martes, 26 de marzo de 2013

FRAUDE!! EL ARTE EN LA ERA DE LA REPRODUCTIBILIDAD MEDIÁTICA


 
 
“Más allá del saber mismo, adentrarse en la prueba paradójica no de ‘saber’, sino de pensar en el elemento del ‘no-saber’ que nos deslumbra cada vez que ponemos la mirada sobre una imagen del arte”    Georges Didi-Huberman
 

Vayamos al grano. Ahora que Guti, el 'futbolista', y Santiago Segura, el 'director de cine', hacen un cameo de sus propios ejercicios de cinismo dedicándose a ser jurado de lo increíble, ahora que Falete se tira en bomba para especular con las posibilidades reales del verdadero lazo social –aquel consagrado en la panavisión de una misma bobada-, ahora que la Milá se nos despelota para hacer patente que lo siniestro está ahí mismo, invadiendo nuestros hogares cuando uno menos se lo espera, ¿alguien puede tildar, así como así, al arte de fraude? Ahora que el fraude es una consigna para supervivientes, ¿qué se quiere decir cuando se dice que el arte es un fraude?

Posiblemente nada. Porque cuando el enigma está encima de la mesa, a la vista de todos, el nudo paradójico que separa y une a discreción el saber del no-saber, el arte y el no-arte, se torna un simulacro incapaz de seguirle la pista. Cómo no podía ser de otra manera, el arte, en la era de la esdrújula hipervisión, es un fraude. Pero eso, lejos de ser un acicate para el despechado, es su mejor virtud. Porque, ¿cómo pensar ese elemento de "no-saber" que trasporta el arte cuando éste “salta  a la  vista”?  

 
En sentido estricto, y empezando por el principio, lo que falsificaba Elmyr de Hory era, únicamente –y pese a las apariencias-, la firma. Porque la firma es todo lo que uno puede falsificar: insertarse en el juego de iteraciones que operan entre el nombre y la firma. Insertarse en la totalidad del sentido que toda firma asume para sí, pero también en la ausencia que toda firma señala: la del autor que ya no está, la del lector que nunca se sabrá quién es. Insertarse en un cierre imposible, en un sentido siempre derivado y fragmentario, en una memoria viajera.

Eso es el fraude: reorganizar la iteratibilidad que se da entre nombre y firma, adueñarse de un sentido que siempre está en estadio de envío. Si la firma es ausencia, el fraude consiste en adueñarse, siquiera un instante, de esa ausencia que no puede hablar. Insertarse en el juego de ausencias que todo texto despliega: ausencia irresoluble, porque la muerte enseña que la unidad nunca se produce, porque el nombre –y la firma- no es más que una condensación puntual y provisoria, porque nunca sabremos a quién nos estamos dirigiendo, si es que alguien –todavía- hay ahí.
 
 

Porque si, por un lado, la firma trata de devolver la presencia de un sentido orgánico para el texto en la sucesión de sus futuros “ahoras”, por otro lado alude a la desaparición del firmante: el escritor pertenece a la obra, se pierde en ella. Así, si firmar cierra el sentido de lo escrito, también abre el tiempo a una memoria siempre en duelo por quien ya no está. Por tanto firmar abre dos temporalidades convergentes en el hecho de la deconstrucción: como afirma Derrida, la invención deconstructiva consiste siempre en saber decir “ven” y saber responder “ven” al otro.

Todo texto entonces –en la apertura entre ambos “ven”- tiene una cadencia mortuoria, un ritmo sincopado por la melodía de una memoria en fuga, una memoria que exige al autor su firma para, al instante, consentir en que la obra sea susceptible de reenviarse hacia una ausencia infinita. Todo texto en su legibilidad tiene la forma de un envío, de falta como apertura y de donación como entrega sin custodia. La traducción –la lectura incluso- es, de este modo, la forma de un espacio de reenvío, de contrafirma que valida la firma, la afirmación en el borrarse de lo auténtico o del acontecimiento, siempre abierto a otro reenvío.

Ante esto, una única pregunta: ¿quién se hace cargo? Únicamente aquel que acoge el envío de la memoria del otro y lo hace retornar, aquel que dice “sí” al “ven” de la memoria y al pone de nuevo en movimiento. Porque, de nuevo con Derrida, “si hay una finitud de la memoria, es porque hay algo del otro y de la memoria del otro como memoria, que viene del otro y vuelve al otro”.

Total y resumiendo, de Hory falsificaba la firma y no el cuadro porque no podía hacer otra cosa, porque como bien apunta Blanchot, “el libro puede ser siempre firmado, permanece indiferente a quien lo firme; la obra exige la reasignación, exige que aquel que pretende escribirlo renuncia a sí mismo y cese de designarse”. Porque, de igual modo que Pierre Menard no copió a Cervantes, de Hory tampoco copió a Matisse o Picasso. Porque no podía trazar un envío ya enviado –el de la obra original-, sino que solo podía simular un contra-envío, un ejercicio simulacionista de volver a poner en danza. Así, copiar el estilo es fácil, pero copiar la firma –en su indiferencia- es lo difícil. Porque copiar la firma es superponerse en un juego especular de envíos. Es, en pocas palabras, poner en jaque al enigma que te da la posibilidad de contraatacar con tu envío. Es decir, toda carta llega a su destino…sobre todo –como señala Fernando Castro en un texto- si no se envía. Es decir, si permanece en un juego alambicado de itinerancias sobre su propia condición. Es decir, si “realmente” no hay obra ni envío. Es decir… si es un fraude.


Pero, y siguiendo el juego un paso más, sí puede decirse entonces que de Hory falsificó algunos picassos, en el sentido de obra-con-firma. Y es aquí donde nuestro lenguaje ha de cambiar. Porque la ayuda que hasta aquí hemos recibido del impulso deconstructivista se torna inútil para desmembrar con fineza el trabajo fraudulento de de Hory.

Porque los matices que pudiera haber entre un Quijote –el de Cervantes- y el otro –el de Menard- no tienen nada que ver con  la diferencia que pudiera haber entre un picasso –el de Picasso- y otro picasso –el de de Hory. Porque si, como dice Jorge Fernández Gonzalo, “Menard ha roto el espacio de la mismidad por la implantación de lo que Maurice Blanchot definía como un espacio neutro, territorio, literalmente, para lo incomparable, para el desastre de las compatibilidades o los agrupamientos”, el problema “de Horny” no sabe de lugares para la traducción ni la memoria, no sabe de obras abiertas ni de estéticas de la recepción. De Hory no sabe nada de intertextaulidades. Si Menard hace un intento por escribir el Quijote desde cero, no desde Cervantes, de Horny pinta sus picassos desde Picasso. En él no hay problema alguno con la memoria ni con la tan traída angustia de las influencias: de Hory quiere tener una firma, quiere ser alguien.

El cambio de perspectiva es más que patente: si Menard escribe el Quijote y, en su empresa, escenifica la verdad simulacionista del arte, de Hory copia sus picassos para escenificar la verdad fraudulenta del “arte” –entendiendo este, sobre decirlo casi, como el ámbito donde el arte se torna en mercado, en sospecha de sí mismo. Borges es un artista y por ello puede desvelar los laberintos donde realidad y ficción se tocan; pero de Hory no era más que un histriónico perdedor en busca de la gloria que nunca le debió de tocar. “No me siento mal por Modigliani, me siento bien por mi”, afirma con sonrisa de advenedizo en un momento de la película F for fake de Orson Wells.
 
 

Si Borges desvela que el arte funciona mediante sustracción y adición de diferencias imperceptibles, de Hory sentencia que el “arte” funciona bajo el dogmatismo de lo mismo, de la ley mecánica que hace del valor una cuestión de meritocracia, de dinero y de poder. La escritura de Menard del Quijote nos sirve como indicio fundacional de la escritura: todo texto ya ha sido escrito muchas veces, tantas que es necesario borrarlo, hacerlo cero. Sin embargo, la pintura de de Hory va en la dirección contraria: solo tenemos picassos, matisses y modiglianis para saber qué es eso del “arte”, nombres que teledirigen una mirada ideologizada y politizada hasta el extremo de creernos como sublimes nuestras propias ineptitudes.

Arte y “arte”: una historia de repeticiones diferentes, de huecos por llenar, de asincronías siempre susceptibles de ser reenviadas, contra una linealidad miope hecha a contrapelo de una normatividad que permite arribar a un juego simulacionista más potente que el propio arte: un sistema entrópico que se da así mismo la razón para ocultar un fraude endémico como última razón de ser. Así, si el arte se pregunta por sí mismo y, en su preguntarse, se borra, se contorsiona en figuras imposibles de reconocer, el “arte”, por el contrario, dogmatiza su poder aporreando la mesa, sacando tajada a un juego de espejos construidos para otra cosa.

Para ir acabando merece la pena hacer notar que las risas de de Hory contra aquellos que una vez no le admitieron en el ámbito privado de la institución-arte y que ahora se tragan cualquier bodrio, son las mismas risas que causan aquellos que se creen a pies juntillas las entelequias presuntuosas de la genialidad, aquellos que tiene la lección bien aprendida, que mean pesicola viendo un van gogh –el constructo japonés-, que levitan ante un modigliani –con seguridad, el peor pintor de la historia. Las risas del falsificador húngaro hacen eco con la carcajada que provoca la ideología de la firma como termostato con el que dar al público justo aquello que pide: impresionismo y post-impresionismo a patadas, Manet y Monet a saco y todo bien digerido, como si de un vistazo, en una tarde de sábado cualquiera, podamos dar por sabido todo el último arte digno de merecer tal nombre.  


Y es que el nombre -como la firma- dejan mucho que desear: falsean más que ayudan, crean la ilusión de coherencia o pertenencia allí donde nada es coherente y donde la propiedad no es asignable. Eso es lo que desvela las falsificaiones de Elmyr de Hory: que el “arte” no es muy diferente a una poderosa multinacional asesorada por un comité de expertos que va apalancando posiciones en una bolsa de activos donde cada artista y cada pieza vale, justamente, lo que cuesta.

El nudo gordiano de toda la teoría que se pude levantar con ocasión de estas historias de fraudes y falsificaciones queda referido pertinentemente en un momento de la película anteriormente citada, ahí donde nuestro pintor concluye que “si las cuelgas en una museo o en tu colección de grandes pinturas y las dejas allí el tiempo suficiente, se vuelven auténticas”. ¿Cosa de arte o de magia? Ni lo uno ni lo otro, o ambos a la vez. Y es que, ahí donde todo está obsoleto, el fraude es la única salida. Y, siendo serios, el arte empezó a granjearse esa fama de cosa del pasado –de estar obsoleto- justo cuando alguien puso su firma en el lienzo. Justo cuando –porque coinciden- la imagen se inserta en los proceso cosificadores de la mercancía y la emergencia de una subjetividad capaz de crearlo todo; justo cuando inicia el camino para ser un producto más en la era de la reproductibuilidad técnica y, poco más tarde, mediática.

Total y resumiendo, que el “arte” se erige en sí mismo como fraude, como truco de magia, y que su ámbito de indecibilidad es aquel donde magia y creación coinciden para dar por válido la banalidad de lo ya-visto. Porque cuando el trauma escópico se torna pulsión escatológica frente a la pantalla catódica la única salida es, literalmente, la cagada. Lo único es que, en el límite panóptico de hoy en día, ahí donde el fraude está a la vista y nada vale por lo que está, el desenmascaramiento se ha vuelto gesto nihilista por antonomasia. Es decir, si, como dijo Picasso, “el arte es una mentira que nos hace darnos cuenta de la verdad”, esa verdad no es más que el espejo invertido de la propia mentira. La verdad del arte no es menos mentira que la propia mentira y ésta, como dijimos casi proféticamente al inicio, es su única -y por ende- más grande virtud: el arte hace evidente el fraude.

Un enigma ante la vista pero que es imposible de descifrar. Un enigma enviado en correo certificado y ante cuya insondabilidad solo cabe –cabía- un ejercicio de agenciamiento simbólico. Ahora la vida, ese exceso puesto sobre el tapete por Zizek, conjura sus enigmas sirviéndose de un alegato simbólico donde todo es ya pura literalidad y donde la decepción como consenso escópico remite a un fraude colosal: ver justo lo que estamos adoctrinados a ver. Y es que, como apunta Baudrillard, “la perfección del crimen reside en el hecho de que siempre está ya realizado”. Es decir, no hay lugar para la alegoría ni para la sospecha del medio. El pliegue neobarroco ha terminado por cerrarse y es solo la memez catódica o que nos pone mínimamente cachondos. Todo es textual y la imagen señala precisamente aquello que se ve. Así, aunque el simulacro telemático conquiste la panosfera, no hay trampa ni cartón, todo al alcance de un clic, de un gesto de ratón, de un zappeo paranoico

A pesar de que él mismo pretendía que su obra fuese comprendida como interpretaciones –para así entrar dentro de ese juego simulacionista en la onda del Klossowski del “no hay hechos sino interpretaciones”-, sus obras son solo el intento desesperado de acaparar un nombre, de ser alguien. Hacer reventar el secreto del arte para gozar, él también, de sus triunfos. Y lo curioso es que lo consiguió: hoy en día, y siguiendo esa lógica inflaccionaria que identifica valía don valor monetario, sus obras se valoran algunas sobre los 100.000 euros, habiendo incluso falsificaciones de falsos de Hory –perdón, falsos ‘de hory’.

Es decir, el juego sigue jugándose y el fraude hace su truco de magia para lanzar otra señal, otro envío, el más perfecto de todo: aquel que simula una identidad perfecta entre el arte y el “arte”. No va más. El truco ante nuestros ojos y seguimos sin pillar nada.

viernes, 22 de marzo de 2013

EL ARTE CONTEMPORÁNEO Y EL PRINCIPIO DE LA TERCERA DERIVADA (O EL ARTISTA COMO TERRORISTA DEL MEDIO)


 

Este texto fue concebido después de la experiencia, una más, de ARCO. Obviamente se trata de una alusión que puede ampliarse a toda feria, bienal, etc. de la cual partimos para diseccionar –intentarlo al menos- el estado general del arte contemporáneo. Así pues, donde ponga ARCO no hay que ver una reducción, sino más bien un punto de arranque intercambiable con cualquier otro evento. 

Me había prometido a mi mismo no escribir mas sobre ARCO, no porque nos hayamos sobrepasado sino porque, más bien, hay que dejar que el tiempo avance, dejar paso a otras cosas y, sobre todo, no fatigar mucho al posible lector que ya bastante tiene con dejarse caer por aquí.

Pero es que uno se lo pasa tan bien, son tantas las emociones encontradas que, aunque se intente fríamente, al final las manos se le van a uno al teclado. Es un poco como el chiste: me gusta jugar al mus y perder, ¿y ganar? ¡Ganar debe de ser la hostia! Pues eso, que aunque sea mínimamente aquello que adivinamos a descubrir que está sucediendo, aunque la parte que el arte tiene a bien mostrarnos es casi ínfima, uno no puede por menos que celebrar esa propia ofuscación del arte consigo mismo, ese aniquilamiento masoquista que, en cada feria, el arte perpetra.

Porque, digámoslo una vez más, la número tropecientas: a ARCO no se va a otear ni a dejarse ver, no se va para en una mañana atiborrarse de artistas y arte; a ARCO no se va para “saber” más. A ARCO se va para, si cabe, saber menos, para comprobar cómo la cosa, de puro “estar ya vista”, es complicadísima. Comprender como funciona el arte es difícil, aunque con teoría se da al menos el pego. Pero comprender cómo funciona el “arte” es tan fascinante como imposible.

Este texto viene entonces a colación de querer comprender uno mismo como se construye esa entelequia fantasmagórica llamada arte y como su propio “dejarse ver” constituye el núcleo de su esencia: mantenerse no solo oculto sino negado y, a ser posible, fracasado.

Bien pudiera uno pensar que son estas ferias donde menos sucede el arte, es decir, donde en peores condiciones se está para comprender lo que es el arte. El mentar al malo malísimo de toda esta película, el mercado, es ya más que razón suficiente. Pero, más bien pensamos lo contrario. Por ejemplo, y a colación de esto, Boris Groys sostiene que “la exhibición pública se ha convertido en el lugar donde emergen las preguntas más interesante y relevantes, concernientes a la relación entre arte y dinero”[1]. Es justo ahí donde nos situamos, donde uno debe situarse para ser capaz de atisbar algo: en lo que se esfuerza en mantenerse oculto, no a la vista, en lo más sucio del sucio negocio. Solo ahí podrán saltar chispas. Porque en la catotonia hipervisible de hoy en día, solo situándonos a la luz del foco que más deslumbra pueden sacarse buenas conclusiones.


Y es que, a poco que se escarbe en la superficie, esta relación entre arte y dinero da mucho más juego que los sambenitos de la élite  y el ensuciarse las manos de dinero. Porque es justo ahí donde todo viene a descarrilar de su ideología de clase más clásica. A la pregunta que se hizo José Luis Brea acerca de si las ideas de la clase dominante son verdaderamente las ideas dominantes[2], el propio Groys barrunta la posibilidad de que el tan manido gusto elitista coincida con el gusto de la masa: no existe ese gusto elitista, ya que la verdadera élite se cuida mucho de dar que pensar que son una élite. Por eso los gustos de los poderosos coinciden punto por punto con los de la masa para, de esta manea, prevenir a las masas de ser capaces de identificar visualmente a su enemigo de clase.

La importancia de esta derivada pulsional de la ideología como síntoma trasciende el mero hecho de situar al arte como pantalla-simulacro para capacitar a un tipo de arte de erigirse en privilegiado: en esa coincidencia de gustos es en último término el artista –otra simulada minoría- la que establece sus bases. Así, en la actitud estética que presupone la subordinación de la producción de arte al consumo de arte, el arte deviene investigación y manifestación de la producción masiva de arte, no del consumo elitista o masivo de arte. De esta manera es como, según Groys, el arte profesional se instituye como creador de espacios donde puede efectuarse y ponerse de manifiesto una investigación crítica de la producción masiva de imágenes en la contemporaneidad, donde, de igual manera, puede demostrarse la materialidad de las cosas más allá de su valor de intercambio, y donde –y aquí está el quid con el que engarzaremos la parte fundamental de este texto-, libres de diseño, puedan percibirse como áreas de sinceridad.

Aunque haya que explicar esta última consecuencia un poco, bien podemos adelantar que ese concepto de “sinceridad” funciona en el teórico alemán como fundamental para establecer una paradoja aún más fundacional que la del gusto de las élites. Explicándolo creo comprenderemos mejor cómo funciona el arte y qué demonios se va a “ver” a ferias como, por ejemplo, ARCO. Nuestra tesis será –la adelantamos para clarificar posiciones- que esas áreas de sinceridad y libre de diseño que produce el arte –sobre todo el arte en el contexto de la feria de arte donde el ejercicio de “ir a ver” es más radical- son construidas según una estructura periclitada, incapaz de generar rédito de resistencia alguno, y herederas de una sociedad pre-espectacular.

Primera paradoja: básicamente lo que sucede –lo que parece que sucede– es que, adiestrados en la seducción global del mundo contemporáneo, el arte supone un resorte para mantener la sospecha a flote; para, cada uno, darse la razón de que, efectivamente, o no hay nada que ver o, lo mismo da, ya lo hemos visto todo. La diatriba es la misma qué lanzó Baudrillard para un arte comprendido como de complot: “todo el dilema es este: o bien la simulación es irreversible y no hay nada más allá de ella, no se trata ni siquiera de un acontecimiento, sino de nuestra banalidad absoluta, de una obscenidad cotidiana, con la cual estamos en el nihilismo definitivo y nos preparamos para la repetición insensata de todas las formas de nuestra cultura, a la espera de algún otro acontecimiento imprevisible -¿pero de dónde podría venir?-; o bien existe, de todos modos, un arte de la simulación, una cualidad irónica que resucita una y otra vez las apariencias del mundo para destruirlas”[3].

Sin embargo, como veremos, esta duda es solo una martingala, una falsa trampa donde el sistema-mundo quiere colocarnos para tenernos bajo el yugo de un régimen donde el saber departe posiciones consensuadas y donde la ignorancia y culpabilidad funcionan como resortes administrativos.

Después de hacer patente esta primera paradoja, la cual no hemos resuelto del todo, continuemos hacia una segunda paradoja. Lo fundamental para ello es comprender que el arte funciona según las directrices que Zizek dio para la ideología[4], que la sospecha es la voluntad que establece la medida adecuada para situarse respecto de la ideología-arte, y que la seducción es el escenario contemporáneo en el que tal proceso ha llegado a ser real. Zizek, Baudrillard y Groys –o influjo psicoanalítico, semiótico y material- para trazar unas coordenadas muy precisas que poco o nada tiene que ver con la periclitada forma de consumir/producir arte en la anterior fase del régimen capitalista. Ideología, sospecha y simulacro comparten el signo más característico del nuevo capitalismo: haber devenido espectáculo.
 
 

Es decir, como dijo Guy Debord, haber devenido “un mundo realmente invertido (donde) lo verdadero es un momento de lo falso”[5], un mundo donde no tiene sentido distinguir entre imagen y realidad ya que, en el límite de la reproducción de imágenes, realidad y apariencia vienen a coincidir. La maquinaria entonces no está llamada a crear imágenes para ocultar la realidad, sino a hacerla coincidir con la realidad. Por eso es conveniente sentar un a priori: no hay nada bajo las imágenes. Y un a posteriori: toda sospecha es un entramado ideológico puesto en marcha por el capital; porque, si nada hay bajo las apariencias, ¿a qué esperar un momento de lucidez para ver qué esconden?

Este a posteriori que sigue sentando la sospecha como base fundamental de su ejercicio de poder significa que, pese a que no hay nada bajo las apariencias ya que la velocidad de profusión de las imágenes ha obrado el milagro de que apariencia y realidad coincidan, el mundo del capital, al tiempo que propaga tecnológicamente este acople, distribuye ideológicamente la sospecha de que, en última instancia, en el último momento, algo se revelará bajo las apariencias. Arte entonces como representación de un juego de poderes que, en su inversión, decide que lo conveniente es hacer “como si”: como si todavía cupiera tal posibilidad, como si la mirada todavía pudiera ser cegada por el “otro lado”.

El arte entonces, como hemos apuntado, se establece como ideología original en la era de la imagen global: la ilusión que genera no remite a una dicotomía según la cual unos piensan que en sí mismo el arte es un juego de seducción y otros que es ese mismo juego de seducción lo que trata, simulacionístamente, de representar. No. El arte escenifica una decoración para que la ideología más pertinente se erija en “salvadora”. Así, en ese “como si” ideológico que la mirada estética desvela Zizek vuelva a ser pertinente: “la ilusión no está del lado del saber, está ya del lado de la realidad, de lo que la gente hace. Lo que ellos no saben es que su realidad social, su actividad, está guiada por una ilusión, por una inversión fetichista. Lo que ellos dejan de lado, lo que reconocen falsamente, no es la realidad, sino la ilusión que estructura su realidad, su actividad social real. Saben muy bien cómo son en realidad las cosas, pero aún así, hacen como si no lo supieran. La ilusión es, por lo tanto, doble: consiste en pasar por alto la ilusión que estructura nuestra relación efectiva y real con la realidad. Y esta ilusión inconsciente que se pasa por alto es lo que se podría denominar fantasía ideológica”[6].

Esta situación, y en relación a la producción y distribución de las imágenes, lejos de ser un descubrimiento revelador es la propia esencia maquínica del tardocapitalismo alumbrado como espectáculo: la ideología estética -cifrada en una sospecha que “no es tal”- es una nueva escena de consenso referida en este caso a aquellos que ‘hacen creer’ y aquellos que ‘creen’. Una escena donde el poder se vuelve más sutil de modo que, como dice Rancière, “si ya que todo el mundo está dentro del espectáculo, no hay razón para que nadie salga de él jamás, tampoco aquel que conoce la razón del espectáculo”[7].

Así entonces, sospecha, ideología y simulacro deben ser estudiadas bajo el fondo de contraste que supone esta crítica a la crítica del espectáculo: no basta alumbrar una escena primigenia donde se descubre que las posiciones están invertidas ya que una crítica así, por muy perspicaz que pueda ser, caería en la misma lógica espectral del consenso. Rancière, teórico fundamental para comprender este nuevo rumbo en la teoría crítica del espectáculo, afirma que debería dirigirse una crítica diferente, que no reprodujese la misma lógica, sino que operase un verdadero disenso en el actual régimen de reparto de lo sensible. Disenso entonces, en el pensamiento del francés y en lo que concierne a una verdadera emancipación, vendría a significar “una organización de lo sensible en la que no hay ni realidad oculta bajo las apariencias, ni régimen único de presentación y de interpretación de lo dado que imponga a todos su evidencia”[8].

Lo que sucede entonces es que no basta con establecer paradigmas que nos den cuenta del engaño ideológico que se comete sino que, un paso más allá, hay que dar por válido este escenario de inversión antiplatónica y trazar una serie de premisas desde donde el arte trabajaría. Solo así, teniendo más o menos claro la escena original, puede ser el arte acatar su destino.

Así pues, tercera paradoja: lo que sucede entonces, lo que acontece sobre todo en ferias de este tipo, es que el arte revela, simplemente, cual es su actualidad y su misión. El arte se comprende, quizá en un nuevo estadio de autoconocimiento, como escenario donde, en relación con la fantasmagoría del espectáculo que invierte las posiciones, establecer sus propias condiciones de posibilidad. Éstas, por otra parte, no pueden evitar caer en las mismas redes del espectáculo. Pero es que, insistimos, su misión no es resistir al imperio del espectáculo, su misión no es postularse como alteridad porque, como hemos visto, tal alteridad no es más que la mano ganadora –e invertida- del propio capital. Por el contrario, el arte tiene que negociar sus condiciones en el adiestramiento que el espectáculo propone. Las razones del arte son las de especular con sus meras posibilidades que pasan, y esto es importante, por establecerse como fracaso, por alentar la posibilidad del espectáculo y divertimento para, de improviso, hacerlo fracasar.

De esta manera, ideología, simulacro y sospecha, si bien juegan la partida ganadora del capital, si son los condicionantes sobre los que se establece un régimen consensuado de posiciones –una distancia estratégica respecto a lo Real-traumático- y de miradas, deben también establecerse como condiciones de posibilidad del propio ejercicio del arte sólo que, esta vez, para reinvertir los flujos, para crear una catexis involutiva, para, en definitiva, hacer fracasar y, sobre todo, hacerse fracasar.

 Por ejemplo, si la sospecha es el complot urdido por un régimen mediático que todavía hace funcionar una membrana para separar órdenes –aún cuando, en la ergonomía de la velocidad límite, tal membrana es solo una apariencia que disimula la posibilidad del Accidente (Virilio dixit[9])-, el arte debe utilizar ese caudal para revertir la situación, para hacer ver que no hay quién sospecha y quién no sospecha, quién ve bajo las apariencias y quién no ve. Para ello no le cabe otra que fracasar en su intento. Debe provocar una disrupción en la serie de las expectativas que genera.

Y ahí, como no, las ferias profesionales son el non plus ultra del arte en su lograr camuflarse como divertimento de masas, son el no va más en metamorfosearse en el acontecimiento al que poder acudir para, de una vez por todas, “saber”.  Porque, es tanta la plastez que destilan estas comunas de lo artístico, es tanta la soplapollez que exuda este gregarismo de la ampulosidad, que bien uno podría tildar tales escenas como la escenografía más precisa de la época sadomasoquista actual. Aturdidos en un mirar que no acierta a enfocar, engullidos por un régimen de reproducción mediática, el arte –en su tedio tecnoexistencial- pone las bases para que la cosa no se vaya de madre y todo mirar –disciplinario y escópicamente ideologizado- no se tope con la nada del otro lado, sino con la pamema circense del más acá.


Pero, antes de pasar a delinear las líneas maestras de esta estética del fracaso –epítome para esta tercera deriva del arte contemporáneo sustentado en las paradojas más arriba descritas-, quizá haya que decir un poco más acerca de la sospecha. Porque, si hemos comentado la inversión que supone el espectáculo, si hemos aludido –brevemente, eso sí- a la ideología como oculto simulacro que se mantiene a la distancia precisa de lo Real (postulando así una ceguera escópica en relación a aquello que, si bien se desea ver, se hace lo imposible –creándose la ideología- por mantener oculto), quizá reste comentar cómo la sospecha ha sido también revertida en beneficio del propio capital y del “arte”. Porque, hoy en día, tamizado todo por la anestesia general del diseño y la estetización de los mundos de vida, el arte –el arte como ideología simulacionista- se convierte, en su fehaciente inutilidad al no satisfacer nunca la sospecha levantada, en la cortina de humo necesaria para coincidir en que, efectivamente, detrás de la pantalla mediática no hay nada y que, además, toda mirada coincide con “lo visto”. Es decir, que el futuro, lo posible, coincide punto por punto con los dictados del capital.

Quizá lo que estamos tratando de decir y de explicar es cómo sucede que el capital disponga de un ámbito donde se vaya a “ver” para, precisamente, dar al traste con las expectativas de “mirada” que la propia lógica del capital propone. Es decir, ¿cómo el arte se ha metamorfoseado en una mirada expropiada en su propia imposibilidad?, ¿cómo el capital se ha congeniado con el arte para convencer a éste de ser la pantalla-tamiz en al que cifrar un “no ver” adecuado a las expectativas ideológicas del capital?, ¿cómo –en definitiva- el arte nos toma una y otra vez el pelo para concitarnos alrededor de un rito consistente en ver siempre lo mismo? Eso es lo que estamos tratando de aclarar aquí: ¿porqué el “arte”, cómo funciona ese “no haber nada” que ver?

Avanzando un poco más en el mayor esclarecimiento de la sospecha mediática, bien podemos decir que el autodiseño y la estetización responden a la necesidad de neutralizar la sospecha de todo espectador y hacer de la realidad una pantalla blanca y aséptica donde todo mirar coincida con lo ya visto. Sin embargo, en nuestros días, la ecuación entre sinceridad y cero-diseño se ha desvanecido: surge la sinceridad no al refutar la sospecha dirigida a toda superficie de diseño, sino al confirmarla. Así, el mundo del diseño total es un mundo de sospecha total. De esta manera las estrategias vanguardistas de operar una grieta en la superficie mediática para mirar qué hay debajo ya no funciona porque, como venimos repitiendo, el espectáculo hace que toda toma de posiciones revierta en un ejercicio especular donde la crítica se convierte en una cacofonía de voces invertidas.

Este cambio de paradigma en el funcionamiento de la sinceridad escópica está encarnado –y no es en modo alguno casual- en el artista. Si el artista era aquel que ofrecía momentos de sinceridad, de ser capaz de ver bajo las apariencias ya fuese siguiendo el pulchrum de un orden divino, o las normas kantianas de la nueva genialidad, si las vanguardias se empeñaron en ofrecer otro diseño, en crear áreas de honestidad, de alta moralidad, de verdad oculta, hoy en día en cambio el artista más grande vivo, Damien Hirst (o Murakami o Koons), es la sospecha hecha hombre –o, mejor dicho, hecha imagen. Igual que las celebridades del deporte y la música, Hirst es una pantalla autodiseñada donde la sospecha es su foco de retroalimentación más potente. El artista actual, heredero de las maquínicas simulacionistas de Warhol, es una pantalla-blanca donde la sospecha surge porque, incomprensiblemente, no hay nada más que ver.

La sospecha, al confirmarse, se inserta de este modo como estrategia del capital para producir el simulacro de que aún esperamos algo, de que somos capaces de “mirar” bajo las apariencias, de que, en definitiva, el mundo del diseño, la asepsia estética del capital no lo ha llenado todo y que, por tanto, aún mantenemos el poder de descifrar el impulso irónico del objeto. Lo que se le pide al arte entonces –al arte aún dependiente de mantener su prurito en el antagonismo de posiciones consensuadas- es que colabore en la tarea de simular aún un “otro lado”, una profundidad en el juego superficial de la seducción, un lugar donde la mirada no está aún del todo ideologizada.


Pero, y aquí está la paradoja difícil de atrapar, si la sospecha se confirma a la hora de confirmarla, el arte –ese otro arte que bien pudiéramos definir de crítico- ha de proceder a eliminar tal sospecha, a renegar de los procesos que el capital establece para el mantenimiento de un antagonismo tácito entre las partes. Así, el rasgar la pantalla mediática del arte vanguardista se convierte ahora en un mantenerse en la superficie, no ir más allá y así, dislocar la necesidad que de sospecha tiene el ciudadano medio.

Es decir, si vivimos bajo un régimen de conspiración total que teledirige nuestra mirada en busca del quantum de sospecha necesaria para seguir viviendo, para seguir consumiendo, para seguir esperando la tragedia se abra paso bajo nuestros pies, el arte se ve en la necesidad de negar todas y cada una de las estrategias que otrora hiciera suya para “hacer ver” –para simular como que aún es posible mirar- bajo las apariencias.

En resumen, el espectador, adoctrinado desde la escuela en los parabienes utópicos de la práctica artística, consume arte para seguir seguro de sí mismo, para saber que todavía hay un régimen transaccional basado en mirar bajo las apariencias), que todavía hay una fractura entre la realidad y las imágenes. Sin embargo, al ir a buscar la afirmación de sus sospecha y, al no encontrarla, al ser el arte incapaz de ofrecérsela, el espectador reniega de ese arte “inútil” al tiempo que sigue pegado a la pantalla esperando ésta vuelva a abrirse. Mantenernos atentos a la sospecha, creer todavía que el arte es quien nos tiene que ofrecer las imágenes del otro lado: en eso radica todo el tinglado mediático del arte. Un arte para el que no hay fin ya que, no habiendo diferencia efectiva entre imagen y realidad, es imposible que la superficie del medio se abra.

El arte, en este orden de cosas, supone una escenografía límite para esa narcolepsia escópica que no puede dejar de mirar la pantalla en espera de una visión del otro lado. Contra el desierto de lo real profetizado por Baudrillard, el capital propone un régimen informacional saturado donde la bomba informativa de Virilio configura un pathos normativo en busca de la tragedia que nunca llega. La pulsión escópica ha devenido entonces paranoia preferida para un siglo XXI donde, a la vista está, no hay nada que ver. La crisis económica de los últimos años, televisada en tiempo real, nos proporciona las pseudo-miradas catastróficas para seguir con la mirada pegada en espera del apocalipsis. La bomba informativa es esa prima de riesgo que sube y que, a falta de holocausto con el que desayunar, bien hace las veces de apocatástasis generacional.    

Según todo lo dicho, el ejercicio artístico propuesto –el arte verdaderamente crítico- es entonces aquel que justamente no da a ver lo que se espera ver, aquel que, dicho con otras palabras, fracasa en sus expectativas. Y es que, en una historia reciente donde se ha visto demasiado, sabedores de que el velo se ha rasgado y que lo que hay detrás es peor de lo imaginado, el espectador entonces, para calmar su sospecha, espera darse de bruces con todo el horror que una imagen pueda condensar. No ya los campos de exterminio o el hongo atómico, no ya el arte total del 11/S: el espectador busca la afirmación radical a sus sospechas. Eso, precisamente, el seguir “dando para ver” es lo que un arte verdaderamente crítico se ha de negar a seguir haciendo. En definitiva, el “no” al arte del espectador medio es saber que hay cosas más terribles para ver y que, bajo los ofrecimientos de un arte incapaz no ya de imitar la sublime-natural sino de copiar el horror de la vida contemporánea, uno debe seguir esperando, afianzado en una sospecha que deviene ideología estética: la ideología que el capital necesita para mantener el régimen escópico que más le conviene sin levantar, valga la enésima paradoja, sospechas. 

Porque el arte, llegados a este punto, se encuentra preso de sus propias paradojas: no puede proponer una imagen-límite como horror sublime, no puede denunciar las injusticias de ese acondicionar ideológico que repliega la realidad a las imágenes –en ambos casos caería en las redes de la ideología del espectáculo-, ni puede tampoco permanecer cruzado de brazos o seguirle sin sonrojo la pista al capital. Se trataría en cada caso de juegos de simulación diferentes, pero juegos en definitiva que conllevan un adiestramiento epistémico y escópico en relación a un saber que dictamina de antemano posiciones, sucumbiendo entonces a todo un entramado estético heredero de posiciones idealistas que ya hemos tenido tiempo –casi 200 años- de ver su incapacidad –culpabilidad e ignorancia que cabe ser redimida estéticamente.

La pregunta entonces solo puede ser una: ¿qué le cabe al arte, a ese arte que no traga con la pamema se alentar al espectador a mirar con la esperanza –imposible- de que se abra la membrana mediática y pueda mirar bajo las apariencias?, ¿qué le cabe al arte si sus modos de desvelamiento se ha resuelto a favor del capital y del espectáculo? Obviamente, si no desaparecer, si al menos –y más valioso aún- fracasar.

Esta tesitura de las expectativas a las que queda remitido el arte fueron ya pertinentemente descritas en un texto revelador de José Luis Brea: Nuevas economías del entretenimiento: el “efecto Tate”. Ahí, en apenas cuatro folios, Brea establecía una ecuación entre las estructuras masificadas del arte con las formas de ingeniería ciudadana más perfectivas. El efecto de esta ecuación es que el espectador se encuentra preso de una dialéctica negativa según la cual pasa de una mala conciencia al verse entregado a una eficacia entretenedora, a una falsa conciencia al ver como ese engranaje divertido no hace sino ser subvertido.
 
 

Pero el giro que planteaba Brea es que el espectador es cómplice del efecto aburrimiento ya que ello le da las herramientas para ser reconocido como sujeto de cognición correcta. El arte, erigido como dispositivo de entretenimiento y socialización de masas, fracasa en su misión de entretener: pero es precisamente ese fracaso el que induce al espectador a saberse sujeto, dotado de una superioridad crítico-político. En definitiva, para el mundo del capital hiperestetizado, el arte debe triunfar lo suficiente en fracasar.

La pieza de Balka –sobre la que Brea construye su discurso- es capaz de mostrar el método fariseo con el que trabaja el arte: en ese cubo negro donde, realmente, no hay nada que ver, lo que se nos da a ver son esos otros, que vocean, gritan y se lo pasan pipa y que le impiden a uno disfrutar de la reflexión casi religiosa que parece pedir el momento y el lugar. La obra de Balka es “el proceso al desnudo por el que nos eximimos de reconocernos implicados en lo fallido del mundo”[10]. Esa es, una vez más, la ideología estética: el saber que son los otros, siempre los otros, los que no saben, los que en su ignorancia se divierten, los que creen ver.

Así pues, el arte debería no capitular ante un entretenimiento pueril ni tampoco granjearse para sí una seriedad antagonística de lo anterior. No solo negar un derecho al espectáculo, sino –más aún- establecer las condiciones que el capital impone para hacer del arte un instrumento de arquitectura social. Hacer fracasar al arte no en su dimensión de espectáculo; sino hacerlo fracasar en cuanto mecánica ideológica al servicio de una instrucción social determinada. Es decir, hacer fracasar al fracaso: “acaso es entonces tarea del artista –y Balka lo cumple sin duda- dotar de ese halo melancólico y de esa dinámica de efectivo fracaso a su pieza  -porque en él, y sólo en él, puede aún realizarse, tanto para la obra como para quienes participamos a recorrerla en su dinámica que ella instituye- algún grado de autodesmantelamiento efectivo de todo el operativo que sostiene al dogma ideológico contemporáneo en su lugar”[11].

La dificultad del arte crítico es que, como requiere su propia adjetivación, la desmantelación del entramado circense del arte ha de hacerse –hay que fracasarla- de modo crítico. Es decir, no hacer simplemente fracasar la mirada –pues eso haría converger peligrosamente las estrategias del arte con las del capital- sino hacerlo desde una reflexividad que tome al sujeto como parte y no como sujeto capciosamente adiestrado en el consenso mediático de quien experimenta de forma pasiva su ejercicio de ver. Siguiendo de nuevo a Brea, el arte tendría que afanarse en actos de ver que redundandasen en una actividad del sujeto capaz de tomarse como agente consciente en la propia dinámica del fracaso del arte.

Esa toma de consciencia activa haría que el sujeto espectador, como bien dice Rancière, asuma su emancipación no desde la lucha antagónica entre aquellos que saben y esos otros que no saben sino que sirva para “borrar las fronteras entre quienes actúan y quienes contemplan, entre individuos y miembros de un cuerpo colectivo”[12].

Sabes cosas. Creo que a eso te dedicas –dijo-. Creo que te dedicas a saber. Creo que adquieres información y la conviertes en algo estupendo y espantoso. Eres una persona peligrosa. ¿Estás de acuerdo? Eres un visionario”. Esta cita, sacada del Cosmópolis[13] de Don DeLillo –novela dicen que profética-  puede perfectamente ser comprendida como el imperativo categórico del artista de hoy. Solo que, cómo no en este juego de derivadas hasta la enésima potencia en la que nos hemos envuelto, invertida.  Porque, a ciencia cierta, no hay nada que saber. Operar en la superficie del medio y hacer reverberar la pantalla mediática. El bróker y el artista se tocan en lo infrafino de un capitalismo atrincherado en una economía libidinal de las imágenes. Las imágenes causan furor y, tan pronto como puedes ganar millones en una transacción millonaria operada en nanosegundos, puedes hacer saltar la banca mostrando que el simulacro ha tocado fondo: del otro lado no hay nada y todo mirar es especular respecto al propio capital. Normal entonces que Jeff Koons, antes que pope del apropiacionismo popero, fuese bróker de bolsa. Una misma vocación para dos estrategias parecidas: desaparecer, hacer mutis por el foro. Y es que el agente de bolsa no interviene, solo interpreta la codificación de los signos, las alzas y las bajadas como un ritmo secreto que guarda su sincronía con las esferas del cosmos.   

¿Y el artista? El artista también ha de permanecer en la sombra, como un terrorista del medio. El artista debe convertirse en una interfaz invisible y dejar, como quien dice, el secreto al descubierto: aquel que dicta que, precisamente, no hay nada tras el cristal. Un estratega de la nada cuya perfomance remite a una sutil escenificación de la tragedia mediática: el truco, como la moneda de Baudelaire, está a la vista. Esta estética de lo epigonal en la que estamos hundidos hasta el cuello no es sino el aquelarre esperpéntico para no ver un misterio que salta a la vista. El don, la deuda, el intercambio simbólico está a la vista y nuestra paranoia es querer verlo todo para no ver nada o, mejor aún, para no ver la nada.

 Y es que, para que la tragedia mediática acontezca –para que el fracaso de hacer fracasar sea un ejercicio de resistencia-, la mano del artista debe de ser nula: es decir, dejar la moneda donde está. Si McLuhan predijo –equivocadamente- que el medio es el mensaje, el artista debe hacer representar la catatonia precisa para inferir activamente que el medio es solo la superficie donde la mentira toma forma para no ver esa nada, para seguir jugando al juego del misterio. Así, el artista debe de parecer no hacer nada, ser un incapaz, porque, aquí, en cuanto te mueves, y contra todo pronóstico, sales en la foto.

Lo hiperbólico de todo este ejercicio algebraico es que artista, aparentemente, puede ser cualquiera. Pero solo aparentemente, porque no todo el mundo está capacitado para hacer del escapismo una profesión de alto riesgo. Como Bartleby, no se trata de decir NO (la alusión a Santiago Sierra no es forzada), sino de tener capacidad para esperar otra cosa. Si nuestra pasión por lo Real hace que la única esperanza válida se la del Accidente, el artista ha de ser capaz de proponer otra cosa. En definitiva, un enmascarado, un hacker operacional que tras la máscara de no poder matar una mosca se esconde un verdadero terrorista de lo (im)posible.
 
 

Ejemplo perfecto de la confusión de esta estrategia del artista-pantalla bien puede ser la perfomance del Marina Abramovic en el MoMA. Enfrentándose al espectador de tú a tú en un fraude de tomo y lomo, la Abramovic utiliza su imagen para de golpe y porrazo dar por válidas las expectativas de todo aquel que quisieses pasarse: quien quisiera ver  a una diva, lo hacía; quien quisiera ver a una mentirosa, también lo hacía. Había para todos: la “pantalla mediática abramovic” cumplía con meticulosidad programada los dictados de esa visión capitalizada enfrascada en una sintomatología traumática por llegar a lo Real. La artista, valiéndose precisamente de la sospecha escópica, se proponía ella misma como ejercicio mediático de simulación. Casi podríamos decir lo que leí hace poco en un texto-conferencia de Fernando Castro: “más vale un artista malo que un artista tonto”.  

 

En definitiva, frente a esta pasión por lo Real enfrascada en una pulsión de muerte que nunca se satisface en el ejercicio sisífico de necesitar “verlo todo”, el arte ha de proponer un cortocircuito en la serie de lo “ya visto” pero que, al mismo tiempo, no redunde en otra oportunidad para esperar la visión –tras la pantalla- del Accidente. Salir de esta paranoia colectiva como sublime catastrófico sería la misión para una estética del fracaso digna de tenerse en cuenta. Frente a un “arte” epiléptico, enfrascado en las psicofonías porno de no tener nada que ver debido a un hiperexceso de visibilidad, contra un arte cuya sed de acontecimientos le lleva a comprender lo real como un tartamudeo balbuceante de lo obsceno e hiperbanal, solo cabe una estética de la elipsis, una estrategia de bombardeo terrorista, un arte del goce por ese Real que se nos ningunea en nuestras propias narices (o mejor, ojos).

Obviamente preferiríamos no hacerlo, pero si la ideología –en este caso ideología estética- “es el sueño imposible no solo en términos de superación de la imposibilidad, sino en términos de mantener la imposibilidad de modo aceptable”[14], es hora de dar al traste con todo régimen escópico basado en lo imposible –de la visión- y centrarnos en lo que es posible. La dialéctica inversa llega aquí al éxtasis pero la conclusión es más que obvia: nosotros, terroristas de la superficie mediática, hemos de empezar no a no hacer nada, sino a preferir otras cosas, a no hacer justo eso. Hay mucho en juego, muchas cosas no vistas que ver, muchas cosas no deseadas que desear. Operar el camuflaje más perfecto y dinamitar la superficie para hacerla fracasar.




[1] GROYS, G. Revista e-flux, No. 24.  http://artecontempo.blogspot.com.es/2011/04/boris-groys.html
[2] BREA, J. L. “Retóricas de la resistencia”, en Estudios Visuales, nº 7, 2010, http://www.estudiosvisuales.net/revista/pdf/num7/01_brea.pdf
[3] BAUDRILLARD, J. El complot del arte, Amorrortu editores, Buenso Aires, 2006.
[4] ZIZEK, S. El sublime objeto de la ideología, Siglo XXI, 2ª ed., México, 2001.
[5] DEBORD, G. La sociedad del espectáculo,
[6] ZIZEK, El sublime objeto de la ideología, Siglo XXI, 2ª ed., México, 2001.
[7] RANCIÈRE, J. Et tant pis pour les gens fatigués, Éditions Amsterdam, París, 2009.
[8] RANCIÈRE, J. El espectador emancipado, Ellago ediciones, Castellón, 2010.
[9]  VIRILIO, P. La bomba informática, ediciones Cátedra, Madrid, 1999.
[10] BREA, J. L. “Nuevas economías del entretenimiento: el "efecto Tate, en Salonkritik, http://salonkritik.net/09-10/2010/04/nuevas_complejidades_en_las_ec.php
[11] Idem
[12] RANCIÈRE, J. El espectador emancipado, Ellago ediciones, Castellón, 2010.
[13] DELILLO, D, Cosmópolis, Seix Barral, Barcelona, 2012.
[14]  ZIZEK, S. Arriesgar lo imposible, Trotta, Madrid, 2006.