viernes, 30 de mayo de 2014

CRISTIAN SILVA: ECHAR EL RESTO


CRISTIAN SILVA: CUANDO EL HAMBRE ENTRA POR LA PUERTA, EL AMOR SE VA POR LA VENTANA
GALERÍA MAISTERRAVALBUENA: 24/05/14-26/07/14
 
“Del mismo modo, también en el tiempo presente subsiste un resto elegido por gracia”. San Pablo, en la epístola a los romanos, lo tiene claro: aún después de la consumación de los tiempos, la máquina salvífica sigue impertérrita su marcha, situándose no en el todo ni en la parte, sino en el resto. Pero, ¿qué es el resto? El resto es lo que queda filtrado en cada eschatón, la diferencia entre los salvados y los condenados, lo que hace imposible que el todo y la parte coincidan. Siempre, en todo caso, los que se salvarán será un resto. Agamben afirma que el resto es una “máquina soterológica que permite la salvación de ese todo, del que, sin embargo, había proclamado la división y la pérdida”. El resto, concepto teológico-mesiánico, funciona a modo de operador temporal y diferencial, de indecibilidad numérica capaz de remontar cada cesura en la economía de la salvación y que, en todo caso, sea siempre un resto el número de los elegidos.

Semejante parrafada, y contra todo pronóstico, viene al caso: más que nada porque lo que nos presenta el artista Cristián Silva (Santiago de Chile, 1969) en esta su segunda exposición en la galería Maisterravalbuena son restos, “pequeños bultos de aspecto orgánico” que simbolizan –según la explicación de la hojita de sala- fragmentos del cuerpo de familiares y amigos fallecidos recientemente. Aun con todo, quizá el atrevimiento de leer tales despojos desde un punto de vista teológico-mesiánico esté fuera de onda; pero, leyendo en el fondo de esa mezcolanza candorosa que destila Silva, no creemos estar demasiado desatinados.  

 
Y es que, pensamos, en la red casi infinita de conexiones que Silva hace operar como fermento de sus piezas, no hay que negar que lo que quizá lata debajo de semejante mezcla sísmica no sea sino el emplazamiento para aquello que en cada caso queda siempre desplazado, renuente a ser conceptualizado. Es decir, el resto.

Para entender esto quizá haya que concretar que el trabajo de Silva siempre es fiel a unas mismas coordenadas. Haciendo conexión en remotas capas de memoria, intercomunicando espectros de lo real ajenos entre sí, Silva construye narraciones que superan la categoría de objeto cosificador para remontar el vuelo sobre la impronta presencial con que toda narración trata de imponerse. Lo suyo, por tanto, son operaciones disfuncionales capaces de rascar la superficie y adentrarse en los vericuetos de lo inmemorial:  

Es de esta manera que los restos aquí presentados, además de pertenecer a la memoria biográfica del artista en relación a sus muertos, también remiten a ese magma intersticial con el que trabaja el artista chileno. Lo existencial, lo político y lo afectivo, sin olvidar la impronta que debe significar el pertenecer a la primera generación de artistas del después de la dictadura, son vasos comunicantes que hacen posible que acontezca lo inaudito. Así pues, estos restos son más que restos, son excesos de una narración que nunca se pliega sobre sí misma sino que hace aparecer la alegoría donde la palabra enmudece. ¿No serán estos restos los dispositivos que funcionan a modo de máquina soterológica del propio artista?, ¿no serán estos restos los excesos de una biografía que, como todas, es incapaz de soportar tanta historia, tanta realidad?, ¿no serán estos restos aquello que abre nuestro tiempo a la novedad radical del instante siguiente?

 
Quizá la autoridad de Agamben exceda la breve cita a la que antes hemos aludido: quizá a figuras paradigmáticas como el homo sacer, el melancólico o el musulmán, haya que añadir la del artista a la hora de capacitar una definición de sujeto como "resto" y singularidad que se hace "otredad" en la comunidad por venir. El artista, en casos como nos ocupa, y lejos de una ideologización del genio, vadeando la cesura que media entre la subjetivación y desubjetivación, es capaz de crear la imagen de la resistencia interior de toda vida a ser proclamada como meramente vida.

Quizá sea esto la hermenéutica más oculta de estos “restos” aquí presentados: los esquejes de una vida, la del propio artista, su exceso inabordable. Estos restos, como el superviviente de Auschwitz en relación al musulmán, no hablan de la cámara de gas, ni del propio acontecimiento-Auschwitz; es decir, no hablan de la vida, de los acontecimientos inenarrables. Estos restos testimonian de lo que ya de por sí no tiene voz, de aquello que es imposible que diga ya nada. Estos restos testimonian ‘por’ la vida, por aquello que es imposible decir de la vida, por los restos de una vida que no hacen sino, en su imposibilidad de dar testimonio, salvar a la totalidad de una vida.

En definitiva, Cristian Silva puede engañar a mucha gente diciendo –al menos eso se dice en la hoja de sala– que los restos simbolizan los cuerpos de sus allegados fallecidos. Pero a mí no me la da: estos restos, aun siendo quizá los de sus familiares, funcionan a modo de sacrificio soterológico, de donación de esos otros –de sus muertes– que le permiten entrar en la vecindad de lo imposible de su vida: entrar en su “resto”, en la dimensión de una vida nunca dada como acabada sino dispuesta a acoger lo imposible.

Y es que, para acabar, es solo el resto lo que hace que una vida pueda bascular entre el interior dogmático y siempre presente de una historia que es fiel a sí misma, y el exterior de ese flujo de conexiones íntimas y distantes que entran en comunicación para construir también, esta vez como exceso, la misma vida. Es decir, es solo el resto lo que permite que una vida pueda ser llamada vida; lo que permite que toda vida se salve.

viernes, 23 de mayo de 2014

JULIA SPÍNOLA: ENTRE EL AZAR Y LA NECESIDAD O LA REALIDAD CONJUGADA


JULIA SPÍNOLA: UNO ZURDO, Y UNO DIESTRO, Y UNO ZURDO Y UNO DIESTRO
GALERÍA HEINRICH EHRHADT: 07/05/14-07/06/14

Ahora que estamos a final de temporada y que el ambiente futbolero lo inunda todo, el símil me viene que ni pintado: hay tantas maneras de responder a la pregunta de qué es el arte como goles. Las hay, incluso, en fragante fuera de juego o, todavía peor, en propia puerta. Así, entre la pluralidad casi infinita de definiciones para aquello que justamente escapa a toda definición, no creo que se ponga demasiado en duda esta que sigue: arte es aquello que hace que lo olvidado –o lo susceptible de ser olvidado–, sin embargo, no se pierda.

Al socaire de tal definición, y para dar mayor lustre a este texto, puede precisarse que toda historiografía del arte descansa en la diferencia que se abre entre “lo olvidado” y “lo susceptible de ser olvidado”. Y es que si hasta la Modernidad el arte puede ser comprendido como el dispositivo desde el que configurar un archivo, como un repositorio de imágenes llamadas a durar para la eternidad, la Modernidad aboga por centrifugar todo ese entramando memorístico hasta el límite actual en que la pulsión de archivo dicta nuestras patologías: cuando la realidad dura lo que un suspiro y un instante guarda en su interior la potencia de lo eterno, el simulacro hace obvio que aquello que es necesario olvidar no sea otra cosa sino el todo de una realidad que, olvido tras olvido, resta como un suplemento innecesario de todo punto.

Así las cosas, y para concretar, si el arte hasta la Modernidad descansaba en la necesidad de hacer durar las imágenes dentro del archivo cultural sobre el que se levantaba toda civilización, a partir de la Modernidad las tornas se invierten: lo propio del arte es hacer patente que todo, al fin y al cabo, es olvidado, y que, sobre todo, aquello que sibilinamente creemos que dura no es sino renegociando sus fronteras hasta el límite de la angustiosa anorexia que nos domina. Es de este modo que el arte, en el venazo negativo que lo caracteriza desde el fin profetizado por Hegel, está encaminado a funcionar como dispositivo crítico de los aparatos ideológicos de poder cuya misión es hacernos creer que, pese a todo, siempre cabe la posibilidad de que algo –el acontecimiento– dure. Es decir, contra todo pronóstico, el arte epigonal nuestro está orientado a revelar que, al fin y al cabo, nada es del todo necesario y que, precisamente, en aquello tenido por necesario se esconden micronarraciones olvidadas que, estas sí, es preciso recuperar.
 
 

El que hayamos comenzado de modo tan radical, dando incluso lo que llevamos años tratando de evitar (una definición para el arte) es solo para glosar mejor el trabajo de la artista que nos ocupa: Julia Spínola y su exposición en la galería Heinrich Ehrhadt de Madrid. Y es que sus intereses se centran, precisamente, en eso que acabamos de catalogar como lo más propio del arte actual: esa otra mitad de todo acontecimiento, la que falta pero está –o, mejor aún, la que justo por su ausencia se hace presente–; aquella otra mitad que no es datable, computable, cifrable o conceptuable. Aquello que, en definitiva, no está sujeto a las reglas de la necesidad sino del azar.

Es aquí, sin duda, donde todo nuestro discurso anterior adquiere rango de verdad: porque, ¿no es la Modernidad el timo de hacernos creer que todo acontecimiento descansa en una necesidad que es posible asimilar bajo leyes inmutables de la ciencia y la matemática? Así las cosas, Spínola trata de hacer percibible eso que aletea invisible en todo acontecimiento, esa otra mitad condenada al olvido por parte de los popes del método científico. Desde este punto de vista, el arte se nos descubre como una metodología convidada a dar cabida a los silencios que pueblan nuestra realidad, a dar cancha a la heterocronía propia de todo acontecimiento, a hacer posible el gesto imposible de pensar lo ausente. Y es que, obviamente, para dar cuenta de esa otra mitad no valen las mismas cartografías del método científico sino que es necesario abrirse a lo estético, ese campo que ya no es una comunidad del gusto sino un método constructivo de conocimiento.

La obra de la artista madrileña se centra, como decimos, en catalogar acontecimientos mínimos para restituirlos en la novedad que provoca el reinscribirlos según la lógica de esa mitad ausente, de esa mitad que crea diferencias con lo tomado como necesario. Para tal fin, nuestra artista rastrea la realidad para prestar atención al conjunto de lo posible, aquello cuya facticidad descansa en el umbral de lo azaroso. Alterando el sesgo perceptivo del acontecer, Spínola construye una lectura diferida de la realidad basándose en desplazamientos, deslizamientos, repeticiones, sustituciones o intercambios. Con ello, consigue descentrar las estructuras de datación, catalogación y conceptualización, al tiempo que desplaza la concatenación causal que calla lo que esconde en una mediación que es siempre dogmática.  


Para esta ocasión, la primera exposición como titular en la galería, Julia Spínola se ha centrado en un acontecer bien definido: sus idas y venidas de casa al estudio y del estudio a casa. Y es que, en esa ascendencia con que hemos catalogado al arte, lo fundamental es comprender que cada gesto mínimo contiene la potencia del infinito. Es decir: es cierto que solo en la cotidianeidad puede uno percibir la realidad, que es solo en la repetitividad de los gestos, de las idas y las vendidas, de las esperas y los acelerones, donde los sentidos van filtrando y procesando los datos hasta lo más mínimo, hasta casi ese infraleve duchampiano que, como umbral inasible, da como resultado una realidad sino paralela sí oculta cuyo sentido, repetimos, solo se descubre en el marco de la estética.

Dicho paseo, entre cuestas y pendientes, queda enmarcado en un tejido urbano por donde el cuerpo pasa, va pasando, latiendo al tiempo que va percibiendo el discurrir temporal entre las dos aceras. Día tras día, lo cotidiano se va apoderando de la realidad, transformándola en otra cosa, en una realidad alterada donde lo discontinuo, las lagunas de ausencia que medrean en cada acontecimiento, hacen acto de presencia. Las diecinueve cajas cuyo interior está dividido por la mitad por una cuña a modo de calle en pendiente, refieren a ese bifrontismo de toda realidad: lo presente y lo ausente, lo visible y lo invisible, lo necesario y lo azaroso…. lo diestro y lo zurdo. Y es que, siempre, dos acontecimientos distintos y enfrentados, como lo vacío y lo lleno que ejemplifican esa realidad dual y sobre la que Spínola ha montado la exposición. Y es que el espacio galerístico, al igual que cada caja, queda partido en dos: uno lleno, el otro vacío, uno presente, el otro ausente.
          
           En definitiva, si el arte sana, si ha de en algún sentido curarnos, es de ese exceso de historización con que caracterizó proféticamente Nietzsche nuestra época, pero sin por ello dejarse ganar el terreno por las posturas irracionales o relativistas: es simplemente abriendo el acontecimiento, al micro acontecimiento, a su lógica oculta, como el arte logra pensar lo impensable, curarnos de nuestras sintomatologías que van, como dice Fernando Castro en su último libro, de lo excesivo-bulímico de nadar en una realidad sobredimensionada en un pluralidad de acontecimientos. a lo anoréxico de intuir que, por mucho que se intente, ninguno de tales acontecimientos logra remontar el vuelo más allá de una gracieta o de, como mucho, un emoticono. En resumidas cuentas, un esfuerzo, inútil desde la perspectiva del olvido que nos caracteriza, de salvar las apariencias y. al tiempo, salvarnos a nosotros mismos.

jueves, 15 de mayo de 2014

LA IMAGEN PERDIDA: IMAGINAR LO INIMAGINABLE


Breve texto acerca de la película “La imagen perdida”, de Rithy Panh

En el año 2001, al poco de la publicación de su ensayo ‘Imágenes pese a todo’ para el catálogo de “Memoria de los campos: fotografías de campos de concentración y de exterminio nazi”, George Didi-Huberman fue objeto de furibundas críticas acusándole de realizar una religiosa fetichización de la imagen –en el sentido de que la pasión por la imagen está íntimamente ligada con el cristianismo– de querer elevar la imagen al status de reliquia o de querer rellenar con imágenes el silencio que debe reinar alrededor de la Shoah como  acontecimiento (silencio referido a un dejar hablar al testigo aún en lo inimaginable de su experiencia).
Las reflexiones llevadas a cabo por el historiador del arte en referencia a las cuatro únicas fotografías hechas por prisioneros de Auschwitz fueron demonizadas como insolentes juegos voyeurísticos donde la mirada y la teoría usurpaban la individualidad de la víctima, aquel que miró y cuya mirada entonces no hacemos sino robar y cosificar. Y es que, en su discurso se niega –en parte– esa estética de lo inimaginable que proclama sin miedo aquello de ‘no hay imágenes de la Shoah’.
                A pesar de que ese ‘no haber imágenes’ es, desde luego, problemático, lo fundamental es comprender que los críticos a las tesis del francés no ven posible trasmisión “entre el intento de los prisioneros de Auschwitz de extraer imágenes para permitir que algo de la maquina exterminadora sea visto y los intentos de los historiadores años más tarde de extraer de esas imágenes algo que tenga sentido en nuestra comprensión de la Shoah”. Es decir: es tan inimaginable lo acontecido que las imágenes por sí mismas no dicen nada.
                  Sin embargo, y aún estando de acuerdo en la base que alimenta al concepto de inimaginable (“nunca rechacé lo inimaginable como experiencia. ‘Inimaginable’ fue una palabra necesaria para los testigos que se ven forzados ellos mismos a contar, así como lo fue para aquellos que se ven forzados ellos mismos a oírles”) Didi-Huberman llevó acabo una operación muy básica: lo mismo que si Auschwitz es impensable debemos repensar las bases de nuestra antropología (Arendt), lo mismo que si Auschwitz es indecible debemos repensar las bases del testimoniar(Levi), también, de igual manera, si Auschwitz es inimaginable debemos repensar la imagen cuando una imagen de Auschwitz aparezca ante nuestros ojos.


Y es ahí, en ese repensar la imagen, donde ese ‘no decir nada’ debe ser repensado, donde surge su carácter de ‘a pesar de todo’: las cuatro fotografías establecen un umbral, un infrafino entre lo imposible de representar el acontecimiento y la necesidad de que, pese a todo, contamos con imágenes, con una representación. Un umbral visual. Es imposible pero necesario, y, por tanto, posible… ¡a pesar de todo! Es decir: aún siendo inimaginable el acontecimiento en sí mismo, tenemos la necesidad de siquiera intentar trasmitirlo, de tratar de que no se quede en el olvido. Y de ahí que, pese a todo, pese a lo imposible de su representación, contemos con algunas imágenes.   
Es ese ‘a pesar de todo’ lo que hace que lo inimaginable no signifique nunca ‘no imaginar nada’ sino más bien que estamos lanzados a imaginar: “es porque las palabras del testigo desafían nuestra capacidad de imaginar lo que nos dice por lo que debemos intentar hacerlo a pesar de todo, para oír mejor las palabras del testimonio”. Pero sobre todo, es ese ‘a pesar de todo’ lo que señala que la imagen nunca es toda, que nunca es apropiada, que, en definitiva, la propia existencia de las fotografías remite a que es precisamente la imagen (como adequatio y totalidad) lo que falta. No es que la imagen mienta, sino que cada imagen no dice todo. En definitiva, es la presencia de esas cuatro fotografías lo que nos permite imaginar la Shoah, lo que nos permite imaginar lo de por sí inimaginable, no desde el punto de vista de señalar cada imagen como falsa sino haciendo de cada fotografía la asunción de una imagen (esa justamente que diga todo) que siempre falta. Dicho con palabras de Didi-Huberman: “las imágenes no dan todo lo que hay que ver; todavía mejor, pueden mostrar la ausencia del ‘no todo lo que hay que ver’ con que constantemente nos sugieren”. El no todo de la imagen señala la capacidad para imaginar hasta ahí mismo donde no se puede imaginar, señala la ausencia misma de la imagen-toda. 


Hemos querido comenzar reseñando brevemente esta obra capital acerca de las (im)posibilidades de representar lo irrepresentable para situar con extraña precisión el lugar desde el que Rithy Panh construye su película La imagen perdida. Y es que los puntos de contacto entre el camboyano y las tesis del francés son algo más que determinantes. Incluso, refiriéndose a las películas Shoah de Claude Lanzmann e Histoire(s) du cinéma de Godard como opuestos modos cinematográficos de imaginar lo inimaginable, Didi-Huberman señala que “un proyecto de película –la cual supondría el enlace entre Godard y Lanzmann en una ‘confrontación’ cinematográfica sobre la Shoah- falta por materializar”. Y es, creo, en ese mismo punto intermedio, donde puede situarse la película de Rithy Panh.
Si Lanzmann nos ofrece una gran única-imagen, una gran nada que decir donde se explicita que no hay imagen capaz de decir la historia, maximizando las tesis de lo irrepresentable y lo inimaginable; si Godard, por el contrario, se afana en hacer hablar a toda imagen (todo puede ser representado, todo puede ser imaginado) pero solo reexaminando nuestra cultura visual por completo; Rithy Panh se decide por, ante la ausencia y ante la necesidad de contar con imágenes, crearlas.
Rithy Panh concretiza la tesis de Didi-Huberman de que, aún siendo ciertos los dos polos, la verdad es que necesitamos, también pese a todo, imágenes. No para que nos digan lo que pasó, sino para imaginar. Aún en el caso de que no digan nada -y aún sobre todo en ese caso- la imagen sirve de dispositivo de rememorización del futuro, de salvaguarda de un olvido que nunca podrá ser afectivo al cien por cien. Así, si una vez buscadas no se encuentran esas imágenes, solo cabe crearlas. La diferencia, entre el encontrarlas o crearlas, es mínima: en el acontecimiento inimaginable es de todo punto imposible contar con imágenes, de modo que toda imagen no será sino un ‘a pesar de todo’, un detonante para dar que pensar que no acentúa sino la ausencia de aquello que se hace de todo punto necesario: la imagen-toda. 


La Tesis V de “Sobre el concepto de historia” de Benjamin está aquí muy presente: “articular históricamente lo pasado no significa conocerlo ‘tal como realmente ocurrió’. Significa apoderarse de su recuerdo como fulgura en el instante de peligro”. O, también en esa misma tesis,  “la imagen verdadera del pasado pasa fugazmente”. Es decir, la imagen-toda es inasible, imposible de reproductibilidad mecánica; solo cabe un recuerdo interiorizante que, como relámpago interior, avive la esperanza en el pasado y abra el tiempo a un perseguir de imágenes que, construidas o encontradas, den vueltas en torno a ese vacío inimaginable que, a pesar de todo, hemos de imaginar.
Es de este modo que toda imagen inscrita en lo inimaginable de un acontecimiento como la Shoah o el exterminio de los Jemeres Rojos en Camboya, ya sea como construcción o como un encontrarse con ellas, permiten el poder reinscribir la historia de modo que no sea la barbarie quien tenga nunca la última palabra. Y es que solo dándole su justa palabra al pasado puede dignificarse un presente que sigue expropiado a cada individuo. Es por ello que en un momento de la película se dice que “os doy la imagen perdida para que no dejemos de buscarla” o “la imagen perdida somos todos” o, sobre todo, “lo que les ofrezco no es la búsqueda de una imagen única sino la imagen de una búsqueda, la búsqueda que permite el cine”.
Buscar nuestra historia es imaginar a cada instante de peligro (¿y cual no lo es?) la integración de temporalidades capaz de hacer latir en nuestro interior esa imagen única que llevamos con nosotros, como pasado y como destino, sin olvidar nada. Y es en la atrocidad de acontecimientos-límites como lo sucedido con los nazis o con Pol Pot donde se deseaba eliminar la propia imagen de lo humano. Y es por ello que cada una de las imágenes, construidas o encontradas pese a todo, funcionan no como registros de “lo que pasó” sino como posibles caminos desde donde seguir imaginando eso tan íntimo (la propia humanidad, nuestra imagen única) que a cada testigo se le trató de usurpar.


Y eso, por último, ¿lo permite el cine? En cuanto construcción de imágenes (ya sea la imagen de lo puro-inimaginable(Lanzmann), la imagen múltiple y barroca como economía de los síntomas excesivos (Godard), o la imagen labrada que se inserta en (el) lugar de la imagen perdida (Rithy Panh)) sí. Pero en cuanto imagen re-construida, que se cree fiel al mito de la narración original aún en la fábula que lleva a cabo, no. Es decir, el cine permite buscar lo perdido pero sin encontrar nada. Eso otro llamado también cine (aunque se le debería encontrar otro nombre), no sabiendo que tiene algo que buscar se afana a ofrecernos descubrimientos uno tras otro.    
            Lo extraordinario de esta película es que sabe todo esto: sabe que lo suyo es buscar imágenes que fulguran en pasados tan demoledores como los aquí narrados y que, sobre todo, tal búsqueda no está dirigida a terminarse nunca sino a hacer posible eso que los más espantosos horrores han borrado de la humanidad: el imaginar.

viernes, 9 de mayo de 2014

DEL PORVENIR DE LA PINTURA COMO SUPERACIÓN DE LA MODERNIDAD

LOS OJOS DE LAS VACAS. COMISARIO: DAVID BARRO
GALERÍA PONCE+ROBLES: 05/04/14-23/05/14

Que la historia del arte contemporáneo descansa en aciagas reflexiones que han entorpecido lo que pudiera pensarse como su desarrollo más razonable es algo más que patente. De entre ellas, quizá la que ha gozado de más prestigio sea aquella de la “muerte de la pintura”, una muerte que, como bien sabemos, nunca ha sucedido. No obstante, claro está, esto de poner nombres a los acontecimientos funciona a título de referencia profética, de intuición filosófica, con lo que su acontecer o no es lo de menos, siendo lo fundamental el mundo que abre bajo sus pies.
Y, refiriéndose a ese mundo, lo cierto es que bajo este epíteto de la muerte de la pintura se construyó la gran pantomima de la Modernidad –adjetivada como greenbergiana– cuando ya la propia Modernidad fenecía disuelta en las mismas fuerzas que la construyeron. Diluida la Modernidad en los fastos de una novedad que ya no abría posibilidad alguna sino que refería a cada oportunidad a una identidad bulímica, una mala comprensión de la autonomía estética intentó la machada de, tirando por el camino del medio, proponer un ejercicio de autoreflexividad ahí donde ya solo cabía asumir como propio el fracaso de todo la Aufklärung. Tan preclaro en esto como en todo, Nietzsche fue el primero en tomar cartas en el asunto al sostener, en su Segunda Consideración Intempestiva, que lo nuestro es un fenecer por un exceso de conciencia histórica que nos impide producir verdadera novedad histórica. Quizá la disolución del imperio de lo real –también la deshistorización de las experiencias– que sucede en nuestra postmodernidad no sea sino la solución salomónica de un proceso compulsivo-esquizoide al no soportar ya tanto exceso.   


Aún forzando un poco la situación, quizá pueda verse en la narración de la muerte de la pintura una especie de simulacro suicida que el propio arte comete contra sí mismo evitando enfrentarse a su situación epigonal. Así, simulando hacerse el harakiri en público, evita tener que dar explicaciones de porqué su ocaso, de porqué ya no tiene nada que decir, de porqué ha sido superado. Todo con tal de no ser pensado en toda su profundidad, todo con tal de ser renuente a cargar sobre sus espaldas su destino.
Lo que queremos señalar es que hay que ser astutos –casi tanto como la razón– para llegar a ver en ejercicios circenses de profetización elementos reaccionarios llamados a hacer inviable la única salida posible a un arte emplazado ya en su ocaso y muerte: el abogar por la Verwindung, por la superación de la propia Modernidad, que coincide (por, desde y con Heidegger) con la superación de la metafísica, con la superación del olvido del ser, con la superación del pensar representacional y óntico. Vattimo, pensador de lo obvio, lo dice con claridad: “la situación que vivimos de muerte del arte o, mejor dicho, de ocaso del arte se interpreta filosóficamente como aspecto de este acontecimiento más general que es la Verwindung de la metafísica”.
Y es a este punto al que queríamos llegar: ¿no es la supervivencia de la pintura el sesgo empírico que demuestra la pertinencia de una reflexión que nunca ha tenido lugar, la de las condiciones para el arte en la era de su acabamiento?, ¿no es el fracaso de la bienintencionada narración que pretendía darnos gato por liebre el detonante para intentarlo de nuevo? Es decir: ahora, cuando el arte ya no viene al caso, los equívocos diseminados en su historia reciente enfatizan que lo suyo es, precisamente, el no ser ya nunca el caso. ¿Cómo pensar ese no ser el caso?, ¿cómo pensar la pintura después del camelo de su muerte que nunca fue, ni será, tal?


Es en este sentido que la actual reconsideración de la pintura, su constante revitalización, apunta, si no a lograr una superación a la que la metáfora de la muerte del arte señala, sí desde luego a responsabilizar al arte de su propio destino, aquel que no puede contentarse nunca con simulacros buenistas y hacer como si no hubiese pasado nada. Es a esta problemática a la que la presente exposición trata de responder. Si bien tales parámetros desde los que hemos construido este texto no son señalados como obvios por el comisario, David Barro, sí que se van dando rodeos y círculos hasta dejar difuminada un emplazamiento desde el que la pintura, con la huella de su falso acabamiento, puede ahora recorrer escenarios nuevos.
En este sentido, la reflexión práctica que el comisario ha elegido para dar cuenta de las “imposibles” posibilidades de la pintura se nos antoja como fundamental ya que nos enfrenta a un conjunto de problemas –de cómo superar la Modernidad- que, aunque han sido descubiertos desde hace más de un siglo, nunca han podido ser pensados en su propiedad. Que vayan a hacerlo ahora, adelanto, es imposible. Pero no por ser imposible ha de dejar de plantearse; y, sobre todo, quizá sea en una nueva catalogación de la noción de “imposible” lo que nos haga falta para dinamitar todos los grumos de aquellas narraciones que siguen embarrando el escenario.


Es siguiendo este razonamiento –reconocemos un tanto alambicado– que la reflexión actual de la pintura solo puede ir en una única dirección: proponer al arte aquello justo que trató de evitar a toda costa. Así, todas las estrategias pictóricas versadas sobre lo técnico y lo material, su querencia hacia el campo expandido, su disposición a funcionar como dispositivo desregulativo de un régimen escópico ideológicamente teledirigido, son readaptaciones –exponentes de la acción diferida como temporalización propia del arte– orquestados para, si bien como decimos no cargar con la  necesidad de superar la Modernidad, sí al menos desvelar los recovecos ideológicos que dictaminaron –a deshora– la muerte de la pintura. Así, cada acta pictórica actual ha de ir dirigida a generar un malestar en la propia historia de la pintura, capaz de superar por elevación lo concreto de sus problemáticas y aterrizar ahí mismo donde la Modernidad trata de disolver sus aporías.
A mi entender, este es el escenario desde donde puede y debe verse el gesto pictórico como potencial político, como dispositivo capaz siempre de mirar por primera vez, como máquina de mirar pero no ya para cosificar sino para desanudar toda esa retahíla de apropiaciones dogmáticas. Seguramente tiene razón David Barro al concretar en el texto de la exposición que se trata de una “exposición sin alardes teóricos ni pretensiones más allá de conseguir incitar la capacidad de mirar”. Pero es que, sin duda, es ese “incitar” lo que, tal y como está el patio, solo puede ser pensado desde lo político, desde una reconsideración de todo lo que la pintura ha ido dejando por el camino y desde una reflexión capaz de desmontar los aporías de la Modernidad donde todavía andamos perdidos.

domingo, 4 de mayo de 2014

MIERDA Y CATÁSTROFE: EL ARTE EN LA EPOCA DEL ACCIDENTE INCIPIENTE


Texto acerca del libro de Fernando Castro Flórez "Mierda y catástrofe: síndromes culturales del arte contemporáneo", editorial Fórcola.

Sintiendo que no nos queda demasiado tiempo para decir todo lo que tenemos que decir, y sabiendo a las claras que glosar siquiera mínimamente un libro de Fernando Castro es quedar, literalmente, retratado y a la altura del betún, lo aséptico de una biografía –la mía propiamente– que nadea entre el más colosal de los aburrimientos y el mandato yoico del “traer un salario a casa”, hace pertinente este alambicado ejercicio de tratar de escribir unas líneas sobre lo que supone el toparse con semejante texto.
Además, estando mínimamente entrenado en esto de la escritura crítica, y agradeciendo eternamente al autor que mi interés por el arte comenzase con otro encontronazo con su persona, versar aquí la necesidad de libros como este se me antoja algo innecesario desde el punto de vista general del arte (pues, efectivamente, no somos nadie), pero, he de decir, de una justicia atronadora. Así pues, después de éste acta de principios, al lío.
Fue Sócrates el que estableció una ecuación paradójica pero que, aún en su candorosa insensatez, mantiene lo febril autenticidad de la existencia: conocer la virtud es razón necesaria y suficiente para comportarse según tal virtud. Extravagancia que la práctica condena a constante negligencia pero que, creo yo, sostiene a una civilización entera. Digo todo esto que, sinceramente no viene demasiado al caso, porque después de leer este libro bien pudiera uno pensar que el autor, en esa cartografía precisa que lleva a cabo de la tardomodernidad, no puede por menos que sentarse en una mecedora digiriendo una depresión de caballo. Conocer nuestra devastadora situación hasta tal punto de detalle debería de ser razón más que suficiente para hacer dejación de principios y sorber la vida a la espera de que venga otro que trate –infructuosamente, eso sí– de levantar el campamento de la ruina en que se encuentra. Y es que aletargada nuestra época en el onanismo telemático, ni siquiera la heroicidad es digna de encomio. Si por una parte cualquier chorrada puede robarle al acontecimiento heroico su visibilidad, por otra es bien cierto que la programación diaria sabe de nuestros gustos: contemplar, a toda hora, la catástrofe; es decir, codearse cómodamente con la idiotez pandémica que nos inunda sin mover el entrecejo.
Pero hete aquí que tal pormenorización en la sintomatología que nos tiene cercenados es el emplazamiento necesario que encuentra el autor para desplegar, desde ahí mismo, un ejercicio crítico con mayúsculas. Es decir, solo desde la constatación de un hecho (la pamema ideológica que nos tiene atemorizados en una angustia escópica que trata de verlo todo) se puede situar a la crítica en su debido lugar. De esta manera, todo depende, creo yo, de la profundidad con que observemos nuestras heridas. Si no vemos en ellas más que simples arañazos de la época que nos ha tocado vivir, lo suyo es perseguir el hado artístico, labrarse un porvenir y zapear hasta disolver el enjuague siniestro de nuestras existencias. Pero si la valoración no dicta sino el coma, la cosa no está ni mucho menos en desentenderse (enchufarse a la máquina libidinal como si tal cosa esperando pase el síndrome de abstinencia que nos tiene como rehenes) sino en sabernos expatriados condenados a hacer del exilio nuestra existencia.
Es entonces hacia esa meta hacia la que se dirige el grueso de las reflexiones aquí volcadas: valorar la experiencia del desarraigo como la eminentemente estética, sabernos habitantes de la demolición, evidenciar que no tenemos donde ir, aprender a no tener demasiadas esperanzas. Es aquí donde la crítica se erige para despedazar todo discurso buenista encargado de dorarnos la píldora, de hacernos creer que no es para tanto y que la pantalla extraplana donde van a parar todos nuestros deseos nos da ya y por anticipado cualquier cosa que podamos siquiera imaginar.
Así pues, labor primerísima del arte y, por ende, de una crítica responsable es demoler las fantasmáticas construcciones que el sistema matrix genera para acallar nuestro estado post-catástrofe. Seguir, como los maestros de la sospecha, desvelando simulacros pero esta vez no para proponer alternativa alguna (ya hemos comprobado una y mil veces que no hay nada bajo la pantalla mediática, que el enigma es superficial, que, como se sorprendía Barthes, no hay nada debajo de las muñequitas rusas salvo el placer de ir abriéndolas de una en una) sino para experimentar en toda su crudeza nuestro estado de exiliados. En tal situación, la crítica debe, como es el caso, disponer las herramientas para ser capaces de habitar en medio de la desolación.
En este sentido, la estrategia no es ni mucho la de sentar cátedra ni la de establecer una causal conexión bien armada. Y es que, tal es nuestra situación de orfandad, que no hay ya siquiera caverna de la que salir: todo queda referido a una implosión mediática donde el espectáculo hace tabla rasa con todo acontecimiento.  Todo habitar es ya una forma de exilio, se dice en el libro. Así pues, primera condición: no ya una taxonomía con rango de adjetivación epocal, sino una pléyade de vectores, de ideas trasversales constantemente en fuga, un conjunto de descripciones sintomáticas no para dar recetas ni para establecer un diagnóstico bien preciso. De lo que se trata es de no dejar de pensar, de no dejar de hablar, de no dejar de señalar la posibilidad de que acontezca lo imposible.       
Uno de los epítetos más celebrados del autor es aquel de transestética de la banalidad. Una banalidad que, como él mismo se encarga de decirnos, no es el reino del aburrimiento, sino la generación constante de microdiferencias; unas diferencias que enfatizan la catatonia de un mirar que se complace onanísticamente en verse  así mismo, en contemplarse devorándose a sí mismo, y que, como fin último, hacen inviable –al tiempo que lo apuran a cada sorbo– ocurra lo impensable, lo único que pudiera sacarnos de este estado de somnolencia: la catástrofe. ¿Cómo siquiera imaginar la posibilidad de un deseo no ya medido –y por ello anticipado– por la lógica del espectáculo? Tal deseo, excesivo incluso para la economía tardocapitalista, revertiría la mecánica libidinal puesta en marcha por el simulacro espectacular y haría descarrilar el sistema en su conjunto. Es en tales términos que toda crítica ha de enfrentarse con lo imposible de tal posibilidad: ¿cómo llegar a desear la catástrofe? O, mejor aún, ¿cómo vivir sabiendo que tal deseo es imposible, que estamos condenados a vagar en un exilio programado?   
                Y es que, cuando la catástrofe, el accidente, es retransmitido en prime time, la prohibición aquella de convertir la catástrofe en belleza estética, de transformar la destrucción en algo admirable, se torna simplemente en carnaza para los mass media. Si de algo estamos empachados es de la “imagen sublime”: aquella imagen que señala justo ahí donde pudiera acampar lo excesivo para una razón violentada en la economía que impone, pero que es sin embargo cosificada, consumida, que escandaliza y provoca lo justo para que cojamos el sueño plácidamente.  
A colación de la polémica aquella de Stockhausen y el 11/S como obra de arte total, la cosa, para el autor, está más que clara: “allí donde algunos vieron la materialización de lo sublime-terrible únicamente podemos ya encontrar la pulsión pornográfica”. Ni al arte se le permite acontezca ahí donde, aunque escandalizados, pudiera habitar. Ya solo hay una única gran imagen-mundo que devora y cosifica cada posible inscripción, cada posible exterioridad, cada exceso suplementario de goce. Todo se nos muestra ya con esa mínima diferencia que hace que todo sea ya presentado como consumido, como visto; un mínimo efecto Doppler que hace que cada instante nos salve de lo más necesario: que acontezca lo imposible. Y es que no hay ya necesidad de más: podemos verlo todo, no hay nada que se escape a una visión pornográfica, obscena en acercarse sin respetar medida alguna.       
Así pues, nuestro destino es ir, como en “Bande à part”, a toda pastilla intentando verlo todo. Pero, incapaces de hacer de ese momento un acto de insurgencia, nadeamos en la angustia de tener, bajo el mandato yoico de la ideología, de verlo todo. No hay ya capacidad de rebeldía porque toda forma de rebelión está ya diseñada por los esquemas ideológicos que nos tiene enchufados a la pantalla. Así, nuestra capacidad de visión está totalmente disciplinada: pretendemos verlo todo sin percatarnos que es el sistema el que nos ve, que no somos sino inscripciones en la pantalla-plana del sistema-mundo.
Pero, y en todo este tinglado, ¿y el arte? SI bien, hemos ya señalado, la experiencia estética es aquella llamada a no permitir el olvido de nuestro desarraigo, la crítica que construye Fernando Castro está dirigida ha evidenciar lo poco pertinentes que para tal fin son la mayor parte de las estrategias artísticas actuales. Dicho en palabras del autor: “nadie, salvo que viva ajeno al tratamiento Ludovico que impone la televisión global, puede indignarse con las obras de arte contemporáneo. Son, no exagero, descripciones literales de un mundo que prefiere la tontería antes que enfrentarse críticamente con lo que pasa”. El arte sobrevive enfatizando un mal de archivo que hace cada pose tenga ya adjudicada su vitrina; incluso, como decía Debray, no hacemos sino museificarnos en vida. Así, el arte aboga por un “estilo de la transgresión pactada” que más que clamar en el desierto lo que lleva a cabo es una “permisividad blanda”, un “desmantelamiento de lo prohibido”, según dice el propio autor.
En esta situación, Castro no aboga por un ejercicio melancólico ni por la más que justificada depresión, tampoco por una mezcolanza detrítica de conceptos para proponer una alternativa: toda crítica llamada a ser tenida como tal ha de erigirse como aventura abismática, como danza dionisiaca llamada a carcajearse en el propio careto de nuestros destinos ortopédicos y funcionariales.
Así pues, lo fundamental de este libro, lo que destila todo texto de Castro, no es ya la constatación de unas coordenadas precisas, la descripción de un paisaje desolador tras la batalla. Lo fundamental es que tal constatación o descripción solo puede remontar el estado de inoperancia e impostura con que el sistema mismo envuelve a todo discurso (por muy revolucionario que pretenda ser) si lleva consigo la vitola de la experiencia propia, de un vivenciar que no señale lo inhóspito de nuestro paraje sino que se atreva a danzar en medio de él, en medio de los despojos.
A este respecto, Andrés Isaac Santana, en un texto preclaro también sobre esta misma obra, señala que “este libro se mueve entre la utopía redentora y una especie de nihilismo devastador”. Y es que lo clarificador de las reflexiones de Fernando Castro es que el sortilegio que hace de nuestra época una aventura en el abismo es que utopía y nihilismo van de la mano. Aún en su vertiente kafkiana, el magisterio adorniano es inexcusable: hay esperanza pero no para nosotros. No hay apertura temporal que no evidencie lo inútil de una intentona más. Es decir, todo profeta lo es ahora muy a su pesar. Sin embargo, lo único que cambia es el campo de posibilidad que se abre tras dicha sentencia: no ya un lamento plañidero sino la posibilidad, infundada pero real, de que se “produzca lo necesario”.
Así las cosas, y para ir acabando, la crítica no es esa cosa complementaria, un pegote que le sale al arte de vez en cuando para diseccionar el estado de la cuestión. No. La crítica no es ni un dialogar ni un debatir; la crítica no es el chismorreo tuitero ni lo pelmazo facebookiano; a la crítica se la trae al pairo que ahora las voces se multipliquen y cualquier mindundi abra un blog (y me doy perfectamente por aludido) para decir sus tres o cuatro paridas. A la crítica, incluso, no le importa en absoluto que el arte sea deplorable; la crítica, de eso, no tiene nada que decir. La crítica ha de situarse, precisamente, ahí donde todos y cada uno de nosotros decimos al unísono “la crítica no es ya necesaria”. Y es que es en ese “no ser necesario” donde la crítica se juega el todo por el todo.
La crítica, en definitiva, es lo que hace que el arte llegue a ser un asunto de vida o muerte; jugarse a cada párrafo la verdad o falsedad de ese no ser ya necesario. Este libro ayuda, desde luego, a espabilar, a hacer de la crítica no un remanso de consenso, diálogo y saber estar, sino la avanzadilla que señale a cada paso lo trágico de nuestro destino.