus más capaces artistas. Su trabajo, en especial este que hasta el día 8 de enero puede verse en la Galería Oliva Arauna, consiste en desvelar una de las paradojas más asombrosas en que ha terminado por encallar el proceso emancipador de la modernidad. Porque, de ninguna otra manera salvo paradójico es el descubrimiento de que, justo cuando el bombardeo mediático es más intenso, justo cuando la esquizofrenia libidinal del habitante postmoderno se da, antes que nada, a nivel de la imagen, es también cuando más control se produce y, sobre todo, más cosas son silenciadas y apartadas de nuestra vista.

La conclusión es obvia: la lucha que se ha que llevar a cabo, ahí donde el arte debe de desplegar toda su capacidad crítica y social al desvelar la verdadera naturaleza en las relaciones entre el saber y el poder, se da, ahora más que nunca, a nivel de la política de las imágenes.

Qué nos silencian los mass media, qué estrategias son las que siguen para haberse convertido en productores de una realidad a escala global y, sobre todo, cual es nuestra responsabilidad a la hora de autocomprendernos o no como simulacionales efectos de sentido pegados a la vorágine de un mirar que nada ve ni sabe, ahíto como está adherido a la pantalla global, son las cuestiones que más preocupan a Alfredo Jaar.

Y, a lo que a él respecta, la cosa está bastante clara: ante el mise en abysme que supone el poder maquínico del signo-imagen como mercancía del hiperconsumismo, el arte ha de hacer saltar por los aires el silencio fantasmal de un poder, el telemático, que opera disfrazado de buenismo y entretenimiento.

Si este arte, comprendido como poética de lo antivisual, se relaciona como sugiere Miguel A. Hernández-Navarro, con el concepto freudiano de siniestro, en tanto en cuanto esta siniestralidad aludía psicoanalíticamente a la extrañeza y espanto que afecta a las cosas conocidas y familiares debido a un “salir a la luz” de angustias y fobias inconscientes, para Alfredo Jaar no es ya solo lo siniestro, sino lo inhumano lo que quizá se esconda detrás de la sospecha de que, efectivamente, hay algo detrás de cada imagen.




Y si hay alguien para quien lo inhumano es categoría estética preeminente ese es Adorno: “El arte se vuelve humano en el instante en que renuncia a servir. Su humanidad es incompatible con toda ideología del servicio al ser humano. Le es fiel al ser humano sólo mediante la inhumanidad contra esa ideología”. Conclusión: el arte ha de ser inhumano porque solo así puede vérselas cara a cara con nuestros miedos más silenciados, con aquello que decimos desear conocer pero que ocultamos constantemente de nuestro campo visual y porque, solo así, puede desenmascarar la ideología sedante que se esconde detrás de las actuales condiciones de producción del conocimiento.

Acudir a esta exposición, caminar por el pasillo que conduce a la capilla donde, a oscuras y en perpetuo silencio, se expone la obra “The Sound of Silence”, es una de las experiencias más demoledoras que se pueden tener hoy en día. La experiencia de que, quizá, seamos nosotros los que deseemos que esta vorágine de la nihilidad escópica, del control selectivo por parte del poder acerca de las condiciones del “mirar” y del “conocer”, se mantengan e, incluso, se perfeccionen.

Porque, de no ser así, nos arriesgamos a tener que plantar cara a lo traumático que se esconde detrás de todo “mirar”, a lo nouménico de una humanidad que vive en el terror, la violencia y la muerte, y porque, de no mediar un aparato de control selectivo, descubriremos como ninguna experiencia resulta catártica, que ningún conocimiento sella la herida metafísica, sino que todo descansa en una profunda inhumanidad.

Cargar, como también decía Adorno, con toda la culpa del mundo y atrevernos, de una vez y para siempre, a saber, quizá sean los dos olvidos más flagrantes en que ha caído una humanidad que prefiere taparse los ojos a plantar cara a su más profundo sinsentido. Quizá por eso el arte contemporáneo causa tanto recelo hoy en día: porque nos invita a ver aquello que no queremos ver, porque nos prohíbe mirar aquello que nos hemos cansado ya de mirar.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

PIPAS EN LA TATE: A PROPÓSITO DE JOSE LUIS BREA


AI WAIWAI: ‘SUNFLOWER SEEDS’
TATE MODERN GALLERY

En uno de sus últimos textos, “Nuevas economías del entretenimiento: el ‘efecto Tate’”, José Luis Brea tomaba la Sala de Turbinas de la Tate Gallery para mostrar cual es la actual lógica que rige el mundo del entertainment cultural. Tal lógica quedaba cifrada en la invitación que se le hacía al visitante-turista a un fracaso: el de su propio entretenimiento.
Amparada en dos lógicas simétricas, aquella que le invita a asistir a eventos culturales como promesa de entretenimiento, y aquella otra dinámica por la cual, casi al instante, se reconoce como solemnemente aburrido en su ‘experiencia artística’, la industria cultural ha devenido en la actualidad un simulacro de saber y de poder que tiene en una ideología, la estética, su arma más poderosa.
Incluso Brea dictamina que la calidad de la obra, de lo allí expuesto, toma el baremo de la capacidad que ésta tiene para “fracasar suficientemente en entretener”, al tiempo que ha de inducir en el público la impresión de que “no lo es -entretenimiento –porque no quiere serlo”, de igual manera que es precisamente en ese no-ser-entretenimiento donde “se agazapa la clave que le conduce hacia un saber –hacia una inteligencia del sentido- de superior altura crítico-política”.
En el límite, está la obra de Miroslaw Balka; en ella, sigue Brea, “el efecto de autocuestionamiento no se dirige a ningún operador externo sino que es reconstruida minuciosamente como el propio objeto de lo mostrado: digamos que lo expuesto es únicamente la misma lógica de la mostración/ocultación a lo que allí sucede queda sometida”.
Es decir, y en pocas palabras, después de ser sometido el ciudadano medio a un torbellino de informaciones sobre lo suntuoso de la cosa –la cosa es la cultura, lo artístico, ese ámbito de lo aún elevado a tótem elitista que separa a los que saben de los que no saben- descubre, dentro de un ensimismado cinismo abotargado, que nada le ha sido devuelto como recompensa a su esfuerzo. Vamos, que se ha aburrido soberanamente.
Y hacía ahí, hacia el desenmascaramiento de las complejas formaciones discursivas que prometen precisamente aquello que más tarde niegan, es hacia donde se ha de dirigir una crítica solvente, una crítica que desenarbole el primado de la actual, en palabras de Rancière, ideología estética. Desmantelar críticamente el entrando de saber/poder que rige hoy en día el mundo de la cultura para producir unas subjetividades no encauzadas en el redil del onanismo hedonista que no es más que un fútil e impotente “verse pasar”, hacer patente la necesidad otra de construir espacios de autoreflexividad donde el espectador se sepa parte activa y vinculante: esa y no otra ha de ser la labor de la crítica y, por ende, del propio arte.
Si Brea traza una línea de pensamiento crítico que va del tobogán de Carsten Höller –demasiado triunfante al ser demasiado obvio que era entretenimiento- al cubo negro de Miroslaw Balka, la actual obra allí expuesta, “Sunflower Seeds” de Ai Waiwai, no vendría sino a ser el epílogo perfecto para un discurso crítico tan certero como siempre.
Un mar de pipas, toneladas de pipas amontonadas, es la diversión al que un espectador/turista -no tan accidental- se enfrenta en la perfecta explosión de la inanidad perceptiva. Y, por si esto fuera poco, a los dos días de su apertura al público, y pensada como estaba para que el espectador se pasease por ella, fue cerrada por institucionales motivos de salud. Parece ser que el artista no pensó en el polvillo de cerámica que la fricción de las pisadas causaba en las pipas y la obra tuvo que ser protegida de la interactuación del público. En pocas palabras: aquello que apenas quedaba de lo prometido, el poder al menos disfrutar de un paseo divertido por unas pipas de porcelana que venían a autojustificarse como obra de arte, quedaba prohibido para el público.
Acudir solemnemente al templo del divertimento y del ocio, llegar a las puertas de la meca del turismo cultureta, del frenético saber que simplemente “ve pasar” de fracaso en fracaso, para, a fin de cuentas y, quizá ya por fin, no ver nada, no sentir nada, no experimentar nada, nada más que unas cuantas toneladas de pipas de porcelana esparcidas amontonadas a dos metros de distancia, indiscernibles al ojo, como una tupida alfombra grisácea que tapa precisamente aquello que, se nos dijo, disfrutaríamos como enanos. Sí, definitivamente el arte tiene estos gestos de paradójica sabiduría, de teleológica negatividad al servicio de aquello que solo debe preocuparle: su destino y, con él, el nuestro propio.


Replegado en su propia hipervisibilidad, recluido en la sospecha que alienta detrás de los medios de reproducibilidad técnica, el arte se somete a su propio destino y se ejercita en crear fallas que desbaraten su asimilación como producto listo para consumir, en delinear diferencias que desbaraten el sometimiento que las diferentes industrias culturales aplican sobre el arte.
Si hay algún lugar hacia el cual la crítica deba dirigirse con urgencia es hacia el mismo centro en donde perdurará el legado de un pensador como Jose Luis Brea: la crítica, la labor responsable del hecho artístico, ha de ser la de proporcionar lugares para el autodiscernimiento mutuo, para la puesta en escena de un saber que solo nacería de nuestros propios movimientos, siempre nómadas y diferidos, y que vendría a generar el marco necesario para el surgimiento de una nueva arquitectura del hecho público: aquel que, dice en otro texto, “cada vez adopta más la forma de un inconsciente maquínico, de una pura memoria_RAM, de una estructura en rizoma en la que todo efecto de verdad, o valor del saber, es el resultado de la confrontación, en su espacio abstracto y exteriorizado, de, virtualmente, cada uno de los enunciados y teorías con todos los otros, en ese mismo domino público”.
En esa misión, la Sala de Turbinas de la Tate ayuda tanto como enmascara, seduce tanto como miente. El “efecto Tate” es el contraefecto sutilmente planeado, quién sabe si por el propio arte, para mantener la hegemonía de la recientemente asentada ideología estética. En ella, el arte alardea de sus propias magnitudes alcanzadas, pero sin permitir emerger las potencialidades inherentes y silenciadas para el propio arte.
En la era de la dysneilanización telemática y global, el discurso que construye el hecho artístico asume para sí ese mismo pathos infantiloide y banal en cuanto en tanto promete aquello justo que sabe es imposible de dar: entretenimiento. Quizá sea solo una etapa más, la penúltima, de la histriónica negatividad que recorre al propio concepto de arte durante toda su historia, pero, aquí y ahora, la sutilidad del entramado ideológico es de tal calado y profundidad que, justo por eso, el arte centellea cegadoramente en esos precisos instantes en que más arrinconado se encuentra.
Quizá por eso, y hasta aquí, no hayamos hablado mucho de las pipas, de la emotiva profundidad de cada una de las diferentes capas de significado que genera, de cómo la obra, en el silencio grisáceo de su no-dejarse-ver, explosiona en un mar multiplicado de alegorías y de metáforas.
Y es que, pensamos, el propio arte trasciende sus propias estructuras prefabricadas y, en vez de dejarse manosear en la grandeza postconceptual de una obra de verdadero calado (más aún cuando su inauguración coincide con una Frieze Art Fair cuya misión es rescatar al mercado del ‘arte’), lo soberbio de las más de 150 toneladas de pipas es que muestra precisamente lo que al arte le hacen callar o, también puede ser, lo que al arte no le es posible decir: que no hay promesa alguna, que no hay nada que ver ni, mucho menos, que experimentar, y que nada de todo lo que suceda entre sus cuatro puertas tiene, o debe tener, nada que ver con el divertimento de la gran masa.



Señalar el lugar ya vacío de un efecto de superficie renuente a dejarse desvelar, indicar la inmanencia de una actividad, la artística, que sobrepasa los límites de cualquier obra y que se afana por ir más allá de su propio destino a través de la contraestrategia de dejarse apoderar en manos de utilitaristas de reconocido prestigio. Y, en definitiva, poner en suspenso la fe en el arte, ese mastodóntico edifico ideológico levantado como maquinaria deseante, reestrategizada a cada instante por microefectos discursivos de poder. Porque solo así, solo descreyéndose de la fe autoimpuesta en el arte, puede la crítica resolver las paradojas que tensionan al propio arte desde su mismo núcleo.
Así pues, si el destino del arte es siempre su “gran otro”, si la negatividad siempre escondida de su propio concepto es lo que le guía el paso, la labor crítica debe de sumarse a ese detournement, a esa discursividad paralogística y trazar siempre una topología de las diferencias donde lo que se construya sea, precisamente, aquello que las actuales políticas culturales dan por hecho a través de un enmascaramiento y travestismo del propio hecho artístico: un reordenamiento de las prácticas discursivas que sea capaz de potencializar una construcción de lo público y lo político comprendidos ambos como renegociaciones de las formas en que, hasta hora, se ha constituido la colectividad.
Valga por tanto este breve texto para, al hilo de la obra de Ai Waiwai en la Sala de Trubinas de la Tate, dejar constancia de la deuda que la crítica artística y cultural tiene para con un hombre, Jose Luis Brea, cuyo legado más importante es habernos indicado el camino a seguir y el alertarnos del tiempo, quizá irrepetible, que apenas acaba de abrirse a nuestros pies.