domingo, 30 de agosto de 2009

HISTORIAS DE UN SECARRAL INVERTEBRADO



PATRICIA ESQUIVIAS: ‘LO QUE NO ES RACIÓN ES AGIO’
MNCARS: 24/06/09-28/09/09

Lo malo de la célebre frase de la no menos célebre filosofa de la existencia Victoria Beckam (¿qué otra existencia hay que no sea la del ser posh y fashion victim?) acerca de los olores madrileños es que, aún quedándose corta, es totalmente cierta. Porque, no sólo Madrid, sino España entera huele a ajo. Eso tiene las verdades, que duelen como afiladas dagas. España o lo que sea, claro. Porque cada cortijo tiene su olor y, quien dice ajo, dice paella, sol y toros, o gazpacho, pan y circo.
Si cada país lucha con su tradición, España parece haber querido siempre subirse al tren de la postmodernidad cuando sus relaciones con la modernidad no se han ni siquiera perfilado. Así pasa lo que pasa, que no somos más que un país de pesebreros dándoselas de enrollados a la cola de Europa. Un país que con citar a Picasso (que lo único en lo que se confundió fue en el lugar de nacimiento, aunque lo solventó con prontitud) y con rasgarse las vestiduras de lo funesto que fue para todos el oscurantismo que nace a partir del asesinato de Lorca, parece sobrarse para explicar el ‘quienes somos’ y ‘adonde vamos’. Y, claro está, todo regado con la cultura del lameculos y el ajo (otra vez) y agua de las subvenciones: a joderse y aguantarse que ya ganará tu partido y te tocará algo en la rifa. Ejemplos no faltan, pero la perpetración casi delictiva del pabellón español en la actual Bienal de Venecia puede hacernos pensar en que situación se encuentra la cultura en este estado llamado España (en eso, o en lo lejos que se llega con el señor de la ceja al lado).
Patricia Esquivias, joven artista venezolana, lleva poniendo desde 2006 el dedo ahí donde más duele en relación al papel que juega la tradición en España en una serie de videos que toman el nombre genérico de “Folklore”.
La primera pregunta no se nos debe pasar por alto: ¿hace falta ser joven (29-30 años) y extranjera al menos de nacimiento para ser capaz de articular un discurso no sesgado, no partidista, y capaz de sintetizar en veinte minutos lo que mucho intelectualoide tarda años en siquiera acertar a vislumbrar? Porque, ya se sabe, en un país como éste donde las derrotas son más aclamadas, a diestra y siniestra, que cualquier gloriosa victoria, el escarbar punzón en mano en una historia construida a base de carroña y detritus es deporte casi nacional; pero el tener la sutileza, la inteligencia y el desparpajo de decirlo todo de golpe y con sutiles maniobras conceptuales bien armadas, es algo tan extraño como digno de aclamarse y tener muy en cuenta.





La artista parte de una frase de Eugenio D’Ors que hace de frontispicio en una de las paredes del Casón del Buen Retiro: “todo lo que no es tradición, es plagio”. Eran otros tiempos, tiempos en que España, viendo el rumbo que tomaban las cosas, no sabía muy bien qué hacer con su tradición. Y es que ya desde entonces, desde las primeras refriegas entre tradición y vanguardia, España daba un paso para adelante y dos para atrás. No es ya solo el negarse a hacer borrón y cuenta nueva (cosa por otra parte bastante loable), sino el enquistarse en unas estructuras determinadas, las surgidas de lo rancio y casposo que un país en declive durante siglos era capaz de proponer.
Hoy, esa frase, debido al paso del tiempo y a la despreocupación de las instituciones, reza de modo diferente: “lo que no es ración, es agio”. La artista interpreta a su modo esta frase y a partir de ahí despliega una historia paralela, simétrica y nunca antes contada, que tiene a la paella como aglutinante condensador, de lo que ha sido el comportamiento del estado Español con la cultura, la suya propia y la que venía de fuera.
Para Patricia Esquivias, la susodicha pseudo frase viene a significar, en sus propias palabras, que ‘todo lo que no es una ración completa, sabe a ajo’; que todo lo que no comienza y acaba, todo lo que no pacta con su pasado, todo lo que no consiste en emerger de él para propugnarse radicalmente diferente, sabe a ajo y amarga a cualquiera.
Su historia, donde intenta no tanto ejemplarizar sino poner de relieve la lógica del esperpento tan querida a nuestras instituciones, hace hincapié en dos hitos de la arquitectura española donde es flagrante, y quizá hasta duela, ver hasta que punto el diálogo entre modernidades ha sido siempre un diálogo de besugos a expensas siempre del beneficio partidista.
Por una parte se centra en el pabellón republicano para la Exposición universal de París de 1937 creado por Josep Lluís Sert. Quizá aquí la artista ha jugado sobre seguro, porque ya sabe uno para que han estado siempre hechas este tipo de exposiciones, pero funciona perfectamente para ponernos sobre aviso de adonde nos quiere llevar. El patio español, el cortijo, intenta dialogar ya desde entonces con las formas modernas heredadas del incipiente Le Corbusier.
Años más tarde el eminente arquitecto francés Jean Nouvel gana el premio para la ampliación del Reina Sofía. Tantos años esperando para llegar aquí, diría alguno. Pero es que la cosa salta la vista. A un edificio construido como hospital, al que se le ha endosado la papeleta imposible de ser contenedor de obras de arte, al que, en su lógica, no le cabría otra salida que su demolición, se le da ya la puntilla al pegarle las formas postmodernas del francés.

La vuelta de tuerca, quizá inocente pero sutil (y eso ya es mucho en el arte actual), la pone la propia artista al hacernos fijar en que el tejadillo de Sert y el de Nouvel son, en su diferencia, la misma cosa: un pegote rojo con huecos por donde pasa tamizada la luz del sol y que da sombra a un patio. ¿Mera coincidencia?, ¿mismas soluciones para un diálogo que es siempre imposible?, ¿recurrencia a los mismos tópicos?, ¿querencia hacia una tradición que se entiende más como límite argumental que como ámbito de diálogo?
Quizá la respuesta no sería sino otra nueva historia contada a contrapié de esta pero, lo que está claro, es que, mientras se tenga un patio a la sombra donde hacer paellas, nada demasiado grave habrá pasado.
Y, por último, para quien se vea un tanto despistado, las propias palabras de la artista: "Que de repente en España haya tantos museos nuevos y que sean tan modernos y que hayan sido realizados por los arquitectos más modernos, no me parece que tenga mucho sentido, porque si no apoyas a la gente que produzca trabajo para que llene esos museos sigue quedando descompensado". Pues eso, que aquí se sigue empezando la casa por el tejado sin ningún tipo de rigor, aliñando una paella que siempe nos sale con un insoportable sabor a ajo.

lunes, 24 de agosto de 2009

DIAS DE GLORIA, O UN PAIS QUE BUSCA SIN ENCONTRAR

SERGEY BRATKOV: ‘GLORY DAYS’
SALA DE EXPOSICIONES CANAL DE ISABEL II: 05/06/09-30/08/09


Fue hacerse eco Fukuyama de los últimos acontecimientos de finales de los ochenta-principios de los 90 para proclamar su teoría del fin de la Historia para que todos los ámbitos del mundo cultureta se le echaran encima, unos para ensalzarle sin el más mínimo calado filosófico, como si se tratase de un bisnieto de Hegel, y otros para proceder a un linchamiento que no pocas escamas de rencor contenido. Y es que, el proclamar así de buenas a primeras el triunfo incontestable de la democracia liberal capitalista, no es algo que deje indiferente a nadie.
Y lo cierto es que, si se escarba mínimamente en las tesis, uno se da cuenta de que no es más que un simplón discurso que pareciera heredar las tesis ya lejanas de Partridge según el cual si la filosofía política ha muerto no es sino por el triunfo de la democracia liberal. Pero, pese a ello, dos son las características principales: por un lado, se trata de un discurso hecho desde el poder y para el poder, que se congratula de la magnificencia de su sistema y que, a pesar de haber errores (errores que, por otro lado, permite que la Historia siga transcurriendo), todo terminará por encajar como un gran puzle. Así, el discurso no busca legitimación, sino que nace legitimado en su mismo producirse.
Pero, como efecto inverso, el discurso da cuenta de una consecuencia contrario: bien pudiera haber sido el comunismo el sistema socio-político triunfante que nada, absolutamente nada, hubiese cambiado. Es decir, puede que haya dialéctica de la victoria y de la derrota en eso llamado Historia, pero, quizá la impronta epistemológica está tan marcada dialécticamente que, más que tratarse de sistemas contrapuestos, su carácter es más bien de modos intrasistémicos de proceder. Porque, a fin de cuentas, ¿qué hace que la dialéctica vencedor/vencido funcione? Pudiera ser que incluso un desarreglo en la misma operatividad del vencedor tuviese la clave: “todo lo que hizo que la democracia occidental mereciera ser vivida por su gente (…) fue el resultado del miedo”, apunta Hobsbawn.
Sea como fuere, si en algo ha acertado Fukuyama es en indicar en qué basa el capitalismo su superioridad: “el hecho de no tratar la cuestión del contenido de una vida buena es realmente el motivo de que el liberalismo funcione”. Pero, inmediatamente a continuación, muestra cuales son realmente las consecuencias de esta “superioridad”: “pero también significa que el vacío que significa nuestra libertad se puede llenar con cualquier cosa: indolencia y autocomplacencia, moderación y valor, deseo de riqueza (…)”. Es decir, el formalismo ético de Kant, como prefigurador del orden en el que debía actuar el nuevo sujeto ilustrado, llega al límite en una vacuidad de los contenidos que hace del simulacro eje garantizador sobre el que apuntalar los excesos desiderativos de una vida ética occidentalizada que ni se soporta a sí misma.



Pero, cuando este cajón desastre que conforma la ética ilustrada llevada al paroxismo postmoderno es trasvasada a las nuevas sociedades postcomunistas, el desastre es total. Al histriónico sentido de la igualdad heredada del comunismo, al inyectarle una sobredosis de liberalismo y democracia, delicado en las formas pero vacío en los contenidos, lo que provoca es un colapso general merced a un pasado que no termina por irse y a un futuro que nunca es el que se les hizo creer.
Y lo cierto es que no podía ser de otro modo, porque, cuando la maquínica lógica insoslayable del capitalismo, a pesar de la perfección de su velocidad límite y del simulacro con que sazona todo intento de descompensación en una economía del signo-mercancía casi impecable, es incapaz de manejar los flujos libidinales con una mínima precisión (ahí están, fieles a su cita, las diferentes crisis: crisis del sistema, malestar de la democracia, decadencia de la sociedad del bienestar), ¿qué cabe esperar de una sociedad bicéfala a la que se la empuja a subirse en un tren para el que no tiene aún ni los más burdos rudimentos con el que hacer tensionar las estructuras básicas occidentales, es decir, el deseo y el poder?
Sergey Bratkov pretende con sus imágenes dar cumplida cuenta de esta situación de catatónica postración en la que se encuentra la actual sociedad ucraniana. “Yo he nacido en un país que no existe", dice el propio artista. Así, su obra parece ser el documental de un País de las Maravillas donde la propia Alicia es una de esas huérfanas que, vestida y maquillada de forma adulta, es la imagen misma de la desazón y la tristeza.
Sus imágenes confunden y duelen, se tornan patéticas unas veces aunque irremediablemente sarcásticas otras. El mismo artista acierta de lleno a trazar una causalidad en los efectos: durante el comunismo cada uno llevaba acabo un roll determinado del que no podía salirse; cada uno se estereotipaba a sí mismo mediante una precisa sucesión de rutinas, de gestos, de ropas, de jerarquías, etc; el miembro del partido se estereotipa, casi en una inversión del fetichismo capitalista, en el miembro del partido, y lo mismo sucedía con el trabajador, el deportista o el espía de la KGB.

Con la llegada de las libertades, como si una recreación perversa se tratase del ‘cada uno se museografía en vida' predecido por Debray con arreglo a las sociedades postmodernas, en las sociedades post-comunistas cada uno “se martiriza en vida”. Los roles saltan por los aires, la sociedad enjuta del equilibrio estereotipado descarrila y ahora cada uno busca una nueva ubicación en, quizá, lo que puede llamarse el trauma del simulacro postcomunista.
Porque, no sólo son los niños, sino que Bratkov realiza una disección casi de entomólogo de todos los estratos sociales: niños, mujeres, secretarias, luchadores, mujeres soldados, marineros, trabajadores siderúrgicos, etc. Todos y cada uno de ellos son fantasmas de lo que eran en espera de la gloria de días nuevos. Sus imágenes habitan por tanto el ‘entremedias’ de esos ‘días gloriosos’ que se prometieron y que no terminan por llegar. De ahí que las sensaciones sean variadas, del caos a la humillación, del desenfreno kitsch a la más humilde de las tristezas, etc.
Quizá, por último, apuntar que esa extraña mezcolanza en que se convierten las imágenes de Bratkov no sean otra cosa que la de la constatación más radical: la de que no había yugo del que liberarse y que la historia, en sí misma, no es sino el yugo más poderoso.

sábado, 22 de agosto de 2009

PROBLEMAS DE IDENTIDAD O LA IDIOTEZ ARTÍSTICA COMO HERMANDAD

THE HILTON BROTHERS: MISTAKEN IDENTITY
LA CASA ENCENDIDA: 10/07/09-30/08/09

Evidentemente el arte despierta preguntas. Por ejemplo, una que surge después de ver esta exposición es bien concisa: ¿se puede ser más idiota que los personajes de arriba? Por supuesto que sí, el ser humano no tiene límites para nada y la idiotez congénita parece una endogámica carrera hacia el infinito. Pero, ¿se puede ser tan idiota y además famoso? En estos tiempos, no parece plantear esta pregunta una duda sino que más bien se convierte de inmediato en tautología.
Idiotez y famoseo, no son ya términos contradictorios y excluyentes, sino que van parejos. El problema, en referencia al arte, es que, nada más plantearnos esta duda ‘existencial’, uno piensa de inmediato o en estrellas de pop o en artistas. No hay vacilación. Luego ya puede venir toda la caterva de personajes que pululan por el espacio hipervisible de la pantalla telemática: futbolistas (sí, quizá estos también), actores, modelos (gloriosos momentos de la televisión los que nos depara Ansón y el concurso, perdón, certamen de miss España), famoseo en general del papel rosa, políticos (raza profundamente dual al sostener una idiotez que todos quisiéramos para nosotros, la de ser un profundo meapilas al que no se le exige ni siquiera éxito), etc.
El problema aún más hondo es que el artista, al ser famoso pero, por lo común, dentro de un mundillo que lleva a gala su carácter sectario y donde el divismo parece ser su fuerza motriz, hace de su idiotez tarjeta de presentación con la que hacer creer al mundo exterior que la idiotez es cualidad imprescindible para pertenecer (y por supuesto entender) el arte contemporáneo. Esto, al menos por el momento (y esperemos que dure), no es así: no todo artista es un idiota, obviamente. Aún a riesgo de hacernos los enteradillos es radicalmente diferente lo idiota que pueda parecer Pistoletto al entrar en la actual Bienal de Venecia martillo en mano destrozando espejos a diestro y siniestro, que la que se pueda inferir de estos dos memos. Comparados con ellos, incluso Maurizio Cattelan, idiota mayor del reino del arte (premio por el mismo otorgado), parece un fino analista de la sociedad tardocapitalista y posmoderna del momento.
Porque Cattelan aún mantiene un discurso articulado, coherente en sí mismo y que sabe cuando y donde poner el dedo en la llaga aún a riesgo de resultar insolente, fácilmente provocador o un grosero impertinente vividor del cuento del arte. Pero estos dos tipos es que lo traen ya de lejos y simplemente se limitan a reactualizar el discurso. Incluso, y si de parejas va la cosa, los ínclitos Gilbert & George eran capaces de arriesgarse infinitas veces más.

Sí, ya sabemos todos que la ironía del discurso es lo que se lleva ahora, que detrás de una patochada infame hay una patada al ‘sistema arte’ jurando que es en nombre de Duchamp por quien se hace todo, que debajo del hecho de que Hirst haya roto su propia cotización hace apenas un año en una hábil manipulación hay una sonora carcajada hacia las galerías de arte y al sistema de cotizaciones (además de un modo fácil de hacerse rico), y que a la salida de las exposiciones ‘made in Murakami’ se venden bolsos Louis Vuitton como churros en una operación de marketing en la que el descaro es mofa (artística, por supuesto) de sí mismo.
Pero el hacer apuntalar lo teórico del enésimo discurso real/virtual mediante la frivolidad y la búsqueda de idiotas paradojas de aspecto lúdico-comercial, no parece ocultar ni siquiera ‘esa otra cosa’ que parece estamos todos esperando (¿se puede uno imaginar un día en el que Hirst, ya hipermillonario y quizá gaga, diga que sus tiburones son el engaño mayor que ha habido sobre la tierra? El discurso es más complicado, pero evidentemente uno sí puede imaginarlo y ya con eso el señor Hirst tiene su merecido pedestal en el Olimpo).
Estos ‘hermanos’, hermanos en la fe de su idiotez, optan por la fragmentación en la narración, por el apropiacionismo barato, por intentar una estética relacional abortada desde el primer momento, por una desconexión de los cauces de la representación que uno duda sea una meta o una inoperancia propia surgida de lo manido y superficial de sus propuestas, por una utilización aburrida de lo publicitario y el fotograma cinematográfico. Y es que, aunque Andy Warhol diga de ti que eres el fotógrafo americano más moderno del momento, cosa que parece haber dicho de Christopher Makos (interesante propuesta de tesis el enumerar la cantidad de sandeces que se vio obligado a decir este buen hombre), no se puede a estas alturas estar dándole vueltas a la serialización, al díptico del ‘a ver que sale’ y a la patochada de poner cuatro imágenes juntas y punto y se acabó.


Lo más es disfrazarse con máscaras de lucha libre mejicana y jugar al despiste del quién es quién y al fíjate cómo nos confundimos en una realidad que nunca es lo que parece. Las palabras de la comisaria, Lola Garrido, son un intento de hacer explicable lo inexplicable: “sus obras son producto de desplazamiento, aventuras controladas, viajes de conocimiento, sin que llegue a existir en sus obras otra cosa que una afirmación permanente de las apariencias”. Que sí, que poniéndonos estupendos se puede decir eso y toda la retahíla de frases hechas con la que todo profesional del sector es capaz de endulzar la más aberrante de las exposiciones, pero hacer de la mediocridad lugar para remitirse a las evanescentes estructuras de la realidad en la que la sociedad postmoderna se asienta, es un ejercicio casi más creativo que el de la propia exposición.
Acabo de oír en la radio que España ha sido declarado por el prestigioso Centro de Estudios para la Felicidad Coca-Cola como el país más feliz de toda Europa. Teniendo como tiene un raro halo eso de la felicidad, y más sabiendo la felicidad que gasta el compatriota medio, con la idiotez, no es de extrañar que fuese aquí, en Formentera para más indicación (rara fascinación la del idiota por las islas, como si fuese un tiovivo interminable), donde la parejita en cuestión se conocieron y decidieron unir sus futuros, si no como las originales hermanas Hilton (siamesas unidas por la cintura que se convirtieron en actrices de vodevil en los años treinta), si al menos como las inestimables Nicole y Paris Hilton, la personificación perfecta de la idiotez caústica convertida en máquina de hacer (más) millones.
Que encuentren ellos mismos su verdadera identidad, ese si que puede plantearse como un work in progress ad infinitum en el que solo faltaría dilucidar su carácter real o meramente virtual. Lástima que ninguna cadena multinacional de TV les ofrezca un reality para tan soberbio proyecto porque el arte si que alcanzaría entonces su verdadero estado de momificación viviente.

P.D: No me resisto, y aún en contra de lo que es este blog, a facilitar un enlace poder verles en sus flamantes bicicletas. ¡¡El video, vean el video!!
http://www.youtube.com/watch?v=ZtxE4e82DAA

miércoles, 19 de agosto de 2009

LA DOLOROSA REALIDAD DE LA HISTORIA


THE ATLAS GROUP (1989-2004): UN PROYECTO DE WALID RAAD
MNCARS: 3/06/09-31/08/09

Una vez que Popper desveló ‘las miserias del historicismo’ criticando la explicación funcional y otros tópicos holistas, la Historia se comprende más en términos de microfundamentos que no según pautas suprahistóricas, ya sean estas de corte teológico o marxista. No hay ya ni cielo que nos salve ni sociedad postutópica que nos acoja y, las razones que la Historia pueda tener, es algo que sólo se nos está permitido conocer a nivel micro.
Y, de la ‘lógica de la situación’, con su marcado acento en el individualismo metodológico, a la ‘lógica del sentido’ de Deleuze no hay más que un paso. A este respecto, escribe el filósofo francés en su celebérrima lógica: “entre los dos devenires, de la superficie y de la profundidad, no se puede siquiera decir que tienen algo en común: esquivar el presente. Porque si la profundidad esquiva el presente, es con toda la fuerza de un ‘ahora’ que opone su presente enloquecido al sensato presente de la medida; y si la superficie esquiva el presente, es con toda la potencia de un ‘instante’, que distingue su momento de todo presente asignable sobre el que lleva una y otra vez la división.”
Y es que podría decirse que, con el paso a la postmodernidad, ni siquiera los microfundamentos tienen cabida a la hora de articular una explicación histórica. La Historia ahora avanza a golpe de Acontecimiento, a golpe de irrupción maquínica en un tiempo global y absoluto que deja su huella tan solo un instante. El acontecimiento es en sí mismo propio de la superficie, de ahí que hoy el único acontecimiento reseñable sea el mediático: la superficie se ha hecho perfecta y los significados y significantes fluyen en un deslizarse perpetuo por la misma superficie gracias a una economía capitalista del signo que transacciona a velocidad límite.
Pero también, aunque ya de manera casi testimonial debido a la perfección de la superficie a la que acabamos de hacer referencia, también está la profundidad. En ambas la identidad de cada cosa se disuelve en el seno de la identidad infinita. Pero, mientras en la superficie “cada acontecimiento comunica con el otro por el carácter positivo de su distancia, por el carácter afirmativo de la disyunción”, “por resonancia entre dispares”, en la profundidad “es por la identidad infinita que los contrarios comunican y que la identidad de cada uno se encuentra rota, escindida, hasta el punto de que cada término es a la vez el momento y el todo; la parte, la relación y el todo; el yo, el mundo y Dios; el sujeto, la cópula y el predicado.”
Un arte activista de corte postmoderno deberá, por tanto, enfrentarse a los dos ámbitos en que se estructura la realidad histórica del acontecer. Sin embargo, quedándose la mayor parte de las veces en la tan querida noción de simulacro (efecto de superficie del propio acontecer), se ha contentado con poner el acento en lo que sucede en la superficie. Dos ejemplos nos bastan para demostrarlo.
Por un lado, la superficie, en cuanto plano de inmanencia del mismo acontecer, se convierte en el lugar del acontecer más esencial: el de la diferencia. Si bien, como hemos dicho, significado y significante se deslizan sin peligro, nunca llegan a coincidir creándose así un margen para la apertura de la diferencia. El ser ya no es, el ser acontece. Y, como tal, acontece en cuanto diferencia. Teniendo esto en cuenta, no es difícil establecer una relación de los diferentes activismos que se han incardinado en este acontecer de la diferencia. Y, entre todos ellos, quizá haya sido el arte feminista el que más éxito haya tenido.
Al igual que la mercancía queda fetichizada en la diferencia fundamental entre valor de uso y valor de cambio, la ideología imperante ha ido fetichizando diferencia tras diferencia en un intento loco por cerrar la sutura en una identidad tan falsa como idealizada. Y, entre ellas, la diferencia sexual ha gozado siempre del consentimiento de las altas esferas. Así, y ciñéndonos a nuestro propósito, el arte feminista opera en la diferencia que existe en el mismo plano de inmanencia: la diferencia que, igual que sucede con el logocentrismo, hace del patriarcado una inaceptable posición tradicional que reduce a la mujer a un ‘otro’.
Con todo, decir que el arte, por muy activista que sea, se queda en el plano de inmanencia y se contenta con ampliar la diferencia, no es en sí mismo decir poca cosa. Hacer surgir la diferencia, disponerse a representar ese lugar intersticial, operar la crítica y, sobre todo, crear las condiciones para que aquello que se niega, en este caso la mujer, pueda gozar su síntoma, son ya retos fascinantes para cualquier arte. Porque, en última instancia, se sabe bien a las claras que la diferencia nunca se sellará, que todo intento de desfetichización no es más que un efecto de superficie. Pero, siendo esto lo de menos, lo fundamental es que, como dice Pipilotti Rist, “ver a una mujer que se comporta de un modo distinto al que esperamos de ella, puede conmover más que si leemos un texto feminista de diez páginas”.
Como segundo ejemplo de cómo el arte activista entiende su pertenencia al plano de inmanencia, cabría citar a los movimientos artísticos que surgen en las fronteras. Parafraseando de nuevo a Deleuze, quizá la aventura del arte, y más aún del arte activista, no sea otra cosa que la misma aventura de Alicia: “no hay pues unas aventuras de Alicia, sino una aventura: su subida a la superficie, su repudio de la falsa profundidad, su descubrimiento de que todo ocurre en la frontera”. Y es que la política, como teoría y práctica del movimiento del capital en el plano de inmanencia, opera sobre todo en las fronteras. Como ejemplo, cabría citar a la asociación de artistas Boder arts Workshop/Taller de Arte Fronterizo que viene actuando en San Diego desde 1984.
Pese a, como decimos, el inestimable valor de este arte activista de la superficie, lo que en un momento parecía violentar las estructuras de una superficie todavía no bien asentada en sus propios movimientos de capital, actualmente no parece sino un juego de niños. De la radicalidad de los movimientos de vanguardia no queda sino el gesto, la ampulosidad de la retórica. El arte contemporáneo es en sí mismo arte oficial y oficioso, da prebendas, reparte títulos y actúa de dueño omnipotente. Situar una praxis en el mismo terreno en el que se sabe derrotado no parece una labor muy encomiable, sobre todo en estos tiempos donde el cinismo actúa como aglutinante socializador.
Por ejemplo, los últimos rescoldos de este arte activista post-seseantaochista, y debido a éxitos como el de Jenny Holzer, aprovechan la modorra actual (y aún más la confusión reinante) para perfilarse como azotes del poder dogmático y aplicar una última diferencia: espacio público/espacio privado. Pudiera ser que en épocas postdadaistas o fluxus, el ganar un espacio al arte (y, sobre todo, mayor público) gracias a situar una obra en la realidad del mundo, tuviera su acto de reivindicación, pero hoy en día el, por ejemplo, llenar de vaquitas Madrid, no es más que el signo de la horterada como límite de lo kitsch.
Porque, a estas alturas de la película, un arte activista que de verdad se tenga como tal no puede ser otro que el que se enfrente con la Historia, el que recoja la multitud de microfundamentos y opere en ellos un cara a cara tan demoledor como vergonzante, pero no sólo en la cómoda superficie de la hipervisibilidad reinante, sino que se someta a la misma profundidad de una Historia brutal y despiadada. Es decir, que no aborde únicamente los procesos de organización y narración de la Historia, sino también las estrategias de construcción y fabricación y que, aún más, se atreva a proponer otros modos y maneras. Ya sea plausible la teoría de la Escuela de Frankfurt según la cual la sociedad es fruto de contradicciones, ya lo sea la teoría de Deleuze y Guattari en donde más bien se estrategiza, lo cierto es que si alguna misión puede tener aún el arte es la de producir y provocar nuevos intercambios entre las capas del sistema endógeno que conforma la sociedad. ¿A qué precio? Por de pronto, y como a priori irrenunciable, al precio de no sumarse al festín idiota de la celebración de un arte que sobrevive sobremedicado.
Trabajando con la guerra casi eterna que sacude al Líbano, el Grupo Atlas irrumpe en los dos ámbitos de la telerealidad asistida en que toda realidad ha devenido. Optan por la recolección y la reconstrucción, por la datación y la fabricación; recolectan hechos (hechos de la Historia) y los traducen a la propia lógica del acontecimiento. Es decir, una lógica que opera con la disyunción más que con la adición, y que procede mediante la reverberación de series contradictorias buscando una contraefectuación que encuentre la paradoja en la superficie y el descarnamiento de un encuentro con la profundidad.






En una serie titulada “I only wish that I could weep “, se nos muestra lo ‘otro’ de la guerra: un soldado debía vigilar una orilla y más bien se pasa las tardes contemplando el bello atardecer que cae sobre el Líbano y grabándolo en video. Viene a la memoria una frase de Joseph Conrad: “observar una costa mientras se desliza ante el barco es como pensar en un enigma”. Observar a todas las personas que pasan a cámara rápida deslizándose a través de la superficie por la que transcurre su vida, no es sólo un enigma, sino un insondable dolor atestiguado por el dramatismo salvaje que permanece callado en la profundidad: el todo y la nada, la vida y una bomba que la desangra.
En otra serie, “Already been in a hole of fire”, la pormenorizada recolección de información en relación a determinados sucesos, ataques terroristas con coche-bomba, hace que la lógica del acontecer se condense de tal manera que haga ya imposible el transito en la superficie: color y marca del coche usado, imagen del mismo, número de muertos, de heridos, kilos de dinamita, hora del atentado, etc. ¿Hace falta seguir? El sentido de la Historia ni siquiera se entiende a nivel micro, sino que implosiona en la lógica de la aberración del sentido.






La realidad se bifurca, se crean rugosidades a nivel superficial que hacen viable cierto tránsito: un fotograma por cada vez que se piense que la guerra ha llegado a su fin y otro fotograma por cada vez que uno se tope con el letrero de un dentista. Ver ambos videos (‘No, illness is neither here nor there’) es una experiencia casi catártica: la realidad no está sino que se fabrica y, aún (si no sobre todo) en condiciones de guerra, el ser humano crea y elevar sus propias construcciones.
En otra serie el artista Walid Raad expone las fotografías del ejército israelí que tomó en su juventud acercándose lo más que pudo a sus posiciones. ¿Resisten dichas imágenes el paso del tiempo? Obviamente no. Es decir, en la superficie, toda distancia, al ser distancia de la disyunción, dura lo que dura el instante de su reverberar. Quizá se pueda datar y archivar un hecho, pero un acontecimiento, aquello que conforma la Historia precisamente gracias a su efecto superficial, nunca.


De ahí que, como más arriba hemos dicho, haga falta bajar a las profundidades y enfangarse con lo más terrible: aquello que ya no es denuncia de una economía que fagocita todo deslizamiento gracias a la implosión del sentido del signo, aquello que ya no se contenta con habitar en el ‘entre’ de cualquier diferencia. En la serie ‘Secrets in the open sea’ se nos muestran las fotografías encontradas después de que muchos edificios se hubiesen venido abajo. ¿Estamos ya en la profundidad, en la demolición? No; las fotografías son bellos campos cromáticos, unas azules, otras rojas, algunas verdes. Sólo luego, después de un análisis químico, se pudo comprobar que las bellezas cromáticas escondían grupos de personas que habían todas desaparecido y que se daban por muertas. Ahora sí: en la profundidad la Historia es aniquilada, borrada en un presente que se comprende como juez y procesado, no hay herida ni diferencia porque todo coincide en su misma locura. La Historia la escriben los vencedores, no hay acontecimiento alguno porque nada consigue subir a la superficie, la locura de la necesidad de Hegel acampa aquí a sus anchas: el destino se cumple sí o sí.
Pero, aún puede haber más: puede haber el encontronazo directo con eso que camufla y que miente, pero que, en su misma endógena patología como profundidad, se convierte en necesaria verdad. En la última serie, ‘My neck is thinner tan a hair: Engines’, se nos muestra la fotografía del motor de los diferentes coche-bomba que asolaron Beirut. Parece ser que el motor es lo único que queda después de la explosión y que los reporteros (y es de suponer que la población en general) jugaban a ser el primero en encontrarlo. Aquí uno ya no se topa con la imagen oculta de un pasado que permite comprender un presente (el de persona asesinada y no solo dada por desaparecida), sino que es el mismo presente, en su núcleo duro, lo que se busca y se encuentra.
En la superficie, el presente-real es eludido mediante referencia al instante en que todo acontecimiento sucede (ya sea, como hemos visto, por sucesión de instantes o fotogramas, por una sobreexposición a la hora de dar información o bien por un mirar hacia otro lado). Pero, en la profundidad, ya no hay escapatoria: no solo se desea el encuentro sino que es lo que lo configura como tal. No es lo Real-imaginario, sino que es lo Real-real: la profundidad es la constatación de que lo no deseado de la realidad no sólo es posible sino que acontece, que en la ficción de toda superficie o plano de inmanencia hay algo más que escapa a esa misma ficción y que se hace Real.



Esto es el verdadero arte activista: no sólo enfatizar la construcción de todo efecto de superficie sino descender a la profundidad del choque violento con lo Real. Operar nuevos cauces, proceder nuevos encontronazos. En definitiva, ¿qué es posible y qué no lo es?, ¿por qué hay cosas imposibles que se tornan posibles? Quizá sea culpa nuestra, quizá sea que por muchos muertos que haya sólo el golpe con un motor chamuscado nos ponga en contacto con el trágico sinsentido de la posibilidad de una realidad: la de que la Historia, cualquier Historia, nos desangra.

viernes, 7 de agosto de 2009

LA FARÁNDULA DE UNA VIDA CUALQUIERA

ANNIE LEIBOVITZ: ‘VIDA DE UNA FOTÓGRAFA 1990-2005’
SALA ALCALÁ 31: 18/06/09-06/09/09

Cuando la realidad ha implosionado, ¿qué es lo que queda de eso llamado cotidianeidad? ¿Un detrito, una entelequia, un simulacro más? Cuando la realidad es un espectro, la cotidianeidad deviene el lugar vacío, el ‘cero real’ que hace posible el simulacro. En palabras de Baudrillard, la implosión de la realidad es una “suerte de escatología negativa que anuncia la aniquilación de toda oposición, la disolución de la historia, la neutralización de la diferencia y la disminución de toda posible representación de una realidad alternativa”. Es decir, la cotidianeidad es eso que ya no es, es la fagocitación implosionada de los momentos de contacto entre lo real y lo virtual que juegan ya a favor del simulacro sin cortapisas ni rubor alguno.
Los nuevos parámetros de fidelidad de la imagen consiguen que toda imagen se desplace hacia la superficie gracias a un coincidir absolutista de su significado y su significante. De esta manera, todo lo que sucede, sucede en la pantalla; todo lo que es real es la pantalla, es decir, todo lo que es real es simulacro. De la cotidianeidad no queda más que ese leve atisbo de impostura y de sospecha que hay detrás de toda imagen que acontece en la pantalla global.
La pantalla adquiere entonces un nuevo papel: se constituye como el producto básico de la reubicación y jerarquización de los procesos de producción. El mito de la racionalidad llega así al límite de su propia farsa y pantomima: la revolución tecnológica nos hace libres en un mundo donde la libertad no es ya una utopía, sino un simulacro más: el que nos da forma como meros entes del zappeo global. Libertad y zapping ahora como antes fue libertad y fraternidad; el miro ilustrado camina todopoderoso. Los modos de producción se perfeccionan, los productores de simulacros absolutizan su poder. Lo único que se nos da a elegir es el canal que sintonizar, siendo ello, no obstante, otro simulacro más, esta vez el que da cuenta de una sociedad aterrada en la hipervisibilización de sus propios miedos y que solo sobrevive acuartelada en sus jerarquías que evitan cualquier contacto con el otro. Así, para cada deseo, ya existe un canal; para cada necesidad, ya hay una pantalla que da cuenta de él. Onanismo y tolerancia como los dos pilares del simulacro en el que se ha convertido el laissez faire ilustrado. Como decía Debray, cada uno se museografía en vida. Es decir, no molestar, yo y mi pantalla nos bastamos.


Como corolario de todo ello, de los quince minutos de fama profetizados por Warhol, se ha pasado a una vida entera como simulacro. Del ‘todos somos artistas’ de Beuys, al ‘todos somos famosos’ lanzado a los cuatro vientos por los nuevos productores del orden telemático y global. Grandes hermanos, operaciones triunfo, factores equis, escuelas de modelos, de cantantes, de cocineros, etc. Cada uno puede disponer no sólo de quince minutos de fama sino de una vida entera discurriendo en la superficie de la pantalla global. Sólo basta con dejar de lado el antiguo formalismo kantiano del imperativo categórico por la nueva forma de ética y libertad: encuestas, estadísticas, tecnodemocracia de la bobalización generalizada. Así, cada uno es tan válido como los espectadores del simulacro digan que es, cada uno es tan excelente como gradas y pantallas gigantes logre poner el alcalde de su pueblo para verle en directo, cada uno consume aquello que las estadísticas dicen que ha de ser consumido, cada uno estrategiza sus deseos de la manera en que los procesos libidinales logren una mayor dinámica de manera que la carga libidinal no se deposita ya en las imágenes sino en la propia gestión de las imágenes.
Y, con todo ello, el capital logra expandirse en el tiempo global del simulacro a la velocidad límite de la dromótica de esta nueva producción. Capitalismo y entertainment, son, en la pantalla global, las dos caras de un mismo coincidir que en su perfección no encuentra límites. La dromótica del capital como último eslabón del mito de la racionalidad barre todo a su paso y ya sólo nos cabe dar fe: de la eliminación de la tragedia de Adorno como configuradora de la nueva modernidad del ‘después de Auschwitz’, a la aniquilación del campo semiótico por parte de la televisión enunciado por Ballard, no nos cabe otra que plegarnos ante el poder maquínico de la imagen y del signo que devora cualquier atisbo de cotidianidad que nos mantenga aún un poco alerta.
Ante esto, el traer dentro de un PHotoespaña’09 cuyo tema parece haber sido la cotidianeidad (sobre todo en la magnífica exposición del Teatro Fernán Gómez) a Annie Leibovitz puede entenderse dentro de varios parámetros. Uno de ellos, por supuesto, el ser ni más ni menos que la jugada que tocaba dentro del arte-masa o del arte-simulacro: un arte de portada de revista, un arte que se entromete hasta la náusea en los entresijos del capital y que, como tal, atrae a la gran masa ávida de ver a sus ídolos.
Pero, más allá de todo ello, la obra de Leibovitz logra insertarse de manera magistral en ese espacio intersticial que forma la cotidianidad íntima de su vida personal con la cotidianidad del tiempo absoluto proclamado por la pantalla telemática. Es decir, aúna el tiempo del presente íntimo con el tiempo del presente global. Fotografías de su familia y de su pareja Susan Sontag se mezclan con otras de los grandes iconos del celuloide, la moda o del poder: Kate Moss, Demi Moore, George W. Bush, Donald Trump, Al Pacino, etc. Pero, ¿cómo logra tal síntesis? O, incluso, ¿de verdad hay tal síntesis?

La cámara de Leibovitz no aniquila a la celebridad como bien pudiera hacerlo el juego de mercadotecnia (ya después de la implosión del pop) de las serigrafías de Andy Warhol. Si éste hace del icono una pantalla fantasmal en sí misma (¿no se darían cuenta Versace o Diana von Fustenberg de lo tétricamente vacuos de sus retratos?) la fotógrafa norteamericana teatraliza mínimamente la escena para que la imagen de la celebrity no sea una imagen más, sino que logre traspasar al menos la gelidez espectral del bombardeo mediático. Incluso, logra hacer de ellos también retratos de familia, como por ejemplo impresionante la fotografía de la familia Cash).
Hay dinero, hay poder, hay sexo, hay todo lo que se pide para que una imagen llegue a ser la imagen de una celebridad. Pero, no sólo por ellas mismas, sino también en diálogo con esas otras fotografías de su vida personal, hay algo más. Un Williams Burroughs anciano es algo más que la imagen del poeta maldito, una Demi Moore embarazada es algo más que la imagen del icono cinematográfico, una Cindy Crawford como la Eva del paraíso es algo más que la imagen del mito sexual, etc. Y, como anverso de esa misma tele-realidad, una Susan Sontag convaleciente e incluso ya moribunda es mucho más que un simple recuerdo fotográfico, su mismo padre en su lecho de muerte es igualmente más que cualquier imagen de cualquier padre, un escritorio vacío o los apuntes para un libro pueden llegar a ser también mucho más que unas simples imágenes cotidianas.



Por todo ello, la pregunta que surge recorriendo las salas de la exposición incide en eso que más arriba hemos tratado de apuntar. ¿Qué es la cotidianeidad?, ¿qué es la realidad?, ¿qué la conforman como tal a cada una de ellas?, ¿todavía, y después de todo lo dicho anteriormente, hay lugar para la cotidianeidad de una vida? Poder, sexo, dinero, todo aquello que la pantalla del capital de la velocidad límite idolatra como lacónica superficie virtual de transacciones libidinales, la conforman como el simulacro en que hoy en día toda realidad ha devenido. Pero, con todo ello y también, el dar vida y el quitar vida, el sufrir y el gozar, la soledad de un escritorio y la felicidad de la familia siguen aún teniendo mucho que ver con eso que llamamos vida, la de la nuestra igual que la del chulazo de Brad Pitt que todos quisimos ser.