viernes, 13 de julio de 2012

THE WAR IS OVER!!: CONSIDERACIONES EN TORNO A LA GUERRA, EL HORROR Y LO SUBLIME


THE WAR IS OVER (comisariada por Óscar Alonso Molina)
GALERÍA JOSÉ ROBLES: 13/06/12-27/07/12

           Si hay un concepto fundamental en la estética idealista –estética que, se quiera o no, vertebra todavía hoy la práctica artística- es el de sublime. Y es que, nacida la Estética para solventar la acuciante necesidad de cerrar la herida ontológica que se cernía sobre toda posibilidad de conocimiento (del yo, del mundo y del alma), lo sublime remite al límite al que es lanzado toda posibilidad de representación, toda posibilidad de hallar consistencia epistémica. Sublime alude al desgarro, al fondo de contraste sobre el que es lanzada la lógica de la identidad que -desde Platón hasta hace medio siglo- funcionaba como paradigma dentro de la filosofía.

Así, si la representación alude al juego de presencias, lo sublime remite al campo donde la imaginación desbarra, donde entra en conflicto con la lógica de las presencias y las representaciones. Y es que en toda representación, en todo traer-a-la-presencia, existe un exceso, un ir más allá de esa operación de presentabilidad: ahí donde ausencia y presencia se confabulan, ahí donde –en el esquema kantiano- no hay concepto para una experiencia determinada, ahí donde lo humano apunta a su inhumanidad, donde la representación se desgarra, donde la ética se halla herida de muerte

Kant tuvo que vérselas con este problema consustancial a la Estética misma apelando para su solución a un nuevo arte sublime. Dicho arte juega en dos planos: si en el primero argumenta la imposibilidad misma de la representación, en el segundo hace remitir a la cuestión a un asunto ético, donde la noción de digno e indigno viene a ocupar el primer plano. La imaginación, llevada más allá de sus dominios, se resuelve impotente para comprender de manera positiva las Ideas de la razón y es conducida a ver en el espectáculo sublime una presentación negativa de dichas Ideas encargadas de elevarnos más allá del orden de la naturaleza fenomenológica.

Así el arte para Lyotard, fundamentada en esta noción de sublime, apunta a una interpretación donde lo posible queda anudado a lo representable y lo irrepresentable alude a lo imposible, a lo impresentable. Y de ahí, en una última pirueta, a lo inhumano: lo impresentable es lo inhumano, lo no-representable es aquello que es preciso mantener oculto.

Sublime es por tanto el lugar donde la relación entre razón práctica y teórica no halla solución, donde la representación intuye un más allá, un campo deshumanizado: y es que si las condiciones de posibilidad (trascendentales) operan y vertebran una noción de sujeto, de humanidad,  atravesado –parafraseando a Kant- por la bóveda de las estrellas encima de él y la ley moral en su interior, todo desgarro en la lógica de las representaciones apunta a lo inhumano.


Si toda imagen –aún incluso en este régimen hiperlibidinal de la inmanencia de toda imagen- remite a un juego ético y estético, es porque su posibilidad de presentabilidad –de hacerse no ya visible sino incluso hipervisible- alude al juego de los olvidos, ahí donde lo humano roza con lo inhumano: el horror, el oprobio del que la propia humanidad hace gala. Así, el nuevo arte de lo sublime de Lyotard funciona como vestigios de un relato: un arte no preocupado tanto en contar el acontecimiento como en testimoniar su ha habido

¿Olvidar o no hacerlo? Esa sería, en última instancia, la solución que ha de hacer mediar el arte. Y es que la noción de sublime, aún amparada en cuestiones epistemológicas, está anclada de forma fundamental a la ética: a transigir o no con el horror, a olvidarlo o no hacerlo. Como testimonio del olvido de lo ha habido, el arte ha de quedar separado y asimilado a la fractura original de lo sublime.

Sin embargo, la perversión de la razón es absoluta. Contra el ‘buenismo’ de una razón que diferencia entre olvidos, que sabe mirar ahí donde antaño no lo había hecho, se eleva más bien una razón despótica y violenta cuya necesidad es olvidar incluso el olvido para poder presentarse como dueño de sí. Así, girando sobre sí mismo, el deber moderno del arte iría en la dirección de dejar constancia de ese impresentable de la razón que se postula como la voluntad de acabar con el testigo que siempre supone el Otro: la razón descubre cómo uno de sus polos sobre los que se lleva a cabo el proceso dialéctico descansa en la figura del exterminio.

El ha habido que postula Lyotard como lo sublime del arte no es más que el testimonio de aquello que no puede ser representado: el olvido necesario para olvidar la necesidad de la razón de exterminar al Otro. Para suprimir de su seno toda alteridad, el arte sublime sería el encargado de testimoniar el querer borrar la huella de esa exterminación, de querer olvidar el olvido.

Incluso, esta realidad -la de dar carpetazo siniestramente a una memoria que sabe del dolor que ha causado y sigue causando- en estos tiempos de telerealidad, se hace más insoportable que antaño, cuando las imágenes y su caudal ético era mucho menos inamovible de lo que es ahora. Porque ahora, cuando el ejercicio de identidad de las imágenes les lleva a identificarse pleonásticamente con la realidad, el rastro dejado por el olvido, la voluntad de transigir es tan enorme, que apenas nos deja un hilo de oxígeno con el que sobrevivir. Cuando al memoria es instantánea, cuando todo resto queda deglutido en el aquelarre de la fantasmagoría, el olvido es el poso existencial –el síntoma epocal- del que nos valemos para seguir en nuestra tarea


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Lo mejor de todo, la razón por la cual esta exposición es muy buena: que Óscar Alonso Molina (comisario de la exposición) lo sabe. Así, más que señalar la violencia, más que mostrarnos el horror, se pregunta –ya en la misma hoja de sala- sobre las verdaderas intenciones de los artistas. Si entendemos bien su propuesta, cabe entender su exposición como un interrogante, como una interrupción en los discursos engalonados y a-críticos que, la mayor parte de las veces, copan las más altas instancias del arte moderno.


Dudar, preguntarse, valerse del arte para ello: esa ha de ser la mecánica. No ya tanto usar los artistas para aplaudirse uno mismo de los logros señalados, sino valerse del arte para señalar la fisura por donde todo el discurso parece disolverse tan pronto como eleva los pies unos palmos del suelo.

Estos son, ciertamente, tiempos de conflicto. Pero la duda está en saber si, como él bien dice, son también tiempos de lucha. El arte moderno apunta a una desconexión de las finalidades, a una espera constante de los fines y las metas. Pero, ¿no puede ser también que ese instante de espera le valga al propio arte para acampar a sus anchas en los terrenos de esa razón dogmática que antes hemos descubierto? Espera silenciosa, por supuesto; pero también una espera que ha de ser investigada, no sea que la razón se haya enquistado en estas formas nuevas de descifrar el pasado y de anticipar el futuro.

¿Hay mayor violencia entonces que la impunidad de la que hoy en día goza toda injusticia?, ¿hay mayor violencia que al del arte contemporáneo a la hora de valerse él mismo de este oprobio y condensar su silencio en una espera ignominiosa mientras nos forramos por el camino con nimiedades? Y es que si el concepto de sublime ha sido eliminado, si los mundos de la mercancía lo han conquistado para sí, la consecuencia no puede ser más desgarradora: no hay fondo de contraste, no hay humanidad ninguna, no hay lugar para fractura alguna. Solo un gran campo libidinal, topológicamente neutral, ideológicamente aséptico, estéticamente incapaz.

No, sí todavía hay contra lo que clamar, si todavía hay cosas que no olvidar, ni el arte puede salirse por la tangente de un concepto de sublime macerad al sol de una razón despótica, ni aún menos podemos decir que la guerra ha terminado.

Así que no, el arte no es -como reza una de la sobras de la exposición- la polla.

martes, 10 de julio de 2012

LA FLOR Y LA NATA….O EL TRIUNFO DEL ESPECTÁCULO



 'La flor y la nata'…, o ‘la crême de la crême’, ‘la jet set’, la ‘high society’, la ‘gente guapa’, los ‘vip’s’, etc, etc. Títulos y renombres para aquellos destinados a la gloria, a beberse su vida a grandes sorbos, a la meritocracia del divismo insustancial. Y es que ya, ni flores ni crema de nata: para nombrar a lo más selecto de una sociedad, mejor fijarse en la nadería que más rápido fluye para hallar el lugar preciso en el que pace lo más aclamado de la sociedad.

Nada de títulos nobiliarios, de prestigios ganados en el campo de batalla; nada tampoco de la constancia del esfuerzo, de la autoridad, de la sapiencia del erudito. Ahora la flor y nata campa a sus anchas en el campo de lo ‘hiperespectacular’ y lo ‘hipervisible’.

Si la sociedad al unísono late según la pulsión dromótica del devenir líquido, la flor y nata queda cifrado en una inercia de clase, en una querencia latente en el pathos aristocrático que, junto a un cinismo superlativo, ve disolverse todos sus fundamentos y no ve otra solución que quedar refugiados en la pamema generalizada. Total y resumiendo, en la era del cinismo circunspecto, la flor y la nata es para aquel que se la trabaja: para aquel que hace de su careto exhibición y de su vida epítome del buenrollismo fiestero.

Y es que, se quiera o no, los mitos —y más en épocas de crisis como la actual— van cayendo uno a uno. Si la tesis según la cual uno asciende en el campo laboral hasta que alcanza su cuota de improductividad e inoperancia máxima era, hasta hace bien poco, una coletilla cachonda, hoy no es más que la cruda realidad. Desde políticos a actores, desde banqueros hasta presentadores de la tele, todos hacen gala de una macarrónica pose de enrollados que no es otra cosa que la imagen especular de su impotencia, de su quedar vendidos a una biografía de meapilas.

Pero las cosas no son así por casualidad: el capitalismo, centrifugado en su acercamiento excesivo al núcleo, a la zona traumática donde apuntito se desvela lo Real —que detrás no hay nada, absolutamente nada, solo si cabe las máscaras abyectas de esos “payasos”—, hace que lo esquizofrénico y traumático acampe a sus anchas en el campo libidinal, saltándose así todos los preceptos de reglaje y distancia. No por otra razón dice Zizek que las crisis no son otra cosa que la causa de haberse permitido a grandes masas de población acercarse demasiado a lo Real, causando —y buena prueba de esto puede ser nuestra nueva “princesa del pueblo”, la Belén Esteban— una esquizofrenia global, una pulsión sincopada como reducto de un exceso no digerido por el sistema.


Solucionar la metedura de pata no implicaría nada más que un reajuste en las posiciones que redundaría, como ahora sucede, en una tolerancia bienpensante frente al otro, en una eliminación de las diferencias para, así, rebajar la tensionalidad libidinal. Esta estrategia a seguir no ha sido difícil ya que hoy, cuando el plano de representación está anulado en la propia instantaneidad de la imagen-mundo, cuando asistimos a una barroquización extrema de los mundos de vida, todo es alegoría y de ahí que, como dijera Benjamin, “cualquier persona, cualquier relación puede ser cualquier cosa”.

Aunque, claro está, la alegoría misma es una alegoría: la de la lógica del espectáculo que dicta que verdad y falsedad son, ambas, un momento de lo mismo: el de la fantasmagoría que remite a esa creencia infundada del ‘cualquier cosa’ instalándose entonces como nueva zona traumática: imposible de diferenciar —porque en el fondo da lo mismo— que su pertenencia a lo más selecto y granado sea por mor de algún merito o sea simplemente una consecuencia de su genética idioticia, el caso es que la flor y nata ocupa ahora los parabienes de un nuevo capital, aquel que se necesita para el adiestramiento de grandes masas de gentes y la catexis de grandes cantidades libidinales: la flor y nata es entonces el epítome perfecto para aquel a quien aún se le permiten sus gozos y satisfacciones —ser cocainómana, cornuda, inculta, etc.— exhibiendo sus ‘triunfos’ lo más que pueda para el regocijo borreguil de los ‘iguales’, de los que ejercemos esa tolerancia de pardillos que no consiste en otra cosa que en aplaudir lo torticero del espectáculo, sea absoluto y triunfal.

Total y resumiendo, la flor y la nata: el “por mi hija mato” de la Esteban, los edredoning de los ratoncitos del Gran Hermano, la casposidad de la telebasura generalizada, la verborrea barata de nuestros politicastros, la flema histriónica y absurdamente ampulosa de nuestros famosos, etc. Todo eso y más conforma nuestra más preciada —y necesarias— élite, aquella que nos da nuestro chute diario de anestesia frente a lo Real.

sábado, 7 de julio de 2012

EL ARTISTA OBSERVADO: SECUENCIA Y GOCE DE LA PARADOJA


SYDNEY B. FELSEN: THE ARTIST OBSERVED
GALERÍA LA CAJA NEGRA: hasta el 27/07/12


En la eclosión del arte como instancia privilegiada, sin duda alguna que el desmarcarse de aquello otro que pudiera llamarse –con todo el calado despectivo que se desee- como artesanía, fue sin duda uno de los detonantes que precipitaron la toma de posiciones. Toma, ésta, que por otra parte subvierte los cánones del trabajo y designa a unos poco como genios, como sujetos tocados por la barita de las musas.

Porque sí, claro está, que el arte viene de aquello que los griegos llamaban teckné, nada tiene que ver lo uno con lo otro. Sus musas, más que encargadas de dotar al sujeto de una inventiva descomunal capaz, como dijera milenios más tarde Kant, de darse a sí mismo sus propias reglas, están –las musas griegas- vinculadas más al acto de rememoración, de articulación de un presente siempre vinculado al pasado de las Historias y al futuro de las ficciones.

En definitiva, y por no dar muchas vueltas sobre el mismo eje, la emergencia del arte tiene su punto álgido ahí donde el sujeto se desmarca de las propias condiciones materiales de la existencia con las que tiene que fajarse la comunidad entera. Dejado de la mano de dios, apartado de la ergonomía que dispone tiempos y lugares (y capital) a cada uno de los sujetos, el artista bien pudiera ser aquel que no hace nada productivo y, encima, se le permite.

Incluso la conceptología mejor traída hace gala de esta aparente improductividad: la belleza material, como copia de la belleza natural, no ha de dejar rastro alguno ni huella ninguna: toda mano, todo trabajo, ha de ser eliminado, ocultando bajo la espesa capa de la genialidad. Arte y artesanía se separan ahí justo donde lo necesario se bifurca de forma paradójica.


Pero siempre, adherido a esta pérfida paradoja que dota de divinidad a aquel que reniega de la productividad propia de su sociedad, el arte y el artista apuntan al ejercicio disruptivo, al gesto displicente de quien está en posición de de promover una dualidad exasperante e inconcebible.

Rancière –atento a estas paradojas materiales- se retrotrae al libro tercero de La República de Platón para comprobar que ya entonces el sujeto mimético es condenado no por la falsedad o lo pernicioso de las imágenes que propone, sino porque subvierte la división del trabajo por la cual es imposible hacer más de una cosa. Rancière apunta que la idea del trabajo no es en primer lugar la de una actividad determinada, sino que es ya en sí mismo un reparto de lo sensible determinado: es, antes que cualquier otra cosa, “la imposibilidad de hacer otra cosa fundada sobre una ausencia de tiempo”. El trabajo es comprendido entonces como “la relegación necesaria del trabajador en el espacio-tiempo privado de su ocupación, su exclusión de la participación en lo común” y el mimetista no viene sino a confundir esta escena postulándose como un agente doble ya que ofrece el principio privado del trabajo en una escena pública.

De ahí al malditismo moderno no hay más que un paso: a partir del romanticismo el artista encuentra su veta en una oposición al mundo de las mercancías la cual le vale de manera perversa para promoverse él mismo como una de ellas. Es decir –y aunque sea un tanto farragoso quizá merezca la pena: el artista moderno se ve aupado por una práctica que ya no es solo concebida como simulacro y que es adjetivada como ‘excepción artística’, como genialidad, al precio –ni más ni menos- de tener que dejar de comprenderse como agente doble. Ahora, sujeto a la misma lógica que el resto de mortales, su excepcionalidad tiene un lugar preciso y bien paradójico: si por una parte su finalidad radica en disponer una reorganización efectiva en la sensibilidad puesta en marcha por la comunidad, por otra parte este ‘hacer’ no puede separarse de su condición de producto, de mercancía, de personalidad tocada por la divinidad refulgurante de la mercancía.

En esta situación paradójica remite la propia constitución del artista: llamado a promover una ruptura en la lógica transaccional imperante, él mismo “lucha” por no ser tildado como icono, en no apoltronarse en la idealidad de la que goza. ¿No es el decadentismo de por ejemplo Oscar Wilde la mayor prueba de que no hay salida posible, de que mejor convenir con las fuerzas del capital para, quizá a sí, provocar una ruptura en la lógica del capital?

De esta situación paradójica –si queremos hacer un ejercicio crítico, claro está- se nutre esta exposición que ahora nos presenta La Caja Negra. En ella podemos ver a artistas observando su propio trabajo, dando los últimos apliques, concibiendo, creando. Y si decimos artistas quizá mintamos: son más que artistas, son marcas de clase, son iconos epocales, son la retahíla de nombres que dan forma a una historia bien precisa del arte: aquella que ha terminado por ser dogmática y establecerse como mainstream y organum fundamental.

Eso, pensamos, provoca esta exposición: una mirada sobre lo que de ningún modo podemos ver. El trabajo de aquel que está apartado, separado de la lógica de las productividades. Y si lo vemos –si tenemos acceso a tales imágnes- no es por otra razón que aquella que nos dice que tales artistas han devenido mercancías, sujetos capaces de organizar una mirada sobre ellos y en torno a ellos.

Si toda mirada cosifica, esta exposición –construida a base de fotografías tomadas por Sydney B. Felsen (cofundador de Gemini G. E. L., una de las más importanes editoras gráficas del siglo XX)- no hace sino constatar la perversión de una mirada que tan pronto necesita satisfacer su conocimiento vuelca todo potencial en una anulación, en una violencia dogmática para la que no hay posibilidad de esconderse.

Richard Serra, Ellswoth Kelly, John Baldessari, Bruce Nauman, etc. Son artistas: pero esta exposición nos da cuenta de que toda historia, la del arte como otra cualquiera, necesita de sus puntos nodales, de sus lugares de intersección donde la mirada se tope con la objetividad, con la mercantilización, con la posesión de dogmas, el goce infinito de sabernos una proyección en la secuencia de miradas, el goce infinito de provocar también nosotros nuestra particular violencia.

Toda mirada construye, conforma; pero también ejerce su violencia, cosifica, hace inamovible los dogmas: ese es el goce infinito, el goce de quien todo lo ve.



jueves, 5 de julio de 2012

ALBERT CORBI: ERROR EN EL PAISAJE



ALBERT CORBI: LANDSCAPE FAILURE

GALERIA RAQUEL PONCE: hasta 17/07/12


            (originalmente publicado en 'arte10.com': http://www.arte10.com/noticias/index.php?id=416)


 Quizá no sea lo más normal, lo reconozco, pero quizá ante esta exposición de Albert Corbí (Alcoi, 1976) he de confesar: no conocí su trabajo hasta que creo que hace tres años me sorprendió gratamente en el ARCO de aquel año. Después le he seguido en esta distancia enormemente mínima que es internet hasta que por fin le tenemos en Madrid en una individual. Si he de confesar es porque uno todavía es proclive a los tics endemoniados que se generan en la catatonia del feriantismo y, queriendo tomar las partes por el todo, cree poder asimilar a cualquier artista en tan solo un par de fogonazos.


Así la exposición en cuestión, esta que hasta el día 17 de julio puede verse en la Galería Raquel Ponce, ha hecho saltar todas las alarmas que uno puede manejar en estos casos. Porque, ante lo que uno pensaba era un artista capacitado para recorrer con más que solvencia caminos ya sabidos, se nos ha descubierto como mucho más que eso.


Yo, confieso de nuevo, pensaba que sus ventanas selladas, sus arquitecturas de lo invisible –si se puede decir así- eran nuevas aproximaciones a la problemática –ya más que trillada por otra parte- de la mirada y, junto con ello, de la representación. Pero después de esta exposición uno, después de -claro está- vérselas con sus propias miserias y sus propias cortedades, no puede por menos que descubrir a un artista con una personalidad propia.


Porque ahí donde se revela como novedoso es en plantear no ya la dificultad de una mirada, sino –más aun- cómo es posible la mirada, cómo en definitiva es posible mirar por primera vez. Y, asociado a eso, cómo es posible siquiera narrar, contar. Ese y no otro pensamos que es su nudo gordiano: como enfrentarse a la primera vez. O, más aun, ¿hay primera vez?


Corbí parece instruirnos en esa apostilla a Heráclito que tan pronto olvidamos por paradójica. Si el efesio decía que no se puede atravesarse un río dos veces, Corbí pareciera contestarle que ni tan siquiera una. Y es que ese es el problema de toda filosofía, el problema de todo nuestro régimen de representación: el problema del comienzo. ¿Por dónde?, ¿hacia dónde?


Si la exposición de Corbí parece –y de hecho lo es- hermética es porque para responder a estas preguntas solo se pueden dar vueltas en círculo. Nada de asimilar la pregunta en una respuesta concisa, nada de alcanzar la meta en un fogonazo de lucidez. El buen hacer de este artista radica en construir su trabajo como la huella de un gran fracaso, de una espera innecesaria en aquello que pensamos será finalmente bien resuelto.


Y es que el error viene desde el principio: no se trata de aludir a lo frágil de una mirada dictatorial y ‘bienpensante’, sino de poner el dedo en la herida sobre la que se eleva toda construcción representacional. Si Corbí alude a la sociedad líquida teorizada por Zygmunt Bauman es porque lo que le interesa es desenmascarar esa fragilidad gaseosa sobre la que estamos construidos, esa falla epistemológica sobre al que descansa toda construcción.

Sus ventanas selladas –como las que presentó hace tan solo un par de meses bajo el nombre genérico de Desprendimientos, 01  en la Galería Paz y Comedias  de Valencia- remiten a la fantasmagoría psicótica de nuestra sociedad, al trabajo sísifico en el que se ha empleado la civilización tardocapitalista: tratar de curar  la herida, de eliminar los restos de un imposible, resguardarnos de esa luz cegadora que bien pudiera ser el campo de lo Real. Imposible de alcanzar, pero necesario igualmente para nuestras omnipotentes subjetividades, la mirada capitalizada apuesta por no dejarse impresionar y hacer como que mira hacia otro lado. Seguir con la fantasmagoría, con el señuelo de una ilusión incapacitada ya de mirar al otro lado de la ventana.

Huellas por tanto de nuestra incapacidad para mirar directamente la imposible-Real, Corbí da acta de nuestra sociedad como esclerotizada, bunkerizada en sus propios traumas y condenada a transigir como mejor pueda con el fracaso.

Siguiendo esta idea clave y central en todo su trabajo, Corbí presenta ahora otra cara de la misma moneda, del mismo fracaso: Landscape failure (error en el paisaje) da cuenta de esa cartografía de lo fantasmal sobre la que trata de plegarse todo ejercicio preciso de narración y de construcción. Y es que, si toda realidad es construida y nunca dada de antemano, el trabajo del arte es mostrar las heridas, señalar las fracturas epidérmicas de un ejercicio que en su propio llevarse a cabo ha de vérselas con sus endógenos errores.


Configurando un trabajo discontinuo según el cual cada obra remite a las demás, Corbí trenza la dramaturgia de lo intempestivo, de lo anómalo como leitmotiv cadencioso con el que toda narración toma vuelo. Tomando para sí el ejercicio de una narración mínima -incluso comprendida únicamente como conato, como principio de avance-, Corbí hace funcionar una arquitectura en grado cero como pleonasmo de la caída, de la ruina como existenciario fundamental.


En una dinámica que engloba cinco intentos de aproximación, Corbí traza el mapa indexado de la impotencia sobre la que descansa la fractura entre lo real y la representación, entre lo imaginado y lo real: la reproducción como exégesis de lo ruinoso, la interrupción como tematización de todo intento de asimilación, la traza y la huella como anatema de todo presente, el indicio como restos de un naufragio perpetrado todos los días.


            Y, por último, la constatación de que todo ejercicio archivístico no puede más que colarse por entre los resquicios de su propio imposible. Si la pulsión de archivo pareciera que es en los últimos tiempos la sintomatología precisa de aquel que sabe se diluye, Corbí también establece en este caso una paradoja para descentrar lo ya de por si inestable. Enero 2011-Marzo, 2012 (Acumulación, 01), libro que contiene el material expuesto y al mismo tiempo forma parte por sí mismo de la exposición, remite al carácter dual y paradójico de toda realidad. El mito del gran atlas no es en manos de Corbí otra cosa que los restos de un estallido, la catatonia de una implosión de fragmentos donde el sentido es siempre derivado.


En definitiva, la obra de este artista cabe comprenderse como lo ‘otro’ del intento de hallar sentido con el que nos enfrentamos a diario: si la razón ejerce su violencia para imponerse, Corbí deja hablar a la acotado y silenciado en la inmediatez de todo registro, a ese nexo que forma la palabra, la mirada y los efectos que producen en la superficie de los cuerpos. Quien se impone a quien, quien empieza a narrar, quien da el tono de la secuencia justa según la cual todo (mirada, habla y acontecimiento) vienen a conjurarse en una realidad precisa. Saber que esto es imposible, que no hay secuencia lógica que dé en el clavo, que todo remite a una ilusión: ese es el trabajo del gran arte, ese es el trabajo de Albert Corbí.