sábado, 27 de febrero de 2016

ARCO’16: ASEGURAR LA JUGADA, GANAR PARA EL FUTURO


No sé si es buena idea comenzar un texto  sobre ARCO con un guiño al recientemente fallecido Umberto Eco y su “apocalípticos e integrados”. Y no lo sé no por que no sea pertinente sino por su obviedad: cada año, en esto del arte y su mercado nacional, los mismos interrogantes que uno ve ya como parte del decorado. Entre los que ven en esto la penúltima intentona de un mercado decrépito y los que se agarran al entusiasmo loco de no dejar de ver brotes verdes, lo mejor, pienso yo, es normalidad.
Más aun cuando, como cada ámbito de producción capitalista, el mercado del arte también tiene sus secretos que guardar y, ciertamente, de puertas para adentro, poco se llega a saber. Me refiero a beneficios, coleccionistas nacionales, hasta qué punto influye el tan manido IVA, fortaleza del sector más allá de estos cinco días a la carrera, etc.
Sea como fuere ARCO cumple 35 años y como los 30 los cumplió con más inestabilidad que otra cosa, el miedo ha hecho posponerlo sabiamente para esta extraña efeméride y celebrarlo de modo particularmente acertado: asentándose en sus bases, en los logros cosechados y la constatación de haber logrado una identidad propia. Y es que no hay futuro –y recordemos que el lema de este año es Imaginando otros futuros– sin la integración de un pasado y sin la constatación identitaria de un presente.
Una efeméride que, a mi modo de verlo, sirve para subrayar el carácter propio de una feria que es la que es: si no se parte del dato obvio de quienes somos difícilmente puede haber futuro. Dejarse de tantos “y sis” y tantos “porqués”, celebrar lo que ARCO sigue suponiendo para el arte contemporáneo español y, desde aquí, ir a por más.

Uno de los varios Kounellis que hay diseminados por la Feria
Y sí, obviamente se le puede decir cuatro verdades a esta feria: que si su falta de sorpresas, su nivel plano y convencional, etc. Pero entre que una feria no está para ser sometida a análisis exegético-crítico y que, insistimos, es ahí desde donde hay que trabajar, cantar lo obvio es una banalidad que dejo para, ahora sí, los apocalípticos.
Porque lo cierto es que si se tiene una vocación entre el flâneur y el trapero uno puede disfrutar de esta feria como un enano. Indagar, acercarse, preguntar, curiosear, desesperarse, indignarse, sorprenderse, etc: hay para mucho si, claro está, al arte se va –aunque sea en el contexto de una feria– no para hallar respuestas sino para proponerse preguntas.
Entrando en materia, lo más señalable son las 33 galería encargadas de dar relumbrón a la feria y celebrar sus 35 añitos. Dos artistas por stand, hay encuentros muy fructíferos: nos quedamos con Günter Brus y Ángela de la Cruz en Krinzinger, Danh Vo y Mona Hatoum en Chantal Crousel o Jorinde Voigt y Dan Graham en la Lisson. A parte, las fotografías David Maljkovic (Annet Gelink), el video de Rogelio López Cuenca (Juana de Aizpuru) y, sobre todo, los ejemplos de la obra conceptual de Ian Wilson (Jan Mot) y la instalación performativa de Tino Sehgal en Marian Goodman.

Siempre hay un artista desnortado...
Dentro ya del programa general, y con ese regusto a lo convencional que invade cada uno de los stands, sí que uno puedo ir picoteando de aquí y de allá para quedar al menos mínimamente satisfecho. Néstor Sanmiguel y el lienzo de Karmelo Bermejo en Maisterravalbuena, las esculturas de José Dávila que tanto nos gustaron hace dos años ahora en Nicolai Wallner, el último video de Laida Lertxundi en Marta Cervera, aunque ya conocida la obra de Enrique Radigales en The Goma, varios Kounellis que ya es motivo de visita obligada (creo que nunca me cansaré), Luis Úrculo (nos alegramos de volver a verle, también en Casa Leibniz), Pep Vidal en Louis21, Concha Jerez en Aural, Jorge Perianes en Max Estrella, Travis Sommerville en Beta Pictoiris (actualmente con exposición en Ponce+Robles), Guillermo Mora en Casa Triángulo, Ignacio Uriarte con una capacidad casi infinita de hacer algo con nada en Nogueras Blanchard, el gran espejo de Anish Kapoor en Lisson, las pinturas siniestras de Manuel Ocampo en Nosbaum Reding, Mateo Maté en NF, las telas de Babi Badalov en Jerome Poggi.

Stand de Maisterravalbuena con Néstor Sanmiguel y B. Wurtz

Por último, no olvidar pasarse por las dos instalaciones que hay, la de Leonor Serrano Rivas como Premio Solán de Cabras y la del colectivo neozelandés et al en West que por lo menos desoxigenan las meninges un poco.
Pero como lo interesante es mimetizarse con el panorama circundante hagamos nuestra lista de lo mejor o, mejor aún, lo que no hay que dejar de ver:
1-     Tino Sehgal (Marian Goodman): solamente por la experiencia de introducirse dentor de su cubo negro merece la pena pasarse por ARCO.
2-     Laida Lertxundi (Marta Cervera): presenta en ARCO su nueva película. Quizá un peldaño inferior a las otras o que, quizás ya la conocemos. Pero hipnotiza igual.
3-     Mateo Maté (NF): no sabemos el propósito de su venta de huesos, pero para nosotros que es un puñetazo de humor en toda esa ideología del artista como sumo hacedor de un idealismo trasnochado.
4-     Pep Vidal (Louis21): si la realidad más que para ser representada está ahí para ser vivenciada, experimentada, dudada, problematizada, etc., las propuestas artísticas de este matemático y físico son de lo mejor. El arte para desprenderse de seguridades.
5-     Oscar Santillán (NoMínimo): quizá habría que reflexionar un pelín más si su obra no es una gran bufonada…pero viendo a un médium contactar con Nietzsche es algo ya de por sí sublime.
6-     Jorge Perianes (Max Estrella): artista o, mejor, poeta de la cotidianeidad. Sus piezas son ejercicios mínimos.
7-     Mark Manders (Zeno X): he leído que está comprada o casi comprada por Helga de Alvear. Y no es ese el único mérito de la artista.
8-    Antonio López (Marlborough): Sí amigos, el manchego universal, una vez acabado su cuadro “real”, está presente. 2,5 millones de euros. Es bueno pasarse a verlo, para ver quiénes somos.

viernes, 26 de febrero de 2016

CINCO OBRAS QUE DEBERÍAS VER EN ARCO O TE LAMENTARÁS TODA TU VIDA

Como los Reyes no leen mi blog no saben qué mirar
Parece que causó cierto efecto aquello que dijimos anteayer de que, para nosotros, aquellos que “no creemos en el arte”… Y es que si se es fiel al arte hay, por lo menos, que descreer de él. Pero, claro está, ¿por qué y cómo no creer en el arte?, ¿qué hacemos aquí si, a las claras, no creemos nada en él?
En su último libro libro que me leí en el tren camino precisamente de ARCO–, Fernando Castro señala que “acosados por imágenes tontas que explotan como asuntos candentes, como noticias que tienen que repetirse hasta la nausea, apenas nos damos cuenta de que se está produciendo un escamoteo”. Es decir, asolados por una economía de la imagen que simula nadar en la sobreabundancia lo cierto es que, como dice un poco más adelante, “hay imágenes que faltan”.
Sin entrar en muchos sesudos devaneos esa es la razón por la que uno ha dejado de creer en el arte: porque sabemos a ciencia cierta que no solo es que esa imagen que resta no nos la ofrecerá el arte sino porque además hemos descubierto que el arte se jacta y se envalentona prometiéndonos que sí, que si nos la ofrecerá, lista para nosotros.
Ahora bien: si se ha dejado de creer en el arte, es solo con el firme propósito de ejercer la increencia de forma radical y pedirle al arte más, quizá más de lo que pudiera estar en condiciones de ofrecernos: pedirle que no se ajuste modélicamente a ese inocente juego de esperar la imagen que falta, sino que la problematice, que incluso muestre como por mucho que digamos no podemos dejar de estar esperando esa imagen última, aun a sabiendas que todo es un camelo.
Es este nuestro punto de vista, el mirador desde donde nos adentramos en este mundo del arte contemporáneo y la tesis fundamental que nos lleva a disponer de una teoría crítica siquiera de modo humilde. Y son estas mismas coordenadas las que nos llevan a visitar ferias de arte como ARCO: comprobar cómo el arte opera en el silencio que nos devuelve cuando, de stand en stand, vamos preguntando, mirando, indagando, etc.
Desde estos prerrequisitos, hemos elegido cinco piezas ineludibles:

La entrada a la obra de Sehgal, con un mural de Baldessari, el hombre que dijo que no iba a volver a hacer arte aburrido...
Tino Sehgal (Marian Goodman): para los mortales que como yo no habíamos tenido aún la oportunidad de introducirnos en una de sus mal llamadas performances es ya razón más que suficiente para acudir a ARCO. Si decimos que estamos ayunos de experiencias estéticas verdaderamente contemporáneas creo que el hecho de entrar en esta obra es lo más cercano que se puede estar de disfrutar de una experiencia semejante. Decir más es decir tonterías.


Laida Lertxundi (Marta Cervera): hace un par años disfrutamos de una exposición en la misma galería y desde entonces andamos como zombis buscando su trabajo. Aquí se muestra su último video Vivir para vivir. Las claves son las mismas: desconexión, descoordinación, desorientación. Imagen, texto y música se fusionan (¿o se difuminan?) para proporcionarnos una micrología de lo cotidiano desnuda de aditamento alguno y sostenida en su propia liviandad. “Si debo recordar ese viaje, ¿qué debo hacer?”, se lee en un momento del video. De eso trata: de intentar recordar y no poder: y es que el tiempo, nuestro tiempo, se resuelve en un presente continuo donde, a las claras, no hay nada que narrar.


Mateo Maté (NF): Reliquias de artista. Aunque parece que somos supermodernos, todavía no nos deshacemos de ese mito infumable del artista como chamán, como brujo encantado que opera con objetos, signos y significantes para ofrecernos lo nunca visto (generalmente, su propia mediocridad embalsamada en fetiche artístico). Mateo Maté, artista de una ironía fina, lleva el tema al máximo de su absurdo: del artista vale todo, hasta sus huesos.
También vemos en la obra una denuncia a la explotación del artista, condenado como Sísifo a trabajar durante una larga vida laboral, pagando sus IRPF’s, IVA’s y demás. Si bien es cierto que un puñado de artistas viven de fábula, el resto, la inmensidad de ese resto incontable, no pueden por menos que vender…hasta sus huesos!!   


Oscar Santillán (NoMínimo): si van, que se la expliquen bien: la obra es, simplemente, tremenda. En el video, un vidente contacta con Nietzsche para que le explique cómo bailaba. Pero en el entremedias conceptual de la obra hay mucho más que semejante atrevimiento (ya de por sí para quitarse el sombrero): hay una preocupación por cómo influye el modo de producción en la producción, cómo el pensamiento queda modelado por el modo en que éste queda registrado, ahí un mostrar como el pensamiento no es sino fuga –baile– de sí mismo.  
El asunto es que Nietzsche se hizo con la primera máquina de escribir portátil para pensar mejor y más rápido…y fue incapaz de escribir una sola línea. Siempre hay un gap, una falla, en error: la historia, como la propia historia del arte, es lo que se ha quedado olvidado entre registro y registro.     

Aquí si acertaron los Reyes y fueron a ver la obra de Pep Vidal
Pep Vidal (Louis21): matemático, físico, pero, sobre todo, artista. Un artista que lleva a cabo una estrategia estética muy poco convencional pero sumamente potente. Preocupado por los infinitesimales épsilones que despreciamos para asegurarnos una realidad calculable y medible, Pep Vidal problematiza todo ese gesto ideológico de representar una realidad para ofrecernos lo que preferimos permanezca oculto: cómo la realidad es inasible, infinita, incalculablemente modulable y cómo nuestra comprensión de ella es sumamente parcial e ideológica.

            

martes, 23 de febrero de 2016

¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE ARCO?


Para los que hemos dejado de creer en el arte, ARCO es, sin lugar a dudas, una cita imprescindible. Y no, no me estoy refiriendo a la manoseada teoría de la mercadotecnia o a contarme entre aquellos que entienden el arte como un lugar impoluto y éticamente irreprochable. Quiero decir: si es imprescindible no es para salir ufano dándonos la razón –una razón infantil e inocente- y comprobar cómo el arte no es otra cosa que un mercadeo con clase.
Si hay un actor secundario que sobra en la escena artística es el cansino, el pobre diablo que aun sueña día y noche con ver la Verdad del arte llamando a su puerta.
Por el contrario, si es imprescindible es porque es ahí, ofreciendo su verdadera cara sin disimulo alguno, donde el arte, contra todo pronóstico, tiene la libertad de decir quién es y a qué está esperando. Boris Groys, que de esto sabe un rato, sostiene sin que le tiemblen las canillas que “la exhibición pública se ha convertido en el lugar donde emergen las preguntas más interesante y relevantes, concernientes a la relación entre arte y dinero”. Y si hay un régimen de exhibición donde arte y dinero estén más hermanados, esa es la feria de arte.
Y es que lo fundamental es comprender que en el momento actual del desarrollo histórico del arte, conviven en perfecta compañía dos momentos: uno, aquel donde la obra de arte es pensada y realizada aun como objeto, bajo el amparo de unas condiciones bien definidas pero que, para el arte, no conlleva ya interés alguno; y dos, ese otro momento donde la obra es comprendida como una detonación a la espera y el acto artístico como terrorismo mediático. Y si la feria de arte, insistimos, es interesantísima es porque actualmente ambos momentos, como decimos, se superponen: una obra de arte –de buen arte, aclaramos- es ella y su contrario, es una mercancía a la espera de comprador pero también es –debería de ser- un dispositivo de reverberación mediática, un artefacto dialéctico que habla callando y estando a la espera del momento más propicio para revelar su secreto.


¿Recuerdan el vaso medio lleno –o medio vacío- de Wilfredo Prieto?, ¿recuerdan las “informaciones” nihilistas de cada telediario?, ¿recuerdan el periodismo de salón que se practica con esmerada enjundia?, ¿recuerdan las listas que se hacen? Ahí es donde al arte habla: habla para poder expresar cómo el arte, el verdadero arte, nunca da lo de él se espera. Sí, ciertamente merodea como ámbito de producción objetual pero sabe que si se decanta por esa forma es para poder aluna vez decir la verdad, su verdad, la verdad que ninguna otra forma puede llegar a decir. Es decir: su secreto.
En El tercer umbral José Luis Brea señalaba que “la función de la institución-Arte como coleccionista, y en función de ella garante de patrimonialización pública de la mercancía artística, tenderán entonces a desaparecer, tan pronto como las prácticas artísticas abandonen la producción de objetos como instancias de mediación irrevocablemente necesarias para la circulación pública de las ideas y los afectos”. Obviamente, pensamos, que ese momento de desaparición del objeto-arte es un ideal que funciona como polo dialéctico en el desarrollo histórico del arte; pero no es menos cierto que para que opere con solvencia, para que el arte al menos esté a la altura de lo que es su destino, debe de cómo mínimo proponer intentos de disyunción respecto a sus metas más inmediatas en cuanto a simple objeto contemplativo.
En definitiva, si la feria de arte es interesante es porque ahí, entre sus cuatro paredes, el arte escenifica la inadecuación que se da entre su práctica y su destino. Lo que hay que comprender es que tal inadecuación no es algo a lamentar sino un momento efectivo más –y sin duda de los más interesantes– de este ámbito privilegiado llamado arte. La cuestión en definitiva no es seguir creyendo en un arte objetual, como producción de imágenes y de sentidos que, con la llegada de los medios de reproductibilidad cibernética, no tiene futuro ni interés alguno, pero tampoco rasgarse las vestiduras y bramar por lo que un día fue y ahora merodea como mera publicidad y comercio.


La cuestión fundamental es que toda práctica estética está llamada a descentrar el nudo de expectativas sobre las que el arte se construye seguro de sí mismo, sobre las que el espectador queda siempre encantado de haberse conocido. Para ello el arte, actualmente, opera desde un disfraz, el cual le permite pasar inadvertido cómo objeto pero que espera el momento de decir sus cuatro verdades.      
Concluyendo, y de nuevo con Brea: “en las sociedades del siglo XXI, el arte no se expondrá. Se producirá y distribuirá, se difundirá”. Aunque el arte no lo sepa, aunque las ferias de arte no lo sepan, están ayudando a que este cambio se produzca, a que el arte remonte el tiempo perdido y sea fiel a su destino. Y es que sin las ferias de arte la dialéctica que como motor hace avanzar al arte quedaría gripada en una institucionalización burda donde el silencio sería atronador.
Así pues celebremos cómo hay que hacerlo esta edición de ARCO y esperemos a que el arte rumie su destino: una chorrada que se hará viral, la indignación por un precio, la enésima versión de la crisis que asola al sector, etc. El arte está simplemente ahí, dialogando consigo mismo mientras nos permite creer que nos dirige la palabra.

lunes, 22 de febrero de 2016

NÚRIA GÜELL: CONFUSIONES APÁTRIDAS


NÚRIA GÜELL: APÁTRIDA POR VOLUNTAD PROPIA
GENERACIONES 2016. LA CASA ENCENDIDA.

Ser crítico de arte, tener al menos las pretensiones de serlo aun en el amateurismo en el que nos movemos, no significa en modo alguno saberlo todo. Es más: ojalá tuviéramos la valentía de referir muchas de las exposiciones que visitamos con un lacónico pero sincero “no sabría ni por dónde empezar”. Pero, aún así, claro está que una cosa es simplemente “no saber” y otra, bien diferente, tener tantos interrogantes –que solo pueden surgir con la dedicación, el estudio y la pasión– que el ejercicio de la concreción crítica se vuelva imposible. Y es que la experiencia me lleva a una conclusión bien obvia: uno sabe tanto de una cosa en relación directa al número de interrogantes que tiene aún sin resolver.
Si digo todo esto es porque en la exposición Generaciones 2016 en La Casa Encendida de Madrid hay una obra que me ha dejado pensativo sin saber muy bien por qué decantarme: si por la exposición socio-política de un imposible o si, por el contrario, por uno más de los derroteros del sinsentido nihilista del arte contemporáneo. Yo, sinceramente, me decantaría por lo segundo: así lo expongo a continuación aún a sabiendas de que mi error puede ser de bulto.
Me estoy refiriendo sin duda alguna a la única obra de las que forman la exposición con algún matiz capaz de levantarnos de nuestros asientos aunque solo sea –y ya es mucho– para dialogar críticamente con ella: la obra de Núria Güell (Vidreres, Girona, 1981) titulada Apátrida por voluntad propia. Sobre el desafío de lo posible. Las demás, dicho de forma rápida, no me causaron demasiada impresión salvo por lo aburrido de muchos de sus planteamientos.
La obra –resumo para quien no la conozca– consiste en la documentación del propio intento de la artista de renunciar a su nacionalidad española y definirse como apátrida. Y sí, claro, la teoría nos la sabemos al dedillo: toda institución es un ejercicio de control y poder de modo que el arte, en connivencia con el ejercicio de la política, está llamado a mostrar los estigmas de semejante dominación, a proponer un ejercicio disensual capaz de mover lo bien e ideológicamente fundamentado de cada institución y, último paso, abrir el campo para el surgimiento de un –hasta el momento– imposible o, por el contrario, claudicar en un fracaso mayúsculo que, según nuestra comprensión del arte, no sería sino el mayor de los éxitos: explicitar como, por mucho que se quiera, por mucho que se desee, la propia obra de arte solo puede erigirse desde esos mismos parámetros ideológicos a los que critica.  


Si dudo tanto es porque la pieza se basa en cuestiones que manejamos a diario desde la teoría estética que, de la manera que mejor sabemos, utilizamos: ruptura del consenso, ejercicio disensual, proceso de desidentificación, choque con el límite de lo imposible, postular el fracaso como síntoma de que el campo de lo posible está configurado ideológicamente, etc. Y si también dudo tanto es porque, comprobando día sí día también las opiniones de los demás, sé que las posibilidades que tengo no ya de de llevar razón –cosa que tampoco se pretende– sino al menos de que alguien esté de acuerdo son más bien pocas.
                La cuestión es que hay algo en la propuesta que me pone sobre otra pista. Para explicarme lo mejor será empezar por el final: bajo mi punto de vista, una obra de semejantes intenciones pero más fiel al arte, a lo que supone su concepto y a la autonomía a la que debe de acogerse para seguir siendo arte y no una injerencia política, sería el fracaso de cualquier artista que no consigne en su CV, en sus propuestas y concursos a los que acceda, una nacionalidad, la pertenencia a una nación. La documentación de cómo toda su carrera artística queda reducida a cero por mor de no consignar una nacionalidad, sería sin duda una pieza artística de gran calado. Incluso, además de suponer un gesto político, señalaría al núcleo duro del arte y cómo éste ha devenido en las últimas décadas en un instrumento institucional a cargo del Estado. Es decir, declararía que fuera de la institución, fuera del Estado-nación, el arte se las ve y se las desea para seguir respirando; declararía cómo si el arte sobrevive es solo de forma institucionalizada.
                Con este ejemplo simplemente quiero decir que la intentona de Núria Güell es perfectamente lícita y que entra dentro de los parámetros de a lo que debe aspirar el arte. Pero seamos claros: ni a la artista le interesa lo más mínimo convenir conmigo, ni –mucho más obvio– al arte le supone nada el que ella y yo creamos eso o cualquier otra cosa. Al arte lo que le interesa es cómo nos situamos en su confluencia para llevar a cabo alguna crítica social, si nos servimos de él o si, por el contrario, lo anulamos con cualquier pretexto. 
            Y sí, quiero exponer que estas estrategias que tratan de trazar a las claras la frontera desde que la institución es construida creyendo que así se pone sobre el tapete el control policiaco al que todos somos sometidos puede ser útil desde el activismo político pero para el arte no supone sino la enésima constatación de la traición a la que se le somete. Y sí, insisto, podríamos hablar de la autonomía que debe de marcar el paso del arte contemporáneo, de cómo un arte capaz de al menos plantear una disrupción debe –más que hacer evidente lo obvio o plantear lo imposible a las claras– tener la valentía de dejarse sorprender, poseer la capacidad de darle tiempo a la espera, a que se construya una finalidad para la que la obra no fue realizada.
Pero como ese es un tema muy manido, repetido hasta la saciedad en este blog, hoy prefiero irme por otros derroteros. Y es que, sinceramente, si el arte tiene un futuro algo más que incierto es porque de un tiempo a esta parte el sesgo político con el que opera tiene en la dupla Nietzsche/Foucault a su alfa y omega: todo empieza y termina con ellos. El problema es que la complicidad entre ambos pensadores ha hecho fortuna entre unas estrategias estética encaminadas a poner sobre el tapete una realidad cortada toda ella por el mismo patrón: cada ámbito de realidad es susceptible de ser comprendido como un determinado efecto de saber/poder que pone freno a esa voluntad de poder infinita que ha de practicar en cualquier caso un sujeto que se sepa, eminentemente, emancipado.
Confieso que me ha dado cierto rubor escribir esta parrafada, pues su carga de inocencia solo puede equipararse a la necesidad que tiene el propio arte de ser pensado con rigor. Pero es que ante estas estamos, ante la emergencia de una nueva categoría de artista que bucea entre sus voluntades para trascribir el quantum de poder sobre las que se asientan y gritar a pleno pulmón que no somos libres, que nuestro Yo está sumergido y silenciado por una infinidad de poderes que ponen límite a un voluntad de poder con sed de infinito.
Pero no tenemos de lo que sorprendernos: 200 años después del idealismo romántico éste sigue más vivo que nunca. Por mucha retranca política con que se le apellide, el arte siempre necesita de estos sacrificados artistas que se quejan de no poder llevar su voluntad, su cuerpo y su mente hasta el límite de la voluntad. Que el Yo no es Absoluto: verdad de las que pocos quieren partir pues el juego que da la tesis contraria es mucho más divertida y, sobre todo, porque facilita el despliegue de un arte crítico que desierta aplausos entre la muchedumbre: dame un límite a mi voluntad y te muestro un ejercicio de poder que haya que derribar. Hay chupetes con mecanismos más complejos.


En un mundo en el que se duda de todo salvo de justo aquello que de verdad debería de dudarse, de un yo con capacidad volitiva propia, sucede lo que sucede: que nos desfondamos en una secuencia ad infinitum de derechos creyendo en algún momento nos toparemos con una superficie donde, por fin, la voluntad de poder será absoluta: donde todo lo que deseemos se habrá hecho real y –aquí la mitología funciona a pleno rendimiento– seremos libres.
Concretando, lo que me escama de esta propuesta –aparte del poco espacio que deja a la indecibilidad estética, resultando más una labor de periodismo que de arte– es el erigirse toda ella sobre esta noción de subjetividad con la que estamos tan poco de acuerdo pero que ha hecho fortuna en estos tiempos que corren. Más aún: a nuestro entender, si hay un error de bulto que ha ayudado sin duda a que nuestra situación actual sea de postración ante cualquier poder mínimamente discursivo es el emplazar al yo dentro de una pluralidad tan infinita como modulable de derechos. Sin ninguna fundamentación más allá de la que emana de una voluntad de poder que desea desearlo todo, el yo se ve sumergido en un simulacro vodevilesco donde empieza a ver fantasmas por todas partes. A cada tanto, según va palpando el ambiente circundante, el sujeto simula creer que tras la sujeción a tal o cual efecto de poder está la playa desértica de su añorada y bien merecida libertad.
Pero continuamos. La nación, dice la artista, “quebranta el derecho de autodeterminación del individuo”; “No me siento identificado con la patria”, comenta la artista. Pero, una vez más, a nosotros, al arte, eso le da igual: nos es insustancial lo que un artista sienta o deje de sentir. Es poco menos que la reconversión política del llanto del cansino de van Gogh o la versión postmoderna del tiro en la sien del artista romántico: el arte, por el contrario, debe partir de un nosotros y acabar en un nosotros diferente, mostrando por el camino la traza de una frontera simbólica desplazada, la diferencia entre los que eran y los que son, entre los que cuentan y los que no. 
Pero más aún y para acabar –y separándonos ya de cuestiones estéticas–, entre las causas que da para el postular como real su deseo y voluntad de ser considerada apátrida está el que la “identidad nacional es una construcción artificial” o que “la identidad nacional es un concepto construido que se nos inculca mediante operaciones de producción simbólica”. Pero no es que lo considere: es que es así, es artificial y simbólica y, precisamente por ello, la labor estética no debe de ir en plantarle cara con un NO que dé cuenta de lo obvio, sino en crear desplazamientos en esa representatividad simbólica, en modular críticamente el artificio sobre el que se erige toda institución, en poner en jaque ese nosotros que acepta el artificio y la simbología prescrita.
Pero claro, y cómo ya hemos señalado, desde las premisas filosóficas de las que se parte y su marcado acento nihilista poco más se puede hacer aun a riesgo de que la institución –en primer lugar debería ser la del arte– le devuelva una sonora carcajada. Porque pensar que la institución es el malo malísimo de la película es algo que, claro está, para los seguidores de un Nietzsche o un Foucault pasados por la turbomix del activismo panfletario es algo obvio pero que deja mucho campo a sus espaldas.  
Sin ir más lejos la teoría de Searle de la construcción racional de una norma sostiene que las instituciones no hacen sino incrementar el poder humano: lo fundamental de una norma son los poderes deónticos que estipula, el conjunto de derechos, obligaciones y nuevas relaciones de poder que nacen de la interacción de los diferentes agentes sociales. De este modo, si las normas definen el campo de acción de cualquier sujeto es porque no están basadas en primer lugar en regulaciones, sino en capacitaciones colectivas, reconocidas por todos los miembros de la sociedad.
Y, a la hora de construir colectivamente la norma, Searle señala que lo fundamental está en la función de status: el asignar a un determinado objeto una función que nada tiene que ver con sus propiedades físicas pero que lo elevan a un nuevo status: “X cuenta cómo Y en C”. Es decir: este papel cuenta –artificial y simbólicamente– cómo dinero en el contexto C, este pedazo de tierra cuenta –artificial y simbólicamente– cómo patria en el contexto C. Obviamente, que tal construcción racional funcione sobre el dialogo de todas las partes y no sobre el poder del más fuerte es algo sobre lo que se debate y que queda cifrado como la pregunta fundamental de toda cuestión social. En la teoría de Searle quedaría por comprender como la intencionalidad colectiva sobre la que se construye toda norma es racional y no coactivamente impuesta.
Pero nuestra intención con esta referencia no es querer poner sobre el tapete teorías neo-contractualistas ni los problemas que de ellas emanan. Simplemente queremos señalar que el modo de proceder de Núria Güell yerra desde cualquier posición estética y que filosóficamente hablando es, sea esto mucho o poco, un gesto lícito. Perfectamente lícito, repetimos, porque si pudiera entrarse a discutir si hay o no hay fundamento ético para la obediencia a la norma, es obvio que sí que hay fundamento ético para la desobediencia: mientras que la obediencia presupone vinculación con otros –aquellos que aceptan lo artificioso y simbólico de la función de status pues comprenden que potencia sus capacitaciones–, la desobediencia es algo que apela únicamente a la propia voluntad individual.
Terminando, y sin entrar en las condiciones para la desobediencia: el gesto de Núria Güell apela a su propia voluntad cómo ciudadana y debe ser comprendido más cómo ejercicio político que estético. Esto se debe a que la función estética debe de quedar emplazada en una indiscernibilidad que potencia lo artificial y simbólico de todo ejercicio de poder y que no quede fundamentado, como es el caso, en una voluntad subjetiva de desear. Si a ello unimos que esa voluntad de desear se basa en una concepción totalmente errada del sujeto, la acción de Güell –aun dentro del respeto que nos debe infundir por ser el sustento de una desobediencia con fundamento ético– se nos antoja como síntoma de una performatividad estética profundamente idealista y, por ello, nihilista.   
Es decir: digna de ser saludada con vítores para un arte empeñado en acabar consigo mismo.


miércoles, 10 de febrero de 2016

MARINA NÚÑEZ: DE LO ABURRIDO A LO INSUSTANCIAL.


MARINA NÚÑEZ: EL FUEGO DE LA VISIÓN
            SALA ALCALÁ 31: 17/12/15-27/03/16

Siempre he dicho bien alto que soy amigo de la teoría. Pero, saliendo de la exposición de Marina Núñez (Palencia, 1966) en la Sala Alcalá 31 de Madrid, solo una pregunta sacudía mi mente: ¿Cuánta teoría hace falta para digerir esto? No lo sé pero la culpa, sin duda alguna, era mía: después de moverme más de media hora por una exposición de la que no conseguí entender nada me costaba despertarme del mal sueño.   
Y eso que la cosa había empezado bien. Por lo menos, claro está, para lo que son mis gustos: nada más entrar una proyección llenaba a lo grande dos muros laterales donde la vigilancia escópica hacía de las suyas. Superponiéndose a planos de viviendas, aparecían ojos y más ojos aludiendo a ese enjambre de visión hipertrofiada e hipervigilada en que se ha convertido nuestra subjetividad. Habitamos en el centro de una omnivisión a la que no podemos dejar de idolatrar hasta el límite de convertirnos también nosotros en imagen. Somos un ojo que mira, que mira cómo somos miramos. Me acordé como novedad de Leibniz y continué ufano mi marcha.
Pero ahí se acabó todo. Pasando a la siguiente sala otra proyección –El fuego de la visión (David)– llenaba ahora tres muros: en ellos, ojos y más ojos crecían a partir del desarrollo de un pliegue que creaba la concavidad para el surgimiento del órgano ocular. No sé si bien o mal pero me acordé entonces de Bergson y, sobre todo, supe que aquello ya no se salvaría.
Y es que lo demás eran ojos, cientos, miles de ojos haciendo de las suyas, hilvanando un discurso el cual, a pesar de disponer de las claves, resultaba incomprensible. Porque, lo curioso, lo que me lleva a calificar la exposición de fiasco, es que no se trata de hermenéutica de alto standing ni de juegos de interpretosis difícil de pillar: está todo bastante claro y, pese a ello, no se entiende nada. Si la sala de abajo fue decepcionante –incluido el cártel de “Salida de emergencia” en medio de la pieza Ciudad Fin anulando parte de su poder de sugestión– la de arriba es, en el mejor de los casos, catastrófica.


Pero, aun dejando claro cuáles son mis pareceres, digamos algo para así no valernos simplemente de un juicio de valor de quien –el que esto escribe–, simplemente, pudo tener una mala tarde y no supo ver más en profundidad. Porque, a decir verdad, en el discurso de Núñez se intuyen, a nuestro juicio, intereses sumamente válidos. Sobre todo aquel gesto de recorrer el camino inverso de una visión que ha terminado por conquistarlo todo: si ahora vivimos en el afuera constante de una realidad que la construimos a partir de numerosas mónadas que ven y que son vistas, Núñez parece dirigir su atención al propio órgano de la visión: el ojo, ahí donde la visión nace.
Con esa involución quizá Marina Núñez nos quiere decir que la realidad no es simple e inocentemente lo que se ve, sino que es un constructo cimentado sobre un acto de mirar sumamente irracional ya que esconde en su seno multitud de recovecos invisibles para el propio ojo que está mirando. Y, mutatis mutandis, quien dice “ojo” como órgano de la visión, dice sujeto como subiectum debajo de ese continuum en el que, como panóptico invertido, estamos sumidos. Así pues, su trabajo se dirige a meterse dentro de la visión –y del sujeto que ve– para ver lo que ahí se cuece y que queda sin verse en el propio acto de ver. En suma: ¿qué hay oculto, invisible al propio ojo, inasible al propio sujeto, que modula al propio órgano en su acto de ver, que modula al propio sujeto en su acto de construir un mundo-imagen global?
Para responder a ello Núñez recurre a espacios metafísicos en la onda de de Chirico pero remozados y pasados por la turbomix de lo freudiano. Podría decirse entonces que sus obras son surrealistas, pero no estaríamos del todo en lo cierto. En todo caso, es sin duda ahí donde se vertebra el nudo axial de su discurso, en el volver la mirada a los ámbitos ocultos de una razón que se aplaude a sí misma de su propio constructo: el sujeto postmoderno.
De este modo, su trabajo resulta enternecedoramente romántico ya que, sin miedo a lo trillado, Núñez modula el espectro de la realidad en antagonismos: fuera y dentro, exterior e interior, racional e irracional, sueño y realidad. Situándose en ese entremedias ontológico, la artista palentina apuesta por construir otro sujeto capaz, este sí, de contar con esa cavidades invisibles a la propia visión, con esos deseos ocultos incluso para el propio yo, con ese “ojo” que no puede verse cuando ve. De ahí que la idea de cyborg atraviese su obra: un sujeto que no necesite ya ámbito oculto alguno sino que, como máquina, lo incorpore a sus procesos de construcción identitaria.


Y es aquí donde se puede rastrear una razón que dé cuenta de la desorientación manifiesta en que encalla esta exposición. Y es que, pensamos, Núñez incurre en una paradoja difícil de descubrir pero que está ahí desde el principio. Si por una parte Núñez tira de melancolía romántica, por otra apuesta en toda regla por la eclosión cibernética del sujeto como cyborg. Quizá a muchos ni frío ni calor, pero pensamos que si por una parte se señala a esa parte invisibilizada por una Razón que no tiene tiempo para detenerse a mirar los despojos, por otra se apuesta por lo que, al menos para nosotros, no significa sino el despliegue absoluto del Sujeto Absoluto capaz ahora ya de cerrar tras de sí toda fractura ontológica –la última la que media entre el yo y unos deseos que ya sí se satisfacen en su totalidad: el sujeto-cyborg. Ver en el sujeto post-humano una salida más que digna a las tropelías de la razón y comprobadas por los románticos no es sino darle más carnaza a esa propia razón para que concluya su trabajo de demolición y derribo. 
No obstante no seamos tan radicales y dogmáticos. Apostamos, sí, por el cyborg, pero lo cierto es que siempre  se nos aparece el alien que no dejamos de ser: esa parte de nuestro yo que no dejaremos de temer por desconocido, ahí donde habitarían nuestros sueños más ocultos. En definitiva: la obra de Núñez retoma el “Yo soy el otro” de Rimbaud para darle una formulación propia de estos tiempos: “Yo soy el alien”.
 De esta forma, y en definitiva, en sus obras opera el sinsetido o la perogrullada: o la inconsistencia de querer sumir los resortes de lo fragmentario y oculto dentro del yo-cyborg, o la perogrullada de que el acto de ver –donde se centra la artista– es un acto profundamente ideológico que oculta a ese alien que todos llevamos dentro. En todo caso, tanto uno como otro, ofrecen un conjunto de obras donde más que fuego y ardor, se siente un frío gélido, la pasmosa sensación de estar viendo una y otra vez la misma obra: un ojo que parece querer decirnos algo pero que, el pobre, no sabe hablar. Porque, a las claras, cyborg o alien es ya mucho decir: lo que nos consta es una exposición profundamente aburrida donde, más allá de los esténtores subliminales de lo oculto debajo de un ojo-máquina, uno termina por no entender nada. 
En el texto de José Jiménez, a la postre comisario de la exposición, se lee: “En consecuencia, ¿qué pasa hoy con la imagen en una civilización que vive de manera creciente en el entramado de lo digital y lo virtual, en Internet y el ciberespacio?” Pues, ciertamente pasan muchas cosas, pero pocas de ellas se adivinan a partir de la obra de Marina Núñez.

martes, 9 de febrero de 2016

JOAN FONTCUBERTA: EL HISTORIADOR EN TIEMPOS DE LA POST FOTOGRAFÍA


JOAN FONTCUBERTA: IMAGO, ERGO SUM
SALA CANAL ISABEL II: 15/12/15-27/03/16
(artículo original publicado en'arte10': 

            Hasta finales de marzo puede verse en la sala Canal Isabel II de Madrid una retrospectiva con alguna de las obras más interesantes de Joan Fontcuberta (Barcelona, 1955). A lo largo de una carrera de más de treinta años, Fontcuberta se ha inmiscuido en el terreno de la producción y distribución fotográfica para desmontar los mitos vinculados a una práctica donde objetividad, verdad, memoria o identidad son meras paradojas ideológicas. Más aún, si en la era analógica la fotografía tenía aún una misión representacional, con el salto digital la fotografía es mero signo informacional, mera superficie en fuga. En dar cuenta de los cambios sociales que esto ha supuesto ha dedicado Fontcuberta las mejores de sus obras. Y es que, como dice en uno de sus libros, “La caja de Pandora”, “cada sociedad necesita una imagen a su semejanza”. Así pues, conocer nuestras imágenes es conocernos: imago, ergo sum.

“Las imágenes nunca están solas”, dice Fontcuberta en un momento de la entrevista con Sema D’Acosta, comisario de la muestra. Pensar o creer que lo están es un mito, añade. La cuestión –ahí donde el artista enarbola su trabajo– es cómo ver esa pléyade de cosas y circunstancias que hacen que, efectivamente, no haya, nunca, imágenes solas.
Y la cuestión es que en las últimas décadas esté “acompañamiento” de la imagen ha dado un giro político que ha pillado a muchos mirando al tendido. Cierto que la vis política en la emergencia de la imagen fotográfica siempre ha estado ahí. Citar, una vez más, a Benjamin y su teoría del “inconsciente óptico” no es más que un encallar en lo archisabido. Pero, más aún, la misma acta de nacimiento de la fotografía, vinculada más al positivismo científico –y a la construcción de una verdad incuestionable– que al inocente y asombroso juego de reduplicar la realidad, nos dice ya mucho de cuál es la esencia de la fotografía.
 Y lo peculiar de la fotografía, esa cualidad que la elevó a práctica artística de primer orden, es que esa supuesta esencia no se encuentra en sí misma: ni como sustancia material ni como dispositivo técnico. Su esencia, cómo señala con precisión el propio Fontcuberta, ni es el halogenuro de plata ni es el pixel. Ésta se encuentra, por el contrario, en la capacidad para canalizar una determinada noción política de realidad. Es decir, en ese conjunto de cosas que hacen que, como decimos, ninguna imagen esté sola. Y es que, unido a ese mito de la imagen única, el trabajo de Fontcuberta viene a decirnos que la verdad de la fotografía está más allá de sí misma: está en esa red de conexiones que se teje a su alrededor, en lo que deja ver y lo que deja oculto, en el encadenamiento de decisiones desde el que emerge la propia imagen fotográfica.


Partiendo de aquí –un aquí que no es ni mucho menos obvio, pues hay aun artistas empeñados en “reflexionar” acerca de los procesos técnicos o, peor aún, ofrecernos un descubrimiento técnico como engatusamiento para el despistado– Fontcuberta se ha labrado una más que encomiable carrera artística viéndoselas de tú a tú primero con la fotografía analógica y, desde hace unos años, con su vertiente digital.
Respecto a la primera de las batallas, Fontcuberta desvela cómo la supuesta objetividad de la ciencia –objetividad traducida estéticamente por los hermanos Becher– es un asunto poco menos que dudoso. Series como “Herbario” o “Fauna” juegan a despistar a los adeptos seguidores de la tesis aquella que decía que más vale una imagen que mil palabras.
Pero más interesante por el juego que da y, sin duda alguna, por la importancia ontológica de la realidad y de la propia fotografía, es el segundo de los combates: el que establece “contra” la imagen digital. Y es que si la producción analógica de imágenes nada tenía que hacer frente a una realidad que se sustentaba en la todavía bien pertrechada frontera que separaba lo realidad de la apariencia –lo virtual de lo actual–, lo digital ha venido para darle una vuelta de calcetín a aquella entelequia óntica llamada una vez “realidad”.
Es en este hiato que une y separa lo analógico y lo digital, desde donde Fontcuberta lleva ya dos décadas reflexionando acerca de la transformación digital no solo de la fotografía sino de la realidad global y, más concretamente, de la manera que tenemos de construirla desde que la técnica fotográfica, gracias a su implementación digital, se ha convertido en herramienta fundamental.
Vilém Flusser, teórico con el que trabajó Fontcuberta, sostenía que desde la entrada en escena de los nuevos medios y la construcción de un mundo digitalizado, ya no hay separación alguna entre lo real y lo virtual. Y es que las puertas de acceso a la realidad –nuestras formas de experimentación– viene ya dadas por los propios medios de información, los cuales trabajan según los mismos principios de las máquinas que generan mundos virtuales. Dicho de otra manera, estamos cómo quien dice  nadando en imágenes y ya no hay forma de arribar a ninguna orilla. Si nos detenemos nos ahogamos.


En esta situación cuestiones de objetividad, verdad, identidad, memoria, documento o archivo han pasado a otro nivel: estamos en la era post fotográfica y el interés de Fontcuberta es procurarnos destellos para comprender que todo es un constructo mediático, una interfaz ideológica con la que interactuamos según nos dicen. Ahora más que nunca el mito al que nos hemos referido al principio toma visos más radicales: si por una parte la implementación mediática de la realidad ha conseguido que toda ella sea, como dice Buck-Morss, un mundo-imagen, por otra parte la ideología de turno nos incoa el germen necesario para que fantaseemos siempre con que cada imagen es única, personal, descifrable solo por nosotros.   
Y en esas andamos, en una paradoja que explota Fontcuberta con maestría absoluta: entre un saber que todo es mentira y la necesidad casi existencial de proponer algún agarradero; dudando de casi todo pero al mismo tiempo hiperconectado a una red informacional donde se nos suministre el chute con el que poder continuar nadando en la pantalla global. Sabemos que el fake es el pan nuestro de cada día, pero tenemos tal necesidad de labrarnos una verdad que –y es solo un ejemplo– tesis como la de la conspiración ganan adeptos todos los días: sí, puede que lo que me enseñan los medios es una simple construcción falseada de la realidad, pero sin duda eso es porque detrás hay escondida una gran verdad que solo unos pocos sabemos ver. Dicho de otra manera, si nos han quitado al Otro que daba consistencia a nuestra realidad, no hay más remedio que construir un Gran Otro.


Y lo genial de la obra de Fontcuberta es que no está claro en qué lado estamos: si en la de la verdad-aparente o en el de la aparente-mentira. No nos ofrece una simple crítica ni tampoco una intromisión en la lógica del acontecimiento mediático: nuestro artista tira la piedra y esconde la mano. Nos diseña otra juego ficcional y, contra lo que pensábamos habíamos venido a ver –el que alguien nos dijese cómo funciona el chanchullo hipermediático– nos encontramos más desconcertados que al entrar. ¿Es todo eso verdad o mentira?, ¿Dónde está el truco, si lo hay?  
Esa es la enseñanza magistral que destila la obra de Fontcuberta: la de mostrarnos cómo los mecanismos de construcción de la realidad los tenemos tan aprendidos que no hay forma de discernimiento. ¿Existe o existió la empresa catalana Trepat?, ¿es real la historia del astronauta desaparecido?, ¿existe ese tipo de planta tan rara catalogada en “Herbario”?, ¿de verdad la mano derecha de Bin Laden era un actor?
Ustedes los saben tan bien como yo. Pero no se lo puedo decir. Es un secreto a voces.