jueves, 28 de enero de 2016

EL HIJO DE SAÚL: ESPERANZA PESE A TODO (O ALGO MÁS QUE LO IRREPRESENTABLE)


Primero el contexto, ahí donde entra el público al que va dirigida tanto la película como este texto. Un público que está al cabo de la calle de lo que se cuece entre las bambalinas teóricas del arte contemporáneo: ¿hasta qué límite es posible la representación? Y, claro está, nos sabemos los nombre del santoral a la perfección: Lanzmann y Didi-Huberman, también Godard. Incluso también Rancière quien, asentado sobre su teoría de los regímenes estéticos, sostiene que la cualidad de irrepresentable no alude al acontecimiento como tal sino al régimen de visualidad dado por válido siendo la representación, en suma, una cuestión de decisión política, de optar o de no optar.  
Es por ello que estas consideraciones en torno a lo irrepresentable no son baladí ya que inciden en el límite de una razón que, comprobando la existencia de un impensable en el corazón del acontecimiento, de un irrepresentable en el corazón del arte, decide –política e ideológicamente– que lo suyo es dejarlo al olvido y, más aún, olvidar el propio olvido. Es de esta forma que irrepresentable y barbarie van –hasta un límite, hasta el límite de lo que alcanzamos a ver– de la mano. Si decido no ver es que decido olvidar, hasta el límite de no saber que no veo, hasta el límite de olvidar el olvido.
La cuestión, por tanto, para un arte que quiere servir de aldabonazo para todo lo que ha quedado impensado al paso de una razón autoproclamada –con Hegel– victoriosa remite a este nudo gordiano de nuestra contemporaneidad: qué régimen de visibilidad sostener para que la decisión política de mantener en el olvido a cierto irrepresentable sea revocada. La situación es, como poco, paradójica ya que la propia noción de representabilidad remite a un régimen –y aquí retomamos a Rancière– ya desfasado, ahí donde se apostaba por unas coordenadas de visibilidad ya superadas, siendo ahora la desmedida la razón propia de ser del arte.
Entonces, ¿qué hacer con lo irrepresentable si representarlo es doblemente imposible?, ¿supone esta imposibilidad dar la callada por respuesta a la violencia de la razón despótica?, ¿qué medida adscribir a ese irrepresentable olvidado si ahora todo remite a una desmedida?, ¿cómo subsanar todo olvido si no hay forma de sacarlo a la luz y, simplemente, representarlo? En definitiva: ¿cómo contar lo increíble, cómo narrar lo imposible?
Y, claro está, si hablamos de increíble, si hablamos de imposible…estamos hablando del Holocausto, el acontecimiento epilogal de una civilización en cuyas ruinas aun candentes habitamos nosotros. Es en esta situación que las cuestiones de la (im)posibilidad de representación alcanza su cénit: aunque quede un superviviente, aunque lo cuente, no se le creerá. No hay decir que diga lo imposible –no hay representación que lo represente– porque ello es, por necesidad ontológica, increíble: es decir, no creíble, no representable. Si se dice, es el decir de otra cosa; si se representa, es el representar de otra cosa. Es más: es esta una imposibilidad que pone en jaque al conjunto del arte: qué importa ya decir tal o cual cosa si lo fundamental, el abismo de lo increíble, continúa inaccesible. Es decir: cómo concluía Adorno –otro quien conocemos al dedillo– “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, 

Pero no es de esto de lo que queremos hablar…


O por lo menos no solo. Teóricos ya hay suficientes para dar las consignas precisas de a qué claves trata de responder este film de László Nemes titulado “El hijo de Saúl”. De lo que queremos hablar es de cómo esta controversia acerca de lo irrepresentable del horror límite como puede ser el Holocausto nos dice más de nuestra contemporaneidad de lo que pudiera pensarse.
Saúl no es solo un prisionero de concentración en un campo nazi: Saúl somos cualquiera de nosotros. Semejante posibilidad –amoral a simple vista– nace del hecho de que, él cómo nosotros, necesitamos una esperanza. La diferencia es que, mientras él se la construye, nosotros vivimos sostenidos por dos efectos ideológicos: atenazados por un miedo si cabe mayor a la casi segura posibilidad de no salir vivos, y adiestrados en la consigna de que o bien no hay esperanza alguna o, lo mismo da, está oculta en la siguiente pantalla, esperando simplemente a ser consumida.
Porque, ¿cuál es nuestra escena? Actualmente, y cómo ya hemos señalado, en un mundo heredero del horror límite que supuso el Holocausto, nos encontramos sumergidos en una escena que nos promete darnos retrasmitido en prime time un acontecimiento con la capacidad suficiente como para tocar lo Real –aquella parte de la realidad que queda licuada gracias a una lógica simulacionista que lo anega todo. Una imagen, en suma, que es justo la que falta en todo acontecimiento, aquella que declararía al evento como increíble y que, por tanto, repararía la falta óntica de la realidad que nos circunscribe. En este sentido Zizek, hablando del 11S, interpreta que “no se trata de que la realidad entrara en nuestra imagen: la imagen entró y rompió en pedazos nuestra realidad”. Es decir: el Acontecimiento que (simulamos) esperar es increíble solo si nos proporciona la imagen que falta –¿o sería la imagen que resta?– para que podamos tener una experiencia de la realidad-toda. Ni qué decir tiene que tal posibilidad es únicamente un límite sublime-ideológico, un límite desde donde construir nuestra (des)espera.
Pero, en cualquier caso, es en esta espera donde todos estamos subyugados, consumiendo compulsivamente pantallas, informándonos al nanosegundo no sea que, precisamente entonces, ahí cuando me he ido a hacerme unas palomitas o he dado a stop para ir al baño suceda lo imposible: que lo ideal sublime acontezca. Apoltronados en nuestras vidas diseñadas por Steve Job y adláteres, somos capaces, ahora sí, de no perdernos nada de lo que acontece en un mundo globalizado. Y si esa es nuestra vida es porque en esa espera gozamos como niños posesos: gozamos en una espera que tiene mucho de for-da freudiano: ahora sí lo verás, ahora no te satisfacerá del todo. Siempre, como el capitán Kurtz, deseamos más horror, más horror a contemplar.


La diferencia, una de las diferencias, es que a Saúl no le hacen falta mediaciones de imágenes. A él le sobran imágenes, a nosotros nos faltan. Si Saúl puede ver en cualquier momento todo el horror que un ser humano es capaz de soportar, nosotros vivimos en la convulsión neurótica de esperar sin fin ese imposible que nos despierte de nuestra licuada realidad: siempre estamos a las puertas de un quantum más de horror. Saúl estaba a un lado del espejo; nosotros en el otro. Él está saciado de realidad, nosotros estamos a la espera de algo más que nos haga levantarnos del sofá y decir: “¡¡eso sí es real!!”.
La cuestión por tanto no es meramente estética –representar o no representar: la cuestión es para qué, con qué fin queremos platearnos la posible representación de tales acontecimientos-límite. ¿Por el simple regusto de hasta dónde puede llegar nuestra curiosidad y nuestra capacidad para deglutir no ya el horror real sino el que simulamos en una pantalla?, ¿para sentarnos frente a ella y simular que o bien estamos rescatando del olvido a alguien o bien estamos entrenando con la posibilidad de que acontezca lo increíble? Porque, para una ideología que ha sabido –ella sí– esperar y sobrevivir a un más que probable acabamiento –¿recuerdan a Fukuyama?– y que ahora –quizá con claridad desde el 11S– emerge como inversión de sí misma, lo mismo da que da lo mismo: lo urgente, lo que salva, es la construcción de una esperanza, una esperanza que no sea el ser cobayas de un Gran Otro a quien alimentamos con nuestro plus de goce incesante mientras estamos a la espera de un Acontecimiento digno de rasgar nuestra realidad.  
Pero, ¿cómo hacerlo?, ¿qué es digno de esperar si todo acontecimiento está ya diluido por los regímenes mediáticos de distribución y producción de imágenes? –la prueba está en que frente al acontecimiento real solo cabe ya una pregunta: ¿dónde he visto yo eso antes?: mejor aún, ¿qué podemos esperar y en qué condiciones? Y ahí es precisamente donde la película de Nemes nos habla directamente: la odisea de Saúl debe ser aprendida, memorizada por todos nosotros que nos las damos de críticos y que, de una u otra manera, estamos afanados buscando una salida.
Así pues, primera lección: para que lo que se construya sea una esperanza y no un simulacro que nos conforte en estar atareados en una búsqueda que no es tal, el acontecimiento fundante debe ser desproporcionado, debe no solo implicar a un ámbito de nuestra existencia sino comprometernos por entero. Debe de emanar de una responsabilidad personal e intrasferible. Debe ser una locura, una decisión que se confunda con la locura. Debe –y aquí podríamos tirar de Derrida para completar el texto– nacer de un hacernos cargo de la muerte del otro.
Y, como tal hacerse cargo de un otro ya muerto, solo debe nacer –y aquí estaría la segunda lección– de una consigna clara: no hay éxito posible; su muerte, la del otro, la de aquel otro de quien me hago cargo, solo me puede decir que yo también aguardo mi muerte. Es decir: no me hago cargo de él, de su muerte, para salvarle o, incluso, ponerme en su lugar. Me hago cargo de él para fracasar y, así, saberme esperando mi muerte; saberme protagonista único de un futuro que se me abre delante de mí para decirme al oído la única verdad, el único acontecimiento que puedo esperar: mi muerte, una muerte que paradójicamente no es ya solo mía sino ofrecida en donación.
En un momento de la película Saúl, ante las injerencias del grupo que se queja de lo arduo de una tarea que se sabe infructuosa e inútil, dice que da igual, que “ya estamos muertos”. Pero no: Saúl solo disimulaba –disimulaba su locura o, pues es lo mismo, su heroicidad–, hablaba callando el secreto que no podía decir: es solo haciéndonos cargo de lo imposible como podemos saber nuestro destino, cómo podemos abrirnos a él y no simplemente ser cobayas de circo esperando –él– lo que seguro pasará, su muerte en los hornos de Auschwitz, o –nosotros– lo que seguro no pasará, que acontezca la imagen-límite que atraviese nuestra realidad. 


Y, tercera lección, la espera de mi muerte que se me abre de esta manera al futuro no es ya solo mía, no es ya solo del grupo: es una muerte que, como la de aquel otro que me ofreció la suya, yo ahora trasmito a algún otro, a alguien que acoja mi muerte y me testimonie, que acoja ese silencio del secreto que no he podido decir –porque no voy a poder decirlo nunca, porque si lo digo no hay ya secreto, ni acogimiento, ni responsabilidad.  
Saúl carga sobre sí como gesto de absoluta libertad la muerte de otro y, de esta manera, se abre a la esperanza de un futuro donde ya no solo queda su muerte certera en el horno nazi sino un acogimiento que le lleva a que, ahora sí, acontezca lo increíble: que otro me testimonie, se haga cargo de mí, me dé su palabra de aquello que no he podido decir. En la película sucede lo increíble y ante lo que Saúl no puede por menos que, ahora sí, sonreír: aparece un muchacho polaco que dará testimonio, que contará su historia, la de Saúl…la de su padre. Ese, el niño polaco, es el verdadero hijo de Saúl. Porque, ¿qué es un hijo sino aquel cuyo destino es acoger mi testimonio, contar lo que yo no pude, lo que Saúl no pudo contar?
¿Cómo representar eso?, ¿cómo representar el acontecimiento de la donación absoluta, una donación que como tal debe de apuntar a un acto increíble e imposible? Esa es la cuestión, una cuestión en primer lugar ética y, solo en segundo lugar, estética. Desde este punto de vista, lo acertado de su puesta en escena, lo acorde (según los grandes teóricos) de la elección –repetimos, política– de su régimen de visibilidad, va acorde con la capacidad de poder referirnos a nuestro presente. Y es que si nos remitimos a irrepresentable o representable no es por querer sentar cátedra, sino porque es ahí donde se juega nuestro futuro, donde se crean las condiciones para –nosotros también– dar el salto y hacernos cargo de un acontecimiento increíble. Representar o no el Holocausto no es una mera elección teórica: nos dice qué mundo hemos construido, qué posibilidades tenemos de imitar a Saúl, que capacidad nos queda de ser héroes.
Más aún: representar o no el Holocausto nos lleva a preguntarnos por el régimen de ficción que impera en nuestro mundo, un mundo-imagen global donde todo guarda una duplicidad paranoide: si por un lado todo acontecimiento es real, por otro lado, al estar mediatizado por la imagen, es mera apariencia. Es decir: mero simulacro, mero espectáculo, un evento listo para consumir donde, por una parte, no hay modo de incidir en él y donde, por otra parte, se nos dice con toda la jeta del mundo que toda ficción –por contraposición a ese reguero imágenes que consumimos que “sí” es realidad– es mera imaginación, simple fantasía.
Ni que decir tiene que si toda ficción se toma por fantasía contraria a una realidad perfectamente encapsulada para su digestión vomitiva frente a nuestras pantallas, la tesis fundamental de este texto –el que la esperanza se construya– queda reducida a mera milongada y, por ende, la película de Laszlo Nemes a boutade para aburridos intelectuales
Pero es que el hecho de que la esperanza se construya no significa que sea meramente simulada, que sea ella también una ficción que queda a la espera. No se construye porque, por el contrario, es así como se teje la realidad. Puede sonar paradójico porque nuestras dicotomías realidad/apariencia, real/irreal, están dominadas por la ideología hegemónica, una ideología que se cree siempre en la verdad del más acá de la realidad frente a la falsedad del más allá que hay que eliminar por ser mera apariencia. Pero lo cierto es que realidad y apariencia, realidad y ficción, no se oponen como esferas antagónicas sino que tejen y destejen, ambas a la par una urdimbre a la que llamamos, también por convención, historia.


Así las cosas Saúl tiene mucho del héroe que actualmente necesitamos ser: alguien que crea lo suficientemente en una determinada ficción como para, desde ella y por ella, atravesar la lógica hegemónica que reparte posiciones de antemano. Qué creer y qué dejar de creer, quien ser y quién no ser, a que esperar y que no poder esperar: si todo nos lo dan ya deglutido para que simplemente esperemos algo que no va a llegar, lo heroico es en tales condiciones crear la ficción necesaria para que de ella dependa toda la esperanza del mundo.
Saúl está igual que nosotros condenado a no poder decir nada y, pese a que no hay nada que esperar, sostener la esperanza. El secreto –según hemos teorizado en un libro mío que quedará guardado en el cajón del olvido– está a la vista (no hay nada que esperar) pero no podemos decirlo porque eso nos eliminaría de inmediato como sujetos, como ciudadanos, cómo alguien dotado de palabra, voz y voto. ¿Por qué –él– seguir trabajando para el enemigo, por qué seguir esperando?, ¿por qué –nosotros– seguir apoltronados en nuestros sofás deglutiendo imágenes con la esperanza de que algo nos lanzará del otro lado?
Así pues, y en definitiva: ¿nos vemos reflejados en la decisión de Saúl? Deberíamos porque, a nosotros igual que a él, solo nos queda el gesto incomprensible, rayando en la locura, de esperar lo imposible. Para ello, igual que él, deberíamos saber que la clave no está tanto en nuestro éxito –pues eso es precisamente el núcleo real del evento– sino en un fracaso con la capacidad de ser acogido por otro.   
Si algo nos puede decir esta película es que sin duda –como los compañeros de Saúl en el campo de concentración– preferimos desgañitarnos y darnos de bruces contra un sistema que nos tiene diseñado nuestro futuro que no, por el contrario, abrazar lo imposible. Y es que si bien la solución va a ser la misma –por mucho gesto disruptivo que programemos no saldremos nunca fuera de la ideología– el resultado será diferente: quedará la huella, el decir que no termina de decir pero que aguarda su última palabra, el testimonio de un otro que me acoja. Quedará una esperanza en envío.
Sí, es cierto que si hay esperanza ésta, como dijo Kafka, no es para nosotros: pero la clave está en que la esperanza no está sino que se construye. ¿Cómo? Atreviéndose a ello. Ni más ni menos.  


Para concluir… esta película es eminentemente judía, no solo porque trata de acercarse al núcleo del Holocausto, sino porque no es sino una continuación a la promesa salvífica que continúa latiendo en el pueblo judío. Si Abraham –nótese que es el único otro nombre judío que se pronuncia en la película– tuvo que sacrificar a un hijo vivo para iniciar la promesa de una salvación que, si bien alcanzaba a toda la humanidad quedaba reducida en un primer momento a un pueblo, Saúl tiene que no-sacrificar a un no-hijo no-vivo para que la esperanza vuelva a abrirse paso. No ya por tanto matar sino enterrar, hacer volver a la vida.
Y, en ambos casos, repetimos, la esperanza que se construye solo emerge desde el momento heroico donde toda esperanza se ha perdido: solo cuando Abraham pierde toda esperanza es cuando el ángel del Señor le sujeta el brazo ejecutor; es solo cuando Saúl ha perdido toda esperanza cuando, sonriendo, aparece no un cordero sino un niño, otro niño, un otro. La moraleja última es que la donación, en este caso, no se hace dentro del pueblo: no es mi hijo quién acogerá mi muerte, no es mi hijo donde queda sellada la alianza: es en otro, alguien fuera de mi familia quien se hará cargo en último término de mi muerte: es un extranjero quien dará testimonio de mí convirtiéndome en universal.
Fue Hegel quien en la Fenomenología del Espíritu decía que la función ética de la familia estriba en cargar con la muerte del ser querido, cargar –como suele decirse– con el muerto. ¿Para qué? Para que la muerte no quede como mera contingencia de un singular cualquiera sino que sea la muerte de un universal, de un espíritu universal. Teniendo esto en cuenta, la labor de la que se responsabiliza Saúl, la de enterrar no ya a un hijo vivo sino a un no-hijo no-vivo, es la labor de quien sabe que su familia es toda la humanidad: cualquier otro es mi hijo, cualquier muerte es la de mi hijo, cualquiera puede dar testimonio de mí. ¿Qué de todo esto hemos aprendido cuando Auschwitz sigue sucediendo?     

lunes, 25 de enero de 2016

GALERÍA LOUIS21: ÚLTIMA RONDA


STATEMENT: Rafa Forteza, Bel Fullana, Cristina Garrido, Álvaro Gil, Alejandro Leonhardt, Abdul Vas, Pep Vidal e Ian Waelder
GALERÍA LOUIS21: 16/01/16-27/02/16

Declaraciones. Sí, quizá eso sea lo que mejor puede dejar a su paso una galería de arte. Declaraciones y, junto con ello, recuerdos. “Me acuerdo…”, decía en su momento Pep Vidal y ahora Oscar Florit (director de la galería) para despedirse. Si el arte, antes que cualquier otra cosa, es una experiencia que produce conocimiento, sin duda que hay recuerdos marcados a fuego vinculados con el breve tiempo que ha estado está galería abierta en Madrid. Y es que la importancia de Louis21 no ha sido ni mucho menos pequeña en el entramado de una ciudad que, se mire por donde se mire, parece desangrarse por momentos.
Y si se trata de recuerdos, nosotros nos acordamos de la exposición de apenas hace unos meses de Alejandro Leonhardt –aquella que no pudimos referenciar por tener el blog cerrado– y cómo le descubrimos de la mano del gran Francesco en un Just Madrid de hace un par de años, de los trabajos de Pep Vidal (matemático como el que suscribe) y como nos hizo perder “los límites del control”, el hippie jump de Ian Walder, de la propuesta para “Jugada a 3 bandas” –Sobre el muro– comisariada por Ángel Calvo Ulloa, de la exposición de Cristina Garrido de la que no supimos ver el potencial que había dentro, de las intervenciones de Irene de Andrés, de Jean Morey o Eugenio Merino en The Window, de los “malditos cuentos” de Bel Fullana, de las internacionalizaciones de Paul Cowan y Valerie Krause y, ahora que cotilleo en su web, me acuerdo del poco caso que hice a exposiciones como la de Pol González Novell.
Pero, sobre todo, nos acordamos de las declaraciones: si, en términos generales, parece que la institución o el museo son lugares más acordes para la experimentación, Louis21 se ha destacado cómo un emplazamiento para el ensayo, la prueba y, sin temblarle el pulso, el error. Todo pareciera paradójico visto lo reducido de sus dimensiones, pero haciendo de la necesidad virtud Louis21 se empeñó en llevar al límite sus posibilidades expositivas –que no son sino las de un continuo replanteamiento de la labor del galerista, del artista y del espectador. 
La triple posibilidad expositiva –interior, escaparate y The Window– remite a la búsqueda incesante de nuevos modos de percepción y a una fragmentación espacial y temporal del modo canónico de comprender la exposición. Semejantes modus operandi vienen sin duda impuestos por las características de una galería para la que cada artista no es ni mucho menos un valor seguro sino una posibilidad emergente –en el mejor sentido de una palabra que despierta por sí misma recelo– de sondear las posibilidades del arte contemporáneo.
Pep Vidal
Porque, y aunque no quisiéramos ponernos estupendos en esta ocasión donde se trata simplemente de alabar al trabajo de unos pocos, si por algo sin duda vamos a echar de menos el espacio de la galería es por esa capacidad probabilística suya de, en cada exposición, en cada ventana, ofrecernos una apuesta ni firme ni segura sino –mejor aún– con capacidad para el asombro.
Quizá eso sea lo que tengan en común las propuestas –declaraciones– arriba referidas: en tener cada una de ellas ha ayudado a descentrar un poco el panorama, en que cada una de ellas ha sentado un precedente de lo que cabe entender actualmente por artista, galería, exposición e, incluso, público.  
Para esta ocasión, como un último brindis, una exposición que es más que una colectiva y que podría ser una exposición de tesis acerca de cómo el arte contemporáneo solo es rompiendo cuantas más superficies mejor: la superficie de cada práctica artística (Forteza), la superficie del dispositivo exposición (Garrido), la superficie de la galería (Vidal), la superficie incluso de los límites que separan el arte del no-arte (¿es Waelder un artista o un simple gamberro en monopatín?, ¿es Leonhardt un escultor o un reciclador compulsivo?)
Para acabar, simplemente dos deseos: que la galería Xavier Fiol –curiosamente también balear– que abre en doctor Fourquet este mismo enero sea digna heredera de la Louis21 y que ésta, que continúa en Palma, la podamos ver, a ella y a sus artistas, por aquí de vez en cuando, por ARCO por ejemplo. Ah, y que sigamos viendo a Francesco!! 

martes, 12 de enero de 2016

MAÍLLO: ALEGORÍAS DE UN FRACASO ILEGIBLE


MAÍLLO: ENHANCED EMPTYING
GALERÍA PONCE+ROBLES: hasta 15/01/16

Entre los rasgos más característicos de esta postmodernidad diluida en la que nos encontramos es el carácter escritural de toda práctica estética. Sumidas en un doble giro –el lingüístico y el alegórico– las estrategias artísticas se someten a un proceso de licuado por el cual su lenguaje, hasta entonces orgánico en el sentido de que significado y significante mantenían al menos una armoniosa relación, es ahora dislocado de toda función representacional y simbólica.
Escritura, por tanto, para referenciar a medida que se avanza, para atender tanto a su presencia como a su ausencia; escritura, sobre todo, porque el código solo será decodificado a través del propio código, de los propios signos diseminados por la superficie de cada medio. No hay ya reglas generales sino un manual al uso útil solo para cada obra. Es decir: cada obra se escribe a sí misma y, escribiéndose, ofrece las reglas para un intento de significación que será siempre y en cada caso un intento de traducción imposible.
Hablando de la alegoría, Brea (releído una y otra vez) señala como Duchamp fue el primero en apostar por un alfabeto enteramente nuevo, un alfabeto que “no será ya fonético, sino solamente visual; se le podrá comprender con los ojos, pero no se le podrá leer ni en silencio ni en voz alta”. Y es que ese es, sin duda, uno de los rasgos definitorios de nuestra epocalidad: una presentabilidad ilegible, una inmanencia flotante sin agarre ninguno. Todo está ahí, dado sin preaviso, recortando un espacio de sensibilidad a través de unas reglas de las que parece faltar siempre algún dato, una consigna precisa, un manuscrito que nos asegure una traducción como válida.


A este respecto, el propio Brea en el ensayo Noli me legere señala las cuatro estrategias artísticas que, según Craig Owens, más claramente están en sintonía con el impulso alegórico de la postmodernidad: la apropiación de imágenes (alegoría como estructura de repetición diferida), los site specific (emblema de lo efímero y lo transitorio), las estrategias de acumulación (alegoría como metáfora individual introducida en secuencias continuas) y, por último, la reciprocidad entre lo visual y lo verbal (imágenes visuales que se ofrecen como texto escrito a descifrar).
Si decimos todo esto es porque, a nuestro entender, es desde este impulso alegórico desde donde puede comprenderse la obra de Maíllo de manera más profunda. Maíllo se apropia de imágenes y, más aún, de modos de visualidad como los grafiti, cartoons, series de televisión, etc; apuesta en su disposición por la acumulación e, incluso a veces, por la instalación (¿quién no recuerda Detroit, su última serie en la galería?) y, por último, la consigna que mueve su obra no es representar sino darnos un texto como una traducción ilegible de un mundo exterior en expansión continua.
Porque si en definitiva “en la alegoría la imagen es un jeroglífico” (Owens), ¿no es así como mejor se puede interpretar la obra del pintor madrileño?, ¿cómo un denso jeroglífico donde apropiación, vaciamiento de contenidos, fragmentación, yuxtaposición y separación de significado y significante son los modus operandi de este proceso escritural?, ¿no son sus lienzos dispositivos de repotenciación de significado y no producción cerrada de sentido?
En suma, sus obras no son representaciones de una realidad poliédrica y evasiva como la nuestra, no son intentos de significar ningún mundo: sus lienzos son palimpsestos, ejercicios de lectura oblicua que precisan de otro texto, intentos fracasados de una traducción para la que no hay ya diccionario.


  Pero sin duda donde el joven pintor más alegórico se muestra es a la hora de –desde su adscripción obvia a las estéticas del pop– no dejar de ver todo objeto como una mercancía y saberse habitante de un mundo donde la banalización icónica de una realidad construida a golpes de consumo informacional a través de los mass media a sustituido a cualquier otra postulación de mundo como horizonte significativo capaz de representación.
Pintar en un mundo que se mueve a impulsos sobrecargados de una sensibilidad cercana a lo compulsivo lacrimógeno, pintar en un mundo suspendido en un marasmo de redes informativas que degluten el poso óntico de cualquier ente para reducirlo a mercancía lista para embalar, pintar en un mundo donde la ideología ha conseguido invertir las seguridades (falsas pero seguridades al fin y al cabo) que filtraba en hegemónico o no hegemónico las clases, las ideas o los gustos, solo puede hacerse  desde un lenguaje que dé carpetazo a todo juego de significancia, representación y simbolismo.
Es necesario, por el contrario, un lenguaje que apueste por obras de arte donde nos ejercitemos en el acontecimiento fundante de nuestra contemporaneidad: que no hay ya modo de leer qué sucede, qué todo texto es ya una traducción de un texto que lo más seguro hemos perdido en alguna mudanza, en alguno de nuestros variados exilios, que vivimos un tiempo infinito que aunque vacío ya de acontecimientos con capacidad narrativa simplemente dura, se desarrolla en una onda expansiva en la que la gran alegoría sería aquella que dicta que nada nos cabe ya esperar. 

viernes, 8 de enero de 2016

DANH VO: LA ESCENA ILEGIBLE.


DANH VO: DESTIERRA A LOS SIN ROSTRO/PREMIA TU GRACIA
MNCARS (PALACIO DE CRISTAL): hasta 28/03/16

No sabemos si es que el espacio es complejo de por sí, pero hay que reconocer que los vagabundeos y errancias de los artistas por el Palacio de Cristal son casi norma de la casa. Pareciera que la salida se encuentra la mayor parte de las veces en la datación del propio edificio, perteneciendo éste a esa nebulosa época de finales del siglo XIX donde ni siquiera se presagiaban la cantidad de fracasos que estaban por venir. Y es que ahora que la mixtura temporal y el palimpsesto de cronologías revierte en estrategia crítica de primer orden, el tener que circunscribir una instalación dentro de un edificio como el que nos ocupa parece que basta para desatar la sed de heterocronía del artista contemporáneo.
En esta ocasión, Danh Vo no se anda con chiquitas y sin mediación alguna hace del palacio entero una vitrina museística, de un museo no tan educativo e interactivo como los de ahora sino donde la lógica de archivo era –aun sin saberlo– la razón que lo implementaba. Pero es que, claro está, Danh Vo tiene razones de peso para hacer lo que hace: huyendo del Vietcong, su familia es salvada por un carguero danés cuando la barcaza en que pretendían alcanzar los Estados Unidos estaba a punto de naufragar.
Desde semejante punto de arranque, sabiéndose no ya solo emigrante sino refugiado, normal que la mirada de Vo haya sido más sensible a los engranajes de formación de una cultura que, se mire por donde se mire, nunca es nativa: “la cultura es cruce de polinización, cruce de contaminación”, ha dicho el artista en una entrevista para la reciente Bienal de Venecia donde ha representado a Dinamarca.
Así las cosas, para esta intervención en el Palacio de Cristal Danh Vo no ha tenido más que ser fiel a su estrategia estética: utilizar la fragmentación de tiempos y espacios para ejercitar una racionalidad crítica sobre la formación de culturas –sobre todo la occidental– que nada tiene de bucólico ni bien pensante. De ahí que la datación del palacio le haya servido de detonante desde la que sin despeinarse enarbolar su discurso artístico.  


Acostumbrados a una mirada occidental sobre lo que antaño se comprendían como colonias, la mirada de Danh Vo nos devuelve la nuestra para ser ahora él quien mete en una vitrina museística restos de lo que pudiera comprenderse como “cultura occidental”. De este modo, subido sobre este juego especular, lo que Vo parece decirnos es que igual que la selección de sus objetos no llegan a dar siquiera una pincelada gruesa de lo que fue y es la cultura occidental, de igual modo nuestros intentos de apresar otras culturas no acaba sino en un ejercicio ideológico de aproximación circense. Todo queda, en el mejor de los casos, a las puertas de una comprensión que no puede ser más que deficitaria.
Pero, si uno observa con detenimiento, no se trata de una catalogación compulsiva de objetos, de un archivo concienzudo de grandes imágenes poseedoras de una gran condensación memorística. Es decir, no son objetos que estén en lo que Boris Groys llama el espacio submediático. Tampoco se trata de jugar al cinismo sin ton ni son y enarbolar la necesidad de instaurar una nueva lógica para un archivo diferente. Vo parte de cero y en su intento de hacernos pensar lo que es una cultura nos ofrece el remiendo de todo un proceso ideológico donde trata de hacer volver a hablar a objetos que, por mucho que se los fuerce, se hacen fuertes en su silencio.
Y ese es el interés que, para mí, despierta la obra de Danh Vo: no ya el encarnar la enésima referencia a una cultura que fue –y es– barbarie y violencia; no ya el ofrecernos un refrito de las mecánicas ideológicas de construcción de archivo; no ya tampoco el pensar acerca del arte desde la excepcionalidad que él mismo supone. Lo interesante es el hacer obvio y patente cómo la novedad es ya de por sí una abstracción ideológica y cómo somos ya incapaces de dotar de significado a cualquier cosa que trate de profundizar un poco en un mundo global que ha devenido ya pantalla hiperplana.
 Seiscientos fósiles de mamut, un Cristo de marfil del siglo XVII, una fotografía del primer paseo espacial estadounidense tomada en 1965 por la NASA durante la misión Gemini 4, un cartón vacío de leche, un torso griego de mármol de hace dos mil años de Apolo seccionado por la mitad dentro de un caja de leche condensada, una Madona policromada del gótico temprano francés: todo este conjunto no remite ya a desplazar la frontera mediática que separa lo profano y lo submediático sino a dejar claro que todo intento de remediar la situación ideológica desde la que toda cultura parte está condenada a una mera serie de balbuceos incoherentes. Y es que cuando la tragedia ha asolado toda una cultura, tratar de levantar el vuelo solo puede quedar en ejercicios de traducción donde, a fin de cuantas, nada se diga.


Quizá en este punto la presencia de una carta bien concreta nos da más de una clave: la carta de un misionero francés del siglo XIX, escrita la víspera de su ejecución, es transcrita por el padre del artista, Phung Vo, el cual al no saber el idioma copia las letras como si fueran meras formas sin relación con ningún significado. Dicho ejercicio de escritura remite a nuestra situación y de la que la obra en conjunto de Vo trata de hacer referencia: no es que haya quedado algo sin decir sino que ya somos incapaces de articular discurso. Quizá el pasado no nos diga nada, quizá el futuro seamos incapaces de imaginarlo: lo único cierto es que nuestro presente es un deambular por salas donde solo sabemos narrar nuestros traumas, nuestros fallos de lectura y escritura.
Quizá el valor del trabajo de Danh Vo sea precisamente ese: el ofrecernos cómo toda construcción simbólica a partir de un grado cero no es más que la sinrazón de un trauma que trata de hacer pie en el laberíntico mundo de un régimen de representación que se ha esfumado.
El síntoma primordial de la postmodernidad, señalaba Jameson, es un derrumbe esquizofrénico en el lenguaje y la temporalidad que provoca una inversión compensatoria en la imagen y el instante: todo dura eternamente, es decir, un suspiro. Y si la alegoría tiene el espesor de lo que dura, bien puede concluirse que la instalación de Vo es un ejercicio alegórico dentro de un tiempo infinitamente diferido donde nada puede ya decirse ni leerse, donde nada acontece sino un tiempo desnudo de acontecimientos, un tiempo donde el sistema postal ha entrado en barrena debido a que ya nadie sabe leer ni escribir cartas.
Sí: en definitiva la vitrina decimonónica en que ha convertido Vo el Palacio de Cristal no remite a tiempos pasados sino que apunta a la ilegibilidad de nuestro propio mundo: ahí donde ya no hay rastro de un significado escondido tras el símbolo, donde todo redunda en una alegoresis ilimitada donde –sin código de lectura ni escritura válido– “cada persona, cada cosa, cada relación, puede significar otra cosa” (Benjamin). O, lo que es lo mismo, el secreto es que no hay secreto.


Escritura visual ésta que nos ofrece Vo hijo como escritura sin palabras, inefable e ilegible –como la carta de Vo padre–. Icono puro pero sin trascendencia ni profundidad ninguna. Mero juego de efectos superficiales. Mero barroquismo. Y es que, aludiendo al título del pabellón danés en la última Bienal de Venecia –mothertongue– cuyo autor fue el propio Vo, el engaño ha sido pensar que existía una lengua madre, una lengua original con la que poder decirlo todo. Pero el arte es justo hacerse cargo de esa imposibilidad, de que a fin de cuantas siempre llega el momento de –como se titula la exposición comisariada por el propio Danh Vo en la Fundación Pinault también en Venecia– decir lo que no se quiere (Slip of the tongue), decir lo otro, decir lo que no se puede decir porque no hay ya modo de leerlo ni de escribirlo.
La instalación de Danh Vo da cuenta por tanto de este drama contemporáneo que llena una  escena hiperbarroca: y es que cuando ya no hay modo de escribir ni de leer, cuando el símbolo dejó sitio a una alegoría donde el tiempo terminó por desquiciarse, lo que nos queda es construir imágenes debajo de las cuales se intuye comprobar nuestro naufragio. Sin rostro ni gracia, pero ya con mantenernos a la deriva es un logro para quien ha olvidado todo modo de orientación. ¿Vendrá algún otro barco danés a salvarnos de una muerte segura? Creemos que no, pero entretengámonos recortando imágenes, quizá exista un futuro donde todo pueda volver a ser leído y volver a ser escrito.