jueves, 30 de mayo de 2013

DEL CUENTO COMO PERVERSIÓN OLVIDADA


BEL FULLANA: MALDITOS CUENTOS
GALERÍA LOUIS 21: 25/05/13-27/09/13

Desde que Adorno y Horkheimer desvelaron la razón ilustrada como mítica, y desde que Levi-Strauss revalorizase el mito como una racionalidad alternativa al imperio de la razón instrumental, lo cierto es que la propia razón ha sufrido un desprestigio que a duras pena logra salvar con apelaciones fantasiosas al calado de una nueva ideología de masas: la fe en la ciencia como salvífica utopía.

Pero, quedémonos con la primera parte. La razón ilustrada se ha topado con un compañero de viaje bastante incómodo pero del que es imposible desasirse: una razón otra, diferente, gestada no en la posibilidad trascendental (en sentido kantiano) de inferir causalidades, sino en construir un sentido latente capaz de dotar al mundo de explicación. En este sentido, el paso definitivo del mito al logos bien puede datarse en aquel paso que dio Aristóteles basado en comprender el conocimiento como conocimiento de causas: aquello que escapa a dilucidar científicamente las causas no es logos, es mito.

No obstante, y en tanto en cuanto la cadena de consecuentes enlaza –por el lado de la infinidad- con una idea regulativa de la razón, lo cierto es que muchas cosas se quedan fuera de esa axioma genético de la razón aristotélica. De ahí a comprender la capciosa razón como un mito enmascarado por una lógica causal generalmente emponzoñada de ideología no hay más que un paso: el que dieron, entre otros, los tres nombres a los que nos hemos referido al comienzo.

Total y resumiendo: que el mito no es solo un reducto de magia y superstición sino que es una verdad, la constatación de una relación racionalizada entre el sujeto y lo que le rodea. Esto, que por otra parte siempre ha sabido la razón instrumental, es precisamente lo que trata de ocultar. Así, toda crítica de la razón pasa por el reconocimiento de un olvido, un olvido que se pretende olvidar. Esa y no otra es la vis posthistórica de la postmodernidad: hagamos como que todo ha acontecido, incluso ese olvido del olvido con el que la otrora razón ilustrada soñaba, y veamos sí así podemos construir, siquiera en equilibrio inestable, alguna realidad que llevarnos a la boca.

Así las cosas, lo que trata de llevar a cabo Bel Fullana (Manacor, 1985) en esta exposición es, precisamente, mancillar la violencia despótica con la que la razón capitalista trata de hacerse con las potencialidades que aún perviven en la latencia de los mitos. Bien es cierto que de mito queda bien poca cosa: quizá tan solo un mismo ascendente, un privilegio de la oralidad frente a la escritura y la capacidad para comprender ámbitos indelectibles de la realidad humana. Pero, aún así, quizá los cuentos, los cuentos infantiles, posean aún ecos de una humanidad pretérita y mítica.

Es en este punto -en la conquista que ha llevado a cabo industrias del entretenimiento infantil como Walt Disney de los mundos de la inocencia y de la infancia, de lo traumático de los ritos de paso y del asombro ante la brutalidad sublime de la naturaleza- que la obra de Bel Fullana toma forma.

Lo que logra la cosificación del potencial mítico de los relatos a manos del entertainment más perfecto es una equalización de todos los niveles de significancia y de todos los rangos de experiencia. La profunda disneylanización de nuestro mundo y la infantilización de nuestras conciencias son efectos patológicos de esta depotenciación que sufre una razón mitológica ninguneada por las fuerzas del capital. Ante esta imposición de los imaginarios colectivos que a todos los niveles se nos impone, Fullana opta por manipular las imágenes-icono y descontextualizarlas de su fin original. Remitiéndose a estéticas cercanas al bad-painting y al grafitti, la artista desgarra la bucólica imagen mediática para socavarla en sus fundamentos más básicos. Inocencia y candor son así trocados en ferocidad y perversión.


De lo que se trata entonces es de rasgar la imagen, de desplazar el relato al que da culto para operar una diferencia en su génesis. Otro contexto, otra interpretación, otra razón en busca de otra explicación para lo que nos rodea. El cuento no tiene porque remitirse a la gilipollez de lo fatuo ni a la imbecilidad de lo simplón. Cuando este mundo deviene puerilidad quizá haya que hacer lo que propone Bel Fullana: dejarse de nimiedades y lanzarse en pos de una interpretación más, la que siempre falta, la que se arroga para sí la capacidad de “decirlo todo”, incluso –y sobre todo- lo que nos afanamos por mantener oculto.

La perversión sexual, latente en toda su obra, funciona como un catalizador para poner en crisis el orden simbólico imperante. Fascinados por el trauma que su historia suele ocultar, los personajes aquí dibujados parecen afanados en contar la verdad, es decir, lo real. Por eso sus rasgos se diluyen, por eso sus cuerpos se fragmentan y se reconocen –en muchos casos- simplemente por un contorno donde habitan unas bocas y ojos devenidos negros agujeros. El que en otros casos esos mismos personajes se suban a la grupa de una silueta borrada nos pone sobre la pista: lo real, desnudo de esa capa condescendiente de racionalidad, retorna para imponerse como trauma fundacional –en este caso coqueteando con los juegos de la perversión y el masoquismo. Y es que ahí nace el mito: en el suplemento de realidad con el que la propia realidad carga. Ese plus de significado que se escapa a todo significante; esa falla en la misma razón que, por mucho que quiera, siempre se topa con una diferencia: entre la cosa y su nombre, entre la historia y su relato, entre el señalar y el decir.

Si los personajes animados se tornan pervertidos es porque se oponen a la tiranía del padre, de la ley, de lo que siempre es igual a sí mismo. Se oponen a que sus historias queden encajonadas por una razón moralista y edulcorada. Aludiendo al carácter seminal con que la artista quiere caracterizar al relato, como una experiencia oral antes que escrita, Rafael Sánchez Ferlosio sostiene que “toda ceremonia…es siempre, y por naturaleza, lèttre, texto, repetición, no tiene primera vez (…): proceden, con toda probabilidad, de palabras, de actos o de gestos que algún día tuvieron que ser dichos o hechos, oídos y aceptados por primera vez, pero que tan sólo en su repetición pudieron adquirir los caracteres de lo ceremonial”. Eso, y no otra cosa, es un cuento: algo que vuelve repetidas veces para operar otra apertura en el texto, para diferir otra vez, para transigir con otro nivel de significado: en pocas palabras, para celebrar la ceremonia de su perpetua diferencia.

viernes, 24 de mayo de 2013

DALÍ O LAS APORÍAS DEL GENIO: DEL PARANOICO AL ESQUIZO

 

DALÍ: TODAS LAS SUGERENCIAS POÉTICAS Y TODAS LAS POSIBILIDADES PLÁSTICAS
MNCARS: hasta 02/09/13

 Philippe Halsman: ¿Por qué lleva usted bigote?
            Salvador Dalí: Para pasar desapercibido

No, no caigamos en la tentación de buscar bajo las apariencias. El propio Dalí nos ha puesto la trampa y no hacemos más que caer en ella una y otra vez. Su genialidad estriba en decir la verdad cuando miente. Lo más característico de él, ese eniesto bigote, le sirve –dice- para ocultarse. Mentira, o verdad. El tema no es ese. El tema es que Dalí expuso ante las miradas el principio general de la ideología de la visibilidad capitalista. Y, para ello, nada mejor que su propia persona. O, mejor dicho, su personaje. Estableciendo una diferencia entre sus personas pretende mantener oculto aquello que precisamente “salta a la vista”. La pregunta entonces no es qué se ocultaba detrás de la máscara-bigote, sino qué vemos al ver el bigote y, sobre todo, cómo lo vemos, bajo qué nuevas condiciones de visibilidad el bigote-Dalí se nos auto-impone como símbolo del genio o del fraude.

El arte de Dalí entonces está dirigido a ver de otra manera, a ver aquello que vemos pero que creemos no estar viendo. Su obra está dirigida a comprobar que no hay más que lo que se ve, que el arte no es sino un truco de magia para esconderse o disfrazarse, para dar a ver otra cosa. Por ello Dalí es el primer artista-pantalla, el primer artista que sabe muy bien, quizá demasiado bien, que por muchas diferencias que se traten de erigir, nada escapa a la visibilidad capitalista. Lo mismo da que da lo mismo: ser un genio o ser un fraude. La pregunta, insistimos, no es el qué sino el cómo.

El arte de después de la Segunda Guerra mundial ha pasado de fase y ahora se inserta dentro de los mecanismos ideológicos de una razón que ha invertido su proceder. Ya no se trata de oponer a las apariencias un fogonazo de lo Real, sino que, más bien, es a la realidad a la que hay que oponer una nueva apariencia, una nueva ficción, una ficción que entre a jugar dentro de una dialéctica que absorbe todo para sí pero, claro está, sin terminar ahogada en ninguno de sus polos. Y es que lo Real ya solo es soportable como ficción, de modo que lo que hay que aprender es a reconocer la parte de ficción de la realidad, ese excedente sobrante, el exceso improductivo de Bataille.

La búsqueda vanguardista del otro lado de las apariencias se ha descubierto como un momento dialéctico de la propia ideológica del capital: como sostiene Zizek, la pasión por lo Real ha terminado por convertirse en una estrategia ideológica para no enfrentarnos con lo Real, una forma perfecta de decir lo contrario de lo que se piensa.


Total y resumiendo: Dalí descubre que solo funcionando como imagen-aparente puede establecer cierta resistencia. Para ello, ahora como entonces, solo cabe una posibilidad: el arte de la fuga, del escapismo, del disfraz perpetuo. La pregunta –repetimos una vez más- no es quién es Dalí, ni quién se esconde detrás de ese bigote. La pregunta es porqué Dalí nos sigue mirando así, porqué le miramos así, y porqué es ese así el nudo borromeo de una dialéctica para la que no hay solución ni posiciones asignadas de antemano. Genio y fraude revierten por tanto en una fantasmología asentada sobre la propia dialéctica ideológica del tardocapitalismo: ambos momentos no son –como se nos quiere hacer creer- excluyentes sino que, más bien, se asientan en una apariencia fundacional para el capitalismo: hacernos creer que hay siempre un otro, un deseo más allá, un principio excluyente capaz de castrarnos.y contra el que hay que luchar.

Contra esta ideología espectral Dalí realiza la proeza de convertirse en pura-imagen, en pura apariencia, un bigote capaz de crear siempre una coartada, un camino de fuga sin profundidad alguna. El “yo soy una máquina” de Warhol es el “yo soy Dalí” sólo que veinte años más tarde. 

En definitiva: Dalí es un genio. O no.

Pero empecemos, mejor, por el final…

El éxito de esta exposición hay que calibrarlo en una bien trenzada conclusión. Que quizá no haya que ir a Figueras para comprobar de primera mano cómo el universo-Dalí se reduce, básicamente, a tres cosas: una tontuna endémica transida de psicótica megalomanía, la petulancia de un bigote como prueba de su mascarada biográfica y una incomprensible pasión desnortada por los huevos fritos como pulsión centrifugadora de todo el arsenal masturbatorio que exuda su obra. Y es que es tanto lo que hay que escarbar en el “efecto Dalí” para llegar al artista que uno se pierde en la escenificación que supuso su vida y que ahora, como no, la museificación postmoderna trata de sacar tajada de la mejor forma posible. De eso va esto del MNCARS: de santificar la parusía de aquel que vino a salvarnos.

La egomanía como estrategia de supervivencia cataliza una profusión casi religiosa de peregrinajes para ver el sancta santorum de aquel que tuvo las agallas de autocalificarse, en épocas ya nada geniales, de genio. La fantasmada podía haber salido mal, pero la astucia del catalán jugó con precisión sus cartas. Así, cuando el mundo devino lugar inhóspito para la propaganda vanguardista, se hizo patente que solo cabían tres estrategias: o desaparecer sin dejar rastro (Duchamp), seguir a su bola en una serie infecta de pastiches con tufo demiúrgico (Picasso) o hacer del cinismo epocal virtud y hacer del espectáculo medial en el que el mundo empezaba a convertirse el hábitat perfecto para intentar una fuga en falso. Dalí, paranoico metódico, supo congeniar con la esquizofrenia postmoderna.

De modo general, bien puede decirse que Dalí era un dibujante genial atrapado en una idea, más bien boba, de la que no se pudo separar en toda su vida y que, como era de esperar, terminó por devorarle. Y es que eso del surrealismo está bien, tiene –en época de búsqueda de grandes relatos- su puntito de gracia. Buscar en los sueños, en el yo oculto del inconsciente, aquello que la realidad nos niega. Pero, visto con cierta perspectiva, los riesgos endémicos de un sistema ocupado en barruntar las posibilidades asubjetivas de la propia razón tenía todos los números para desbarrar a lo grande.

Porque eso de que la liberación formal de la imaginación creadora pudiera revertir de alguna forma en una emancipación social se ha visto como una memez superlativa. Casi al instante de proponerse como tal, el surrealismo pudo comprenderse como el favor que el mundo del capital estaba esperando con ansias: capitalizar no ya solo las formas de la conciencia sino, sobre todo y más importante, las de ese inconsciente colectivo que ahora, asaltado por las fuerzas artística, se hará visible y susceptible de ser aniquilado como posible campo de resistencia.

Y no es que con esto estemos negando la mayor a formas disruptivas que eclosionaron con el advenimiento de una razón ultracosificadora que ya no alienaba solamente el ámbito de producción humana, sino que empezaba a enajenar lo más privativo del sujeto. Es que, en esto como en todo, el apelar a fuerzas telúricas –desde Novalis hasta hoy mismo- se ha demostrado como el primer paso para que la razón colapse terrenos ignotos hasta entonces.

El germen de toda esta problemática –a la que entramos solo de soslayo- es que la dialéctica con la que ha funcionado el arte no ha sido capaz de desprenderse del momento subjetivo como posibilidad más fehaciente de resistencia. Así, recayendo en idealismo una y otra vez, renegando de ese momento objetivo sobre el que ha de hacer funcionar la dialéctica, el arte deviene en muy poco tiempo una trama asocial y apolítica configurada a imagen y semejanza de la otrora razón que hubiera querido revocar. En otras palabras: las vanguardias, como eclosión de una razón instrumental que simulaba crear ámbitos de esperanza al precio de constreñir ya definitivamente las subjetividades en simples módulos programados y alienados, creyó ver paraísos ahí donde anidaban ya los primeros resortes del simulacro capitalista. Así las cosas, con una razón acelerando el ritmo, las vanguardias coligieron comprender un tanto inocentemente tal velocidad como la de la propia emergencia de una nueva sociedad.


No por otra cosa las vanguardias se empeñaron en perpetrar, todas y cada una de ellas, un manifiesto. Es decir, su estética estaba dirigida políticamente a hacer patente la oportunidad única de hacer viable, de una u otra manera, la revolución. Con estos mimbres entonces normal que, en pocos años el golpetazo fuese terrible. La Segunda Guerra Mundial y una llamada al orden como estrategia a seguir en tiempos de desconcierto generalizado puso punto y final a los intentos más o menos desnortados de hallar resistencia en los cebos que la propia razón capitalista era ya capaz de disponer a su libre antojo.

            No obstante, y contra todo pronóstico, es a partir de esta segunda parte de siglo XX que la figura de Dalí toma proporciones realmente importantes para la historia del arte contemporáneo. Sí Dalí debe ser revisitado, si esta exposición tiene alguna razón de ser que no sea la de cuadrar números en época de vacas flacas es para, de alguna manera, desvelar los mecanismos internos del arte que hacen del Dalí epilogal un resorte capaz de asumir para sí las nuevas potencialidades del arte de la segunda era del capitalismo avanzado. Y esto, comprender la figura de Dalí como una torsión centrípeta del arte sobre su propio eje y no como una mascarada donde cada uno acude a buscar lo que mejor le cuadre (un artista, un genio, un falsario, un franquista, etc, etc), es difícil de entender, incluso, diríamos, muy difícil.

            El quid de la cuestión, y que pensamos Dalí fue perfectamente consciente, es que si las vanguardias tratan de adentrarse en el terreno de lo Real, el arte de la sociedad del bienestar (con todos sus nuevos ismos) paulatinamente va comprendiendo que su ejercicio de ficción no es algo opuesto a la realidad (y en mayor o menor medida verdadero), sino que no puede dejar de participar de la fantasmagoría generalizada. Es decir, el arte asume para sí de una manera general el reto de quedar definida como instancia de apariencia, sin poder proponerse ya más como verdad-Real.

Así, el método paranoico-crítico inventado por él deviene una suerte de simulación de la anécdota general en el que el mundo queda condensado. Si “el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas” de Lautremont ha terminado por convertirse en el pathos nivelador de una realidad que hace aguas por todas partes, el método daliniano de unir objetos sin razón aparente no puede por menos que reconocer su adiestramiento por las mecánicas del capital. La paranoia como modulador de la identidad, como algo –en conveniencia con Lacan– que se autoimpone en una nueva racionalidad, deviene impulso idealista y subjetivo, incapaz de hacer ya frente a las pulsiones esquizoides del capitalismo avanzado Y es que, cuando la sinsorgada queda convertida en acontecimiento, el querer mirar debajo de esas apariencias vía surreal no puede por menos que provocar una sonora carcajada.  


Dalí, sabedor entonces de que la lógica de la apariencia ha devenido realidad, se traviste de gran esperpento para realizar la más grande de sus obras: la de su propia vida. Pone la máquina a funcionar no para tensar ese método paranoico-crítico de proliferación de imágenes, sino para realizar una única imagen capaz de ajustarse a la altura de los tiempos; una imagen tan paranoica como la nueva época, una imagen que, la mires por donde la mires, siempre te devuelva el guiño esquivo de su reflejo invertido. ¿Es un fraude o es un genio? Lo curioso –aquello que hay que aprender– es que la única genialidad de Dalí consistió en descubrir que ambos son lo mismo.

Tirando un poco de teoría deleuzniana bien podía decirse que Dalí percibió un cambio radical en la nueva epocalidad tardomoderna: de una impronta paranoica se pasó a una huella esquizoide en la maquinaria social. La ley ya no se impone sino que se estrategiza. Ya no hay, bajo las apariencias, ningún régimen simbólico al que desubliminar; el deseo no se libera en ninguna catexis sino que fluye entre nódulos en una pantalla global. La identidad perdida que Dalí trata de recuperar en la primera época se resuelve en una racionalización idealista de una paranoia fundacional: el otro, el padre, impone su poder como el gran Amo. La paranoia prescribe un teatro de las apariencias donde el deseo no logra abrirse paso. Sin embargo, el otro Dalí, el Dalí postbélico, que huye a Estados Unidos para después instalarse en la España franquista hasta su muerte, descubre que lo que sea su identidad carece de interés, que de lo que se trata es de abrirse paso libidinalmente entre series: entre ser-Dalí y no-ser-Dalí, entre Dalí y Gala, entre Dalí y su padre, incluso, entre Salvador Dalí y Salvador Dalí (el hermano mayor fallecido a los dos años) no hay identidad oculta alguna sino una circularidad esquizoide en continua fuga, una repetición diferida pretéritamente. Dalí pasa de representar sus síntomas a experimentarlos: a experimentarse como pantalla,  no ya “ser Dalí” sino ser Dalí como –diría Deleuze- acontecimiento.

Dalí descubre que en la producción repetida de sí mismo está el acto de creación. En esta línea de fuga Dalí se mimetiza constantemente en una pantalla cuya única gran imagen es él mismo. De esta catexis hiperfluíica viene la grandilocuencia de las frases que el dedica al dinero: Dalí no se estruja los sesos en ese romanticismo bobalicón de tosferina y buhardilla, que ve en el dinero el testigo a la traición al propio arte. Dalí supera la contradicción para situarse, de nuevo, en esa pantalla que todo lo iguala. Superar el dilema –falso por ideológico- entre el genio y el fraude es diferir en la propia repetición que el dinero –como máximo flujo indiferenciado- otorga. Tensando un poco más esta gramática libidinal de la genialidad, Dalí ofrece un delirio fantasmal como prueba de que ya no hay playas de libertad que descubrir. Toda su pánfila verborrea son guiños a un espectador desnortado que no sabe que se la están dando en sus propias narices. Es justamente este Dalí el que no falsea: el que da a cada uno lo que su merecido.

En definitiva, y para ir concluyendo, Dalí fue un ilustrado de la razón cínica avant la lettre, cuando eso de ser postmoderno aún no se llevaba. Dalí es un exceso que comprende antes que nadie que ese exceso solo puede redundar como jouissance en un gran otro, en una gran imagen en devenir donde, como dijera Regis Debray, museificarse en vida, donde todas las pulsiones construyan un efecto-pantalla. Es en esta jouissance donde la impotencia declarada del propio Dalí adquiere la forma de una discursividad no ya surrealista –como suele pensarse-, sino esquizoide, en fuga constante. Ser Dalí deviene entonces el suplemento excesivo de la propia vida; es saber descubrir la ficción de la vida en toda su realidad; es saber no que lo real está oculto bajo apariencias, sino que en lo real hay siempre un exceso y que ahí justo está lo revolucionario: en experimentarlo.

Si, con Lacan, detrás de la imagen está la mirada, la verdadera genialidad de Dalí estriba en conseguir, al tiempo, que dicha mirada no deje de mirarnos: ¿soy un genio?, ¿soy un fraude? Contesta. No sabes porque, realmente, no me ves: he conseguido lo imposible: ocultarme en mi bigote.  

viernes, 17 de mayo de 2013

LOS CONTORNOS DEL ARTE: LAS HUELLAS DE SU AUTONOMÍA



PABLO VALBUENA: CRONO-GRAFÍA
GALERÍA MAX ESTRELLA: 06/04/13-31/05/13

 En su quedar instituido como instancia crítica, el arte –desde su puesta de largo ilustrada- se vio de golpe y porrazo con una de sus posibilidades más paradójicas: la de servir de operador disensual de las propias condiciones de posibilidad del arte. Es decir, al quedar anudado a los procesos críticos de construcción de la esfera social, al ser el modo de aparecer de lo político y, en definitiva, al ser el modo privilegiado de oposición frente a la dogmática razón instrumental, el arte, debido a que él mismo es un producto social e ilustrado, atenta críticamente contra sus propias bases de efectividad.

Esto, que al principio pasó un tanto desapercibido, ha ido tomando mayor protagonismo al tiempo que la razón se ha ido haciendo fuerte en sus presupuestos más cosificadores y regresivos. Quizá el punto de no retorno vino auspiciado por la emergencia de los nuevos regímenes de reproducción de la imagen. Porque, mientras la fuerza de producción estaba ligada a la corporalidad del artista, las relaciones de producción no podían, por mucho que quisieran, variar mucho en sus requisitos. Sin embargo, la transformación de los modos de reproducción y exhibición del arte -debido a las nuevas condiciones que imponía la reproductibilidad técnica como fuerza de producción inmaterial- aceleró la necesidad de crítica del arte respecto a sus nuevas condiciones. 

Dicho de otra manera: si el campo estético se comprende como instancia autónoma donde lo social y lo político toman forma sensible de modo que se pueda trabajar críticamente con ese material, el cambio de función que Benjamin vio provocado por la emergencia de los nuevos modos de difusión y producción artísticos, no hicieron sino acentuar la propia capacidad de la estética para comprenderse como dispositivo crítico con toda la producción ilustrada, entre ellas, como no, el propio arte.

Así, hoy en día, las estrategias artísticas preocupadas en reflexionar acerca de las propias condiciones de existencia del arte se multiplican casi ad infinitum. Desde el propio material artístico hasta el mercado del arte a escala mundial, nada queda fuera de esta vorágine autoreflexiva: la exposición, el cubo blanco, el cubo negro, la ideología inherente a la propuesta expositiva, la figura del artista, del comisario, del espectador, del coleccionista, de la propia obra de arte, el museo-exposición como dispositivo visibilidad, la muerte de la pintura, del arte, el estatuto actual de la escultura, de la performances, etc, etc., etc.


                Lo difícil de este planteamiento es saber cuando la autoreflexión logra socavar alguna premisa fundacional del arte y cuando, por el contrario, no se trata más que de una estrategia archisabida que tiene en eso de la autoreflexión la oportunidad manifiesta para hacer cada uno de su capa un sayo. Porque esta capacidad del arte para pensarse a sí mismo no es una gracieta más acuñada por un arte sobredimensionado filosóficamente sino que, de forma original, es su más clara razón de ser: solo pensándose logra el arte todavía atesorar sobre sí alguna capacidad de crítica disensual frente a la implantación cada vez más programática de una razón hegemónica. Es decir, la posibilidad de autonomía para el arte viene cifrada en la capacidad del arte de resignificarse constantemente con su propio legado e historia.

Quien en el curso del último mes y medio, desde que el día 6 de abril se inauguró la exposición, haya ido asiduamente a la galería Max Estrella habrá podido comprobar cómo sus paredes, en contraposición al propio espacio expositivo que permanece invariablemente vacío, se llenan cada vez más de dibujos poliédricos: cuadrados, rectángulos, círculos, intersecando entre ellos y de diferentes tamaño pueblan paulatinamente las paredes de la galería de una arquitectura bidimensional suprematista que si bien tiene algo de orgánico remite a una lógica que es preciso desenmascarar y que supone el grueso de reflexividad de la exposición.   

Estas líneas poligonales remiten a una ausencia que da qué pensar, una ausencia que si bien puede pasar, como de costumbre, desapercibida, es capaz de conciliar en torno a sí una reflexividad acerca del propio hecho de “exponer”. Porque esos vacíos no son sino los emplazamientos que en los últimos años (desde 2010) han ocupado las diferentes obras de arte que han formado las propias exposiciones de la galería Max Estrella. Siguiendo un orden inverso, empezando por la última exposición (la de Perianes), en total quedarán “representadas” 193 piezas referidas a 16 exposiciones. Así, paulatinamente, las paredes, suelo e incluso techo de la sala de exposiciones tomarán una densidad gráfica que, lejos de representar nada, apuntarán a un vaciado simbólico, a una huella que no supone ninguna respuesta sino, más bien, muchas preguntas: ¿qué estamos comprendiendo por arte?, ¿a qué condiciones –de exhibición y producción- lo estamos llevando?
 
 

Si el trabajo de Pablo Valbuena se ha interesado en la interrelación espacio/tiempo creando para ello interesantes arquitecturas temporales, en esta ocasión esta reflexión le lleva a situarse en el núcleo duro de lo artístico. Y si decimos lo artístico es porque con sus cronografías va desvelando otro entramado, parejo a este que nos ofrece, y que atiende al nombre de “mundo artístico”. La densidad gráfica que paulatinamente tomará la sala servirá de catalizador para hacer evidente, precisamente, aquello que no se ve y que, en el ser propio de una exposición, quedo oculto como ideología. Qué se entiende por “arte”, por exposición, por obra, por obra cerrada y acabada, en qué condiciones de celeridad trabajan todos los agentes implicados, cómo a fin de cuentas es el capital el que dicta sentencia –se vende/no se vende.

Superponiendo huellas, Valbuena logra un sustrato inmaterial e inasible pero que golpea precisamente por su hacer visible lo que no se ve. El espectador, entre esos lugares vacíos, va configurando una topografía ideológica que es siempre ocultada por las propias estructuras de posibilidad del arte. Así, lo que hace esta inteligente exposición es delinear un mapa de la memoria de un arte que, lejos de atrincherarse en su acabamiento, en su estar a la espera, se lanza desbocado en busca de no se sabe qué: una bocanada de aire más, una algo de refresco, un poco de tiempo, una postrera jugada maestra.

Y lo peor es que sabe, la mayor parte de las veces, que la suya no es sino una jugada perdida, una tirada de dados que, antes o después, será devorado por los tiburones de la cosificación tardomoderna. No obstante, esa autoreflexividad que arriba designamos como la característica más preciada del arte es la marca de su insolubilidad: por muy mal que esté la cosa, por mucho que sea el campo ganado por los mundos regresivos del capital, siempre el arte, anclado en esa autonomía autoreflexiva, será garante de una emancipación siempre a la espera. Exposiciones como ésta, que aciertan levemente a sopesar esa potencialidad nunca sedimentada por el oprobio de la mismidad, marcan siempre esa otra ruta, nunca seguida al pie de la letra pero sí que, en esa ausencia -como la de los contornos de Valbuena-, necesaria.

miércoles, 8 de mayo de 2013

DECIR LO POLÍTICO: LA CHÁCHARA VACÍA


 
ANTONÍ MUNTADAS
GALERÍA MOISÉS PERÉZ DE ALBÉNIZ: hasta 26/05/13

 Después de la gran exposición que pudimos ver en el MNCARS el año pasado y otra en La Fábrica en el año 2009 y que ya reseñamos aquí, Muntadas vuelve a Madrid para firmar una muestra ejecutada magistralmente a pies juntillas de lo que son sus ejes más básicos y contundentes: una mirada crítica a la elaboración mediática de los imaginarios colectivos que dan forma a las sociedades actuales.

Pionero del arte conceptual y del media art, residente en Nueva York desde principios de los 70, Muntadas aborda temas sociales, políticos y de comunicación, como la relación entre espacio público y privado, la homogeneización cultural o la globalización, e investiga los canales de información, sobre todo los mass media, y las formas en que éstos pueden ser utilizados para censurar o promulgar ideas.

Su método no es de acoso y derribo sino que sucintamente introduce lo patológico en las conductas dadas por válidas para, desde ahí, hacer emerger lo aberrante de una ideología mediática capaz de homogenizar toda mirada en una visibilidad cosificada y regresiva. Superponiendo códigos, modificando las escalas de la producción medial, Muntadas se erige en un chamán que conjuga arqueológicamente los efectos de realidad producidos por el poder mediático de la imagen-signo para hacer efectiva la violencia sistémica en la que estamos insertados.

Siendo esto así, normal que la actual situación española sea un vertedero donde no es muy difícil toparse con esta sintomatología abusica del poder mediático actual. Y es que, para una economía del poder no cifrada ya en la simple posesión, sino en su producción, axioma fundamental de su voluntad es que, en aras de disponer de esta productividad lógica a escala máxima, ha de ser, sobre todo y antes que nada, representado, escenificado en una grandilocuencia cuanto más vacía mejor.
 
 

Desde la fotografía de Obama viendo la caza y muerte de Osama Bin Laden en un televisor, hasta nuestro Rajoy compareciendo vía pantalla de plasma, esta crisis parece haber acelerado la eclosión de una mediología del poder donde el régimen de visibilidad impuesto marca un punto de no retorno para un poder que es, antes que nada, un código simulacionista, una imagen catódica con infinidad de puntos nodales. Poder es, entonces, la imagen capaz de máxima visibilidad; ahí donde régimen escópico y visibilidad remiten la una a la otra; ahí donde el mirar y lo visto coinciden sin ser, ni mucho menos, lo mismo.

Si el poder es eminentemente medial es porque, como dice Rancière, “la política propia de esas imágenes consiste en enseñarnos que cualquiera no es capaz de ver y de hablar”. Rostros de gobernantes, de expertos, de periodistas especializados, junto con alguna que otra historia con la que, esta vez sí, dar voz a los silenciados, es lo que principalmente se nos da a ver y a consumir. Así, la lógica del capitalismo tardío tiene en la distribución y producción de imágenes a su mayor aliado. Y es que su lógica sigue a pies juntillas los primados de la sociedad de control y disciplinaria, donde solo una red de expertos tiene voz.

Lo que lleva a cabo aquí Muntadas es, de forma irónica y casi hasta humorística, subrayar las “candideces” que usa el poder medial para insertarse en las redes de visibilidad y receptibilidad que más le favorecen. Porque, dicho de otra manera, es indecente –y esto es lo que el artista quiere subrayar- que María Dolores de Cospedal, a colación de la más que posible XX en su partido, solo acierte a recitar un galimatías ininteligible –y bochornosamente sintomático del perfil medio del político español- añadido a una sentencia programática de la profundidad que calzan los políticos actuales: “quien la hace la paga…que cada uno aguante su vela”. Verdaderas profecías con las que dar carpetazo a un estado de la cuestión que roza el estado de excepción.

Este reapropiarse de los refranes populares por parte de los políticos no es solo la manifestación más pavorosa de querer cerrar en falso toda digresión reflexiva, sino, antes que nada, un intento mediático por querer hablar el lenguaje del pueblo, de estar en sintonía con él, de conectar con una realidad de la que no tienen ni el menor atisbo. El “España va bien” de Aznar, copiado a imagen y semejanza del “tout va bien” francés, no sin sino chistes subliminales que representan la esquizofrenia pulsional de un poder que queda atrapado él también en las redes del simulacro medial: cuando nada tiene ningún efecto sobre lo real, la coletilla refranera tapa la angustia abisal que produce el no tener ni la más mínima remota idea.


Aquí Muntadas recorre el globo en busca de la coletilla-fetiche que acalla la escena original de un poder encallado en una mímica gestual que pretende hacernos creer que todavía hay algo que decir: desde el célebre y desafortunado “España va bien” al “Lo hecho en México está bien hecho” (México), “...Estamos condenados al éxito” (Argentina), “Tout va bien” (Francia) o “Brasil tudobom, tudobem”(Brasil).

Además la galería ha editado un libro con algunos de los momentos estelares de esa abusiva utilización del refranero:“...La unión hace la fuerza...”(Camps, 2005), “..Más vale lo malo conocido... (Zaplana, 2007), “...No hay dos sin tres y a la tercera va la vencida...(José Blanco, 2010), “...Se cree el ladrón que todos son de su condición...” María Dolores de Cospedal (2011).

En definitiva, esta querencia hacia los tópicos del lenguaje, hacia una mercadotecnia de la política consumible en píldoras, no es sino el ronroneo mascullante de un poder que sufre de vértigo, que ve como todo decir no es sino nada en relación a una productividad mediática que supera la lógica del sentido del propio decir y que, frente al horror al vacío, prefiere columpiarse en la tautología anestesiante. Si, como dijo Wittgenstein, cuando no se tiene nada que decir  lo mejor es callarse, el poder político prefiere hacer –representar y escenificar- como si aún tuviese algo que decir, como si aún tuviese el poder de decir la última palabra.

Lo único que nos queda: tener, nosotros, la capacidad de mostrar cómo su decir es vacío, cómo lo que dicen no va con nosotros. Las tres carteras ministeriales, de ministerios inexistentes, apuntan hacia allí: mostrar la verdadera necesidad de un juego político ocupado en decir lo que nos importa, un juego político preocupado en decir lo otro, de dar esa palabra a quien no la tiene, a quien todavía no es un rostro mediático.

sábado, 4 de mayo de 2013

OMAR JEREZ: LA VERDAD DEL CUERPO




Como muestra, un botón. O mejor, dos. Adorno, teórico chamánico de cuando la cosa empezó a ponerse de verdad chunga, defendió siempre lo que él llamaba “nicht mitmachen”: el no participar o transgredir por conveniencia. Esto, que a los adalides de lo políticamente correcto, siempre les ha olido a chamusquina de la rancia, no es más que la posibilidad apriorística desde donde intentar conocer la sociedad a través de la reflexión crítica. Porque, dicho a las claras, si no hay reflexión crítica no hay nada, ni arte ni nada que se le parezca: solo un idealismo en busca de aquello precisamente que sabe va a encontrar.


Por si no quedamos muy convencidos, el segundo botón: Rancière, filósofo empeñado en limpiar de hierbajos y rastrojos el campo estético, establece que las coordenadas desde donde politizar el arte no van dirigidas a hacer del arte precisamente lo que le falta a la política para crear efectiva movilización en un mundo ampliamente desencantado de la política. Más bien al contrario, “arte y política se sostienen recíprocamente como formas de disenso, operaciones de reconfiguración de la experiencia común de lo sensible”.

Esto, que parece meridianamente claro, que las relaciones arte/política deben quedar cifradas en una indecibilidad que, por otra parte, es justamente lo que permite una modularidad de las prácticas en el ejercicio efectivo de crear verdadero disenso (Rancière) o crítica negativa (Adorno), es olvidado las más de las veces en beneficio de una práctica caduca y repetitiva que da al espectador precisamente aquello que anda buscando: una cabeza de turco, un malo de la película, una falsa conciencia de saber qué se cuece de verdad en la realidad.

Por ejemplo, en esta época tan indignada, donde el campo social se ve impotente para hallar verdadera oposición al status quo imperante, el arte ha terminado por convertirse en el laboratorio de ideas donde lo político puede terminar por hacer pie y hallar momentos de efectiva resistencia. Pero, claro está, si lo que hacemos –como ocurrió en la última Bienal de Berlín- es meter al movimiento 15M en el hall de la exposición principal sin más, como si con el gesto y la intención bastase, lo único que se consigue es una atrofia por dejación de principios.

Y es que, somos conscientes, a veces es difícil pillar de qué va el asunto: lo común es no atinar en comprender la relación arte/política de modo tal que ni decante las prácticas artísticas como novedosas formas de lograr identidad política en un mundo ampliamente desencantado de lo político ni –en el otro extremo– vea en la incapacidad del arte de inmiscuirse en las redes políticas su más que palpable disolución y muerte. El tema es, como en la canción de la Rosenvinge, hallar “la distancia adecuada”.

La distancia por la que abogan pensadores como Adorno o Rancière no es la de desentenderse de lo político. Más bien al contrario, consiste en saber que toda crítica necesita de una distancia y que aquello que sea la realidad no es algo dado de antemano sino que es algo construido de forma inmanente al propio discurso estético-crítico. Es decir, todo ejercicio efectivo de resistencia política consiste en hacer mediar otra distancia, otra separación donde la dialéctica sujeto/objeto no halle nunca reconciliación –pues eso sería síntoma de haber sido subsumido por la razón utilitarista, fetichista y regresiva-, y donde pueda darse un disenso entre dos políticas, comprendiendo ésta como el conflicto mismo sobre la existencia de un espacio público -o, dicho de otra manera, “la actividad que reconfigura los marcos sensibles en el seno de los cuales se definen objetos comunes”.

Si la realidad es por tanto una construcción social críticamente elaborada, de lo que se trataría es de socavar ese real consensuadamente dispuesto, fracturarlo y multiplicarlo de forma polémica. La relación que media entre arte y política no es entonces la de posibilitar un pasaje de la ficción artística a lo real, sino una relación entre dos maneras de producir ficciones. No se trata de insertarse en lo real ni de desvelar lo falso del mundo real; muy por el contrario, de lo que se trata es de violentar los presupuestos de lo real desde dentro, desde el ejercicio –y aquí nos ponemos rancierinianos- de una política de la estética encaminada siempre a crear un disenso, una fractura en el campo de lo ya-dado.


Todo esto, lo hasta aquí escrito, para aplaudir a rabiar la performance de ayer del artista granadino Omar Jerez. Porque en ese paseo no se juega a la dialéctica de la oposición ni tampoco a sacarse el as de la mano para ganar la partida en terreno ajeno. De lo que se trata es de desajustar el consenso, de dar al traste con la política del consenso, de revelar la ideología de base sobre la que se eleva cualquier dogma. Más aún si cabe si ese dogma es el del terror.

Un paseo que revela cómo los repartos del nosotros y del ellos ha quedado comprometido a fuego por una frontera de sangre y terror. Es decir, en la sociedad vasca no hay lugar para ninguna construcción de lo social que no pase por un consenso previo: el que separa y excluye, el que dicta un régimen no político sino policial que hace del otro un rehén supeditado a afirmar la fuerza ideológica de un nosotros para el que no hay márgenes de diferencia ni otredad.

No hay arte político, pensamos, si de una manera u otra no hace suya la sentencia de Benjamin: “que todo siga ‘así’ es la catástrofe”. Ahí, justamente, en ese “aquí y ahora”, en ese así instantáneo, queda cifrada la distancia que hace posible un arte crítico: “un arte crítico –dice Rancière- es un arte que sabe que su efecto político pasa por la distancia estética”.

Quizá Omar Jerez no hace nada nuevo: hace de la memoria el potencial despolitizador, el descompresor de consensos ideológicos. Pero sí que hace novedoso: él porta, consigo mismo, pegado al cuerpo, la propia memoria. Con ello hace más patente el hecho de que la memoria duele, de que la fuerza de la razón que se autoimpone es incómoda de ver.

Si en El arte de la indignación –en un artículo firmado intencionadamente como anónimo- el intelectual queda referido como aquel que cumple dos requisitos, el de exponer su cuerpo y el de disolucionar su propia imagen, con esta performance Omar Jerez, si no se erige en intelectual per se, si que pone el dedo en la herida sangrante de esta sociedad: que frente al oprobio de quedar referida la sociedad en una construcción consensuada ideológicamente, no hay siquiera espacio para que los cuerpos –el del intelectual o el de cualquier otro- tomen la palabra.

Y es que la inteligencia del sistema es tan perversa que no hay cuerpo que aguante una mirada disciplinadamente mediática: todo mirar sistémico lanza ya la premisa de que ese cuerpo está allí por algo, para ganar notoriedad y publicidad. Nosotros, por el contrario, pensamos que el arte ha de correr el riesgo de ser reducido a ejercicio onanista por parte de unos pocos, precisamente los ya convencidos de que no hay nada más allá del consenso ideológicamente estipulado.

Omar pone su cuerpo, lo expone para que, al tiempo que pueda ser vilipendiado o negado, surja efecto esa distancia estética donde el camelo de una realidad falsamente emancipada salga a la luz. Si el cuerpo del artista sirve muchas veces de pantalla tácitamente colocada –respecto a la propia obra, respecto al espectador o incluso respecto al arte mismo- para evitar el riesgo, para situarse cómodamente sin peligro de salir herido, esta vez el artista sabe que toda distancia críticamente estética ha de renunciar, antes que nada, a la posición acomodaticia de un cuerpo que sabe nada va con él.

Como concluye el ensayo anteriormente comentado, el cuerpo herido de Omar Jerez intenta rememorar a la víctima para “ser un fantasma, uno más entre tantos, pero no para quedar aletargado bajo las coordenadas biopolíticas del poder inmune de la nada, sino para aparecer, como un fogonazo que se disemina en el cuerpo de los otros: esto es, para testimoniar el impulso de verdades corporales; de cuerpos que rearticulan y redimensionan su tensión política: su exigencia vital”.

Para terminar por tanto, la performance de Omar Jerez pone sobre el tapete la única verdad no dicha hasta ahora respecto al terrorismo: que ser-un-cuerpo es la promesa futura de nuestro ser-víctima, una promesa que no puede quedar al abrigo de políticas consensuadas en el olvido y el no-mirar sino que debe ser actualizada a cada instante, si no en nuestro propio cuerpo, sí al menos como rememoración de aquel que sí fue ejecutado, que sí expuso el cuerpo tanto como para llegar a ser cuerpo-víctima.

Justamente en ese “cargar con lo que no nos toca” queda la distancia estética posibilitada para ejercer una crítica disensual y negativa respecto a esa otra razón, despótica y fascista, que sentencia que a cada cual, lo suyo.

viernes, 3 de mayo de 2013

CAN´T HEAR MY EYES: NI OJOS PARA VER NI OIDOS PARA OIR



CAN´T HEAR MY EYES: comisario Niekoolas Johannes Lekkerkerk
GALERÍA NOGUERAS BLANCHARD: 06/04/13-18/05/13

 La interpretosis, como mal endémico de un arte que se cargó de enjundia filosófica para lograr su mayoría de edad justo cuando la razón tuvo los bemoles suficientes como para autocalificarse de ilustrada, sigue siendo hoy en día un factor clave en el desarrollo de la práctica artística. Porque si antaño la estética se erigió como instancia crítica necesitada de una comprensión de la sociedad desde donde poder trabajar, hoy en día, cuando la sociedad ha devenido una superficie volatizada en un régimen de implosiones mediáticas, las teorías llenan –por no decir colapsan- la esfera de productividad artística. Hoy en día toda obra está generada para dar salida a una determinada idea social. Es lo que Adorno llamó el “practicismo estético”:  la tendencia a crear una praxis estética en función de una teoría preconcebida, de modo que toda práctica artística acaba –y empieza- por ser mera ideología.

Y es que hoy, a pesar de vivir en el desierto de lo real, no soportamos que la más mínima parida pase sin pena de gloria: ante el fiasco de una realidad que no nos da para casi nada, preferimos vivir narcotizados en el régimen de neurosis obsesiva que en la panacea del “aquí no pasa nada”. Es más: sobrepasados en una vorágine informativa en la que el espectador ha terminado por marearse, digerimos realidad a un ritmo de bulimia compulsiva. Somatizados en un régimen biopolítico perfecto, la ansiedad ante la nada está más que protegida: la parida galopante o la burrada. O Falete tirándose de bomba o una bomba con la que acallar nuestra pulsión por el horror.    

En definitiva: toda pieza elevada al estatuto epistémico de obra de arte por obra y gracia de quedar autoreferida al propio negociado del arte –aquí la tautología de XX sí que funciona: es obra de arte todo lo que carga con una interpretación estética-, las piezas han de portar no ya toda la culpa del mundo como dijera Adorno sino con la culpa de no valer para otra cosa –o, mejor dicho, no valer ni siquiera para una cosa. Creadas con ocasión de servir de ejemplo mimético con el que deslizar un poco las fronteras de lo sensible hacia un reparto más justo en el entramado social, las obras –ha decir verdad- cargan con una destinación para las que muy pocas veces han sido creadas. Así entonces, y con el fin de no caer en la nadería apenas son producidas, no hay teoría crítica que no venga en socorro de cualquier pieza, por burda y cochambrosa que ésta pudiera ser.
 
 

Ante esta situación de paranoia del discurso, el espectador queda arrinconado como una mera necesidad sistémica, como un momento que hay que pasar lo mejor que se pueda, y poco más. Si Rancière apelaba a un espectador emancipado, lo cierto es que el actual, apuntalado por toneladas de dogmas a los que servir, no es más que la la encarnación de al finalidad sin fin kantiana: un tipo que se pasa por allí pero al que no hay que atosigar mucho no sea que vaya y se entere de que todo es una gran estafa.

Ante este estado de la cuestión tan sintomatológico, el comisario Niekoolas Johannes Lekkerkerk desembarca desde Rotterdam en Madrid y Barcelona para proponer un par de exposiciones –en las dos sedes de la galería Nogueras Blanchard- donde sea la propia obra de arte, desnuda de dogmas, vaciada de apriorismos lógicos, los que lleguen a dialogar de tú a tú con el espectador.

De lo que se trata entonces es de mostrar antes que de enseñar, de señalar antes que de interpretar, de potenciar una percepción que se trata de apresar en apriorismos teóricos y técnicos. Volúmenes y superficies, espacios y lenguajes, códigos indescifrables sin ningún tema en concreto más que la errancia de una mirada que organiza en torno a una organismo nuevo en cada caso, para, de este modo, comprobar el verdadero potencial de la obra.

No obstante, y aunque ni el discurso del comisario ni el nuestro propio parecen andar muy desencaminados, lo cierto es que esta perspectiva de dejarse llevar por una percepción no-educada en el magisterio de la teoría peca de hacer de la estética una ideología y del arte un idealismo acrítico. ¿Qué porqué? Porque ya nos ha demostrado la propia historia del arte que desanclarse de cierta dosis de negatividad, de hacer de la estética un páramo donde el sujeto eleve sus potencialidades constructivas no redunda sino en hacer del arte el ámbito más propicio para que campen a sus anchas las fuerzas violentas de la razón: esa fuerza que equaliza a ras del capital, que crea el sortilegio de la cosificación y la reificación de cualquier objeto a manos de una razón omnicomprensiva.
 
 

Sería fácil de desmontar: la propia eliminación de la teoría supone, en sí misma, una estrategia más. En definitiva, la misma cuestión late en el fondo: hay que venir sabidos de casa, hay que saber lo que estamos ya convencidos de querer saber. Que el espectador se apodere de esa dinámica interna de las obras no supone sino una toma de posiciones bien concreta por parte del espectador donde es dudable que se logre algún movimiento de emancipación en semejante ejercicio.

Y es que, cuando estamos como locos por hacer del arte una instancia de conectividad más, corremos el riesgo de perder de vista lo fundamental: que no se trata de apoderarse de ideas, sino de desembarazarse de ellas. Es decir, de ser reconstruidos en la propia percepción estética. Si hemos aludido a Adorno un par de veces no fue por dárnoslas de sabiondos endomingados –que también-, sino por no olvidar el quid de la cuestión: sujeto y objeto son ambos polos dialécticos de modo que una obra logra potencial estética si muestra aquello precisamente que no garantiza: la no-reconciliación de ambos, ni a través de teoría interpretativa alguna –cosa que tiene presente el comisario- ni tampoco por mediación del poder subjetivizante de nuestra razón –cosa que parece olvidar.

Que el comisario quiera dárnosla con queso haciendo de la razón subjetiva una cosa comatosa y amorfa donde los ojos oigan y los oídos vean no significa que en la base esté lo mismo: una razón como demonía que es imposible sortear a no ser que la subjetividad se convierta en un polo más, sin prioridad alguna, junto con el objeto.

Porque solo así, respetando una indecibilidad dialéctica, es posible crear el ámbito de autonomía estética donde el yo particular sea subsumido por el flujo de una historia social comprendida como catástrofe y drama diario. No se trata de disfrazar deconstructivamente a la razón, sino de crear el espacio para un ejercicio de crítica social.

Este el riesgo de la práctica comisarial actual: que bajo el imperio de una razón camuflada en lo molón de la interacción y la comunicatividad esconde un idealismo estético dogmático y violento. Si no estuviéramos en un momento crítico se lo pudiéramos dejar pasar: pero acaeciendo entre nosotros la catástrofe de todos los días, ciertamente no se lo podemos permitir.