miércoles, 22 de abril de 2009

ENTRE LO FOTOGRÁFICO Y LO ARQUITECTÓNICO: EL ESPACIO LATENTE DE LA IMAGEN


AITOR ORTIZ: OBRA RECIENTE
GALERÍA MAX ESTRELLA: 03/04/09-23/05/09

A pesar del páramo conceptual en que descansa el arte de hoy, ciertas estrategias artísticas conservan el poder de sorprender por su amplitud, sobre todo teórica, de miras. En un mundo espectral como es el del arte, el enfrentarnos aún con propuestas que nos sitúan lejos de lo manido-espectacular o de lo superfluo-efectista son, sin duda, de agradecer.
Yendo en esta línea, la obra de Aitor Ortiz se dispone, de buenas a primeras, a barrer y a saltar sobre dos contradicciones que tienen como objeto, una, la fotografía como medio artístico y, otra, la arquitectura como ámbito específico de lo artístico.
Los resultados pueden ser dubitativos, en ciernes aún, más teóricos que vivenciales, pero, sin duda, nos ponen en contacto con lo que cabría esperar del arte: establecer una relación, o más aún, problematizar un vínculo, entre el hombre y su producirse como tal.
En referencia a la primera, no es sino la bidimensionalidad de la fotografía lo que se quiere poner en duda o, cuando menos, entre paréntesis. En este sentido, y como si de una escultura o instalación se tratase, las fotografías toman cuerpo y tridimensionalidad para erigirse como un verdadero ‘campo expandido’ de la matriz fotográfica original.
En relación a la arquitectura, Aitor Ortiz trata de diluir la necesidad de experimentación que tiene toda arquitectura haciéndola remitir, precisamente, a esa tridimensionalidad del objeto fotográfico. La arquitectura, como campo artístico, siempre ha sufrido los imponderables de una contradicción en los términos: la que remite a su habitáculo como puro habitar (en el sentido más existencial que se le pueda dar), y su carácter de artificialidad, de producción. Así, exponer una arquitectura desde lo fotográfico no deja de ser un total sinsentido, ya que toda arquitectura, debido a ese doble carácter, descansa sobre los pilares de la experimentación existencial del habitar.
Es bien conocida la tradición fotográfica que hizo uso de lo arquitectónico como vía sobre la que desarrollar y elaborar un lenguaje fotográfico autónomo. Y es que, durante un tiempo, quizá ambas disciplinas compartiesen más de lo que se pudiera pensar en un primer momento: pragmatismo en las formas, simetría y orden en la composición, necesidad de autonomía frente a la pintura o al capricho ornamental.
Pero, después del fracaso moderno arquitectónico, después de desnudar todas y cada una de las distopías que llevaba en su seno, desde la de la ciudad perfecta hasta la de la igualdad del ciudadano, quizá la arquitectura, en esta época de tele-experimentación y despojada de toda garantía de orgánica racionalidad, haya conseguido acentuar su esencia de creadora de espacios y ser el último reducto donde la experimentación haya de hacerse “in situ”.
Pero algo las lastra y, en eso, siguen caminos parejos: la drástica negación a salirse del plano-superficie en la fotografía, el hacinamiento de lo arquitectónico en el archivo fotográfico, intentando hacer inútil todo intento de transitarse o de vivenciarse como producto humano del habitar de su existencia.
Es de extrañar el que, pese al tiempo que se puede considerar a la fotografía y a la arquitectura como autónoma, no se haya replanteado esta relación en términos más actuales: los que hacen depender el arte de la experimentación propia del espectador.
Querer acabar con el estatismo arquitectónico que supone toda reproducción fotográfica es la tarea que se ha propuesto el artista. Toda arquitectura ha de vivenciarse, al igual que toda fotografía puede sobredimensionarse. Y, a mitad de camino, en el punto de cruce de ambas estrategias, el espacio latente arquitectónico surge como lo experimentado en la contemplación de las instalaciones fotográficas tridimensionales dispuestas en la galería.
Se percibe ya la posible intención del artista en sus fotografías bidimensionales, en las que se contempla lo repetitivo de un forjado: lo artificial de un paisaje que es el de nuestro habitar se deja adivinar en la intuición que relaciona lo representado y lo producido, lo que se contempla y donde, en ese mismo contemplar, hace surgir el espacio vivencial del habitar.


Pero es en sus foto-esculturas donde se alcanza el punto más alto de experimentación: las fotografías, modelos casi escultóricos de lo arquitectónico se dejan transitar, recorrer por el espectador. Así, las fotografías se despliegan sobre el campo expandido surgido en su transitarse al igual que lo arquitectónico logra romper el ámbito de lo fotográfico permitiendo así una experimentación más existenciaria. Y, como nexo aglutinador del entramado teórico, la percepción: el espacio sugerido del habitar en la bidimensionalidad de lo representado, la espacialidad como imagen en lo escultórico.
Es decir, ¿qué es la imagen?, ¿se da a nivel perceptivo o es a nivel vivencial y experimentable como lugar habitable? La imagen se crea, el habitar se construye. Pero, ¿pueden también intercambiarse los términos? Es decir, ¿qué relación sigue habiendo entro lo fotográfico en cuanto reproducción de imágenes y lo arquitectónico en cuanto creación de espacios?

jueves, 16 de abril de 2009

CONEY ISLAND REVISITADO

A CONEY ISLAND OF THE MIND
GALERÍA MORIARTY: 19/03/09-04/09


En la aldea global del enterteiment y el espectáculo, algo tan inocente como un parque de atracciones no puede por menos que causar aturdimeinto y nostalgia. Esos lugares, bulliciosos a partir de cierta hora y dependiendo de lo benigno de la climatología, solitarios y como a la espera de ajetreo la mitad del tiempo, suponen un encontronazo con lo brutal de la realidad: ¿a qué esperar si el espectáculo está por doquier?, ¿por qué trasladarse y juntarse si el entretenimiento es ahora de consumo único y personal?
Nada causa tanto desasosiego como la escenografía del ocio en barbecho: una playa turística en invierno, un parque de atracciones olvidado y cayéndose en pedazos,… No se ven sino fantasmas. Y es que, principalmente, si la atracción de feria o la barraca de pueblo, venía a significar lo otro que nunca sucede, el disfraz o el fantasma que se esconde detrás de los acontecimientos, hoy, cuando es el simulacro mismo el que opera como realidad global, no hay necesidad de levantar totémicos lugares para el disfrute de la masa. La masa, en sí misma y para sí misma, es ya un espectáculo de primera calidad.
Actualmente esos lugares, la enfatización del pastiche postmoderno donde todo cabe, no vienen a ser sino lo obsceno del poner sobre el tapete las necesidades impulsivas de consumo de la propia masa: parques temáticos levantados a golpe de ampulosidade yankee, donde la diversión se resuelve entre el pato Donald, el fast food, la ultimísima novedad tecnológica, el desfile de majorettes y los fuegos artificiales para cerrar, oh, la perpetua fiesta de un día que ya ha pasado pero que será, seguro (porque ahí radica el negocio) idéntico al próximo.
Pero, ¿escapa hoy algo a esta escenografía del parque de atracciones? Desde el macrofestival de música con guardería incorporada, hasta las vacaciones paradisíacas con pulserita para la clase media, parece que poco queda a salvo. Incluso el arte tiene sus propios parques de atracciones en forma de multitudinarias ferias, bienales y demás.
Lugares para la inocencia ya no quedan. Nadie quiere ser ya inocente, aunque tampoco es cuestión de desear o no desear: es que no se nos deja ya ser inocentes, no se nos permite siquiera.
Ciertamente tuvo razón Lawrence Ferlinghetti al pronosticar un Coney Island de la mente: el único parque de atracciones, el que surja de los sentidos y la mente. Pero no es tan fácil. Porque desde mucho antes que el estado del bienestar diese las primeras muestras de espectáculo, ya la senda machacona del capitalismo avisaba: pulular por el parque de atracciones a deshora significa la exclusión. Radicalizado y puesto al día: esse est consumir. La esencia del existir, el consumir. Y, por encima de todo, el consumir ocio. Desde el Live Aid hasta la Super Bowl, desde la entrega de los Oscar hasta el telemaratón solidario, todo se trata de ser consumido en la pantalla mediática.
En este sentido, la retahíla de biografías ‘excluidas’ norteamericanas es larga. Desde la vida consumida a sorbos de whiskey de Scott Fitzerald, pasando por el disparo a bocajarro de Heminway, hasta llegar a la huida en el camino de Keruac o al aullido de Ginsberg: ya no se trata de generación perdida, sino de generación excluida. “I saw the best mind of my generation destroy by sickness”, decía Ginsberg. Otra vez la mente: para bien o para mal, todo termina o acaba en la mente, en su cementerio o en su parque de atracciones. Eso, claro está, antes de que la esquizoide capitalista haya investido el objeto-mercancía de tal forma que sea imposible si quiera la duda. Sé lo que deseáis y yo os lo voy a dar: pertenecer.
Llegar a esta exposición, pasar por el torno de simulado metro que hace las veces de salto marypoppiano a lo irreal, es situarnos, otra vez, en el parque de atracciones único: el de nuestras propias experiencias y el de nuestra mente.
La obra de Darya von Berner es simplemente deliciosa: uno coge uno de los billetes de metro puestos para la ocasión, lo pasa por el trono y se oye la voz de Ferlinghetti: “the pennycandystore beyond the EI, is where I first fell in love with unreality”.





Ya no hay vuelta atrás. Pasar es enamorarse de lo irreal y es, también, quedar excluido del parque de atracciones telemático del exterior. Pudiera parecer sencillo, pero no olvidemos que cierta garantía de felicidad es la que sigue dominando el show de la telerealidad mediática: la que nos proporciona ser parte de la masa ocupados en el onanismo de nuestra propia contemplación.
Solo si miramos nuestro billete de metro nos daremos cuenta de que, de una manera enormemente poética, todo vuelve a encajar: “Outside the leaves were falling”. Sí, nos hemos enamorado de lo irreal.
Todo lo que hay dentro, una vez pasado el umbral, no nos deja indiferentes: caminar entre la real y lo irreal, entre el presente y el pasado, entre lo confiado de unos sentidos y el engaño de su propio trampantojo, entre lo visible de nosotros mismos y lo que escondemos…, todo eso, y mas, es lo que nos ofrece una de las mejores exposiciones del año en Madrid.
Por destacar, podríamos reseñar los cuatro videos que forman parte de la exposición. Zoé T. Vizcaíno, en su obra “Estudio sobre el umbral III”, a través de una inusual sencillez en plano fijo y un jugar con la ambigüedad del tiempo de lo contemplado y de quien contempla, que nos puede recordar incluso a Bill Viola, nos hace ser espectadores de la misma realidad descomponiéndose por una pedrada.





Por su parte Lili Hartman, en un video que forma parte de una instalación que simula ser un saloncito de estar, nos enfrenta a nuestra propia memoria y melancolía. Ella misma, ataviada como anciana, tararea canciones que han formado parte de su vida. Solo deslizar el eje discursivo y todo causa una profunda sensación de irremediable desasosiego. “i can´t get no satisfaction”, canta.
El video de Sophie Whettnall ‘ Conversation piece 2’ es mucho mas radical. Lo irreal no es la realidad descompuesta ni el pasado-memoria, sino nosotros mismos, el monstruo que habitamos. Paseando por un parque (otra vez el parque), una mujer relata con angustia sus diferentes problemas psicológicos, desde la bulimia hasta desear la muerte. “Quiero que alguien me mate”, se la escucha decir. Y es que el parque de atracciones de lo irreal tiene también su tren fantasma. Pareciera que este video es el reverso de una obra expuesta estos días en la Grey Art Gallery de Nueva York. Anneé Olofsson, en su obra ‘Evil eye’, nos muestra también a una mujer, pero esta vez aparece visible tumbada en una cama con los ojos cerrados. Lo que se escucha son sus propios pensamientos, problemáticos e inquietantes, recogidos muchos de ellos de la vorágine mediática: desapariciones, violaciones, asesinatos. Exterior e interior. Y todo ello separado por la fina membrana de nuestro cuerpo. O se nos muestra el exterior relatándonos el interior, o viceversa.
Por último, Manuel Saiz, en su video ‘A life’, trabaja con la búsqueda de espacios y de nuevos horizontes, el camino que se recorre al tiempo que se construye. Caminante no hay camino, etc. Lo tiene todo: hasta el mirar atrás contemplando el camino que no se ha de volver a transitar. Simple como efectivo, pero poético ante todo.


Solo sentimos que haya que salir, que haya que volver a picar el billete de metro. Ya no está Ferlinghetti, ya no hay tienda de caramelos ni nos hemos enamorado. Solo hay, ahí fuera, hojas, hojas cayendo en un otoño eterno y sin fin.

sábado, 11 de abril de 2009

EL IRÓNICO TRIUNFO DEL OBJETO


CHRISTOPHER MULLER / ALEX JASCH: “DAS DING DING”
GALERÍA HEINRICH EHRHARDT: 31/03/09-16/05/09

La proclama postestructuralista de que el sujeto no es ya el productor de significado ha tensionado el campo semántico del signo en dos direcciones: uno, hacia la desubjetivización total del sujeto, y otra, como era de esperar, en una extraña y poderosa subjetivización del objeto. Las cosas logran despojarse del sentido sin esfuerzo alguno, plantan cara con una desacostumbrada ironía que no hace sino subrayar el artificio de todo significar.
Intuyendo lo que se avecinaba, el conceptualismo quiso enfatizar la eliminación del objeto artístico. Lo importante era la idea, la subjetividad vendría a ser máxima y el arte se encontraría ante la tan deseada tautología: una obra es arte al ser una idea sobre una idea de arte.
Pero la debacle ha sido total y, diríase, definitiva. Yendo un poco más allá de determinados modelos de tautología lingüística, cuyo valor artístico no se basta ni a sí mismo, ha sido más bien el objeto el que ha emergido triunfal. Se quería terminar con él, y ha sido precisamente él quien ha llevado la voz cantante la mayor parte de estas últimas dos décadas.
La dictadura del objeto se ha impuesto: todo objeto desea ser fotografiado, registrado, digitalizado incluso. En la vorágine en que está sumida la pantalla-mediática, la frontera que separa el archivo de la realidad profana, es profundamente flexible. Todo, en su mera calidad de objeto, ya es signo y, como tal, ya pertenece al archivo. Ni siquiera hace falta un sujeto que dé cuenta del fenómeno. Toda producción no es sino reproducción. Las nuevas tecnologías no han hecho sino acelerar el proceso irónico del objeto. Su mismo producirse, ya se da como fantasmagoría.
Sabedores de esto, los artistas actuales han plantado cara y ya no se dejan engañar en el juego. Revelar la cara oculta de los objetos no ayuda a comprender mejor el mundo, sino que lo que se consigue es incrementar el misterio del propio objeto, su ironía y, con ello, su poder.
Al objeto ahora se le ata en corto. Nada de apuntarse a una estética del montaje donde se deja a los objetos a sus anchas para construir una nueva realidad relacional en la que, se quiera o no, el sujeto está totalmente excluido e imbuido de un ajeno extrañamiento. Nada tampoco de seguir aún la senda del readymade duchampiano o del ‘objet trouvé’ dadaísta. En una palabra, ni arte-objeto ni signo-mercancía.
De lo que se trata es de desarticular la sobrecodificación que la implosión mediática ha llevado a cabo en el signo. Estando como estamos, en palabras de Baudrillard, “atrapados en el aspecto sistematizado, modificado, diferencial y ficticio del objeto”, se ha de dejar para mejor momento la pasión por el fetiche y el código, la querencia por la instalación y el bricolaje, y tener el valor de vérnoslas, al fin, con el objeto. Básicamente, o se le aísla, o se le usa.
Las fotografías de Chirstopher Muller optan por la primera estrategia. Su forma de representarlos, siguiendo la estética del bodegón y manteniendo el tamaño real de cada objeto, no hace sino desactivar la posible instalación relacional haciendo que la yuxtaposición de elementos diversos quede abortada en un cortocircuito inminente: el que surge de la combinación selectiva de la cotidianeidad, el que nace de apilar lo convencional en un nivel semántico cero.
Lo que se produce de esta manera es una nivelación en las jerarquías en los niveles de significación y de producción de sentido. El señalar perceptivo, el mostrarse de la obra de arte, no conlleva un irónico desplazamiento del objeto-significante, sino que, atrapado como está en la mas elemental de sus desnudas cotidianidades, el acto mismo de significación es un proceso redundante que no crea ningún tipo de diferencia. Y, con Barthes, no habiendo diferencia de signos, no hay significación posible.
La pantalla mediática queda desconectada, la sospecha de qué habrá detrás de cada objeto queda disuelta en una correlación perfecta. El sujeto, aunque sea de esta forma un tanto particular que consiste en la parálisis del significar en la cotidianeidad del bodegón, vuelve a recrearse en ser de nuevo instancia de control.
Pero, ¿realmente es así?, ¿no es ahora la sospecha mayor?, ¿no nos conduce esta necesidad de la parálisis a un terror al objeto mayor que lo que podría significar su ironía? Quizá estas fotografías muestren el resultado de lo único a lo que podemos agarrarnos: un enorme silencio como el más efectivo de los simulacros posibles. Como dice Boris Groys, “solo en un mundo sin subjetividad podría uno sentirse protegido y a salvo”. Sí, quizá no sea tan malo, después de todo, que el objeto imponga su férrea dictadura. Al menos así podemos jugar al simulacro de ser felices.
La otra estrategia, la del uso del objeto como forma de exorcizar el poder objetual, es la que sigue Alex Jasch. Su estética es la del detritus y el deshecho, la de la basura.



Sus esculturas parecen amorfas, pero se descubre, sedimentado en el apelmazamiento del escombro, la huella de lo que fue un objeto. Desprovistas de toda monumentalidad y de cualquier esteticismo, estos objetos claman por una presencia que ya es problemática. Reutilización y reciclaje como proceso de anulación de la sistemática reproductibilidad técnica del objeto.
Desesencializados en su forma de ser como utensilio, impotentes a la hora de erigirse como poder irónico frente al sujeto, no queda de ellos sino una caótica masa que ni siquiera puede autoefectuarse en un nuevo proceso de significación.
Pero, como antes, el doble juego de esta anestesia frente al objeto tiene también su propio reverso: la producción que llega hasta el grado más ínfimo, el del detritus. Y es que hasta en el desperdicio halla el objeto su inestable poder; hasta en su deformación en basura es capaz de dar cuenta del proceso creativo. La serialización alcanza el límite: la de lo inservible.
Como se ve, no hay manera. En su querer arrinconar al objeto, la subjetividad juega sus bazas, pero también cae en sus propias trampas: las que el mismo objeto le impone a la hora querer jugar con sus reglas.

martes, 7 de abril de 2009

LA POLÍTICA DE LA MIRADA: UNA SOSPECHA

ÁNGELA BULLOCH: “SMOKED, FORMED & QUARTERED”
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 05/03/09-30/04/09

A finales de los ochenta, cuando Jeff Koons y compañía jugaban a desquiciar el mundo post-wharholiano previo al retorno a lo real y ya era usual moneda de cambio el recurrir a la enunciación teórica de la fetichazación de la obra-mercancía como algo acabado en sí mismo cuya misma posibilidad de dinamitar el “sistema-institución arte” no era mas que una parodia de sí mismo (¿se podía ir más allá de Haim Steinbach al presentar unas Air Jordan como obra de arte?), parecía que muchas otras cosas llegaban también a su final. Entre ellas, la problemática, tan querida al minimalismo y herederos, de la percepción.
No solo la radical sustitución del valor de uso por el valor de cambio en el readymade extremo (y la consabida mercantilización) hacía inexistente tal problemática, sino que la perfomance y el video-art habían ya dinamitado su posible valor al inscribirlo dentro de sus potencialidades. El tiempo, la durée bergsoniana, ya no corría de parte del individuo, ya no era el sustrato bajo el que la obra de arte se desplegase completamente, sino que, o quedaba sedimentado en la imagen-tiempo del video-arte, o quedaba anulado en el carácter efímero de gran parte del arte de los ochenta.
Pareciera como si toda práctica que tuviese como presupuestos la participación del espectador en forma de psiclofía de la Gelstat, estaba llamada a ser eliminada. El minimalismo entonces, como tótem de la perceptividad, pasó una gran temporada entre las aguas del reapropiacionismo, el diseño industrial y la instalación de ambiente.



Sin embargo, a día de hoy, cuando el ‘engaño’ duchampiano no solo ha llegado a meter dentro del museo unas zapatillas Air Jordan o un tiburón en formal, sino que la perceptividad misma es algo devaluado en sí mismo gracias al bombardeo sísmico y sistémico de imágenes a las que nuestra retina apenas puede poner atención, ¿a qué es debido el resurgir de cierto minimalismo que, si bien nunca estuvo muerto del todo, sí que parecía enclaustrado y encorsetado en unas pocas de prácticas?
El mismo Koons nos puede dar la pista: “Fundamentalmente son los medios los que definen la percepción que el individuo tiene del mundo, de la vida misma, de la forma de relacionarse con los demás. Los medios definen la realidad”.
Desde luego nada nuevo. Pero todo suma. Unas zapatillas, igual que un par de balones de baloncesto en agua o un tiburón en formal. Puede que nuestra retina no sea capaz de percibir nada en esta vorágine mediática, pero cada imagen es sedimentada por otra nueva en una adición si paliativos ni deceleración en su re-producción. La superficie mediática se hace mas densa, la realidad definida por los medios, tal y como adelantó Koons, deviene radical simulacro.
Pero, debajo de esta realidad mediática viscosa y condensada en su autoreproducibilidad en tiempo real, está, como bien ha teorizado Boris Groys, la sospecha. La misma que hacía ver en el urinario de Duchamp algo más que un engaño, la misma que se escandaliza el ver el tiburón de Hirst: la sospecha es constitutiva de la contemplación de la superficie mediática, es el medio de los medios.
En la economía de la sospecha desarrollada por la era postmoderna, al radicalizarse la tensión de la novedad que apuesta por una inclusión en el archivo ‘cultural’ dependiendo únicamente de su carencia de valor en la realidad, tal sospecha no ha hecho sino incrementarse exponencialmente. Koons, por ejemplo, con su afirmación, solo dice que él ya no sabe lo que hay detrás de sus balones de baloncesto, que su ‘engaño’ forma parte de la simulación de la pantalla-mediática.
El readymade es el punto de interferencia entre el espacio profano de la realidad y el submediático. Se han confundido tanto que la sospecha ya es general. El mundo es esquizoide en sí mismo: en la mera virtualidad de cualquier acontecimiento se esconde el carácter de sospechoso de la misma pantalla-mediática. Nada escapa ya a la sospecha. La superficie mediática del lienzo permite distinguir entre lo representado y la representación; la superficie mediática postmoderna hace imperceptible esta diferencia generándose la sospecha masificada.
Las preguntas que surgen a raíz de esto son complejas: ¿podría coincidir, como ya quiso preveer Marshall McLuhan el medio con el mensaje?, ¿puede convertirse el soporte en signo haciendo impotente toda sospecha?, ¿el ser se desoculta en su mismo ocultarse?, ¿son los dos balones de baloncesto arte o son solo dos balones de baloncesto?
Quizá teniendo en mente estas preguntas uno puede entender mejor la problemática a la que trata de enfrentarse el arte post-minimal. Porque no se trata de un “lo que hay es lo que se ve”, cumplimentando a Frank Stella, ni tampoco de un re-agenciarse la estética minimal asumiendo una crítica simulacionista como la que mantiene Peter Halley. Asentados de lleno en la fenomenología de la experiencia electrónica, el post-minimalismo no puede mantener sus anclajes en teorías cercanas a la psicosofía de la Gestalt, propia ya de una percepción estática y subjetiva, ni tampoco seguir el juego a la recodificación fetichizada, por muy ideologizada que esta quiera presentarse.
En la definición que Donald Judd daba al minimal, como arte capaz de no significar nada, es donde hay que ver la potencialidad de sus presupuestos para intentar trascender la sospecha mediática actual. Es decir, la problemática de la percepción debe ser redirigida hacia el estudio de los impactos mediáticos a nivel de superficie de manera que, al tratarse de una mirada desprovista de aditamentos, capaz de no significar nada, la relación de sospecha con el fondo submediático genere al menos momentos de reflexiva lucidez.



En este sentido, el post-minimalismo de Ángela Bulloch se centra en los procesos más conductistas puestos en marcha por los medios. La pregunta podría entonces ser única: ¿qué dirige el comportamiento humano? Nuestra mirada se centra en algo, recibe un estimulo y se actúa en consecuencia. A eso, sucintamente, se le llama libertad. Y hasta ahí llega la sospecha. ¿Somos libres?, ¿nuestra mirada es desinteresada?, ¿nuestra mirada no significa a priori nada?
Como se puede apreciar, estamos cerca de las teorías conductivas de Paulov. A la revolución informática que propugna una materia reducida a información digitalizada, a la revolución cuántica que asume una materia como efecto de la curvatura del espacio, se le suma la revolución biogenética: ¿puede ser la materia reducida a código genético?, ¿puede manipularse, como materialidad pura que es?, ¿podríamos, en último caso, aceptar una ética semejante que, en principio, estaría de igual a igual con el resto de revoluciones?
La dualidad de esta problemática ya la ha apuntado Zizek hablando de Deleuze: o la misma realidad positiva se constituye mediante la actualización del campo virtual de potencialidades inmateriales, o la aparición del pensamiento y del sentido señala el momento en que la realidad constituida reconecta con su génesis virtual. Es decir, o son las señales de materia bruta que pueblan la pantalla mediática las que operan un devenir-acontecimiento reduciendo la ‘verdad’ a una abstracta fórmula genética, o entre el estímulo y la respuesta existe al menos una sospecha de que algo se oculta debajo de la pantalla mediática.
No hay solución porque hallarla sería ser capaz de ver el medio submediático de los signos, algo que nos está vetado. Pero el plantearla ya es un logro en sí mismo porque, en la implosión de la superficie mediática postmoderna, la tensión que la sospecha establece entre el exterior de la superficie mediática y su interior submediático es brutal: no sabemos si consumimos porque deseamos, o deseamos porque consumimos.
La disyuntiva pudiera parecer manida, pero el mismo hecho de que parezca estar tan claro y que desde la misma superficie mediática se nos haga ver que la libertad prima por encima de todo, ya nos puede poner en la senda de la misma sospecha. ¿Qué valor puede tener una libertad que no es lograda ni adquirida, ni tan siquiera consensuada, sino solo vociferada por los altares mediáticos?
En este sentido, no deja de tener sentido la crítica a la teoría de la comunicación de Jürgen Habermas. Más que plantearse la comunicación dentro de unas relaciones ideales, habría que desenmascarar la sospecha de una actual teoría del conocimiento que no hace sino elaborar las reglas de comportamiento del capitalismo emocional. Una ética que se disuelve en un psicologismo con claros tintes conductistas, unos libros de autoayuda, best-seller gran parte de ellos, que enseñan a los “yoes” de los individuos del capitalismo emocional alcanzar una identidad que cotice, serían dos breves pinceladas para mostrar que la comunicación es la primera sospechosa a la hora de erigir un sujeto autónomo.
En todo caso, la labor es esa, resemantizar el campo social y político para poder ver apenas algo debajo de la superficie de signos. La obra de Bulloch, el post-minimalismo en general, pretende comenzar por la percepción.
Se trata, en parte, de seguir la crítica de Fried al mismo minimal al considerarlo un arte teatral en relación a la importancia depositada en el tiempo puro de la percepción: ir mas allá del teatro y situarse a las puertas de la misma simulación, donde las señales mismas se vuelvan estímulos y donde toda percepción, incluida la estética se convierta en respuesta.
En un mundo complejo como este, se busca tolerancia y racionalidad. Todo mirar pretende ser matematizado y computabilizado de inmediato. Eso, o pasar a otra imagen. Pero en la obra de Ángela Bulloch hay que hacer una excepción. Ni hallamos la secuencia matemática, que a modo de abstracta fórmula se convierta en la materialidad de nuestra percepción en la superficie mediática, ni podemos pasar a otra imagen. Nuestra contemplación, la experiencia estética, trata de adecuarse al ritmo infinito de las luces tratando de buscar un orden o un caos. Queremos, por encima de todo, despejar la sospecha.
Pero no hay manera. No nos decantamos por la intencionalidad ni por la casualidad. La sospecha irrumpe ahora en su máxima potencia: quizá haya efectivamente desaparecido la era de la interpretación y hallamos entrado en la nueva era de la programación. Todo se recrudece: nuestra mirada se materializa efectuada en una materialidad conformada por código binario de unos y ceros. No es ya sospecha, sino horror.
Quizá ahora se entienda lo necesario del arte. Quizá pudiéramos, como dicen otros, relajarnos, disfrutar un poco al menos. Si Benjamin ya adelantó que “la humanidad se ha vuelto un objeto de contemplación para sí mismo”, quizá pudiéramos gozar del espectáculo que se nos ofrece: un mundo en demolición. Pero quizá se nos pida mucho, nada más y nada menos que gozar, por fin, estéticamente. O quizá sea que detrás de cada mirada no solo se halle la inocente sospecha, sino el horror más despiadado. Gozar en semejante estado sería de un cinismo atroz.
Pero, quizá sea esa la respuesta que se nos pide dar sin nosotros saberlo, gozar cínicamente de la demolición Quién sabe. Siempre quedará la sospecha.

miércoles, 1 de abril de 2009

IMPLOSIÓN DE LA MIRADA: EL PAISAJE EN BUSCA DE FRONTERA


VINCENZO CASTELLA: 'THE PLOTS ARE HOMELESS'
GALERÍA FÚCARES: 07/03/09-18/04/09

La prescripción común de que solo tomando distancia se logra una panorámica general que conjura el peligro de los árboles que no dejan ver el bosque, no tiene mucho sentido hoy en día.
Hoy solo caben dos tipologías: lo adentro y lo afuera, lo relacional y lo no-relacional, lo sistémico y lo extra-sistémico. Ni profundidades ni elevaciones. Lo único, una basta y diáfana superficie global. Ni siquiera puede que una mirada. “En el corazón de esta videocultura siempre hay una pantalla, pero no hay forzosamente una mirada”, adelantó Baudrillard hace ya años.
Solo se existe en cuanto sustrato relacional, en cuanto protuberancia nodular. Es decir, solo se existe en cuanto en tanto se está conectado a la topología de la pantalla modular. Nuestra mirada, aún no siendo necesaria, solo se comprende como injertos y efectos de la superficie mediática. La lógica impone su sinsentido: solo lo que acontece en el plano puede ser insertado en las redes del simulacro; solo lo que existe como simulacro, existe ‘verdaderamente’.
Habiendo vencido la velocidad sobre el tiempo, lo que sucede al elevarse es que no se contempla mas que un tiempo devorado, fagocitado en una perpetua mismidad de tan desquiciado que estaba. Y es que es la velocidad, y no el tiempo, la esencializadora del acontecimiento.
Elevándose nada acontece; solo la mismidad del detritus de un tiempo, el cronológico, que, como un moderno Prometeo, comienza una y otra vez su peregrinaje en busca del sentido pero al que el tiempo global (el efecto de la velocidad límite) de la superficie mediática le devora el hígado.
Aún así, basta descubrir un simple promontorio, cualquier vestigio de asentamiento que incorpore un montículo aunque sea, cualquier plataforma, para convertirla de inmediato en perfecto mirador. Lo pintoresco, lo sublime-natural, siguen ejerciendo casi la misma fascinación que antaño. Toda belleza, y más aún la del paisaje, necesita de su puesta en escena, de su teatralidad aunque sea en forma de anquilosada conceptología romántica. Quizá sea esa la prueba última del despropósito: lo de no querer despojarnos de los andrajos del naufragio ilustrado y moderno.
Sin embargo, las fotografías de Vicenzo Castella escapan de toda belleza. Lo que atrae de sus fotografías es que, pese a la altura, no están tomadas desde ningún promontorio expositivo, llamémosle estético. No encuentran belleza y, si la hubiera, esta sería en seguida fagocitada a partir del punto de vista del artista que ha logrado con gran acierto hacer hincapié en el fuera de campo.
Nada hay de lo que informar. No se registran efectos de superficie ni monumentalidad alguna. La mirada, aún rozando lo artificioso, se comprende como un mirar a-sentimental. No se trata de ninguna estética del reportaje, sino de la poderosa máquina de simulación en que toda mirada, por el mero hecho de incidir en el plano-superficie, se ha convertido. Casi se llega al propio límite manifestado por Castella: la pretensión de una “construcción casi sin la mirada”. Es decir, el mismo límite del simulacro profetizado por Baudrillard.
Aglutinadores de espacio y tiempo, toda percepción, la nuestra en este caso, crea la paradoja de hacer surgir el no-lugar en cada trozo de realidad sedimentada y diseccionada por Castella. De ahí que la relación que se establece con lo otro del fuera de campo sea de perfecta mismidad en la exclusión.
En relación al espacio, descubrimos que la localización es circunstancial y no tiene importancia alguna. En relación al tiempo, descubrimos ligeras huellas en cada fotografía pero que han sido absorbidas por el propio tiempo expositivo. Así, la realidad del simulacro aparece en toda su desnudez: el paradigma del no-lugar como el efecto de superficie capaz de condensar todo acontecimiento se hace común en todo el globo.
Es decir, la pantalla-superficie de la implosión mediática se contrae al mínimo: el no-lugar como característica de una realidad simulada y estratificada en capas de instantáneas mismidades.
La desjerarquización, la subversión de los valores, alcanza aquí su apogeo y su cima: el ser queda encadenado a la mismidad que lo oculta. No hay nexo causal: en las redes del simulacro que lo abarca todo como inmenso no-lugar, el efecto es pre-existente a la causalidad de los cuerpos; no hay nexo social: la realidad sedimentada aboga por equilibrarlo todo en un caos frío de diferencial extrañamiento en la mismidad cotidiana.
El único espejismo de realidad es el que surge en los márgenes, en la frontera de la propia fotografía en contacto con un fuera de campo que parece conjurar la implosión del tiempo global. Pero es solo la esperanza de de lo imposible: la que pretende buscar aún el sentido en la dromótica de la velocidad límite.