martes, 23 de septiembre de 2014

DORA GARCÍA: LITERATURA COMO MEMORIA DEL FUTURO


DORA GARCÍA: EXILIO
GALERÍA JUANA DE AIZPURU: 10/09/14-15/10/14 

A decir verdad, el relato de Poe La carta robada ha dado mucho juego. Ha dado y, por lo que se ve, sigue dando. Si el relato se había mantenido en un tímido segundo plano durante decenios, todo cambió cuando los postestructuralista le tomaron como ejemplo de lo que a la postre sería su teoría de la significación e hicieron de él paradigma preclaro de esa serie de desplazamientos sin centro fijo que erigirían en ficción llamada realidad.
Lacan y Derrida se fijaron en dicho relato (también más tarde Zizek) para intentar superar la teoría de la significación de corte sausseriano y proponer una inversión radical de los presupuestos de la relación significado/significante. De forma breve –y para evitar ‘ladrillos’ que creo nadie lee–, si para el célebre lingüista suizo el protagonismo corre de parte del significado, para nuestros héroes es el significante quien lleva la voz cantante.
El cuento narra como una carta va sufriendo una serie de desplazamientos que, en el rastro que va dejando, en su no-estar ya donde se la espera, modula y vertebra un conjunto de creencias y sospechas que colocan a cada personaje en relación a un determinado saber/no-saber acerca de la carta. Es de esta manera que el saber de cada personaje, la construcción de su realidad particular, no viene al hilo de lo que la carta diga, es decir, de su significado (de su secreto) sino que, más bien al contrario, es el conjunto de competencias y saberes en relación al emplazamiento de la carta (su significante) lo que es fundamental a la hora de construir cada uno su subjetividad, de acceder en definitiva a un ‘yo’.


            Desde este planteamiento, ¿qué es la literatura? La literatura, ni más ni menos, es el ejercicio capaz de proponer otro desplazamiento (otro envío) en la carta para operar un ejercicio disensual en ese ‘yo’ comprendido como subjetividad. Así, la literatura introduce la heteronomía en el seno de un ‘yo’ que expropia su voz para tratar de decir aquello que no ha sido dicho. La literatura es dejar hablar desde un ‘yo’ a un ‘tú’. La literatura es un exceso, un excedente de sentido respecto del que no cabe medida alguna.
            En este desarrollo se nos antoja como fundamental el comprender que la literatura no está en ningún caso llamada a encontrar la carta, a saber todo lo que hay que saber, a aprender todo del secreto –a, siguiendo el cuento, encontrar como el inspector Dupin la carta encima de la chimenea: la literatura está llamada “simplemente” a no conformarse con nuestra posición dentro de la red de desplazamientos que nos otorga un ‘yo’ determinado, a no hacer de nuestro ‘saber’ un arma de competencias y capacidades. La literatura entonces se comprende como el artilugio capaz de suplantar al secreto tratando de decirlo en su totalidad y, al mismo tiempo –y dado lo imposible de esa tal misión– ocultar cada vez más al secreto, sedimentarlo bajo una capa de envíos y reenvíos que simulan un intento –el de desvelar al propio secreto– que no puede ser sino una búsqueda condenada al fracaso. Y es que en tal búsqueda se da cuenta de un acontecimiento fundacional: que el origen, cualquiera sea el origen –la carta original– no es más que un efecto de la propia búsqueda.
Total y resumiendo: que aunque no tengamos razones para decir nada, no podemos por menos que no parar de decir y de escribir, no podemos dejar de intentar decirlo todo. Es falso entonces el famoso “de lo que no se puede hablar mejor es callarse”: de lo que no se puede hablar hay que escribirlo.
Es en esta herencia donde se inserta el trabajo de Dora García (Valladolid, 1965) de modo que el grueso de su obra trata de reflexionar acerca de los ejercicios disruptivos y nómadas que provoca la escritura, en como la escritura por sí misma es ya desde el principio un potente dispositivo político capaz de deslocación, disenso y fractura. 

Dora García y Ricardo Piglia en una conversación la pasada primavera en Argentina.

Así por ejemplo, en una pieza reciente, The Joycean society (2013), García refiere a un grupo de personas que durante treinta años ha estado leyendo el Finnegans Wake de Joyce: cada once años se finaliza un envío y se abre otro, otro que no es el mismo y que postula sentidos novedosos, trayectos diferentes, emplazamientos disensuales con lo que se pensaba estaban  encerrado en la interpretación anterior. Si, como dice Derrida, “no hay afuera del texto”, cada lectura es un ejercicio de máxima potencia política: cada lectura se abre a la posibilidad de lo que aún permanece como no dicho, se abre a la posibilidad imposible de que, al final, se diga el secreto. ¿Habrá final en la búsqueda o no lo habrá?, ¿se descubrirá el secreto o no se descubrirá?.... ¿llegará la carta a su destino o no lo hará?
Y es ahí, en esa pregunta en su versión postal, desde donde parte Dora García para articular la pieza más reseñable de esta su nueva exposición en la galería Juana de Aizpuru.
La obra en cuestión se titula ''Exilio'' y fue iniciado en 2012 como un proyecto consistente en transformar la sala de exposición en receptor y recipiente de un gran número de cartas, enviadas a la institución por un grupo variable de autores invitados. Así, la galería madrileña, como antes el Tel Aviv Museum of Art o el centro Rupert de Vilna (Lituania), se convierte en destinatario último, en receptor y recipiente de un gran número de cartas que han recorrido trayectos diferentes, franqueados en lugares diferentes, con sellos diferentes pero, todas ellas, con un secreto que referir, con un contenido que, como en el célebre cuento de Poe, no es tan fundamental como se piensa. Porque lo interesante de la pieza es, como señalaron Lacan o Derrida, la propia red de sentidos que se despliegan, su condición de desplazada, de estar a la espera de revelar su secreto.
La idea para este proyecto se la dio la lectura de Respiración artificial, libro de Ricardo Piglia donde se expone la teoría de la literatura como resultante de cartas llegadas del futuro e interceptadas por lectores que no son los destinatarios originales de las mismas. Desde este punto de vista, la literatura –irrumpiendo ahí donde ya habita una lógica consensuada y causal– será la actividad disruptiva que hace imposible que cada carta llegue a su destino, que el consenso (como una relación precisa y bien ordenada de cartas y destinatarios, de envíos y recibos) no llegue nunca a darse, que nunca llegue a concretarse un acto definitivo de significación de modo que el sentido acontezca siempre como efecto del propio desplazamiento, del propio recorrido de la carta. 


Que no llegue a su destino es suponer que el sentido está siempre ausente, siempre diferido, que, en definitiva, “no hay afuera” de ningún texto, de ninguna red de envíos, ya que el sentido es siempre un efecto del propio proceso de desplazamientos, de la propia diseminación. De este modo, suspendido el envío postal en un sentido que está ausente y que se construye como efecto del propio recorrido postal, las cartas, las cartas retenidas por el lector usurpador, están a la espera de su destino: remiten siempre a un enclave por venir, a una potencialidad suspendida en una finalidad sin fin, en una comunidad construida según la espera amparada en la desconexión causal. La literatura, en definitiva, testimonia de un emplazamiento disyuntivo que disgrega el envío del destino, el lugar de origen del de llegada.
 Y si decimos que la literatura provoca que la carta no llegue a su destino, que no se encuentre, ello es porque la literatura nos dice que la comunidad nunca es idéntica a sí misma, que el número de los que cuentan es siempre efecto de un consenso. Ese es sin duda el efecto perverso por el que Platón condenó a la escritura: porque ella, la escritura, genera un suplemento por el que la suma de las partes nunca es ya el todo. Es decir, la escritura desgaja a la comunidad de la medida con la que ha sido construida. La escritura da cuenta de ese otro que está en el exilio, esperando a ser acogido. Da cuenta de aquel que no cuenta. La escritura es, antes que nada, experiencia de exilio y de acogida.
La literatura ha de testimoniar entonces de la posible imposibilidad de encontrar la carta, testimonia de una comunidad que no es nunca la suma de las partes sino que remite siempre a su propio exceso silenciado. La literatura nos dice que todo lo que sea un llegar al destino, un decir el sentido, no es sino un efecto ideológico causado por, inocentemente, creernos haber desvelado el secreto.
Una comunidad disensual es, por tanto, aquella que se vertebra alrededor del secreto pero sin desvelarlo. Y es que el secreto, en sí mismo, no es nada: es, únicamente, la memoria futura de la posible imposibilidad de que todo sea dicho, de que todos sean incluidos, de que, al fin, hallemos todos la tan ansiada emancipación.
Mantener vivo el secreto: ese es la tarea fundamental del arte contemporáneo. Dora García, en esa labor suya de imbricación de la literatura con las formas más estéticas del arte contemporáneo, nos presenta una mesa llena de cartas enviadas y a la espera de llegar a su destino. Dicha mesa, en cuanto aún-no contenido, monumentaliza una espera, la espera en la que nos resolvamos a ser, por fin, el inspector Dupin y nos atrevamos a toparnos con la carta, a atravesar la red ideológica de saberes y no-saberes que reparte capacidades a diestro y siniestro.   
Que llegue la carta será que el sentido ha acontecido como pleno, que el secreto ha sido dicho en su totalidad: es decir, que la emancipación está ya aquí, que la literatura es ya innecesaria. Obviamente, la carta no alcanzará, en esta tesitura, nunca su destino…pero habrá que seguir intentando, no olvidar por lo menos la pregunta, no dejar de mandar cartas aunque solo sea para no olvidar la dirección. Habrá que seguir, como ya hemso señalado, escribiendo, siempre desde nuestar condición de exiliados.

domingo, 21 de septiembre de 2014

DANIEL CANOGAR: EL FUTURO COMO TECNOLOGÍA O LA DIALÉCTICA DE LA OBSOLESCENCIA


DANIEL CANOGAR: SMALL DATA
GALERÍA MAX ESTRELLA: 11/09/14-31/10/14

El pasado día 9 de septiembre Tim Cook, comandante en jefe de las operaciones tras la muerte del Gran Hombre, presentó el iPhone6 y, a partir de ahí, la historia se reduce a una serie de colapsos: el del streaming para poder ver el ‘evento’ en directo, la de las tiendas online (se dice Apple Store) donde se reserva el gadget y, de rebote, la de iTunes, plataforma que también se vio superada por la cantidad de usuarios conectados para descargarse el nuevo trabajo de U2, quienes aprovecharon el tirón mediático de la secta Apple para presentar sus nuevas canciones.    
Una semana antes, el 1 de septiembre, el artista español Daniel Canogar (Madrid, 1965) estrenó su trabajo para la Midnight Moment, un proyecto de la Times Square Alliance que presta las 47 pantallas de la famosa plaza a un artista durante los tres últimos minutos de cada día. Es el primer español en ser invitado pero no es el primer español en “ocupar” Times Square: Antoni Muntadas ya estuvo allí en 1987 con su This is not an Advertisement. Pero en aquel tiempo (no hace ni treinta años) solo había una pantalla…
De estos dos acontecimientos solo puede quedar una cosa clara: el mundo ya no es una pantalla en Times Square, el mundo ha devenido una multipantalla donde, si quieres ser alguien, debes de estar mirando. Y, para ello, un único efecto: el tiempo -fugándose en cada imagen, diluyéndose casi hasta la nada más absoluta, provocando experiencias cada vez más mínimas- se ha comprimido hasta ser apenas un  parpadeo entre imágenes. El tiempo, como operador diferencial de repetición en el seno de la imagen, ha implosionado y ya, irreversiblemente, tiende a cero, al nivel entrópico que maximiza beneficios, que consigue que la fluídica libidinal como constructo subjetivo principal funcione a marchas forzadas.


Y es en este punto donde, también hace pocas fechas, Daniel Canogar ha presentado su última exposición en la galería Max Estrella con un único concepto en mente: concretar estéticamente como el palabro “obsolescencia programada”, a pesar de ser uno de nuestros principales enemigos, es también el chupa-chup que más nos gusta, nos seduce y nos excita. Es decir, podría pensarse: nos quejamos de puro vicio.
Y nos gusta, nos seduce y nos excite porque nos promete lo imposible: que el futuro no hay que esperarlo porque está ya aquí. Aunque, claro está, ese “aquí” es fantasmático y abre en su propio seno la fractura por donde se drenan todos nuestros deseos y terminan, como la tecnología, en una obsolescencia constante. Es decir: el futuro está ya aquí para decaparlo, para hacerlo ya inservible, para que únicamente pueda ser experimentado como retrasmitido, online o live global. Sabedores de que el tiempo infringe su cuota de dolor, nos pasamos por niños de teta para desear el futuro pero, en todo caso, desearlo ya.  Para que, en definitiva, no suframos.
Canogar, mientras pasaba una temporada en el mismísimo epicentro del mundo-global (Sillicon Valley), empezó a frecuentar chatarrerías y otros cementerios donde van a morir las tecnologías obsoletas. Así, casi como contraréplica a la investigación que estaba llevando a cabo sobre el concepto de Big Data, empezó a trabajar como un arqueólogo con esos desechos. Ahí pudo comprobar que, en esta sociedad de la información, no somos sino esquejes prendados a cualquier pantalla capaz de decodificar unos sueños que ya, de imposibles, hemos olvidado.
Dotar de nuevo de vida, como hace Canogar, a esa basura semiespacial, es señalar ahí justo donde más nos duele: que ya, de puro inoperantes que somos, solo sabemos manejar maquinitas; que de puro incapaces que somos, dejamos nuestros sueños más importantes a cachivaches que construyen ególatras californianos (y, según tengo entendido, machistas y –esto lo añado yo– pajilleros). Seguro que cuando Bejamin dijo aquello del artista como trapero –en alusión a esos sueños mesiánicos que ya en su época dormían entre la basura– no se imaginaba el calado de nuestra catástrofe.


Total, que si toda tecnología, aunque señalaba al futuro más abismal, termina por caer más pronto que tarde en el baúl de los deshechos, es su obsolescencia –por mucho que nos revelemos por ese adjetivo “programada” y que, cínicamente espolvoreamos, nos hace revolvernos en nuestra bien aprendida pseudo-emancipación– lo que nos permite seguir con esta tarea tan nuestra de no darnos por enterados, de seguir esperando la siguiente pantalla, el siguiente gadjet, la siguiente gilipollez.
Seguro que con ella entre nuestras manos (el objeto fálico, a-significante) seremos más felices, seguro que podremos contener la respiración un poco más antes de, de nuevo, despertar. Con todo, puede quizás que la catástrofe habite definitivamente ene nosotros y ya, entre corte de respiración y corte, lleguemos a olvidar incluso de qué teníamos miedo.
Estos small data de Canogar al menos hacen que la pregunta no se pierda entre dispositivos tecnológicos, consigue que la cuestión de la que nosotros somos respuesta no quede en manos de emprendedores de startups. Y es que la tecnología es tan importante que -igual que el arte no puede quedar en manos de artistas- no puede quedar en manos de adolescentes hormonados.
En fin…la pregunta por la técnica, ahí donde Heidegger por fin encontró a Marx y ambos encontraron a Hegel para decirnos que, invirtiendo la dialéctica, es donde habita el peligro donde está también lo que nos salva. Estos artilugios resucitados no nos salvan pero al menos hacen que no nos condenemos de una vez y para siempre.


miércoles, 17 de septiembre de 2014

ABRAHAM Y LA BIENAL DE SAO PAULO: CONSIDERACIONES ACERCA DEL ARTE Y LA TIERRA

Video “Inferno” de la artista israelí Yael Bartana


UNO

Como solemos ser más papistas que el papa y eso de que a río revuelto ganancias de pescadores nos parece el último eslogan de marca, el arte –en ese espectro de formas más o menos institucionalizadas en las que se mueve– parece haber encontrado en esta época de crisis (¿y cual no lo es?) su cultivo preferido. Y es que después de haberse movido sin mucho brío en los últimos tiempos, por fin parece haber encontrado una presa digna de echarle el diente. Es de ahí que la palabra ‘político’ no se nos caiga de la boca. Como si pareciéramos los primeros habitantes de un mundo en crisis nos hemos lanzado en pos de mostrar y demostrar que, ahora sí, por fin, el arte será digno de llevar el apellido que siempre ha merecido: el de arte político.
Así sin ir más lejos, el ya periclitado bienalismo parece haber reencontrado el tiempo perdido y cuando parecía abocado casi a la desaparición –o como poco a una indigesta inanidad– ha cogido fuerzas de flaqueza para configurarse como el dispositivo político por antonomasia. Si todos recordamos aún lo sucedido en la Bienal de Berlín del 2012, ahora la 31ª Bienal de Sao Paulo parece haber tomado el relevo para proponer, bajo el título de “Cómo hablar de cosas que no existen”, una bienal eminentemente política, que busca arrancar a la realidad (o de la realidad) esas parcelas de invisibilidad que el consenso plebiscitario ha mandado al cuarto oscuro.

Los números son más que impresionantes: 250 obras presentadas en 81 proyectos de 100 artistas de 34 países. Y, de postre, siete curadores, entre ellos dos españoles, Nuria Enguita y Pablo Lafuente, y, casualidades, dos israelíes (Galit Eilat y Oren Sagiv). Y seguro que, por lo que hemos podido ver, hay cosas muy interesantes… pero sin duda nada como la polémica con la que se dio el pistoletazo de salida a la bienal y que al menos señala la confusión que pesa sobre la práctica artística cuando adopta el sesgo crítico y/o político.

Me refiero sin duda a las cartas enviadas y renviadas (todo dentro del más cordial diálogo institucional) por los artistas 55 de un total de 100 a la Fundación Bienal de Sao Paulo para que retirase el sponsor oficial del Consulado Israelí, poco más tarde la de la misma Fundación validando y comprendiendo las exigencias de los artistas y, por últimos, otra vez de estos para recalcar que el logo del Consulado Israelí, si bien no puede ser validado como sponsor oficial del evento, sí que puede seguir siendo utilizado por los propios artistas israelíes que en su día lo recibieron como apoyo a su trabajo.

Total y resumiendo: que se veía venir. Porque la confusión que reina en el mundo artístico acerca de las actitudes que son capaces de efectiva disidencia y aquellos otros ejercicios que no son más que refritos de un postureo que ante la duda toma siempre el camino del medio es más que evidente.

Una de ellas, quizá la más común, es confundir el pecado con el pecador, para, en una burda ecualización de las maldades, poder erigirse en dispositivo plebiscitario con el que poder seguir dispendiando a quien tender la mano y a quien no. Y, claro está, en esta fabulación llamada realidad, el Estado de Israel tiene todas las de perder, gracias por una parte al despliegue de sus atrocidades y, otra, por lo fácil que resulta al mundo occidental ver la paja en ojo ajeno y no la viga en el propio.       

Y lo curioso es que la situación debería de estar, como poco, controlada. Cualquiera que haya visto si no las ocho horas que dura la obra de Manuel Saiz One True Art-16 respuestas a la pregunta qué es el arte –un docu-performance en el MNCARS que luego pudo verse en el propio centro el año pasado- si al menos la interesante entrevista con el artista alemán Renzo Martens lo debería de tener bastante claro. Porque en dicha entrevista Martens describe con todo lujo de detalles lo que ha sucedido en esta ocasión, no por tener dotes proféticas, sino porque la situación, de recurrente que es, ha llegado a poder ser prescrita según una fácil metodología.

En dicha entrevista, Renzo Martens, a colación del libro “This is Not Art: Activism and other not-art” de Alana Jelineck, establece unas coordenadas muy concretas para el arte crítico, intentándose alejar del cliché de arte político. El ejemplo que pone es bien claro. Es sabido que petrolíferas como, por ejemplo, Shell, comete barbaridades en lugares cómo Nigeria; es también conocido que ese mismo petróleo es el que necesitamos no ya solo para nuestra vida diaria sino para acudir en vuelo a cualquier Bienal de las que colapsan el globo y donde, seguramente, existirá una obra “crítica” sobre el modelo de producción del petróleo. Y, tampoco es nada descabellado, que empresas de corte similar patrocinen de una u otra manera eventos artísticos en algún lugar del planeta. A poco que uno tome distancia, la burda broma sobre la que se cimienta el arte no hay por donde pillarla del putrefacto olor que expele.

¿Qué deberíamos hacer, dice Renzo Martens? Obviamente no dejar de ir a tal o cual Bienal, sino tener plena conciencia de donde ha de moverse la práctica artística y dejar de reflejar y repetir –siquiera por un instante- las propias estructuras de dominación capitalista. Porque, en un régimen espectacular como el que vivimos, el capital goza como un enano de estas muestras “cariñosas” de denuncia que no hacen sino hacer de todo ámbito de crítica un modo de exhibición y de mercantilización y que, de postre, anula las pocas oportunidades que aún pudiera tener el arte de disruptivo.

Lo que expone Renzo Martens es que la práctica artística debe encaminarse no ha denunciar las formas deshumanizadas de producción, sino a evidenciar como cualquier forma de vida, sin ese petróleo Shell, está llamada al fracaso. Es decir, la práctica artística no es otra que la del fracaso: hacer evidente cómo, según los parámetros materiales y productivos desde los que nos movemos, no hay manera de escapar de nuestras vidas alienadas, que estamos de lleno circunscritas a las prácticas alienadoras que denunciamos y que, el simple hecho de denunciarlas, no nos saca de ningún atolladero sino que, más bien, nos remite a una mercantilización obscena de la protesta. Paradójicamente, es en esa experiencia del fracaso donde el arte se levanta un par de palmos de su inane capacidad disensual: no ya denunciando la praxis neoliberal sino haciendo visible nuestra oscura participación en todo el tinglado.

En este caso nuestro: no denunciar lo manchado de un dinero por venir de aquellas manos, sino mostrar recurrentemente como la única opción que tiene el arte para sobrevivir en modo aún visible es, precisamente, manchándose las manos, si no a través de aquellos, a través de otros muy semejantes en su actitudes dictatoriales. Pudiera parecer una tarea menor, cuasi de dominguero pero, muy por el contrario, es una tarea prometeica a la que Benjamin ya dio su bendición: “No hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie”.

Y es que, además, esto de los boicots es de una perversidad maniquea golopante. Porque, cómo señala Juanjo Santos en su columna de a-desk, “si no boicoteamos a Petrobras ¿es porque estamos de acuerdo con los tejemanejes políticos mafiosos? Si no boicoteamos al Gobierno de Brasil ¿estamos apoyando a sus políticos corruptos, a la pasividad ante la cantidad ingente de pobres que hay en las calles de Sao Paulo, a su política discriminatoria contra los indígenas…?”. Ni sí ni no sino todo lo contrario. Es decir, en un mundo espectral donde las ideas hegemónicas no son ya en modo alguno, al menos directamente, las de las clases hegemónicas, el mero ejercicio de oposición, para una ideología que hace gala de poderse situar a ambos lado de la fractura antagónica sobre la que se levanta, no le causa ni el más mínimo daño. Más que nada porque desvela lo caduco y antiproductivo de las prácticas llamadas a generar disenso. Dicho en limpio: la carta, a artistas como por ejemplo Hans Haacke, le hubiese dado la risa floja.


DOS


Pero, aun así, ¿qué se hubiese podido hacer?, ¿cómo denunciar ese necesario beneplácito del arte con la cosa mercantil? Porque una cosa es desvelar la mecánica invertida del capital que hace renuente e impotente toda superficial crítica, y otra, como no, quedarse de brazos cruzados mientras el arte deviene mera y simplona burla de sí mismo, mientras el arte se convierte en mera pose, en estrategia simulacionista de sí mismo.

Quizá la solución sea la misma que tiene el propio conflicto palestino-israelí. Ni más ni menos. ¿En qué sentido? En el sentido de que el arte –en la onda de lo comentado por Martens– solo es capaz de hacer honor a su nombre en cuanto que se niega, en cuanto que fracasa, en cuanto que carta enviada y que nunca llega a su destino. Es decir, en cuando inutilidad improductiva. De ahí la distancia que ha de tomar con toda forma objetiva de realidad y la imposibilidad del arte de operar en el terreno de la política (y viceversa). El arte solo atiende por su nombre ahí donde todavía no ha llegado, donde el sentido todavía no ha emergido, ahí donde está en camino, por-venir, dando cuenta en su peregrinar de las impostura que ha de sortear, de las cosificaciones a las que ha de plantar cara.

Igualito igualito que, en mi humilde punto de vista, el propio conflicto en Oriente Próximo. Porque los judíos y los árabes, enzarzados en un sinsentido acerca de la propiedad de la tierra, pasan sobre la cuestión principal: que saber quien estuvo antes ahí es imposible. Imposible porque siempre el origen, cualquier origen, es un mero efecto de la búsqueda. Saber quien estuvo ahí antes, saber qué es el arte y para qué vale, son preguntas que dinamitan desde dentro la propia esencia de la pregunta. Necesitan de una lógica empírica ajena por completo a la hermenéutica de un sentido que está siempre por llegar, diferido en su propio proponerse.

Antes de los judíos y los árabes estuvieron los filisteos –palabra de la que deriva “palestinos”– y ocuparon la zona entre el Mediterráneo y la montaña. Con el tiempo, este pueblo acabó desapareciendo entre las múltiples invasiones de la historia. En la misma época en que los filisteos llegaban por el mar, los israelitas entraban –según la tradición bíblica– desde el desierto, tras una larga travesía que, desde Egipto, les devolvía a la tierra de sus padres. Efectivamente, allí habían vivido Abraham, Isaac y Jacob, antepasados de los israelitas, pero apenas habían poseído un pedazo de tierra entre las ciudades cananeas. Es más, ellos mismos habían llegado desde fuera, desde el norte y el este, desde su tierra natal en Mesopotamia. Todos los que hoy se disputan Tierra Santa han llegado de fuera, en un momento u otro de la historia. Incluso también, para los cristianos, el mismo Hijo de Dios, Jesús de Nazaret, llegó desde fuera a su tierra: llegó desde el seno del Padre, desde el origen del ser.

La tierra, entonces, como el arte, es una oportunidad para la hospitalidad, un espacio de encuentro, un desierto inhóspito que nos hace experimentar la necesidad que tenemos los unos de los otros, de crear comunidad. Lo mismo que el arte atiende a su propio nombre en cuanto aún-no-siendo, el hombre se sabe sujeto a la tierra en cuanto que se sabe peregrino, venido de otra parte. Decir esta tierra es mía lo mismo que decir este arte denuncia esto o aquello es atrincherarse en posiciones consensuadas. Y no porque no se lleve razón, no porque sus denuncias, su saberse de una tierra, sea falso. Sino, más bien, porque la tierra -como el arte- está llamado a superar lo particular de una situación política para abrirse al peregrinaje eterno, a saberse como nunca llegado a la meta.

La única bienal política capaz de ser llamada así sería no solo la que acogiese el patrocinio israelí sino que especificase que no le cabe otra que acogerse a él para, en un mundo fratricida, replegado en nacionalismos e ideologías varias, poder seguir peregrinando a la espera. Una bienal política sería aquella que superase por elevación las razones –y son muchas– para denigrar ese dinero como manchado y ponerse en movimiento para dar acogida, para imaginar posibles imposibilidades de acercamiento. Una bienal política sería aquella capaz de decirle al otro “esto no es (aún) arte pero está no es (aún) tu tierra”.

Igual suela chusco, pero un artista es un Abraham que coge al otro y se ponen, los dos, a buscar nuevas tierras prometidas.  

sábado, 13 de septiembre de 2014

JORGE GALINDO: DINERO DESMATERIALIZADO, SUEÑOS MATERIALIZADOS


JORGE GALINDO: MONEY PAINTING
GALERÍA HELGA DE ALVEAR: 18/09/14-31/10/14

“Porque no tenemos sueños baratos”
                                                                       Spot publicitario ONCE
  
Si el dinero, como decía Vespasiano, no huele, tampoco deja mancha ni rastro. Y si no que se lo digan a los bárcenas, pujoles, eres o urdangarínes que pueblan nuestra fauna autóctona más preciada. O mejor aún: que nos lo digan a nosotros, que al fin y al cabo somos los embaucados, aquellos a quienes han engañado, aquellos quienes desearíamos quedase un rastro, un olor que poder perseguir.
Pero no hay modo. El dinero ha devenido impoluto, sin duda alter ego de esta profiláctica sociedad en la que estamos inmersos. Nada mancha, nada pringa; o sea, traducido, nada compromete, nada te responsabiliza, nada te destina. Es decir: como dijo aquella, el dinero público no es que sea de todos, es que no es nadie.
Y eso, no por nada, debido a una de las características más apreciadas del dinero: su carácter de máxima abstracción, de máxima ecualización y nivelación. Y es que el dinero iguala todo en un visto y no visto. Lo mismo da ocho que ochenta, el dinero media para establecer la medida abstracta por la cual dos más dos pueden ser cinco. Valor de cambio universal o valor de máxima abstracción: nada vale ya su valor de uso sino su valor de cambio.
Es valiéndose de esta cualidad hiperdemocrática del valor de cambio universal    –y en referencia oculta pero bien presente a la situación de crisis universal que nos está tocando vivir (otra vez las responsabilidades y lo bien que serpentean toda culpa) – que Jorge Galindo ha decidido dar un paso al frente, coger al collage por la solapa y exigirle hasta el límite de lo exigible.
Para ello Galindo se inserta un poco a deshora en las lógicas invertidas del ready made pero, sin duda, tiene sus razones. Porque lo suyo no es servirse sin más de la ambivalencia disyuntiva entre valor de cambio y valor de uso, sino, más a las claras, tejer el soporte de un material de desecho muy particular: el propio dinero. De este modo desvela el carácter limítrofe del dinero: que no puede ser otra cosa, que no puede servir para otra cosa. No se trata entonces ya de buscar el carácter fetichista de la mercancía, sino el punto límite de máxima abstracción donde el dinero no puede dejar de ser dinero. 


Y es que el dinero, deshilvanado y descompuesto hasta lo irreconocible, por muy soporte en que se haya convertido, por mucha ‘nada’ en que se haya transformado, no deja nunca de ser dinero. Porque el dinero, sólido, líquido o gaseoso, siempre es dinero. Siempre está ahí. El dinero: aquello que por muy otra cosa que sea siempre permanece, presente como intercambio y donación irrevocable.
Veinte kilos de billetes de 5, 20 y 50 euros (que parece ser que es el dinero utilizado por Galindo en la serie), no sabemos muy bien cuánto dinero es, pero sin duda alguna que sigue ahí, en el cuadro, como soporte –en cuánto utilidad–, pero sobre todo como presencia latente, como gasto simbólico improductivo pero que ha de generar dividendos. Porque el cuadro, como poco y a buena lógica, vale al menos el dinero destruido para su composición, el dinero invertido para su producción.  Así entonces, el dinero –aún, y quizá sobre todo– como detritus, siempre será algo más que un mero y simple soporte. Es algo que está y estará ya siempre deglutido por la obra.
 Y es ahí donde nos lleva el artista y donde no podemos dejar de vernos reflejados. Porque si el dinero –dinero basura, despilfarrado, inutilizado, robado…– sigue y seguirá siendo dinero, ¿no hará falta alguien que termine dando la cara por él, que se responsabilice de él, alguien qué ponga nombre y apellidos y señale el compromiso alcanzado, la utilidad a la cual fue destinado el dinero?
Hará falta…o no. Porque al gesto material y físico con el que Galindo siempre ejecuta sus obras, se añade aquí el gesto crítico de señalar a estos 20 kilos de dinero como la metáfora perfecta para el dispendio y atraco que ha sufrido este país como sociedad en los últimos años. Así ese dinero, esos 20 kilos, ese soporte que nunca-puede-ser-mero-soporte, señala lo incumplido de las promesas que se nos hicieron, lo mermado de nuestras competencias éticas y morales. Lo mismo que el político tiró al retrete millones de euros, Galindo reproduce el gesto para revelar la fantasmagoría preferida del sistema: que el capital nunca puede ser algo moral, que el capital no conoce su procedencia, que el capital –como la carta perdida en el cuento de Poe– siempre llega a su destino porque, esté donde esté, ese será su destino, ahí exigirá su pago, ahí clamará por ser restituido. Será en el destino donde el capital (nos) nombre y exija su contraréplica, su ser saciado.  


De esta manera, el gesto impetuoso de Galindo sobre el soporte-dinero, bien puede ser la réplica al gesto impotente de una sociedad esquilmada y que no sabe muy bien qué hacer ante tal latrocinio. Así, el espectador de estas obras ha de verse mimetizado con la violencia intempestiva de un gesto, el del artista, que pinta sobre el soporte-dinero, que redefine así –estéticamente– la lógica de la donación sobre la que se levanta la lógica capitalista y que no deja de ser traicionada día tras día.
Y en ese llevar el collage hasta el límite al que antes nos hemos referido, se desprende otra conclusión que no hay que dejar pasar: si el collage descubierto por las vanguardias remitía a un mirar bajo las apariencias, el remitirse al mundo utópico que aún cabía descubrir bajo el soporte mediático, ahora sabemos –y Galindo lo confirma– que nada nos cabe ya esperar. Cuando el dinero es el límite productivo de una sociedad, contenido manifiesto y contenido latente coinciden punto por punto: nada nos cabe imaginar que no tenga su precio, que no sea ya –y a priori– una mercancía. ¿De qué están hechos nuestros sueños si no es de dinero?, o, lo mismo da, ¿qué es una subjetividad sino aquel capaz de poderse erigir en destinación última de un capital, que sin importarle nada más, le nombra y le dice ‘tú pagarás’? Un ‘yo’ es aquel que, como dice la ONCE, no tiene sueños baratos…
Es así que el dinero, en la imposibilidad de ser mero soporte, da cuenta de una materialización simbólica de todas nuestras esperanzas y promesas. En definitiva, hemos sido vendidos por un plato de lentejas, qué además no habíamos pedido y hemos de saberlo. Si no lo sabíamos, al menos Galindo nos lo hace ver. Otra cosa es que sigamos sin ver….

miércoles, 10 de septiembre de 2014

RICHARD HAMILTON: EL PROFETA DE LA IMAGEN

 MNCARS: hasta el 13/10/14

A veces las cosas pasan sin razón alguna y otras, simplemente, porque tienen que pasar. Ni más ni menos. En este sentido, lo sucedido en las altas esferas artísticas madrileñas este verano no puede dejarse pasar sin más. Y no, no me estoy refiriendo a ningún escándalo, a ningún dispendio, a ninguna tropelía política o artística a las que estamos tan acostumbrados. Me refiero a que a la par y al mismo tiempo hemos podido asistir a dos exposiciones “poperas” que ha podido dejar bien retratado a mucha gente. A las instituciones, a los artistas y, también y sobre todo, al público. Si, puedo pecar de decir solo obviedades pero, como digo, las cosas siempre suceden por algo.
Y es que, si ya en su día nos hicimos eco de la exposición del Thyssen que con el grandilocuente título de “Mitos del Pop” nos enseñaba los iconos de la época despejaditos de polvo y paja, no podemos dejar por menos que reseñar –si quiera meramente de puntillas- el reverso de esa cara edulcorada, mitológica y mediática del pop que, con el único –y nada despreciable- fin de sumar espectadores, nos dispuso el Thyssen.
Si la exposición del Thyssen pretendía hacer hincapié (cosa que creemos no es necesaria, pues de eso ya vamos más que serviditos) en la parafernalia mitológica con la que el pop pretendió superar un arte que de por sí caía en mercancía y mito, lo sucedido en el MNCARS con la exposición de Richard Hamilton es justo lo contrario: desvelar lo que la huella del pop, en su pasar como ciclón mercantil y mitológico, parecía haber olvidado en lo profundo de algún cajón.


Es decir: que el pop no consistió solo en mezclar con sabiduría glaciar (nos referimos a Warhol) el readymade duchampiano y la reproducción de la imagen en la era mediática, sino que supuso el primer movimiento en enfrentarse, cara a cara, con una imagen que en modo alguno quedaba ya circunscrita al arte. La pregunta por tanto a la que trata de responder el pop va en la onda de reconfigurar los parámetros de lo artístico en el momento preciso en el que el capitalismo ya había hecho de las suyas trayendo para sí los modos de reproducción y exhibición de las imágenes.
Pensar la imagen, eso que ahora está tan de moda, supuso el avance que el pop quiso realizar y que el propio arte no estaba (ni sigue estando) por la labor de dejarnos ver, prefiriendo que empleemos nuestro tiempo en consignas archisabidas referentes a iconos, mitos, cajas de sopa Campbell y Micky Mouse pescando con caña. Entiéndaseme: no es quitar a un santo para vestir a otro; pero sí que el arte –como dispositivo ideológico que es– propone él mismo unos códigos de visibilidad que acentúan ciertas posturas sobre otras, anulando así las primeras (pues la transforman en imágenes mítica) y dejan olvidados a los segundos (pues frente a esas imágenes no consiguen visibilidad alguna).
Y eso es lo que, a mi modo de ver, es justo reseñar: no solo una réplica de una exposición frente a la otra, un modus operandi frente a otro (que al fin y al cabo responden a necesidades y prácticas de cada institución), sino un reflejo especular donde lo que la una dice lo silencia la otra, donde se demuestra que el arte siempre acontece en los fronteras de la visibilidad, ahí donde el arte apunta a decir algo pero sin terminar de decirlo. Porque todo decir es ya tomar posición, definirse, jugar al mismo juego que cualquier otra práctica productiva. De ahí que, con gran sabiduría, en el momento de eclosión del pop Hamilton –en la célebre carta a Peter y Alison Smithson– escribiera aquello de que “no estoy seguro aún de la ‘sinceridad’ del Pop Arte”. Y es que el arte, si de verdad es arte, aún sin mentir del todo, nunca es sincero.
Así las cosas, si Richard Hamilton era para la mayoría, como mucho, el nombre que se asocia con el artista que realizó lo que dicen fue la primera obra pop (aquel interior hiperfamoso de 1957 donde está ya todo lo que seremos en las siguientes décadas), acudir a la exposición que el MNCARS le dedica es respirar hondo, sumirse en lo que pensabas ya no encontrarías, y dejarse llevar por todo lo que no sabes.
Resumiendo: hay que ir al Thyssen para comprender esta exposición; hay que ir al MNCARS para comprender la del Thyssen. Y, sobre todo, hay que haber leído mucho sobre arte para comprender que lo que se pueda leer o escribir sobre arte no le llega ni a la suela de los talones a lo que el arte espera ser. 


Refiriéndonos ya a la exposición del artista norteamericano (exposición que por cierto supervisó él mismo en parte antes de morir en el año 2011), quizá la clave esté en que mientras los demás popes del movimiento enfatizaban la imagen como ya única mediadora (y, desde luego, no andaban desencaminados) Hamilton bien pudiera ser uno de los últimos románticos en el sentido de enfrentarse aún al complejo problema de la representación. Es, pensamos, manteniendo aún un pie en los códigos representacionales, como Hamilton despliega sus estrategias discursivas desde donde pensar la imagen.
 Y no es en modo alguno un paso atrás, no es una problemática ya acabada por el mero hecho de que la imagen se inserte en los procesos de reproducción. Es, si cabe, un problema más acuciante porque, remitida la imagen a una reproducción infinita, al devenir la imagen ya un dispositivo omnicomprensivo, ¿dónde estamos nosotros?, ¿qué representación de nosotros, meras inscripciones en la pantalla mediática, tenemos? La fascinación por los interiores, creemos, está en esta onda.
Cabe entonces comprender a Hamilton como un continuador de Velázquez, y a Duchamp, cómo no, un interlocutor entre ambos. Arriesgada secuencia ésta pero que creo tiene su razón de ser en el estudio de El Gran Vidrio. ¿Qué es el gran vidrio sino el enigma –sin solución alguna– dónde nos miramos? Cada generación debería de hacer su propia copia, cada cincuenta años, dice en la película donde se ve todo el proceso de reproducción. Es decir: cada generación debería probar a ver si todavía sigue reflejándose en El Gran Vidrio.  
Quizá hoy nosotros, habitantes de la extraplaneidad de la pantalla táctil, abriendo incesantemente pantallas que tienen mucho de mise en abyme, extranjeros en un mundo cuyo sentido siempre está en construcción, podamos aún vernos reflejados en ese enigmático gran vidrio. Pero habría que probar, claro. Y, tirando de metáfora, ¿no tiene ese lobby suyo muchas de las coordenadas desde la que hoy construimos nuestro mundo?, ¿no son nuestras pantallas superpuestas la copia cibernética de las Site-referential paintings?
Sí: creo que Hamilton intuía que no faltaba mucho para que fuésemos expulsados de la representación, para que fuésemos –cómo sin duda ahora ya ocurre– una simple mónada que solo puede representarse representándose al mismo tiempo un mundo virtual. Así, cada uno es expulsado de su propio mundo pues es solo en los mundos de los demás donde existimos. Somos, en definitiva, una imagen que no nos pertenece, un falso revelado donde nuestro hueco es ahora ocupado por una nada que solo son capaz de ver los demás.   
Sí, cada vez estoy más convencido. ¿Cómo si no entender esa pose, opuesta radicalmente a la de Warhol, de que los otros le fotografiasen? Ya no solo es que invierta la posición artista/espectador, objeto/sujeto. Es que sabe que, al fin al cabo, el sujeto, el yo, devendría mero espectáculo para los demás. Para Warhol no hay momento de crítica alguna: yo soy en cuanto me exhibo, en cuanto que me ven (los famosos quince minutos de fama). Para Hamilton, por el contrario sí que hay un punto de crítica, un punto ciego en todo el proceso de subjetivación imaginaria: ahí donde yo he de desaparecer para mí mismo para que los demás me vean.
Hamilton descubre que la intersección de miradas, entre Velázquez, los Reyes y el espectador es un punto vacío, se ha diluido. ¿No será esa la famosa profecía de Foucault? Sólo somos mientras nos ven, mientras –paradójicamente- nosotros no nos vemos? Pensar entonces las condiciones del retrato, de la representación del yo; pensar si aún tenemos un lugar en nuestras representaciones o somos ya meras huellas en la orilla borradas por las olas.