lunes, 27 de noviembre de 2017

¡CÁLLATE, DEMÓCRATA! HACIA LA DISTOPÍA DEMOCRÁTICA


Asistimos impertérritos en los últimos tiempos a una repetición de actos obscenos donde a nuestros políticos se les llena la boca de la palabra democracia, sirviéndose de dicho concepto para ningunear y calificar de dogmáticas las posiciones de cuantos contrarios les salgan al paso. En esa repetición maquínica, la palabra en cuestión está a un tris de terminar por no significar nada. Pero, mientras se anda dicho camino, ¿imaginan un tiempo en el que el calificativo de demócrata llegue a ser despectivo?, ¿un tiempo en el que se le pudiese arrojar a uno a la cara “eres un demócrata”, con esas ínsulas que nos gastamos de vez en cuando de igual modo en que ahora, y no sin cierta superioridad, se hace con adjetivos como fascista o facha? Es mucho imaginar, lo sé. Pero visto lo visto estamos cada vez más cerca. ¿O no?

Razones: principalmente dos. En primer lugar el constatar cómo precisamente los calificativos que ahora sirven como insultos fueron en su día encomiables adjetivaciones para quienes creían estar viendo y viviendo su época con la potencia que se requería. Ver esto con perspectiva ayudaría sin duda a curarnos de nuestras dos enfermedades congénitas: una, creernos siempre subidos a la ola de un tiempo superlativo donde han venido a dar todas las contradicciones que durante siglos han ido desarrollándose hasta este precio momento histórico; y dos, reducir todo pasado a una diatriba maniquea, los buenos contra los malos, los amigos contra los enemigos. Desde este punto de vista, es fácil ver muchas de nuestras luchas intestinas como el momento de síntesis en que, por fin, las contradicciones, los polos antagónicos, van a ser superados por un momento de eclosión final –nuestro presente– en el que obviamente van a ganar los buenos: es decir, los nuestros. 

Y en segundo lugar, el hecho palpable y contrastable de que la noción de democracia ha virado notablemente, entrando en una nueva fase de licuado de lo que han sido hasta ahora sus fundamentos. La causa para este tránsito hay que encontrarla en una confusión de bulto: consignar la crisis económica de la última década dentro de los haberes de una democracia que no ha funcionado correctamente o, al menos, cómo se esperaba. Es decir: se han confundido los mecanismos irracionales, violentos y míticos que operan dentro del dispositivo llamado democracia con los desajustes sociales que han venido dados por la crisis. A este respecto, se echa parte de la culpa de la crisis a desarreglos en el seno de la democracia, cuando la democracia es lo que es desde siempre, en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad. Que nos hayamos creídos los cantos de sirena respecto de un sistema político que ocultaba sus formaciones de poder y coacción no es razón para, de buenas a primeras, hacer de la democracia algo que nunca ha sido: algo inocente.


Aclarando más esta segunda característica que nos parece fundamental, este desplazamiento que vemos en el concepto de democracia remite a que ni “demócrata” es ya un adjetivo que cubra por completo y homogéneamente el espectro de lo social ni tampoco “democracia” es un sistema que permita la modulación de dicho espacio a través de un simple “decir sí” o “decir no”. Lo que ha sucedido es que todo lo que atañe a la democracia se ha desplazado para situarse precisamente dentro de la falla de indecibilidad donde, a nivel de simbolización cero, se reparten saberes y competencias. De este modo, democrático se ha convertido en un modulador de antagonismos, un punto bisagra donde la mitad de la ciudadanía le puede espetar a la otra su falta de carácter democrático y, de igual modo y con la misma razón, en sentido opuesto.

Sin ir más lejos, esta comprensión de la democracia como piedra que arrojar al otro viene siendo ya moneda recurrente ante acontecimientos como la elección de Trump, el Brexit o el procés catalán, acontecimientos todos estos donde el calificativo de democrático ha bailado de un lado a otro de la esfera pública, para concluir con un hecho patente: democrático soy yo y antidemocrático todos los que no opinan como yo. Qué poco demócratas los que eligieron a Trump, dicen unos, o que poco democrático quienes se mesan los cabellos, dicen los otros, rompiéndose las entendederas para lograr comprender cómo alguien puede votar a Trump sin percatarse de que, en la libertad y responsabilidad propia, lo más razonable es que cada uno de sus votantes tenga motivos más que suficientes. Y lo mismo sucedió con el Brexit y lo mismo ahora con el procés.

Dicho esto, es bastante obvio que todos funcionamos ya como “pequeños fukuyamas”, encantados de haber encontrado un adjetivo con el que sellar una historia que parece siempre a punto de escapársenos de las manos: si la democracia liberal era según el pensador norteamericano el punto omega del desarrollo histórico, la nueva versión de la democracia es que si la historia nos sigue asaltando con sustos y terrores nocturnos es porque los demás nunca son tan democráticos como nosotros. Democracia 2.0 donde todo lo que acontezca fuera de mis redes sociales me parece un campo minado de anti-demócratas.

Así las cosas, las nuevas luchas sociales tienen todas ellas un denominador común: hacer ver a los demás que somos nosotros no ya solo los más democráticos sino que nuestro sistema –la objetivación institucionalizada de todas nuestras opiniones y creencias– terminará por dar una versión más remozada y óptima de la propia democracia. Es decir, ideología al por mayor: la democracia no es el a priori desde el que emana todo discurso sino que es el a posteriori que se alcanzará en caso de seguir determinadas consignas, vehiculadas todas ellas por los diferentes partidos y grupos políticos enfrentados no ya por ideas sino por soltar el exabrupto que mayor capacidad tenga de poner al otro la pegatina de anti-demócrata. De este modo, y dentro de ese desplazamiento que decimos ha sufrido, la democracia es el nuevo significante-cero, el lugar neutro del que emana una nueva serie de antagonismo: los míos, los demócratas, frente a los otros, los antidemócratas.


Atisbadas con mayor o menor razón estas consideraciones: ¿es difícil delinear un futuro inminente donde, visto que la democracia no puede ser nunca limpiada de sus residuos irracionales y despóticos, lleguen a invertirse las posiciones respecto de ese significante-cero que es ahora la democracia? Más aún, reconvertida como decimos en frontera que separa simbólicamente campos antagónicos, amparada en un toma y daca donde el propio concepto viene gastándose con extrema velocidad, manoseada como ‘pequeño objeto a’ objetivado por tal o cual posicionamiento político, no sabemos cuanto queda para que, ciertamente, al hablar de democracia estemos hablando de otra cosa. Pero, ¿hasta el punto en que se inviertan las posiciones, hasta el límite en el que “democrático” sea un adjetivo despectivo?

Para dar una respuesta correcta –una respuesta que dará cumplida cuenta de nuestra paradójica situación actual– debemos ampliar un poco más nuestras tesis: ¿a qué se debe, en primera instancia, este desplazamiento de la democracia de la totalidad del espacio público a la bisagra fronteriza que reparte antagonismos y, en segunda instancia, esta inversión que pronosticamos del adjetivo ’democrático’ como algo despectivo? Pues ni más ni menos que a la propia democracia, al exceso con que carga, a ese núcleo de violencia con que impone sus tesis.

Y es que se ha confundido la esencia de la democracia: se ha hecho de ella un constructo social asentado en la idea de un contrato original identificándose de modo perverso con una cultura de la paz civil y del consenso –una sublimidad del bien común al servicio de las simplezas del consenso– cuando no es sino una aberración respecto de la forma habitual del poder ejercido de hombres sobre hombres basada en el poder de la sangre y del saber. La democracia se constituye de forma paradójica como el gobierno de aquellos que no tienen ningún título para gobernar, siendo entonces que, como señala Rancière, “la democracia no es una simple forma de gobierno, ni menos una forma de sociedad, sino la separación misma por la cual la política existe en general”. Así entonces la democracia es un exceso, una extravagancia que descansa en la paradoja de que “para que la política exista, es necesario que exista una forma de gobierno que no descanse sobre ninguno de esos títulos para gobernar”.

La democracia, en tanto que a priori para que emerja el juego político que no es otro que el encauzar la causa del otro, alude a la separación de la ciudadanía respecto de sí misma, a la distancia que separa a unos (los señalados como ciudadanos por el propio régimen democrático) de los otros (los que no forman parte de los ciudadanos contados por la democracia). Así, y en definitiva, la democracia no es tanto el sistema que permite decantar opiniones y saberes sino la distancia que la propia esfera pública impone para su vertebración política. ¿Y qué distancia es esta que propone la democracia? La propia de la política consensuada del democratismo: aquella capaz de regular lo que se ha de mantener fuera de la política, la distancia precisa mediante la cual el “otro” está siempre reducido al silencio y que logra que sea imposible mediar cualquier tipo de relación que no sea otra que la de la violencia del consenso. Así pues, bien podría decirse que el consenso es el olvido de esta diferencia y que democracia es sin más el nombre de un reparto de lo sensible que explicita ese olvido.

Bajo estas premisas, haciendo claro ese exceso aberrante de la propia democracia, asignarse el propio título de demócrata no es sino un juego perverso de decir a las claras “el consenso está conmigo”, “es mi saber y mi opinión el que establece la distancia con la que olvidar a ese otro a quien tildo, sin ambages ninguno de antidemócrata”. 

Dicho todo esto, lo que decimos está pasando es que la democracia está sacando a la luz la verdad de su secreto: la verdad de un saber que no está llamado a estructurar el campo social sino a dividirlo en torno a la indecibilidad que la propia democracia crea en el seno de la sociedad. En este sentido, si hasta hace bien poco democráticos eran todos aquellos que pertenecían a la comunidad, ahora la aberración democrática, el virus de su paradoja fundacional, se ha incoado por fin en el seno de la propia comunidad: democrático, como ya hemos dicho, somos nosotros y todos los que quedan a mi distancia mientras que antidemocráticos son todos los demás, aquellos que rompen mi distancia.


En resumidas cuentas, y aunque caigamos también en ese esencialismo histórico que antes hemos denunciado, vivimos tiempos sumamente interesantes: un tiempo donde se está aclarando que cuando se lanzan de uno y otro lado de la frontera simbólica acusaciones de antidemocratismo, se está hablando de algo que excede a la propia democracia –de hecho es su propio exceso. Quedará por ver, y eso es lo interesante, quién y de qué manera nos guía en pos de ese exceso, de canalizarlo y darle forma. Posibilidades hay, cuando menos, dos: o, por una parte, formaciones que sigan las tesis de una verdad que descubrir o una esencia que alcanzar, formaciones que a pesar de la emancipación que aletearía en sus discursos son emanaciones de los totalitarismos que han sazonado nuestra historia reciente o, por otra parte, políticas que sepan jugar con esta diferencia, con ese olvido que la propia democracia permite de unos respectos de otros, políticas que incorporen en su mecanismo la paradoja que la propia democracia pone cada vez más ante nuestros ojos: que la política es en sí misma el ejercicio de vehicular una diferencia, de crear un antagonismo, de bascular una distancia con la que decir ‘amigos’ y ‘enemigos’, y que, por tanto, sepa que todo consenso no está larvado sino en un efecto ideológico, en la imposición de una determinada distancia.

Llegados a este punto solo podemos concluir de modo un tanto pesimista: por de pronto la historia de las próximas décadas no será demasiada alentadora ya que la ideología trabaja para que esa distancia no sea vista más que bajo la máscara simbólica. Yo pertenezco a la comunidad en tanto que caigo bajo el paraguas de una distancia, en tanto que soy inscrito como un “uno” que cuenta y suma para la producción de un determinado consenso, siéndome imposible observar tal distancia en tanto que indecibilidad antagónica. Es decir, aunque la democracia permite que se sepa la verdad de su secreto –que su lógica de los consensos es algo violeto e ideológico– no podemos usar tal saber para operar un desplazamiento capaz de acoger a cuantos más otros mejor ya que no accedemos a dicha distancia más que simbólicamente. Al final, y bajo esta tesitura, lo que nos toca es estar atentos a nuestro futuro inminente: el campo social será radical y paradójicamente democrático cuando el sistema sea por completo antidemocrático. O, lo que es lo mismo y como decía Baudrillard, “algún día, lo social quedará perfectamente realizado y habrá sólo excluidos”.

Dicho lo cual solo nos cabe responder con un no a la pregunta que nos ha permitido llegar hasta aquí: nunca “demócrata” será un insulto pese a que bajo su imperio se fraccione y rompa la esfera pública en una infinidad de antagonismos. Y nunca lo será porque aunque cada vez será más clara la verdad impositiva de la democracia, pese a que cada vez será más claro que la distancia que propicia el consenso es de un calado aberrantemente ideológico, nunca estamos ni estaremos en condiciones de ver nuestro saber –nuestra distancia– como algo ideológicamente producido, cómo algo que surge como efecto de nuestra propia inscripción yoica en el seno de la comunidad. Si el fascismo sí que permitía que se vieran las costuras al sistema, que se supiera de forma directa la exclusión que se producía con los “otros”, la democracia perfecciona todo esto para que no se comprenda, para que cada uno se aferre a una verdad cada vez más ideológicamente sobrevenida: demócrata soy yo.

Y así será hasta que la fracción de la sociedad tienda a atomizarla por completo, donde en el límite solo operen un conjunto de mónadas que se juntan y separan a intervalos mínimos, formando comunidades centrifugadas en la instantaneidad de un saber, el de la propia democracia, que fluirá por todo el entramado social. Así será hasta que la democracia sea implantada globalmente. ¿Suena demasiado distópico?

viernes, 17 de noviembre de 2017

DUCHAMP Y DALÍ EN LONDRES: ASOMARSE A LA VITRINA

 
DALÍ/DUCHAMP
ROYAL ACADEMY OF ARTS (LONDRES): 07/10/17-03/01/2018

La Royal Academy of Arts de Londres propone para este otoño una exposición donde poder rastrear los lugares que, desde la radical diferencia, puedan auspiciar algún tipo de contacto entre Duchamp y Dalí para así comprender mejor la obra de dichos artistas. Situándose en Cadaqués como centro neurálgico, la exposición disecciona el entroncamiento de ambos genios a través de cuatro bloques temáticos: el cuestionamiento de la pintura, el erotismo, la ciencia y el ajedrez. Pero de esta exposición -–una vez se celebre el poder contemplar los principales readymades, la reconstrucción del Gran Vidrio a cargo de Richard Hamilton o el material preparatorio para Étant Donnés-– no hay mucho más que decir desde que fue tumbada sin misericordia ninguna por Pedro Alberto Cruz en su estupenda crítica
            Pero en cualquier modo la exposición, aún con sus puntos oscuros, nos ha dejado una instantánea a la que merece prestar atención: una vitrina compartida por dos obras icónicas del siglo XX, la Fuente (1917) de Duchamp y el Teléfono afrodisíaco blanco (1936) de Dalí. Mucho se podría escribir acerca de tan estrambótica conjugación y mucho que decir acerca de la propia historia del arte contemporáneo. En este sentido, nosotros queremos hacernos eco de esta quien sabe si histórica confabulación para dar cuenta de un error de bulto que ha preñado de inconsistencias la reciente historia del arte.
Y es que vistos a los ojos profanos de hoy –y no tan profanos pues hay toda una línea canónica de interpretación estética– tales objetos remiten a problematizar esa frontera que separa el ámbito del arte de lo que no es arte. Así, hay toda una hagiografía en torno a ambos artistas como encumbrados anacoretas llamados a derribar el arte como ámbito privilegiado. Y eso, estando en una época de dilapidación y de una pretendida superación que nunca llega, es visto como un intento anarquista con capacidad suficiente para quedarse grabado en nuestra retina como una bomba llamada a sembrar de escombros ese arte burgués y academicista que, se nos dice, era el de antaño.
Sin embargo, dicha interpretación es bastante deficiente si nos paramos a pensar tan solo un instante: ¿qué logros son los suyos si cien años después estamos esperando aún a que las fronteras terminen por derribarse?, ¿qué méritos los suyos si, a más a más, el arte ha formado pinza con el capitalismo para reconvertirse en dispositivo ideológico de primer orden, operando en ese frente invencible que forma con el ocio y el turismo?, ¿qué méritos, en definitiva, los suyos, los de Duchamp y Dalí, si la estética se ha convertido en ideología estética?
            Pero por fácil que sea esta ecuación que nunca termina de despejar bien la "x" entre los méritos logrados, la interpretación canónica suministrada y los pocos efectos que parece haber tenido en el mundo del arte, se entiende que lo propio sea dar la callada por respuesta y seguir adorando en sus vitrinas mausolíticas al urinario y al teléfono langosta como bombas de relojerías cuya explosión, a decir verdad, nunca se ha oído. En este sentido, ver compartiendo vitrina a ambas bombas de relojería debería sumirnos en una profunda melancolía y en una descorazonadora desolación.
            Antes de ofrecer una interpretación menos idealista e historicista de ambas obras de arte, y con el fin de elaborar un fondo de contraste que permita vislumbrar lo erróneo de esa canonicidad de la interpretación, digamos que para ahogar el enorme silencio que han causado dichas explosiones, la teoría estética al uso se ha empleado a fondo. Sin querer ser exhaustivos bien podemos dar algunos nombres. Por ejemplo hay quien, como Peter Burger, no se han dado cuenta del error interpretativo. Así, para él la Historia debe de ser entendida desde un historicismo en el que primen las relaciones de causa/efecto y de antes/después de modo que, sin menoscabo alguno, apuntó en su día que las neovanguardias no son sino una absurda repetición de lo que ya aconteció, e incluso, todavía peor, una etapa artística que al reincidir caprichosamente en lo ya producido, convierte lo antiestético en estético y lo transgresor en institucional. O sea, la vanguardia es un movimiento histórico-artístico que como cualquier otro momento está desconectado de su anterioridad y su posteridad.
Y aunque lo peregrino de tales argumentaciones –argumentaciones que, ya voy avisando, anulan el potencial heterocrónico que se ha demostrado es el mayor empuje de criticidad que posee el arte contemporáneo– puedan sorprender, sin embargo fundamentaciones parecidas a esta han copado buena parte de la teoría estética. Porque, ¿no es la teoría de Danto del “arte después de la historia de arte” un atajo para llegar a un punto parecido? Para él, en la historia del arte si hay relaciones de anacronismo y diferimiento; pero si se ha llegado al fin de una determinada narración de la historia del arte es porque, por fin, con Warhol y sus famosas Cajas Brillo, ese exceso de temporalidad es reducida a cero, anulada merced a una interpretación donde ésta encarna perfectamente el significado de la obra.
 
 
Dicho de otra manera, Danto continúa la tarea de interpretación necesaria para que no se vea lo poco efectiva –en términos de derrumbe de instituciones y demás sandeces– que fueron obras como el urinario y la langosta.Nótese, en este punto, un doble juego de esta matriz interpretativa: si por un lado confunden los propósitos de la Fuente, por otro lado, no se deja de producir teoría con el fin de que no se vea la insuficiencia de dicha interpretación matriz. Es decir: para que no se vea el hecho palpable y constatable de que la Fuente no ha roto nada. Es en este sentido en el que Danto fue un genio: dispuso la teoría perfecta para que, sin romper nada, la importancia supuesta de fuentes, langostas y demás no fuese baladí. ¿Qué cómo lo logra? Muy sencillo. Si Duchamp y Dalí abren el ámbito del arte a un desplazamiento de fronteras basado en último término –y según la interpretación más canónica– en la disolución del buen gusto, Warhol da el portazo definitivo al sellar a cal y canto la historia del arte al convertir el ámbito artístico en el lugar donde se pregunta autoreflexivamente por la esencia de sus propias obras. Semejante concepción se basa en que con las Brillo Box la interpretación de porqué algo es arte modula el propio espectro de lo que es arte: es decir, la propia obra enarbola una interpretación, que con un decisionismo determinista, desplaza, cómo debe de ser, cómo señala la propia interpretación crítica dela obra –pues no olvidemos que para Danto la interpretación es siempre la interpretación correcta–, las fronteras del arte.
Haciendo de la obra de Warhol la secuela necesaria de las coordenadas ya establecidas por la pareja de enfants terribles del arte contemporáneo, Danto logra dar con la tecla: toda la historia del arte moderno avanza a golpe de despliegue hegeliano hasta convertir la pregunta de porqué algo es arte en una pregunta ontológica: pregunta no ya acerca de en virtud de qué algo es arte, sino porqué dos cosas que son iguales una es arte y la otra no.Una pregunta que, como paradigma de todo lo real es racional, consigue que la propia existencia de la obra de arte involucre a su propio concepto.
            Y en el fondo de esta pequeñísima recesión del pensamiento de Danto, ¿qué late? La misma o parecida cronología de Burger, aquella que avanza simple y llanamente, sin problematizarse en exceso, hacia adelante, desplegándose en este caso de interpretación en interpretación hasta que el arte consigue cerrarse sobre sí mismo y dar así carpetazo a cierta narración del arte. Concretamente, lo que le sucede a Danto es que, en tanto que filósofo analítico, comprende la historia como una sucesión de interpretaciones: y si con Warhol la historia del arte se detiene es porque no hay interpretación que haga continuar la historia del arte. Así, más que un final del arte, lo que se estipula es una parada, una detención en la propia historia del arte: la Caja de Brillo estipula ella misma su propio relato, encarna su propio significado. El esse de la obra es su interpretación y ésta, repetimos, si de verdad estamos hablando de obra de arte y de interpretación, no puede estar equivocada.
Y en parte tiene razón Danto: pudiera haber un momento histórico en el que no haya narración para una determinada historia del arte al hilo de una interpretación del inmediato pasado. Pero lo que se lo olvidó a nuestro filósofo fue pensar en que esa lógica de las interpretaciones, en lugar de ir sólo hacia adelante –con la novedad como alegato ideológico de la propia Modernidad–, también pudieran ir hacia atrás. Pero, claro está, un hacia atrás que no fuese su mera inversión y se contente con bucear hasta los orígenes sino que fuese capaz de dialectizar las diferentes temporalidades.
Pero este encomio hacia una temporalidad asentada en la cronología marcada por una Historia lineal y progresiva tenía ya, a mediados de los setenta, los días contados. Justo hasta que la Postmodernidad logró decir lo que ya se sabía: que el Emperador estaba desnudo. Es decir: que la temporalidad desplegada en los bordes de la propia razón moderna no remitía sino a la imposición de una historia dogmática y violenta. Dicho de otra manera, y en lo que al arte toca, que el lugar propio de la estética no sería tanto ir de la mano con la propia historia sino ayudar a barrerla a contrapelo: ayudar a mostrar sus recurrentes y traumáticos olvidos, ayudar a narrar lo que quedó ahogado por la propia historia pero que también forma parte de ella –el acontecimiento en tanto que síntoma. Tirando del hilo de esta situación paradójica se vino a dar con una verdad que del estremecimiento causado provocó la propia cerrazón del arte sobre sus pilares más seguros: la idioticia, encarnada en artistas como, por ejemplo, Julian Schnabel y todo su séquito. Pero, dejando este sonrojo de lado, ¿qué verdad era –y es– esa?: que el arte había servido en gran medida para limpiar a la historia de su propia barbarie; que no había hecho sino allanar el paso para que el reino de la identidad ideológica se instaure entre nosotros, que el arte había llevado a cabo su propio olvido: el de señalar a un horizonte de emancipación, ahí donde la vida destelle.
En esta tesitura se comprende por fin que la historia del arte, si no quiere continuar presa del tiempo impostasiado de un supuesto progreso, tenía que ser capaz de retorcer su propia temporalidad, revertirla, alterarla. En una palabra: temporalizar dialécticamente todos sus momentos y todas sus direcciones. Es el momento, por ejemplo, en el que entra en acción la concepción sostenida por Hal Foster, quien aboga por una relación basada en la acción diferida. Lo que hace es instaurar en la historia del arte una temporalidad psíquica de manera que un acontecimiento únicamente lo registra otro que lo recodifica. La justificación de esto es que la Historia puede ser vista como un sujeto y que el sujeto propio de la modernidad no es otro que el sujeto freudiano. Así, al igual que el sujeto nunca está construido del todo sino que está estructurado mediante reconstrucciones traumáticas, así igualmente debe ser entendida la Historia.
Pero es, sobre todo, el momento en el que la figura majestuosa –casi diría que mesiánica– de Walter Benjamin es entronizada como teórico de cabecera de toda una época. Y es el momento en el que, también por fin, podemos irnos deshaciendo de interpretaciones caducas e ideológicas que dan cuenta de una historia del arte como encomiable esfuerzo progresivo hacia, se nos dice con una geta mayúscula, desplazar o dilapidar sus propias fronteras.    
 
 
            Y es que no y mil veces no. Ni el urinario ni el teléfono langosta se deben contemplar como rescoldos de un pasado cosificado y arruinado en su propia “vitrinología” sino como sondas del futuro. Ni el urinario ni el teléfono langosta se deben contemplar desde el altozano que da el saberse punta de lanza de la propia historia sino desde toda una escritura del sentido que está aún por-venir. Y es que, como decimos, ni el urinario ni el teléfono langosta están ahí como monolitos de una historia del arte fraguada en esa monserga sumamente adoctrinada del ir poco a poco licuando las propias fronteras del arte, para continuar haciendo patente que en último término algo es arte porque la propia institución arte lo dice. Es decir: no están para mostrar el lado perfectamente visible –traumático e ideológico– del arte. Esa es, sin duda, una pista. Pero, en todo caso, la pista falsa.
            No son monumentos erigidos al pasado sino al futuro: son restos de un futuro del que vamos continuamente encontrando las claves, leyéndolas como si de un manual de instrucciones se tratase. Y es que cada lectura o interpretación no alude a un cierre epistémico de la propia historia del arte sino a una apertura donde se tejen y destejen temporalidades, donde el sentido queda pospuesto y en intermitencia, como promesa de un por-venir que hay que rescribir.
Así las cosas, la senda que construimos en esta lógica de la interpretación no nos lleva solamente a un pasado, a la rememoración del porqué y el cuándo de ambas obras sino que despeja el camino para que el futuro aparezca ante nuestros ojos, ante nuestra mirada. No solo venimos, por tanto, del pasado sino que también venimos del futuro. Somos arqueólogos de una memoria ya sida. Deambulamos por los restos de un mundo del cual pueden leerse, como en lo posos del café, todo un futuro en expansión. Inauguramos, así, la inversión dialéctica de toda una lógica causal de la que hemos sido, durante, milenios, presos encadenados a un teatro de sombras.
Iniciamos, a cada paso, una arqueología que no se contenta con un recolectar cosas del pasado sino que más bien presta atención al hecho de exhumar, de remover la tierra, de abrir y hacer visible. El urinario y el teléfono langosta no son acertijos para advenedizos. No son un encaje de bolillos permitido únicamente en un arte comprendido como estado de excepción de una historia que avanza a golpe de corneta. El urinario y el teléfono langosta marcan el terreno, lo signan. Remueven bajo sus pies todos los escombros de nuestra época más reciente para emerger como sonda expansiva con la que poder reconstruir todo nuestro futuro. Son dispositivos dialécticos capaces de rememorar y remontar lo ya sido.
Pero, ¿y de qué futuro nos hablan? Benjamin apuntaba que “la máquina histórica de las imágenes no indica solamente que pertenecen a una época determinada; indica sobre todo que sólo llegan a la legibilidad en una época determinada”. Cada Ahora, continúa, está formado por las imágenes que han conseguido legibilidad en el presente. Cada Ahora es un instante de dialéctica detenido. Si esto es así, es claro que lo que en la “obra duchampiana se hace explícito es, precisamente, dice Brea, su autoconciencia de tal ilegibilidad. Lo que en ella está inscrito es, precisamente, que ‘es ilegible’, que su contenido permanecerá siempre secreto, indescifrable”. En suma: que no ha llegado su Ahora; que el Ahora de este instante no es pleno sino que quedan promesas por cumplirse. Pensado de este modo, el arte no es encarnación de un tiempo cumplido sino agujereamiento de esa supuesta espesura y tamiz que se nos dice es la historia.
Y tres cuartos de lo mismo puede decirse de la obra daliniana: el choque en la ensoñación del despertar, de ese momento bisagra de la vigilia y el sueño, ahí donde emergen las imágenes dialécticas. ¿Hace falta consignar los escritos de Benjamin sobre el surrealismo? Quizá sí, pero quedémonos con que “la ambigüedad es la imagen visible de la dialéctica“, una conjunción fulgurante que constituye toda la belleza de la imagen y que también le confiere todo su valor crítico. Un choque que quiebra la falsa asunción de totalidad y que, en palabras de Didi-Huberman, “aparecerá al principio como un lapsus o como lo ‘inexpresable’ que no será siempre pero que durante un instante, forzará al orden del discurso al silencio del aura”.
Ilegibilidad, por tanto, de un tiempo que se niega a comparecer, que señala tanto su ya-sido como su todavía-no. Ilegibilidad como peldaños de una escalera que baja hacia el pasado y sube hacia el futuro, que desencombra los restos del naufragio que es cada pasado y que señala el emplazamiento en donde el futuro signa su promesa. Peldaños, hemos dicho, de una legibilidad suspensiva. Y es que la legibilidad de la imagen dialéctica es un momento de la dialéctica de la imagen: es decir, toda imagen dialéctica es susceptible de generar un intento de lectura crítica de su propio presente, de trazar un connato de intersección entre el Ahora y el presente, de acoger la posibilidad de su perfecta legibilidad. Y, al mismo tiempo, cada intento de legibilidad produce además una imagen dialéctica, cada intento abre el sentido de la propia imagen a una lectura más: cada imagen es alegoría de su propia lectura. Porque si no contamos con la legibilidad, sí que contamos al menos con el ‘como si’, con la promesa, también dialéctica, de ir desbrozando el futuro, de ir rememorando el pasado.
Y es, para ir acabando, en este doble juego de ascenso y descenso, de mixtificación heterocrónica de temporalidades, donde radica la importancia y genialidad del urinario y del teléfono langosta: en que ni en un sentido ni en otro, ni en su buceo en el pasado ni en su sondeamiento del futuro, se permiten hacer pie ni en la ideología de la novedad ni en ese leitmotiv que como ritornello viene a visitarnos cada poco y que toma forma en la pretensión de una vuelta a las fuentes, a un origen que no es sino una impostura fetichista. Por el contrario, el urinario y el teléfono langosta parten de aunar y reconocer en una sola imagen el sesgo moderno y el sesgo mítico que coincide en cada presente, una impronta que aunque remitiéndose a ese espacio de autolegitimidad que emana del ámbito artístico reconoce un plus de mitología y un resto de irracionalidad para, desde ahí, proponer una superación, una legibilidad abierta al por-venir
Ni modernas ni arcaicas, “ni –volviendo a Didi-Huberman– devoción positivista por el objeto, ni nostalgia metafísica del suelo inmemorial, el pensamiento dialéctico ya no procurará reproducir el pasado, representarlo: lo producirá de una vez, emitiendo una imagen como una tirada de dados”. Y ello pese a que, habría que decir, no cabe cualquier tirada de dados. Y eso aunque pudiera parecerlo –¿un teléfono con una langosta?, ¿un urinario?–. Pero tras esta simpleza hay toda una lógica del sentido que explora lo anacrónico de toda formulación historicista. Tirada de dados o una jugada de ajedrez. Y es que el ajedrez no es un simple divertimento de diletantes: es el laboratorio de ideas, la recámara donde formular, a través de una serialidad siempre igual de movimientos, las diferencias exponenciales donde resta siempre un vacío, un hueco, la reminiscencia de una jugada ganadora que nunca termina de acaecer.
Sondas, en definitiva, que se inmiscuyen en el Futuro y en el Pasado para provocar un fogonazo, un lapsus instantáneo donde la sutura ontológica que sella nuestro presente depontenciado desgarre mínimamente las costuras. Y sin duda que ahora no lo vemos: ahora vemos, quien sabe, si un simple urinario o un simple teléfono con una langosta. Pero la propia mirada debe adentrase en la espesura de lo que no vemos, la propia mirada debe dialectizarse sin dejarse atrapar por la tautología de “lo que se ve es lo que hay” ni en la creencia de una verdad bajo las apariencias, de un significado velado que la mirada se encarga de desvelar.
No son objetos encontrados. Tampoco son objetos perdidos. Son objetos en busca de su propia temporalidad, de su propia mirada. Son catalizadores temporales, interruptores de una síntesis desconectada, objetos que nos miran inquietando nuestro propio mirar, nuestra propia lógica educada en la presencia de todo sentido y de todo traer ante la mirada. Porque, ¿cuándo la Fuente dejará de manar interpretaciones?, ¿cuándo la llamada con el teléfono-langosta dejará de dar comunicando?
                Así las cosas, claro que la Fuente y el Teléfono afrodisíaco blanco modulan las fronteras del arte llevándolas a una indecibilidad acerca de lo que es y lo que no-es arte. Pero ello no lo hacen erigidos en el prurito de sentido con que cada época se dota a sí misma sino desde posiciones radicalmente opuestas. Lo hacen dejando desangrar todo significado pleno que de ambos objetos pudiera inferirse, lo hacen como sensores de impotencias y fracasos, lo hacen como máquina de diseminación, lo hacen como apertura a una circulación pública de saberes y competencias, lo hacen rastreando un sentido interrumpido.
Claro está que el arte prefiere silenciar todo esto, reunir ambas piezas en una vitrina, aprenderse de memoria un relato y darle todo el bombo y platillo que haga falta para que no se vean las fisuras, para que no se vea que la narración está aún por escribirse, que la llamada está aún por localizar un receptor adecuado, que no hay mirada capaz de mirarlas verdaderamente.

jueves, 26 de octubre de 2017

WILFREDO PRIETO: REALIDAD COMO PSICODIAGNÓSTICO


WILFREDO PRIETO: EN LA MENTE DE DIOS
GALERÍA NOGUERAS BLANCHARD: hasta 28/10/17

Si en alguno de nuestros textos ya hemos dado cuenta de nuestra idea de artista como terrorista mediático, la figura del artista cubano Wilfredo Prieto se pliega perfectamente a esta idea nuestra, acrecentándola además año a año. Con suma inteligencia, lo suyo es proponer pequeños detonadores que, en cuanto se activan por la contemplación necesaria del espectador, hacen implosionar pequeñas parcelas de realidad, pequeños sedimentos que parecían estables, desvelando la matriz ficcional de los entramados conceptuales que los humanos nos hemos creado para, de una u otra manera, orientarnos en el desierto de nuestros días. Más aún, si el arte ya claudicó hace tiempo en esta tarea sisífica de dotar de contenido a intuiciones racionales o éticas, si lo que toca más bien es subrayar el carácter derivado de cualquier señalización en la topografía espectral y fluídica de nuestros días, el trabajo de Prieto nos parece una magistral cartografía de nuestra pseudo-realidad.

En esta ocasión el sismógrafo que utiliza el artista cubano son simples pieles de vaca que, extendidas y colgadas al modo más canónico, simulan pinturas abstractas. Y el asunto está, precisamente, en lo que se infiere de la palabra “simulan”. Porque es dotando extrañamente a objetos cotidianos de un significado suplementario, simulando el ser una cosa y la otra al mismo tiempo, cómo las obras de Prieto remiten a mostrar ese punto axial donde se entrelazan todas nuestras intuiciones para producir esa ficción a la que llamamos realidad. De ahí que sus objetos sean siempre “simuladores”: están ahí presentes en toda su absoluta objetividad pero remiten a algo más, a algún simbolismo que excede su mera presentabilidad objetual; simuladores que dan forma a esa estrategia que, sostenía Gerardo Mosquera, guía el trabajo de Prieto: idea neta/obra sencilla/significado máximo.

Se trata, en definitiva, de un procedimiento sumamente sutil de mostrar de modo estético el vínculo que mantiene unido la realidad y el pensamiento, la objetividad y el lenguaje. Un vínculo que mantenemos oculto y que más que sacarlo a la luz con la violencia de una crítica que nada saca en claro, Prieto se contenta con hacernos un guiño para que veamos lo mismo que él está viendo. Se trata, por lo tanto, de contarnos un secreto que, aun sabiéndolo, necesitamos pase desapercibido para el buen y correcto funcionamiento de la realidad. 


Una realidad que para nuestro artista está hecha fundamentalmente de ideas: unas ideas escurridizas que, a pesar de entablar una sólida relación entre pensamiento, lenguaje y realidad, tienen su lado voluble, su aspecto más azaroso. Y es ahí, en ese tejido blando que poseen las ideas en su reverso, donde trabaja Prieto con un cuidado –para que no se rompa ese mismo tejido frágil– y mimo supremo, a través de unas acciones mínimas, cuasi insustanciales, pero capaces de apelar al espectador y hacerle reconocer eso justo que ya sabía: la fragilidad de todo el sistema, el impulso azaros de todo el entramado al que llamamos realidad.

De este modo, el trabajo del artista cubano es como el del arqueólogo que busca las conexiones simbólicas sobre las que se da un pinzamiento entre la realidad y la ficción –o mejor dicho, a través de la cual cierta ficción se estipula como realidad– pero teniendo claro que la búsqueda no se da en vertical y hacía abajo sino en horizontal: desplazándose a través de nuestra superficie mediática, ahí donde se nos dice todo lo podemos ver, todo lo podemos decir, para encontrar puntos de encabalgamiento simbólico, de replegado de significados sobre un mismo significante, ahí donde la realidad se solidifica en un cierto punto de la superficie.  

Dicho todo esto, es aquí donde la escritura acerca de la actual exposición no puede por menos que dejarse suspensiva, abierta a la multitud de referencias a las que alude pero sobre las que, como hemos tratado de explicar, no dicta ninguna sentencia. La piel de vaca en tanto que objetiva y natural piel de vaca; la piel de vaca en tanto que pintura abstracta; la piel de vaca como test de Rorschach. Es en el entrecruzamiento de cada una de estas líneas de tensión donde habita el verdadero material de trabajo de Prieto: la realidad.

Y entre las tres diferencias, un difuminado de ideas, el engranaje de todo un cúmulo de sensaciones que remiten a un punto central: ¿de dónde surgen las ideas, de qué calado son cómo para apuntar a lo trascendental, a algo que supera el propio relacionarse del lenguaje con la realidad, del concepto con la experiencia? En la mente de Dios, título de la exposición, remite a este emplazamiento difuso, a este entrecruzamiento de conceptos y sensaciones, de teorías y prácticas, de naturaleza y artificialidad, de realidad y de arte.

Y lo que se descubre ante la contemplación activa de su obra es algo que sabíamos pero que desconocemos a cada instante: que la línea que une al sujeto con la formulación de, por ejemplo, la pintura abstracta no es una línea recta y directa sino que está medida por una serie de lugares de interferencia e indecibilidad; que los compartimentos con los que clasificamos nuestra realidad no son tan excluyentes como suele parecernos y que lo proceloso de un azar que yuxtapone registros tiene la voz cantante. Así, ante la contemplación de algo tan realista como una piel de vaca, la abstracción a la que apunta nos lleva a otras conexiones; ante la contemplación de una naturaleza –por muy muerta que esté– a través de los ojos de la forma estética nos lleva a otras zonas de intermitencia. En el centro, ese (no) lugar, ese afuera, ese Real: la mente de Dios.

Y es en la vecindad con ese límite, si logramos llegar hasta ahí, donde emergen las cuestiones más interesantes: ¿no será la realidad, en el fondo, un psicodiagnóstico a todo ese entrelazamiento de mínimas saturaciones que estas pieles de vaca vienen a mostrarnos?, ¿no será su parecido con test de Rorschach el verso suelto que une y desune toda esta red de conceptos que Prieto ha hilvanado con maestría y sutileza?, ¿no será Dios nuestro psicólogo?

martes, 24 de octubre de 2017

DORIS SALCEDO: POÉTICA DEL DUELO.

 
           DORIS SALCEDO: PALIMPSESTO
PALIMPESTO: 06/10/17-01/04/18

Quizá no haya hecho falta pasarse por la documenta14 para saber que la víctima es el protagonista principal de las estrategias artísticas más en boga. Quizá tampoco haber llegado hasta allí para saber que la cuestión por el otro y, de rebote, por la identidad del adentro y del afuera sistémico sea una prioridad en el arte contemporáneo. Quizá, por último, también innecesario haber sacado en relación a la cita de Kassel unas conclusiones que rozan la impotencia del arte en cuestiones de inclusión, memoria y acogimiento del otro. Y es que tan seguros creemos estar en este mundo que la ideología mediática actual nos re-crea a medida que somos incapaces de entrar en relación con la exterioridad de ningún otro modo que no sea a través de las imágenes mediáticas que el propio sistema nos brinda.

Quizá, repetimos, innecesario porque no nos hace demasiada falta el arte para concretar que vivimos, sin duda, una época de contrastes. Siendo la cuestión de la identidad el punto de convergencia de muchos debates, se nos olvida que dicha cuestión en nada queda sin subrayar debidamente la cuestión por el otro; siendo cualquier acontecimiento por nimio que sea capaz de proponerse como alteridad a la somnolencia generalizada, se nos olvida también que apenas pasarán un par de horas para que sea ingresado en el baúl de un olvido que convierte en detritus cualquier impulso de historicidad con un mínimo de solvencia. En definitiva, vivimos en una ola de mercadotecnia mediática que nos ofrece solo el reverso bobaliconamente nimio e inocente mientras mantiene oculto el perverso presente en el que estamos ya situados. 

Este engranaje ideológico se consuma con una economía de la visión que, también de forma paradójica, nos induce a pensar que estamos en condiciones de verlo todo cuando ciertamente solo vemos lo que previamente ha sido canalizado para su sobreexposición mediática. De este modo nuestro mundo, asentado en estas tres premisas que hemos puesto encima de la mesa, decrece en todos los aspectos a esa misma velocidad dromótica –diría Virilio– con que se nos promete una realidad utópica detrás de las imágenes. 


Bajo esta situación de auspicio en la que nos encontramos, la teoría crítica hace ya tiempo que encumbró a Benjamin en mesías –nunca mejor dicho– de una nueva metodología con la que descubrir la impronta violenta y dogmática de toda sedimentación racional. A resueltas de que el desarrollo ideológico de la razón había sido capaz de revertir como beneficio para sus fines de dominación y alienación el propio saber crítico de la falsedad de la propia razón, lo que se hacía necesario era combinar el aliento crítico con una apertura radical en la historia, una apertura no ya asentada en el final de los tiempos sino como excepcionalidad acaecida en cualquier instante. Así, si la catástrofe es que todo siga “así”, cada instante guarda en sí mismo la posibilidad de su redención.

Pero en este mundo nuestro modelado, en relación a esas tres premisas descritas al inicio de este texto, bajo un régimen escópico acostumbrado a verlo todo y a hacer del shock el divertimento con el que irse a dormir cada noche con una psicofarmacológica sensación de bienestar, la capacidad para restituir el tiempo es ya nula pues, y esta es nuestra verdadera tragedia, no experimentamos el mundo como catástrofe. Es decir: bajo el imperio de nuestras identidades no consideramos la causa del otro; bajo el imperio de un tiempo desnudo de acontecimientos no encontramos sonrojo en poblarlo con estúpidas nimiedades; bajo la fluídica de nuestros telemáticos sinsabores no somos capaces de profundizar en la catástrofe que asolan las vidas de muchos otros.

¿Solución? El propio Benjamin, auscultando su propia época y la capacidad mediana que el marxismo pudiera tener para señalar la catástrofe pero sin caer en sus propias redes dispuso una salida en la primera de su Tesis sobre el concepto de Historia: “Siempre ha de ganar el muñeco, que se llama “materialismo histórico”. Puede vérselas sin más con cualquiera si toma a su servicio a la teología, que hoy, como es sabido, es pequeña y fea y que de todas formas no debe dejarse ver”.
 
 

Si subrayamos este texto –sobre el que bien puede plantearse una enmienda a la totalidad pues el quehacer de Benjamín solo puede ser catalogado como teología desde planteamientos muy poco metódicos– es porque pensamos que es en esta apertura entre la historia y su catástrofe, entre la inmanencia de unos hechos que se nos presentan ya diluidos mediáticamente y la trascendencia de un emplazamiento donde sea posible recordar y redimir la catástrofe de todos los días, desde donde trabaja Doris Salcedo en obras como esta que nos ocupa.

Así, lo que denuncia antes que nada esta obra es la incapacidad de sociedades como las nuestras de enhebrar un recuerdo, de tramar una narración que supere por elevación la pamema lacrimosa que el circo mediático diseña para alimentarnos cada día con nuestra dosis de catástrofe reconvertida en imagen-espectáculo, en acontecimiento superficial fácil de usar y tirar. ¿Desde dónde tramar una historia con capacidad de acoger la catástrofe del otro como si fuese la nuestra?, ¿desde dónde construir una realidad que no olvide el poso de realidad que los acontecimientos tienen? No existe ese tal lugar, la sociedad, nuestras sociedades, ha optado por eliminarlo para facilitar una mayor implementación ideológica. Así, en el fondo, poco cabe por saber, poco cabe por acoger. Nuestras sociedades se repliegan alrededor de un punto de indecibilidad e invisibilidad donde, a raíz de un trabajo de inversión ideológica, simulan poder decir, saber y verlo todo.   

En esta ocasión, la estética de la rememoración que practica con asiduidad Salcedo trata de sacar del olvido a los miles de ahogados en el Mediterráneo en los últimos veinte años cuando trataban de arribar a Europa en busca de una vida mejor. Ante el olvido que tales tragedias provoca en nosotros, ante su utilización mediática con fines de espectacularización y sublimidad de la realidad, la artista colombiana elabora una obra de gran complejidad técnica donde muchas sensaciones y conceptos se asocian (diría que rizomáticamente) para tejer y destejer una infinidad de historias –en concreto la de los 192 nombres de las 192 personas a las que se trata de recordar–, para anudar y desanudar la normatividad de las historias que nosotros, los de aquí, los de dentro, nos contamos y nos narramos.


Muchas de las claves interpretativas de la obra la da el propio título: palimptesto. Porque en tanto que manuscrito en el que se ha borrado, mediante raspado u otro procedimiento, el texto primitivo para volver a escribir un nuevo texto –eso es lo que significa palimptesto– la obra se concibe como un gran papel en blanco donde la escritura normativa y dictada al dedillo de una razón que impone su astucia y la necesidad de su historia es sustituida por otra escritura, que irrumpe desde el afuera, y que trata de fraguar otras historias, de mediar un acogimiento.

Pero no por deseado deja de ser menos imposible: los nombres, igual que aparecen, desaparecen. La violencia de nuestra razón es demasiada para que se deje amilbanar por un simple  juego de espejos. La vida, como bien se dice, continúa. Pero, ¿qué queda?, ¿qué queda de ese constante rumor de olas que escribe y borra nombres en la arena del Palacio de Cristal? Queda lo invisible a los ojos, el intersticio de una inscripción que se diluye, el entremedias de un yo que de hecho murió en el entremedias de dos comunidades. Queda el duelo: un tiempo recobrado donde al menos se trae a la memoria a quien no se puede acoger. Queda una vibración que atraviesa la historia canónica que nos construye como comunidad, un reverberar que difumina los límites de esa frontera ideológica donde sentenciamos entre quien es un “yo” y quien un “otro”.   

Y eso, creemos, es lo fundamental de esta obra, que no se trata de una maquinaria buenista capaz de lavar en la hipocresía unos párpados que nunca han llorado por estos muertos. No se trata de elevar el discurso y caer del otro lado –de barruntar la posibilidad de un acogimiento que es, hermenéuticamente, imposible– sino de elevar la memoria, de esponjear nuestra capacidad de vincular afectos y sensibilidades, de recortarnos contra otro espacio socio-político aunque sea solo de esta manera de duelo que se nos propone. Quizá sea en lo hiperleve donde tiene más capacidad de transformación política el ciudadano actual.

En este sentido, cuantas semejanzas y al mismo tiempo qué diferente esta obra de la que la propia Doris Salcedo propuso hace justo un año en Bogotá, Sumando ausencias, con ocasión del problema colombiano y el referéndum sobre el acuerdo de paz con las FARC y de la que ya escribimos en esferapública. Si allí era el propio pueblo colombiano quien tejía el nombre de las víctimas en sábanas blancas dispuestas en la Plaza Bolívar, aquí nosotros no podemos tejer nada: si allí era el pueblo colombiano quien estaba llamado a rescribir su historia, a reinscribir nombres en su propia narración nacional, aquí nosotros solo podemos levantar un memorial que facilite un trabajo de duelo. Inscribir nosotros sus nombres sería tomar su palabra, tomarles la palabra e ingresarlos en una testificación de la que son ellos los únicos que pudieran hacerlo.

En el límite, es de esto de lo que habla la obra de Salcedo: de cómo tomar la palabra es un ejercicio que nunca puede ser hipostasiado, de cómo acoger al otro es algo más complejo y profundo que un simple decir que sí o decir que no, de cómo testificar por ciertos muertos es clamar en (el) silencio. No se trata de un ejercicio buenista para con unos muertos que no son los nuestros, sino de interrogarnos de cómo todo muerto y toda muerte tiene la capacidad de desestabilizar esas estructuras tan ideológicamente estables como son las que fundan toda comunidad, en este caso la nuestra.

En definitiva, de lo que habla es de cómo la memoria, ahora más que nunca, es un poder político y social de primer nivel. Una memoria que surge no con el propósito de hacer ingresar una nueva continuidad en la secuencia de la historia sino que está llamada a violentar la propia continuidad, a introducir una leve vibración en el tiempo: no se trata de rescribir la historia sino de utilizar la propia historia como un continuo borrador. Y es que será ahí, en el continuo borrar y comenzar a escribir, donde los muertos serán recordados eternamente, donde podemos prestarles nuestra voz para, más nosotros que ellos, sentirnos interpelados.

¿Y es esto, volviendo a Benjamin, teología? Pudiera ser pues, en esa interpelación que nos lanza, es solo el otro quien puede abrir la historia, quien lleva a Dios.

sábado, 16 de septiembre de 2017

DOCUMENTA: SEÑALES PARA EL FUTURO


Mañana, si usted lee esto hoy, cierra la documenta14. Pero no, no se preocupe: esto no es otro articulito intentando dar cuenta de lo más interesante que se ha podido ver –eso ya lo hemos hecho– ni es tampoco otra machada tirando por tierra lo visto. A estas alturas quien más quien menos ya está al tanto de la polémica suscitada con el doble emplazamiento de la documenta, en Kassel y en Atenas, –¿colonialismo, querer sacar tajada de la tragedia, hundir el presupuesto cultural de una ciudad ya de por sí bastante diezmada como es Atenas, dorarles la píldora (a los griegos) para reírse (otra vez) en su cara?–. También, quien haya querido, ha podido informarse sobre las obras más interesantes y ha podido seguir de cerca los pocos debates estético-políticos que han acontecido (¿Franco Berardi?, ¿Roger Bernat?).
Si escribimos este texto es para que no se nos olvide lo fundamental. Si documenta es faro y guía del arte contemporáneo, ¿qué dirección ha marcado esta documenta? Después de los debates, los sinsabores, la frustración para muchos de una edición que no será en absoluto recordada, ¿queda algo?, ¿alguna señalización en el desértico campo abierto que es esta época de derrumbes y de hegemonía de lo post? Queda, habrá de quedar, sin duda, el epicentro de la catástrofe que nos asolará. Queda, en definitiva, el por-venir de un epílogo que viene desde el futuro para tomar emplazamiento en nuestro cáustico presente. Queda la marca indeleble de un ya-sido que, simulando no haber tomado forma todavía, se nos muestra a nuestra mirada en la forma futura del será.
Quizá solo por ello haya valido la pena esta documenta. Quizá solo por ello, al fin y a la postre, sea más necesario que nunca el arte. Porque en el estado de excepción que el arte inaugura en cada caso, el arte puede decir aquello que de otra manera está destinado a guardar silencio. Pero no, aclaro, porque el arte sea capaz de auscultar en las profundidades de la superficie –transparente e ideológica– que tomamos por realidad, sino porque en ese ámbito de ambivalente autonomía (negada pues lo que dice lo dice al mundo, pero afirmada en tanto que requiere de cierta seguridad para que su decir no se confunda con la lógica del mundo) en el que opera, el arte no profiere verdades bajo las apariencias ni destila un saber incorruptible sino que bascula una vibración en nuestras vidas, un desplazamiento en las lógicas que nos fundamentan capaz de mostrar el conjunto de paradojas que nos asolan y el régimen sintomático en el que estamos atrapados .
Apostamos, entonces, por un arte como vibración que atraviesa temporalidades, que crea emplazamientos heterocrónicos, que monumentaliza una espera a través de los rescoldos de un presente que solo pueden ser ya las ruinas del pasado o los efectos de un futuro comprendido como ya-sido. En definitiva: un arte que deshilvana la proyección de una continuidad temporal para proponer un presente puro, denso, cifrado en la ruina como relación con el pasado o en el monumento como relación con el futuro. Comprobar, en suma, como el tiempo-presente, en su falta de densidad óntica, no es ya sino el efecto de una vibración sísmica que viene del pasado o del futuro, que se da como memorial o profecía de, en cualquiera de los casos, un tiempo-otro.


Si esto es así, bien vale hacer notar la obra que a nuestro juicio quedará como monumento del por-venir que serán los próximos cinco años. Porque dicha obra no rastrea el pasado sino que da cumplida cuenta del futuro: se postula no como dispositivo de memoria sino como catalizador de un futuro que, aunque ya-sido, aún no es todavía. Y es que si algo nos han enseñado Warburg o Benjamin es que la historia del arte es una historia de profecías. Nos referimos a la obra de Olu Oguibe Das Fremdlinge und Flüchtlinge Monument (Monumento para los extranjeros y refugiados), obelisco erigido en el centro de Kassel, en la Königsplatz, donde se puede ver inscrito en inglés, alemán, árabe y turco, la frase “fui extranjero y me acogisteis” tomada del evangelio de san Mateo.
Sí: eso nos ha dejado esta documenta. Después de darle muchas vueltas al papel de la víctima, a las lógicas de poder, a la economía de las identidades, de los flujos y las memorias; después de todo esto, repetimos, nos ha dejado la señalización de un futuro ya encarnado: nos ha dejado la presencia de nuestro futuro. Un profecía invertida, dirán algunos, pero, ¿no es lo contemporáneo del arte precisamente la capacidad de las imágenes de, dentro del sistema de producción/exhibición capitalista, invertir las relaciones temporales, de crear puntos de fuga heterocrónicos y paradojas anacrónicas?
Es en esta capacidad de lo contemporáneo del arte donde Oguibe ha creado la obra sintomática por excelencia, el verdadero punto cero de nuestro sistema, el emplazamiento final de una historia que, a contrapelo e invertida, se desarrolla desde el futuro y desde el pasado hasta el tiempo presente, hasta el tiempo-ahora. Pues es hoy, ahora, en este instante, donde no estamos acogiendo al otro; pues es, al mismo tiempo, esa imposibilidad lo que ha marcado el desarrollo de nuestra historia pasada; y es, por último, esa misma consigna la que nos viene desde el futuro para que, como los posos del café de Benjamin, seamos capaces de leer no ya nuestro pasado sino nuestro futuro.
Cruce de caminos, de temporalidades y de historias: el obelisco no condensa la memoria de un pasado sino que nos lanza a un futuro, a un por-venir, donde ya lo sabemos, seguiremos sin acoger al otro, al extranjero. En este sentido, la obra no debe comprenderse como la constatación de un hecho del que pudiera inferirse una mala consideración ética o moral. No, nada de eso. La obra recoge la infinidad de tensores paradójicos que vertebran la sociedad capitalista para ir al núcleo de su fundamentación antagónica: yo y otro, nosotros y el otro. Y va no para echar en cara nada ni para que, desvelando lo poco condescendiente de nuestras posiciones, pudiéramos toparnos con nuestra realidad despótica y hacer algo al respecto. No. Cómo digo, el arte no está para echar rapapolvos ni para erigirse como verdad a saber.  
La frase estipula claramente el síntoma nodal desde donde se construyen nuestras sociedades y que, en tanto que síntoma pulsional, concreta la lógica traumática que nos (des)fundamenta. Porque no se trata de que, como sostenía célebremente Sartre, el infierno sean los otros. Se trata de que el otro, los otros, marcan la frontera con el trauma que nos constituye, individual y colectivamente. No es ya que nuestra libertad termina donde empieza la del otro -¿es posible semejante inocencia? Se trata de que somos precisamente el topetazo con el otro; de que la imposible simbolización del otro es lo que nos fundamenta; que es la lógica, dialéctica e ideológica, del acoger/rechazar lo que nos sostiene como fantasía.


Así por tanto, si esta obra, este monumento retroactivo, este emplazamiento que viene de temporalidades diferentes, marcará el futuro de nuestro mundo no es porque lo sepamos, lo creamos o lo intuyamos. Es porque ya lo hemos vivido: no estamos dejando de vivirlo nunca. Lo que hace Oguibe es, dentro del ámbito excepcional del arte, erigir una monumentalización de nuestro trauma, una encarnación de su nivel-cero. Es decir: de su síntoma.
Claro que, al mismo tiempo, el obelisco constata la posibilidad de fuga de todo el andamiaje ideológico que nos sostiene. Constata que si renunciamos al secular modelo de progreso histórico, si nos dejamos implementar por la fantasía ideológica hasta el punto de hacer patente y obvio que lo fundamental no está en posicionarse en algún antagonismo –o no se puede acoger a toda la basura del mundo o un mundo mejor sería un mundo sin fronteras–, entonces quizá pudiésemos tomar la bifurcación que nos lleva a la catástrofe de la que este obelisco es memoria invertida.
Quizá entonces, y asumiendo esta posibilidad, este obelisco no sea final anticipado de un por-venir catastrófico sino el comienzo de una búsqueda: convertirnos en arqueólogos de ese otro futuro, rastrear las huellas que de ese futuro que pudieran quedar olvidadas en la historia, rastrear las ruinas que nos pudieran llevar hasta él. Traperos de un mundo otro porvenir, traperos de la (im)posibilidad de traspasar la fantasía traumática que nos construye. Historiadores no ya del pasado sino del futuro.
Así pues: cinco años como antesala de un futuro que aunque marcado a fuego estamos aún a tiempo de evitar. Para entonces otra documenta, las 15, nos ofrecerá el pliego de resultados.

lunes, 31 de julio de 2017

BILL VIOLA: ENTRE LO ANACRÓNICO Y LO SUBLIME. LA DOBLE IMAGEN-TIEMPO


BILL VIOLA: RETROSPECTIVA
GUGGENHEIM BILBAO: 30/06/17-09/11/17
(artículo original en 'arte10': http://www.arte10.com/noticias/Bill-Viola.html)

El Guggenheim de Bilbao celebra sus veinte años con una exposición de las grandes: una retrospectiva de Bill Viola (Nueva York, 1951). A través de 27 proyectos que resumen los cuarenta años de su vida artística, desde ‘Cuatro canciones’ de 1976 hasta ‘Nacimiento invertido’ de 2014, la exposición recorre los principales hitos de este gran artista estadounidense, pudiendo el espectador comprender en toda su profundidad los cambios de temática, interés y tecnología por él realizados a través de los años. Estos cambios aluden a una doble problemática: la relación, por una parte, con el propio desarrollo de la tecnología y, por otra parte, a comprender como este desarrollo no evade las grandes cuestiones de la humanidad sino que por el contrario es capaz de replantearlas con mayor agudeza, profundidad y dramatismo. En definitiva, un artista genial que tiene al ser humano en el centro de sus investigaciones.

Artista de lo espiritual, anacoreta de un mundo del arte diezmado por lo superficial, embaucador –quizá– de sentimientos y sensibilidades. Pero también pionero del videoarte, artista capaz de desplegar el tiempo interior de las imágenes en una duración a veces fenomenológica y a veces mediática. Todo eso y más, mucho más, cabe decir de Bill Viola. Y es que no es fácil hablar ni de él ni de su trabajo. Su labor como artista contemporáneo se sale de modo tan radical del patrón “arte contemporáneo” que uno duda a veces de las razones de por qué ha llegado a ser considerado no solo como un gran artista sino como uno de los artistas fundamentales de nuestro tiempo.
Tal paradoja –la de ser un artista contemporáneo muy poco contemporáneo– se sustenta en un equívoco del que no somos en modo alguno inocentes: “todo arte es arte contemporáneo”, señaló apenas hace tres años cuando vino a España a presentar una exposición en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Y es que nos empeñamos en considerar “arte contemporáneo” a una etiqueta epocal dentro de la linealidad de la historia del arte –arte contemporáneo como aquel que va después del arte moderno y antes de quizá, quien sabe cómo llamarlo, el arte post-contemporáneo– cuando, nada más lejos de la realidad, arte contemporáneo sería aquel que mantiene una tensión heterocrónica con su propio tiempo, una capacidad de diálogo y apertura a un tiempo-otro, donde toda presencia y representatividad remite a una alteridad, a un ser-otro, a una diferencia inscrita en la propia presencia de lo representado. Siendo esto así, el bueno de Viola tiene mucha razón: contemporáneo es, o al menos puede llegar a serlo, el arte de cualquier época, no siendo por ello menos cierto que es precisamente el arte actual el que más fielmente se pliega al designio de lo contemporáneo debido, principalmente, a la capacidad de mezcla de temporalidades que posee la tecnología.
 
 
El problema –¡bendito problema!– es que en esta labor diacrónica de conjugar temporalidades, en lugar de tratar de dinamitar el futuro o de echar la vista atrás con el ánimo de reconfigurar el sentido de la historia reciente (la cuestión de las víctimas como núcleo de todo el siglo XX), Viola se va atrás, muy atrás, demasiado atrás, hasta los maestros del Renacimiento y del Barroco. Quizá sea ahí donde radica su éxito de público –300000 visitantes en su última gran exposición, la de 2014 en el Grand Palais de París– y dónde, radica la potencia de su arte: en hilar una continuidad con las grandes preocupaciones del hombre y en hacernos ver una continuidad entre las diversas epocalidades del arte, haciendo del arte una llamada al hombre en su totalidad, al hombre de todo tiempo y lugar.
En cualquier caso, esta querencia suya ha reactualizar imágenes del pasado, esta confianza en que todo arte es contemporáneo (es decir, todo arte tiene la capacidad de lidiar con su tiempo-otro) hacen de él un artista, en el mejor sentido de la palabra, anacrónico. En el mejor sentido, decimos, pues no supone merma de ningún tipo en su trabajo sino que, como sostiene Didi-Huberman, “el anacronismo, en una primera aproximación, sería así el modo de expresar la exuberancia, la complejidad, la sobredeterminación de las imágenes”. Y es que esa es la asombrosa capacidad de Bill Viola: no se trata de una reactualización sino de un sensor de temporalidades, de una arqueología de lo visual, de concatenar cada imagen en una trabazón epistémica que nos supere por elevación, que nos muestre el exceso iracundo de toda imagen, la pluralidad de tiempos interconectados donde la imagen se sustenta.
Es, precisamente, ese exceso el que condensa Viola en sus obras. Un exceso de visibilidad donde, presumiblemente, hay muy poco que ver lo que remite, según las interpretaciones más regias, a cierto grado de espiritualidad o de trascendencia pero que se quedan –afortunadamente– un escalón antes: ahí donde la humanidad fragua sus experiencias más arrebatadoras, ahí donde el hombre es desbordado por unos sentimientos que le suyugan de forma tan íntima que le exceden. Si toda imagen es promesa de duración, enfrentándose a ellas el hombre descubre la finitud de su tiempo, la incapacidad de insertarse en una lógica de sentido pues siempre hay una memoria nómada, movediza y excesiva que lo precede y lo circunscribe a la finitud del “aquí y ahora”. Si toda imagen es mezcolanza heterocrónica, enfrentándonos a ellas nos protegemos de la muerte: “La historia de la mirada, añade Régis Debray, tal vez no es sino un capítulo, un anexo de la historia de la muere en Occidente”.
 
 
Pero no todo en el trabajo de Viola ha tenido la seguridad de lidiar con ese exceso anacrónico que destilan las imágenes, de hacer supurar emociones y sentimientos casi ya fagocitados de la faz de la tierra. Dice él mismo que todo se desencadenó a raíz de la muerte de su madre en 1991 y, nueve meses después, del nacimiento de uno de sus hijos. Vida y muerte, tocados tan cerca, sirvieron de disparadero para hacer entrar al artista estadounidense en una nueva relación con las imágenes y su tiempo. Si hasta entonces su trabajo podía comprenderse como inmanente al propio operar de la imagen, después fue ese mismo tiempo pero vinculado extrínsecamente, de una imagen a otra, lo que centró sus investigaciones estéticas. Si antes el tiempo manaba desde el propio núcleo de la imagen para volver a sí mismo y así poder reflexionar sobre el estatuto ontológico de la propia imagen y del arte, después fue ese mismo tiempo pero volcado hacia el afuera, ese tiempo que nos excede y nos apela, lo que trató de desarrollar.
¿Cómo logra esto? Insertando en sus imágenes una doble temporalidad. Una que podríamos llamar temporalidad horizontal y que es la propia de la imagen-tiempo. Esta sería la temporalidad que es pensada en sus primeras obras de análisis de las imágenes y cuyo cénit se alcanza en The Reflecting Pool (1977-79) y que en obras más pictóricas como Emergence (2002) se consigue a través de una cámara super lenta capaz de percibir el parsimonioso movimiento de la quietud. La otra temporalidad sería más bien vertical y podría comprenderse como una serie infinita de punctum por donde la imagen se desvanecería de su presentabilidad, forzando a convenir en una metáfora, un sentimiento, una fractura en la propia lógica visual de la imagen. Esto se consigue con la irrupción en la imagen del agua y del fuego, elementos que para Viola remiten al nacimiento y la muerte, a la toma de conciencia de cada humana de su situación de finitud en el cosmos.
En este sentido, es en el entrecruzamiento de ambas temporalidades –¿quizá Cronos y Aión?– donde surge la imagen evanescente, la doble imagen-tiempo, la imagen quemada o ahogada, la imagen superada por la propia temporalidad que en forma de duración y memoria nos excede. Y es ahí, entonces, donde surge la pregunta que Viola plantea al espectador: ¿qué tiempo es el nuestro?, ¿y qué duración?, ¿de qué memoria disponemos, la del ya-sido o la del aún-no?
Quizá en este punto cabría referirnos a un defecto endémico al conjunto de su propia obra que ha de comprenderse como el envés de los logros –y éxitos– cosechados. Y es que en este salirse de la imagen de su propia inmanencia, en este ex-tasiarse de la imagen con el fin de que circunscriba al ser humano en toda su fáctica complejidad, Viola no tiene más remedio que fajarse con lo sublime como epicentro de los efectos y sensibilidades desencadenados por la contemplación de sus obras. 
 
 
Se trata de un sublime que conecta con los románticos y la tradición inaugurada por Burke y Kant: sentimiento de lo sublime como arrebato paradójico que sufre el sujeto afectándole de una contradicción mezcla de gozo y de dolor, de pena y placer y que lo remite a la afección melancólica. Placer por una parte ante el poder de la razón que se trasciende y dolor, por otra parte, ante la insuficiencia de la imaginación y sensibilidad para darle forma y la aspiración siempre frustrada de representación de algo no-representable, de conceptualización de un sentimiento que arrebata y subyuga.
Teniendo en cuenta estas rápidas consideraciones, está claro que Viola busca reconectar al sujeto con el cosmos, de hacerle nuevamente merecedor de atesorar en su interior las grandes preguntas que parecen silenciadas, precisamente, por el ahogo de experiencias que produce un mundo saturado de imágenes. Es en la contemplación de sus imágenes, subyugado por el entramado de una doble temporalidad que excede todo tiempo y toda contemplación donde Viola hace surgir la pregunta por la propia existencia del sujeto.
¿Trampa o genialidad?, ¿truco o maestro de las potencialidades de la tecnología? Quizá ni lo uno ni lo otro, o a veces una cosa y al mismo tiempo la otra. Pero quizá también, que en ese concatenado de anacronismo y sublimidad, lo suyo no sea sino un dar (la) voz a aquellos artistas del Barroco para que vuelvan a tomar la palabra: para que nos repitan que el reflejo de toda imagen no es sino nuestra propia facies hipocrática, la máscara de nuestra defunción.
En definitiva, son muchos los vectores que laceran las obras de Viola, muchos los tensores que hacen reverberar la obra en multitud de ecos, hacia el pasado y hacia el futuro. Son muchos, en definitiva, los tiempos, interiores y exteriores, que habitan en sus imágenes. Amenazan con desgarrar a la imagen y, al mismo tiempo, con replegarla sobre esa temporalidad mínima sobre la que se desarrollan. Aquí solo hemos querido profundizar en dos de ellos –anacronía y sublimidad– con el fin de comprender la complejidad de una obra como la del maestro Bill Viola, apuntalada sobre la idea de que la imagen, lejos de ser en un primer momento de su desarrollo la representación de algo ausente que toma presencia, lejos también, a través del imperio dogmático de la tecnología, de quedar reducido al reino de la hiper-presentabilidad de lo ya-dado, es un dispositivo de interconexión de temporalidades en fuga, es un sensor de diacronías y anacronías, un conductor de una forma de conocimiento que, curiosamente, no se fía solo de lo que ve.