martes, 30 de junio de 2009

HUIDA HACIA DELANTE A VELOCIDAD CERO

ART CHOPPER. ARTE SOBRE RUEDAS’
GALERÍA FERNANDO LATORRE: 8/05/09-12/07/09

Demasiado fácil. Tan fácil que uno no sabe si desternillarse de risa o echarse a llorar. La moto como icono de la rebeldía naif postmoderna, como plácido fetiche donde mecer nuestras ansias de ser otro, nuestra inconclusa hambre de ‘libertad’. De Marlon Brando en ‘Rebelde’ al hevilón de última hornada, del tufo hippie que se cree nacido para ser salvaje mientras papá page los gastos hasta la salida dominguera del ejecutivo cincuentón en su recién estrena Harley ‘abriéndose al mundo’. Y es que, mientras se corra, todo vale. Si no sabes donde vas, lo normal es que llegues a donde no querías, rezaba un aforismo griego. Pero la velocidad, la velocidad límite del tardo-capitalismo ciber-tecnológico, lo deglute todo; y más, mucho más, si le seguimos el juego dialéctico. La cuestión no es tanto donde ir sino si hay aún posibilidad de ir a algún sitio.

En este sentido, generaciones enteras nacidas bajo el estigma de la velocidad, bajo la consigna de haber nacidos sólo para correr, como gallos sin cabeza. Ya lo decía Dylan, el problema de Springsteen (léase, del rock para blanquitos que también quieren jugar a ser malos por un día, con moto o sin ella), es que no para de correr sin saber donde ir. La jugada es que los tiempos, esos que parecían estar cambiando, han terminado por dar la razón al segundo. Correr y vuestros deseos se fagocitaran en la espesura del simulacro, ser salvajes y vuestro fantasma huirá de lo traumático-Real. Correr y la maquinaria del rock se hará tan real que coincidirá con vuestra ociosa forma de simular una huida.
El pop como cultura, como simbología popera e hito sesentayochista al que llegó el aburrimiento de la primera generación nacida en la sociedad de bienestar, tiene muchos brazos; tantos como, siguiendo a la Escuela de Frankfurt, contradicciones haya que superar, o, según Delueze, estrategias ponga en marcha la sociedad misma. Y es que, se quiera o no, la moto entra de lleno en las dialécticas postestructuralistas del momento: porque si Foucault concibe el poder como la unidad que abarca a sí mismo y a su opuesto (de ahí que 'tecnologías de sí' y 'tecnologías de poder' coincidan como procesos de subjetividad), Deleuze, por su parte, concibe el deseo como la unidad que abarca al sí mismo y a su represión.
No parece que haya que entrar en más detalles. El mismo poder contra el que luchas, es el que te subjetiviza; la misma moto con la que huyes, es la que te traerá de regreso al hogar; el mismo deseo que catexizas es el que genera tu esquizofrenia, el mismo objeto que invistes será el que haga implosionar tu libido dentro del plano de inmanencia, dentro de la Autopista 66; la misma rebeldía soft es la que te ata. En definitiva, tanta velocidad para no estar sino en el mismo sitio: la post-utopía de Jameson y la incapaz intrinseca de pensar un futuro yendo sobre ruedas.
En definitiva, es que no existen más que dos sujetos: o el sujeto como poder o el sujeto como deseo. Y hasta aquí llega todo. Lo demás no es sino ser testigo del atrofismo general que ve en la moto la liberación que conlleva una fe loca en la velocidad. Pero, eso si, una velocidad que sea paralítica y que sólo genere el simulacro de la distancia cero.
El asunto, en resumidas cuentas, es que no cuela ni con calzador. Y es que estas motos, estas cosas, ni siquiera son fetiches, ni siquiera entran dentro de la categoría de signo-mercancía tan querida para cierta corriente que sigue erre que erre en sus síntomas (síntomas multimillonarios, por otra parte) encabezados por el ínclito Demian Hirst. Y eso, no sabemos muy bien si es una derrota o un triunfo. Quizá sea lo último, si partimos de la idea de Deleuze de estrategia inmanente a la propia sociedad que prefigura sus producciones en orden a una mejor fluidez libidinal.
Pero lo cierto es que al ser meros objetos de orfebrería sobre ruedas, meras construcciones simbólicas que se quedan a las puertas de todo y que prefieren disfrutar de su huida, se les elimina incluso la propia paradoja que cualquier tiburón en formol, dentro de un museo o galería, puede llegar a tener.
Las motos, como objeto artístico, son un encuentro con lo Real sin aditamentos ni paliativos; pero, eso sí, siguiendo la disección de Zizek, un encuentro con lo Simbólico Real, es decir, con el significante reducido a fórmula sinsentido.
Y es que, mientras el juego del fetiche de Hirst o la socarrada manierista de la empresa Murakami, pertenece a lo Imaginario Real, es decir, al fantasma que ocupa precisamente el lugar de lo Real, y que, por lo tanto, en cualquier momento puede desvelarse en su trauma original (imagínense a Hirst o Murakami diciendo que lo suyo no es arte, que no vale nada, que todo ha sido una burda broma y que pagar por ello sumas astronómicas es una idiotez supina), las motitos son el sinsentido absoluto, y, como tal, no les cabe ni esa posibilidad.
Imagínense ahora, como contrapunto, a alguien que lance esas mismas ‘infamias’ dentro de la exposición de motos: no habrá ningún efecto, todo el mundo sabe que no es arte, pero se sigue el juego, el divertimento. Incluso se le tildará de elitista, de cultureta, de rarito. Sucederá, por tanto, lo contrario que en Hirst: con respecto a su obra, todo el mundo sabe que no es arte y, a pesar de eso, se agradece que no lo sea. La sospecha que Groys teoriza como fundamento de la permeabilidad entro lo mediático y lo submediático se desvela aquí automática: el archivo ya no depende de sospechas, sino de radicales certezas que, tomadas en su ser-como-simulacro, ejercen la fascinación por el borrado absoluto de fronteras.
Y, para seguir el juego, ¿y la famosa fuente de Duchamp? La grandeza suya es que él mismo sabía que eso no era arte, y, a pesar de todo, lo es. ¿Cabe mayor genialidad?

Así pues, en el asunto de las motitos, ni siquiera el Baudrillard que descubrió el ‘complot del arte’ tiene aquí ocasión de tomar la palabra: “la imagen ya no puede imaginar lo real, puesto que ella misma es lo real”. Teoría demasiado ingenua, la suya, para unas motos que no van más lejos de su cosicidad como decorado de sí mismas y que ni de lejos entran dentro de dicha dialéctica.
Únicamente a la hora de caracterizar la amorfosidad de la masa postmoderna cabría algo que especular: para Baudrillard, la masa participa en el juego del arte, pero es perfectamente incrédula. Se oponen, pero siguen el buenrollismo reinante. Es decir, se les ofrece aquello que son incapaces de comprender, y lo toman como válido. Es justamente eso que hemos descubierto más arriba: todo el munco sabe que no es arte y ni siquiera hay que simular 'haciendo como si'.
Pero, ¿tan mal están las cosas que ni siquiera ver motitos chulas en una galería hace despertar alguna pregunta al respecto? Pregúntenle, entre otras, a la Fundación Guggenheim, quizá allí esté la respuesta.

domingo, 28 de junio de 2009

LA IMPOSIBLE COTIDIANIDAD POSTMODERNA

PHOTOESPAÑA'09: 'AÑOS 70: FOTOGRAFÍA Y VIDA COTIDIANA'.
CENTRO DE ARTE TEATRO FERNÁN GÓMEZ: 02/06/09-26/07/09
Si bien puede entenderse que el paso de la modernidad a la postmodernidad fue un ejercicio caprichoso y nada obvio, que descansaba sobre errores de bulto cometidos por las primeras vanguardias al querer liquidar la modernidad sin darse cuenta de que, en palabras de Habermas, “nada queda de un significado desublimado o una forma desestructurada”, que de ello “no se sigue un efecto emancipatorio”, lo cierto es que, quizá allá sido la teoría de la ‘acción diferida’ con respecto a las vanguardias de Hal Foster la que haya hecho comprender que la postmodernidad ha cargado con esos mismos problemas sólo que reactualizándolos y reactivándolos.
Según él, ya sea para trazar una profunda quiebra, ya sea para seguir un hilo conductor, el paso de la modernidad a la postmodernidad puede articularse bajo tres aspectos: estructura del signo, constitución del sujeto y ubicación de la institución.
Sin embargo, algo más sutil hace que entre una y otra la zanja de lo abismal las separe por completo. Y es que, esa pasión por el signo (y sí, ya patente en las vanguardias) decantó de tal manera el ámbito de lo artístico hacia no tanto lo que significan los signos sino hacia el modo o el ‘cómo’ significan, que la reelaboración o reactivación de problemáticas parejas ya carga en la postmodernidad con una episteme totalmente diferenciada.
Y, en relación a privilegiar el momento del ‘cómo’, lo que ha sido transformado por completo, y a partir de lo cual sostener una continuidad modernidad-postmodernidad se nos antoja imposible, es el plano de representación. A este respecto, Douglas Crimp sostiene que “no sólo el mismo término postmodernismo implica la exclusión de lo que Foucault llamaría episteme o archivo del modernismo, sino incluso de un modo más específico, insistiendo en las clases de superficie pictórica radicalmente diferentes sobre las que pueden acumularse y organizarse clases de datos”.
Es por tanto en los nuevos modos de significar, en las maneras de entender la superficie artística, en donde hay que hacer hincapié a la hora de rastrear una radical novedad de lo artístico en la postmodernidad. Más que relaciones unívocas y horizontales, los significantes se relacionan biunívocamente y en vertical, creando estructuras de significación más nómadas y deslizantes que fijas y determinadas.
De nuevo Douglas Crimp da clara fe de ello: “las descripciones formales del arte moderno eran topográficas, organizaban la superficie de las obras de arte en orden a determinar sus estructuras, mientras que ahora se hace necesario pensar la descripción como una actividad estratigráfica. Esos procesos de cita, extracto, encuadre y escenificación constitutivos de las estrategias que utilizan las obras, exigen el descubrimiento de estratos de representación”.
Quizá es que, después de todo, no podía ser de otra manera. El campo pictórico, la superficie cromática del cuadro, después de haber sido salvajemente desposeída por los rescoldos de la subjetividad sublime del artista, cosa que, como era de prever, no podía terminar sino con el mismísimo dripping del artista en cuestión aplastado contra un árbol, preso del callejón sin salida en el que él mismo se había convertido.


En esta nueva situación paradigmática del plano de representación, surgida ya incluso en los cincuenta con el primer Rauschemberg o la aparición inminente de Warhol, puede resultar hasta paradójico que haya sido el lugar en donde la fotografía haya encontrado su pleno sentido autónomo tan buscado desde principios de siglo.
La fotografía, al inaugurar la época de la reproductibilidad técnica en el arte, se las vio y se las deseó para encontrar por sí misma un espacio donde poder ser entendida como arte. Siempre entre su funcionalidad para fines científicos y su batalla desplegada frente a la pintura, su ámbito se ampliaba más y más a costa de destruir conceptos tan importantes para toda la tradición heredera directa del romanticismo de autoría, originalidad y autosuficiencia.
Todo ello quedaba bien patente en la teoría del aura de Walter Benjamin: “Quitarle la envoltura a los objetos, hacer trizas su aura, es el rasgo característico de una percepción cuya sensibilidad para todo lo igual del mundo ha crecido tanto que incluso se lo arranca a lo singular mediante la reproducción”.
El peligro de la fotografía, en cuanto técnica reproducible que trae consigo la repetición de lo mismo en su exacta identidad, era obvio. Incluso Heidegger la radicaliza en otros términos más ontológicos: “en la obra no se trata de la reproducción de los entes singulares existentes, sino al contrario de la reproducción de la esencia general de las cosas”. Y la técnica, en su posibilidad de reproducción, no hace sino traer a la presencia la repetición exacta de lo mismo. Es decir, el ser y su esencia desaparecen gracias a la desocultación, a modo precisamente de reproducción, que privilegia lo ente en detrimento del ser.
Frente a esto, la fotografía artística se desgañitaba por encontrar un canon, una norma, que la hiciese merecedera del título de arte.
Y lo curioso es que, si uno echa ligeramente la vista atrás, puede dar fe de que todos los deseos que rodeaban al arte fotográfico entendido como arte emergente de una época no tan lejana, se han cumplido con creces. Elevación a los más eminentes altares del arte, masificación de las exposiciones, precios desorbitados en sus ventas, etc. Y todo ello, y ahí salta la paradoja una vez más en su mismo centro, con el fracaso, rotundo, de eso que hemos llamado ‘fotografía artística’.
¿Cómo ha sido esto posible?, ¿cómo ha podido suceder que, aún fracasando en sus ansias de liberación, se haya topado con el más indiscutible de los triunfos? La razón estriba en que, si bien el dardo envenenado del aura de Benjamin se dirigía contra el acabamiento de una autoreferencialidad en la obra sobre la que se sustentaba toda la magia del arte como producir auto-suficiente, la problemática a la que antes hemos aludido del ‘cómo’ significar dinamitó esos estrechos contenedores teóricos sobre originalidad y reproducción.
Abigail Solomon-Godeau, en un certero ensayo sobre la fotografía en los años setenta, ya postula que “si bien la práctica postmoderna ha reemplazado la idea de la auto-suficiencia del significado artístico por un nuevo interés por el referente, es preciso tener en cuenta que se trata de un referente entendido como problema, no como algo dado”. Esto mismo, es lo que, en términos bien parecidos, sostuvo Derrida: “el postmodernismo ni pone entre paréntesis ni suspende al referente, sino que trabaja para problematizar la actividad de referencia”
Es decir, el triunfo de la fotografía no nace de un salirse con la suya en la dialéctica manicorta que surge con las primeras técnicas reproducibles, sino que es en su posibilidad de mostrarse como la pantalla perfecta para problematizar el referente y deconstrir el campo semiótico apelando a relaciones de intertextualidad, serialidad, repetición, etc, donde la fotografía ha resultado eminentemente privilegiada.

Como corolario, se puede seguir que la repetida cantinela de la muerte de la pintura a manos de la fotografía ha resultado ser un fantasma de la pintura misma, merced, no tanto a renovados potencialidades de lo pictórico, sino a que, con el trascurrir de los años, se ha llegado a la conclusión de que la característica principal de la foto no ha sido tanto la de representar sino la de hacer viable la reflexión postmoderna en torno a ese representar ya del todo imposible.
Porque el quid de la cuestión viene de la mano de Barthes: “Describir es (…) remitir de un código a otro y no de un lenguaje a un referente”. Y, acto seguido, asesta el golpe definitivo a la noción de originalidad y representación: “Así, el realismo no consiste en copiar lo real sino en copiar una copia (pintada) (…) Por obra de una mímesis secundaria (el realismo) copia lo que ya está copiado”.
Así pues, según todo lo sostenido, no hay copia de un original, no hay nada parecido a un ámbito de lo fotográfico como eminentemente pictorialista. Y, más allá incluso, no hay noción de autoría ni de originalidad, no hay ni siquiera representación alguna. En este sentido, la fotografía cuyos postulados a principios de siglo parecían socavar la base misma del arte como forma fundamental de poner en tela de juicio la supuesta autonomía de la obra de arte, ha devenido el lugar perfecto para el trabajo del artista en cuanto ‘deconstructor’.
Solomon-Godeau acierta al plantear ya hace más de treinta años que “serialidad y repetición, apropiación, intertextualidad, simulación o pastiche son los dispositivos fundamentales que emplean los artistas postmodernos”. Y esos precisamente, y no otros, son las herramientas del fotógrafo como artista predilecto de la postmodernidad.
La exposición que tiene lugar estos días en el Teatro Fernán Gómez y que queda dentro del marco de Photoespaña’09, intenta reflexionar en torno a los años en que este cambio de paradigma tuvo lugar y la forma en que fue encauzado por los primeros fotógrafos-artistas postmodernos.
La muestra reúne la obra de 23 fotógrafos y, pese al intento de proponer una tesis de conjunto, quizá sea lo ambiguo del título de la exposición lo que la hace no llegar al núcleo del asunto. Porque el querer seguir enjuiciando a la fotografía dentro de los cánones que la postulan como un ojo que atestigua el ‘haber estado allí’ cotidiano, hace que muchos discursos de la muestra se queden deslavazados con relación a otros que ya atestiguaban mayor peso teórico.


Pero si algo los puede subsumir a todos ellos es que la temporalidad de la imagen de las fotografías que aquí se muestran no es la de la narración de la presencia, sino que surge de la manera en que la imagen es presentada. Es decir, aún afirmando que parten de lo narrativo, al instante siguiente no hacen sino fragmentarlo para establecer un diálogo más intenso con cuantas posibilidades el artista entienda cómo nuevos modos de significar. Así, lo elíptico, lo autoreferencial, lo textual, lo archivístico, etc, son los nuevos planteamientos en que la fotografía postmoderna empieza a entenderse.
Como intentos más logrados cabría citar la mirada de David Goldblatt a la Suráfrica del apartheid, las descarnadas insinuaciones decadentes de pose sexual de Ed van der Elsken, el cínico retrato burgués que plantea Karen Knorr, la estupenda y extraña serie de Ana Mendieta (arriba), etc.
Pero sobre todo, y como claros exponentes de esta radicalidad de los nuevos modos de significar que hacen uso de un arsenal de nuevas estrategias postestructuralisas, cabría citar tres ejemplos.
En primer lugar a Victor Burgin. ‘Zoo 78’ es la obra suya aquí expuesta. Se trata, claro está, de narrar, de mostrar una cotidianidad, en este caso la del Berlín de los años setenta. Pero la manera de hacerlo nos orienta en todo lo hasta aquí dicho sobre las nuevas maneras de significar y que fueron acentuadas pro al fotografía. Su ‘tour de force’ consiste en plantear la obra como una serie de dípticos donde el significado unívoco nada ya entre las dos imágenes ofrecidas.

De esta manera la narración está ausente. Es el espectador el que, situándose entre las dos imágenes ofrecidas en cada díptico, establece unas relaciones que se salen de lo estipulado en lo que era una simple representación. Las imágenes de Burgin narran pero no representan, significan pero no representan. La cotidianidad, como referente, no es que sólo esté problematizado, sino que llega a estar ausente por completo.
En segundo lugar, las fotografías de Cindy Sherman que se exponene aquí son previas, en un par de años, a su famosa serie de “Untitled Film Stills”, pero en ellas se encuentran ya muchas de las claves que marcaron su trabajo posterior. En primer lugar, las fotografías aquí expuestas no son ya tanto fotografías como imágenes. En concreto, imágenes de imágenes de mujeres. Es decir, su trabajo ya no está orientado hacia la representación, más o menos canónica, más o menos subjetivada, sino que se entienden absolutamente como un sustrato más, una estratificación más en el proceso icónico de la postmodernidad. En este sentido, diferenciar entre fotografía e imagen, aunque la imagen sea fotográfica, se nos antoja fundamental para entender este proceso deconstructivo que inició la postmodernidad.


No representan por sí mismas, sino que representan en cuanto en tanto relacionadas con las fotografías estipuladas como correctas hasta la fecha. De esta manera, representan mujeres, pero representan, en ese juego de simulación y deconstrucción en el que entran, mucho más: representan la imagen que se tiene de la mujer como objeto que debe de entrar dentro de unos cánones preestablecidos, representan el deseo masculino, representan la propia femineidad como mascarada y disfraz. Es decir, sus imágenes deconstruyen las imágenes de mujeres sostenidas hasta entonces, son más que simples fotografías.
Y lo paradójico es que sigue recurriendo a cierta narración. La mirada de la mujer, siempre fuera del marco, nos hace preguntar hacia donde mira, porqué mira de esa manera. Queremos saber, queremos llevarnos cierta narración, comprender la imagen dentro de los recursos ya anquilosados de la modernidad. Pero, en seguida, la imagen se nos muestra como fragmentada, como una simulación de lo que hasta entonces era una narración convencional. Su disfraz, el disfraz de la propia artista que hace de modelo, nos da la clave: es una simulación, una estrategia, un apropiase de los cánones de la representación academicista para así, haciendo saltar los resortes del ilusionismo fantasmagórico de todo representar, deconstruirla.
Por último, habría que citar a Sophie Calle, cuya famosa obra ‘Les dormeurs’ se expone en la muestra. Y es que, debajo de esa simplificación en que consiste en apelar a resolverse como testigo de la cotidianidad, la fotografía rebeló, antes que nadie, ese impulso aciago que se puede entender como el verdadero germen de lo postmoderno: el ansia por la documentación.
La obra consiste en la documentación fotográfica de una serie de hombres y mujeres, 45 en concreto, que se turnaron para dormir en su cama durante 8 horas. Se nos muestra, en 176 fotografías, el antes, el durante y el después. Aquí, la representación de la cotidianidad queda vapuleada gracias a la pulsión de archivo, en este caso como archivo memorístico y biográfico, como entendido como la cara oculta de la proliferación infinita de imágenes.Todo se puede documentar, todo se guarda en un impulso aciago para intentar salvar nuestro ‘yo’ desfigurado en un mundo cataléptico y movido a golpe de imágenes. Pero hay también mucho más: está esa pulsión de archivo como el intento de sellar por fin la inadecuación entre vida y arte.

Catalogándolo todo, archivándolo, la vida se convierte en arte, la vida ordinaria en sustrato para lo autobiográfico pero también para lo artístico. Aquí, por fin, la cotidianidad más ordinaria se convierte en una ficción artística. La representación del catalogo de durmientes no es ya nada en comparación con lo que llegan a significar: el sumergirse de la existencia común en las más altas cotas de lo artístico. Al final del recorrido, por tanto, el acto de significar queda tan desanclado del hecho 'artístico' de la representación que, en sí mismo, todo es datable, todo es significativo y, por ende, todo es arte.

LA FOTOGRAFÍA COMO ÚLTIMA RENUNCIA


GERHARD RICHTER: “FOTOGRAFÍAS PINTADAS”FUNDACIÓN TELEFÓNICA: 04/06/09-30/08/09 (PHotoespaña'09)
En todo representar hay un exceso. Ese plus de significado que se ha tardado siglos en logran desenredar, desde hace ya tiempo no viene conceptualizado en la dialéctica tradicional del original y la copia. Una vez que las imágenes proceden verticalmente en estratos configuradores más que en la horizontalidad del pleno significar y del referente preciso, hoy en día ese “plus” de representación se capta mediante la recurrencia a las teorías que hicieron posible ese giro semiótico. Así, en el paso del signo como referente unívoco al signo como texto abierto, es la deconstrucción, el apropiacionismo o la simulación las teorías que acaparan este logro.
La primera generación de neoexpresionistas alemanes, aquella que surgió en los años sesenta una vez que el arte alemán encontró su hueco lejos del amparo del informalismo francés y el expresionismo abstracto estadounidense, ya supo ver que la vuelta a la figuración no venía del lado de una condescendencia hacia lo trillado de un arte que era incapaz de pensarse en aquella época post-bélica, sino cómo una forma de atestiguar la espontaneidad creativa del artista a la hora de encontrar nuevos cauces para un nuevo significar.
Entre esos intentos de encontrar un nuevo espacio semiótico después de la gran tragedia cabría citar el concepto de inversión de Georg Baselitz, la creación de todo un sistema de signos por parte de A. R. Penck, la superposición de tradiciones de Anselm Kiefer a modo de palimpsesto en el que un texto borra a otro texto o los escenarios de Jörg Inmendorff como metáfora de un espacio social asfixiante.
Pero entre ellos, quizá sea Gerhard Richter el que más altos logros ha alcanzado. Ya a principios de los sesenta su obra titulada ‘Tisch’ (‘mesa’ en alemán) nos da las pautas de su ulterior producción: una mesa representada, y, encima, un borrón, un gesto. Es decir, el hecho pictórico como un más allá del simple representar o de la posibilidad de significación alguna. A partir de entonces las inminentes bifurcaciones de lo pictórico como práctica global vienen a dar al traste con toda una herencia ilustrada acerca de la dialéctica entre el representar y el copiar, el significar y el referenciar.

Porque ya entonces las posibilidades de lo pictórico se multiplican al ser capaz de entenderse como ámbito teórico y retórico autónomo, y no sólo como un campo representacional. La consecuencia más inminente de todo este procese es que la pureza del signo, eso tan querido y perseguido por la modernidad, queda ya de todo punto obsoleta.
Las fotografías de Gerhard Richter que se pueden ver en esta muestra ahondan más si cabe en este doblez de la pintura en su mismo centro que permite la sincronía de sus elementos representacionales con la operatividad gestual y matérica como trasposición del acto de significar.
Porque acudiendo a la fotografía, la dualidad del representar queda aún más intensificada, de manera que ese plus de significado, esa falla en la superficie pictórica, se hace mucho más patente. Sabiamente Richter se vale de la potencialidad significativa alcanzada por la fotografía, capacidad que, por otra parte, ha dejado en el baúl de los recuerdos a quienes pronosticaban un canon academicista para poder ser la fotografía incluida dentro de las artes, para así hacer infinitamente más profunda esa falla que intenta articular, siempre de manera inadecuada (porque todo significar es deficiente), el campo representacional y el campo semiótico.
No se trata por tanto de colorear fotografías (¿a quién va dirigido el título de la exposición?), ni de comparar técnicas, ni mucho menos de tachar una representación (aquí habrá quién aún quiera ver una devaluación de lo fotográfico por parte del pintor que se sabe artista único). Se trata de algo más sutil y que llega al mismo centro de las cuestiones en que el arte actual se debate. Su obra está encaminada a problematizar aún más la pregunta por el modo en que una imagen se genera y llega a significar a pesar de que le es ya imposible representar.

Y lo curioso es que su mismo preguntar no puede dejar de plantearse como una imagen más, como un sedimento más, como un último estrato; en definitiva, como la última representación de una imposibilidad. De esta manera, la pintura y la fotografía se unen en el postrero intento de dar fe de la dualidad que los ha mantenido con vida hasta aquí: la de hacer gala de un núcleo al que no pueden llegar, el que consiste en la virtualidad de su capacidad de representación y significación.

martes, 23 de junio de 2009

DE LA IDIOTEZ HUMANA COMO SUEÑO ANIMADO


PETER FISCHLI & DAVID WEISS: “¿SON LOS ANIMALES PERSONAS?”MNCARS: 30/04/09-31/08/09
A medida que el cansancio teórico de los sesenta hacia mella en el ánimo de un arte que, preso de su propia negatividad, quería pasarse cada vez más claramente al bando de la diversión que los años setenta empezaban a perfilar en el ambiente, dos hechos aceleraron su implosión total : si en un primer momento las corrientes postestructuralistas sirvieron de germen para una incipiente reflexión sobre el carácter de un arte textual donde el artista se considera definitivamente muerto, poco más tarde, cuando de él no quedaba ya más que un espejismo y toda apelación a metarelatos inclusivos se había desvanecido, el arte se erige sobre esos mismas rescoldos como un producirse irónico, casi hasta cínico, irreflexivo y de carácter más festivo y comercial que serio y responsable de sí mismo.
El impacto de la idolatrada figura de Warhol tuvo mucho que ver en todo este proceso. Endiosado como la máquina que él mismo decía ser, su producción de obras artísticas remitían ya sin ningún género de dudas a un nuevo capitalismo: reproducción en vez de producción, serialización, implosión de la imagen, creador de iconos pop, subversión de los ámbitos de la alta cultura y la cultura popular, etc. Y, junto a ello, una falta total de teoría y un dejarse mecer en los brazos del glamour y el divismo. Del “soy una máquina” de Andy Warhol al “soy un idiota” de Mauricio Cattelan, no media mucha diferencia; tan sólo la que una época desprovista de relatos ha querido marcar entre ambas producciones-mercancías.
¿Qué espacios para la labor del arte quedan entonces en pie después de esta renuncia del arte a su propia condición de producto autoreflexivo? Ninguno. Ninguno al menos que se hiciesen desde los mismos púlpitos que ya empezaban a ser desmontados.
Los nuevos espacios del arte, aquellos que respondiesen a las preguntas surgidas por el nuevo orden establecido a mediados de los setenta ya no podía hacerse, al menos en su vertiente más artística, desde las mismas estancias ya corrompidas que hasta entonces se había venido haciendo. La teoría conceptualizadora es sustituida por lo banal a la hora de hacer surgir la pregunta por el sentido. La deconstrucción, eso que en una primera etapa sirvió para alimentar la teoría estética, ahora se mostraba impertinente: los asuntos más sublimes del arte son desvelados como perfectos lugares para la trivialidad e, incluso, la vulgaridad.
Toda pregunta se hace desde la vaguedad formal, todo epítome artístico viene subrayado por lo innecesario al tiempo que todo artista es un farsante y un trepa. Artistas, como dijo Beuys, somos todos, pero sólo en nuestra condición de pantallas warholianas e idiotas como Cattelan.
En ese estado de cosas, por primera vez en el arte, todo adquiere la “mínima resistencia”. Todo es incluido en el ámbito del archivo del arte sin ninguna otra necesidad que el de seguir el rollo ambiental y todo remitirse a fórmulas de entretenimiento pasajero empiezan a tenerse por muy válidas a la hora de divinizar el nuevo arte.
No es por casualidad, por tanto, que la primera película de Fischli y Weiss se titule “La mínima resistencia”. Solo había que salir a la calle, tomarle el pulso a un ámbito, el artístico, que empezaba por no ser capaz de hallar ninguna otra salida que no fuese el pasotismo ante las formas y el cinismo como anestesiante perfecto, y disponer ese material de forma tan cínica como desenfadada.
En dicha película los protagonistas, un oso y una rata, deciden convertirse primero en artistas, más tarde en detectives y, posteriormente, en filósofos. La dualidad está servida: la intuición que les guía es la de ser ricos y famosos, pero, por contra, ¿no es cierto que algo habrán de ofrecer, en cuanto artistas, a cambio? Su historia deja bien patente lo que ya empezaba a vislumbrarse en el horizonte del arte:
Oso: ¿Hay trabajo?
Rata: No, dinero.
Oso: Pero, ¿cómo?
Rata: ¿Con… engaño? …en el mundo del arte…, nos forraremos y haremos como los demás. Sólo que mucho mejor. Es verdad que no entendemos ni gota de eso, pero todo se andará…, haremos un viajecito de estudios”.

Un viajecito de estudios, un deseo de seguir el buenrollismo ambiental, un ansía por llegar a ser alguien dentro del sistema garantizador que reparte dividendos y expende fama por igual y a manos llenas. Acabados todos los debates teóricos y filosóficos en el ámbito del arte, la nueva filosofía del artista se sustenta en la bien aprendida trilogía:
Oso: ¿Qué significa ese disparate?
Rata: Pero, ¿es que no entiendes? El mundo es de los ambiciosos. Iremos al mundo del arte, parece que ahí se está cociendo algo… -Acción-cultura-dinero!
Ante este nuevo paradigma, siempre latente pero ahora hecho acontecimiento hipervisible, el arte no puede ofrecer más que una “mínima resistencia”:
“Soy la vida cultivada, la elegancia, me conocéis bien, soy el rapto y el éxtasis, pero también un buen descanso nocturno y la calma. Soy la belleza y el estilo. Soy el tiempo a vuestra disposición, la cerveza gratis en el vecindario, soy el champán en un zapato de mujer, soy el plato del que coméis, soy la libertad con la que jugáis, soy la mínima resistencia”
Es decir, lo es todo y no es nada. Es lo que se tenga a mano y sea válido para una próxima jugada, para una nueva tomadura de pelo, para seguir el rollo de la mercadotecnia de un arte que hace sorna de sí mismo y se lo pasa pipa mientras tanto. ¿Quién no quiere pertenecer a ese mundo de despilfarro, ocio y dinero? Sí, aunque sólo sea en eso, los animales, al menos Oso y Rata, son humanos.
Pero, para ser justos, lo que empujó a Fischli y Weiss ha realizar sus películas no fue tanto el levantar acta de los nuevos derroteros del arte de la pantalla-warholina o de la idiotez, como la de tomar una paradójica distancia con eso mismo que se podría criticar. Porque su posición ha sido siempre aquella en la que ahora hacen balancearse a Oso y Rata en la instalación del Palacio de Cristal del Retiro. Tumbados en el suelo, simulando estar dormidos o elevados por el aire, la paradoja respecto a la distancia que ellos mismo toman, como producto artístico, salta a la vista: “Quizá vuelan, o quizá sueñen que están volando”, dice Weiss al respecto.

Y ahí queda entonces todo concentrado. Quizá soñaron ser artistas o filósofos; quizá soñaron nuestros mismos sueños; quizá incluso, adormecidos nosotros en el nihilismo panóptico, a falta de que se den las condiciones para hacer volar nuestros propios sueños, ellos sueñan por nosotros. Quizá entonces, otra vez, sea cierto que los animales son humanos.
Y la pregunta última es aquella que ni siquiera ellos se atreven a hacerse: ¿despertaremos nosotros de ser un mal sueño animado y tendremos el valor de cargar con nuestra soporífera idiotez? Deberíamos hacerlo; al fin y al cabo, también nosotros podemos ser artistas.

domingo, 21 de junio de 2009

LA ESCENIFICACIÓN ESCULTÓRICA DE MUÑOZ COMO CAMPO DESIDEOLOGIZADO: ZIZEK EN EL TEATRO DE LO REAL


JUAN MUÑOZ: RETROSPECTIVA
MNCARS: 22/04/09-31/08/09

A veces pareciera como si la más reciente historia del arte contemporáneo no fuera sino una consecución fragmentaria y selectiva de manidos tópicos repetidos hasta llegarse al aturdimiento y parálisis crítica del espectador. Entre ellos, pocos más aclamados que el que consiste en referirse a toda época post-minimalista como el lugar ideal de lo escenográfico y la respuesta al hartazgo contemplativo. Sin vacilación, toda práctica datada más allá de los setenta tiene su momento de gloria en cuanto en tanto respuesta al aburrido minimalismo y hermético conceptualismo.
Desmaterialización del objeto artístico, dilatación del campo expandido en todas y cada una de las prácticas, barroquización extrema del catálogo semiótico, apoteosis de la reivindicación femenina y del cuerpo, etc; así podíamos seguir fechando acontecimientos que en todos ellos se hallaría su razón de ser como irremediable contrapeso adherido a la cansina teorización de los sesenta asentada en los grandes pilares del minimalismo y el conceptualismo.
Bien pudiera ser que como momento reflexivo tuviera su razón de ser e incluso su apogeo a la hora de conformar la crítica postmoderna. Ya que, si por un lado la modernidad que defendía Fried tomaba posiciones a la hora de declarar que “el arte degenera a medida que adquiere rasgos teatrales”, para Douglas Crimp, por ejemplo, “la performance se convierte en una de las distintas maneras de “representar” una imagen”.
Pero el, aún hoy, apelar a conexiones que tratan más de segmentar la historiografía del arte contemporáneo en diferentes cajones con el fin de propiciar una aprehensión mediata que permita la rápida etiquetación, que el responder a razonamientos más sutiles y académicos, se nos antoja una estrategia del arte, una más, en su actual desenvolvimiento como acabamiento de sus mismas condiciones de existencia.
Y es que todo tiene el tufillo de lo que se reconoce de inmediato en el parque temático del arte: fácil datación, apelación a lo novedoso en términos de teatralidad o escenografía, sencillez en las propuestas teóricas y claro acento en lo festivo de un arte que se renueva constantemente con grandes alardes de espectacularidad y diversión. El trabajo escultórico de Juan Muñoz goza de todos estos atributos que el lego en la materia saluda con displicencia ya que le ha sido difícil escabullirse de la dialéctica mema de lo transgresor del ‘aire fresco’ y de la puesta en escena de lo escultórico.
Coletillas, aditamentos para la masificación de la contemplación de un escenario donde se dice siempre que está a punto de pasar algo, simplificación de la reflexión teórica, multiplicación de revistas-panfletos que se postulan como abrevaderos del ocio instantáneo y de dominguero. El arte, en su producirse actual como efecto de la sociedad tardo-capitalista, se desvincula de lo libertario de las formas reflexivas para vagar en el libertinaje de su consumo rápido y compulsivo, aquel que no necesita más que lo indispensable: estar en disposición de un poco de diversión al tiempo que se sacia la sed, tan humana ella, de conocimiento y ‘cultura’.




Pero la convulsión, la alienación del espectador-masa viene más tarde: cuando intuye que las escenografías de Muñoz no vienen a postularse como lugares de la representación ni, muchos menos, del divertimento. Es entonces cuando la prometida diversión de un arte post-minimal y post-conceptual no se torna sino una pantomima de experiencia artística en busca de aquello que le prometieron: un arte fácil de deglutir sin giros teóricos ni apelaciones a nada más que lo entretenido de ver monigotes escultóricos, uno detrás de otro, con una extraña mezcla de extrañamiento y gracieta de artista.
Porque lo genial de Juan Muñoz no es hacerse cargo de la necesidad, real o no, de inscribirse en corrientes menos apuntaladas sobre lo contemplativo o conceptual, sino en hacer operar la escena allí donde era impensable: en el mismo borde fronterizo del pliegue de la representación. Porque sus espacios, sus escenografías, no funcionan al modo tradicional, sino que nacen de la bisección del momento cero del pliegue y en saber operar, en el centro de la herida recién abierta, las tensiones propias para que su desenvolverse se entienda como el ampliarse de lo germinal del pliegue.
De ahí que la obra de Muñoz no puede entenderse, al menos con carácter privilegiado, en referencia a ese momento tan manoseado del cansancio del arte preferente y su relación con lo que el propio Fried negaba al arte post-minimalismo. En palabras de Douglas Crimp “lo que Fried exigía el arte era lo que llamaba presentness, una condición trascendente (hablaba de ella como de un estado de “gracia”), en la que “en todo momento la obra misma está del todo manifiesta”. Lo que temía fuera a reemplazar esa condición como consecuencia de la sensibilidad que detectaba en el minimalismo es la presencia, condición sine qua non del teatro.”
A parte de que las concepciones de Fried son tramposas en el sentido de que privilegian una determinada narración historiográfica del arte que, por ejemplo, no da cuenta de los esfuerzos de la vanguardia por teatralizar el arte ni del desarrollo a lo largo del todo el siglo XX del cine como práctica artística, pensar en las escenificaciones de Muñoz como lugares del desvelarse de la ‘presencia’ es no entender en absoluto el sentido de la obra del artista español.
Porque el artista español, como doble cara del hecho de que como ya hemos dicho no basase su pretendida escenografía en la representación, tampoco apuesta por ningún tipo de presencia. No se trata de perfomances al modo de escenificar una imagen en referencia directa a una presencia que auspicie la teatralidad de la obra, ni tampoco de instalaciones que necesiten de una ulterior recomposición relacional por parte del espectador basadas todas ellas en lo naturaleza objetual de la obra.
Y es que la distancia con la que opera Juan Muñoz no es la distancia semiótica de los significantes que componen la obra, ni tampoco una distancia temporal más o menos cinematográfica o performativa, sino que su distancia es la de la radicalidad psicológica que se da en el campo perceptivo. No se trata de poner en cuestión los significantes (algo bien querido a gran parte del arte contemporáneo y sus ganas de retorcer cualquier significado en un juego hermeneútico sin parangón), sino de poner el mundo propio psicológico y subjetivo a la distancia precisa y exacta para poder hacer surgir la paradoja.
Su presencia, de ser alguna, es la del “yo” tachado. Es decir, si el primer arte postmodernista es eminentemente textual en el sentido de privilegiar la problemática barthiana de que el signo no es estable, la textualidad con la que opera Muñoz es la de la propia conciencia como significante nómada en el campo perceptivo y, esta vez sí, expandido.
Por ejemplo, y valga como contrapunto, la alteridad de presencia y ausencia que se puede rastrear en las primeras fotos de Cindy Sherman sí que parten de la presencia, la de la propia artista disfrazada. En este sentido, sus fotografías son escenificaciones puras de una ficticia narración que privilegian la presencia.
La distancia (esa que hemos llamado psicológica) de Juan Muñoz es también inmanente, pero no la que busca una mediación hegeliana en la negatividad conceptual que subsuma cualquier Diferencia en la Identidad, sino que su plano-escenario de inmanencia parece seguir a Zizek a la hora de darse cuenta de que “la inmanencia solo emerge al advertir que el hiato que nos separa del Más Allá transcendente no es más que un efecto de la mala percepción fetichizada del hiato existente en el seno de la propia inmanencia”.

En este sentido, su escenografía es la más difícil ya que no fetichiza signos-mercancías, para lo cual necesitaría una escenografía expositiva al modo de Koons o Steinbach (piénsese en aspiradoras o Air Jordans) ni tampoco es el fetiche vía Freud de la diferencia sexual para lo cual se necesitarían los recursos típicos de lo abyecto, la perversión o la dualidad infantilizada del juego sexual o escatológico (piénsese, entre otros muchos, en la puesta en escena de Paul McCarthy).
Lo radical de su teatro, y para lo que toda referencia a la presencia queda obsoleta, es que en él sucede la apertura que posibilite la desfetichización más urgente: la de nuestra propia psique en relación a la distancia respecto al relato que puede soportar.
Pero si, según Hal Foster, se ha considerado siempre, de Marx a Baudrillard, que el intercambio capitalista va reduciendo gradualmente nuestra diferencia cultural, y si para este último “tal reducción semiológica de lo simbólico constituye en puridad el proceso ideológico”, el proceso de escenificación de Muñoz consiste en la desfetichización de aquello que soporta la distancia precisa para ejercitar una ideología que propicie la cada vez menor diferencia en los procesos culturales.
Sometidos a lo maquínico del poder absoluto del signo, desterrados en los flujos libidinales de deseo catexizados mediante las estrategias de control tardo-capitalistas, considerados como meras rugosidades en la topología de la superficie de la pantalla de la hipervisibilidad de la velocidad límite, es el “yo” el que ha de escenificarse para poder, al menos, presentir la posibilidad de una escapatoria.
El “yo”, en cuanto consciencia, queda fetichizado en un campo topológico transido de flujos libidinales en el que todo horizonte trascendental a la manera kantiana queda cortado de raíz. Desvelar las incógnitas, trascender los contextos de las condiciones históricas, sociales y políticas que constituyen una consciencia ideológica, derivada y fantasmagórica es el tema de las escenografías puestas en escena por Juan Muñoz.
Pero, volviendo a la distancia, toda distancia psicológica está mediada por un relato, por un mito. De tal manera, el mito es la distancia perfecta entre nuestro yo interior y el exterior, la narración original que soporta toda la tensión entre el espacio real y el simbólico haciendo generar la distancia precisa y soportable. El concepto lacaniano de pantalla-tamiz bien pudiera ser una ejemplarización perfecta de lo que se entiende por distancia: aquello que se interpone entre nuestra mirada y la mirada devuelta por el propio objeto. Es decir, la mediación simbólica.
Por tanto, la obra de Muñoz intenta reconsiderar los límites del pliegue donde sucede toda percepción y toda narración mítica. Para ello primero la cierra y después, poco a poco, la va abriendo disponiendo en la apertura así surgida los elementos precisos que puedan enfrentarnos de manera novedosa con lo que acontece en ese centro. De ahí que su escenografía aspire a una nueva narración, a desterrar mitos y crea el espacio para un nuevo cara a cara violento y traumático con lo Real.
De esta manera su obra da cuenta de lo más difícil: de hacer coincidir la apertura de la distancia en el pliegue con la distancia del relato. Porque su relato ha de considerarse eminentemente mítico en cuanto en tanto no narra otra cosa que no sea la manera en que el pliegue es abierto. Y es que todo relato, toda toma de distancia, para considerarse mítico, debe de inscribirse en las relaciones que dan cuenta a la hora de abrir el pliegue. Es decir, lo que narra todo mito es la apertura del pliegue según la distancia que considera soportable.
La última vuelta de tuerca en el “teatro” de Muñoz consiste en proceder a semejante intento ataviado con lo radicalmente más inusual y, al mismo tiempo, efectivo: la apertura en el pliegue perceptivo la realiza Muñoz al tiempo que insta a ese hiato cada vez más amplio en el centro del pliegue a ser comprendido como el lugar del ilusionismo y de la paradoja de la ideología de la propia consciencia.

Es decir, su ‘apertura’ para apuntalar un espacio donde generar una nueva narración se basa en lo genuinamente otro de todo ‘espacio mítico’: en acentuar el ilusionismo y el extrañamiento, la soledad y la imposibilidad de toda comunicación. De ahí que sus obras, lejos de entenderse como ‘espacios teatrales’, sean espacios para el choque y el desconcierto.
Llegados a este punto es donde todo viene a coincidir: ¿en qué coinciden la desfetichización de la conciencia ideologizada y la apertura-mítica del pliegue en la escenografía escultórica de Muñoz?
La causalidad puesta en marcha en sus narraciones tiene la respuesta. Y es que la causalidad de la teatralidad desplegada por Muñoz no es la propia de la representación, la de la causa/efecto, sino que es la que posibilita la paradoja en su mismo núcleo; es aquella ejemplarizada por Deleuze como casi-causa o por Lacan como ‘objet petit a’. Es decir, es la causalidad del exceso que constituye toda formación de la realidad. Desvelar ese exceso, hacer experimentable la paradoja de toda causalidad, ahí es donde la tramoya del teatro de Muñoz tiene su mayor reconocimiento.
Hallar ese punto de no-sentido, de truco, en el que toda realidad está asentada, es el trabajo de Muñoz. Y, este exceso como lo habitable en el centro del pliegue, tiene muchos nombres. Habita el impacto con lo Real lacaniano, con la pulsión de muerte freudiana, con el hiato que media el ser-para-sí y el ser-en sí del idealismo alemán. Habita ni más ni menos que el síntoma que soporta toda ideología. Pero también en palabras de Zizek, “ideológica no es la ‘falsa conciencia’ de un ser (social) sino este ser en la medida en que está soportado por la ‘falsa conciencia’”.
Es decir, el sujeto trascendental es, en sí mismo, un escándalo, una posibilidad disparatada, una patología nómada, una abstracción de un hiato en flujo constante soportado por un ser que no puede dejar de entenderse como ideológico, es decir, como capaz de camuflar lo Real con cualquier estrategia más o menos válida.
Yendo un poco más lejos a la hora de definir el campo ideológico con el que hemos identificado la escenificación de Muñoz a la hora de operar la apertura del pliegue-mítico, la ideologización de tal pliegue no funciona al modo de “ilusión necesaria”, al modo de perspectiva trascendental kantiana. Es decir, no es un camuflaje con el que acercarse a la realidad ni tan siquiera una ilusión con la que sellar el cierre ontológico. Sino que, mucho más sutilmente, la ideología establece un doble juego con el que al mismo tiempo se sostiene y se evita el encuentro con la Cosa. Según Zizek “un aspecto de lo Real es que es imposible, y el otro es que ocurre, pero es imposible sostenerlo, integrarlo”. Es decir, “no es que lo Real sea imposible, sino que lo imposible es Real”, que la imposibilidad del encontronazo con lo Real ocurre.
La ideología que sostiene la fetichización de la conciencia en el campo-mítico del pliegue es la misma que, al tiempo que la oculta en el proceso de tal fetichización, la eleva a rango de sublime absoluto y la idealiza de tal manera que al instante lo convierte en lo perfecto-imposible.
La actual reducción semiológica denunciada por Baudrillard va en este sentido: el espacio social y cultural se pliega en sí mismo haciendo imposible que surja ningún encontronazo con lo radicalmente otro de lo Real.
Así pues, en el remitir a la causalidad que surge del exceso que toda sublimación conlleva (en este caso la del propio campo inmanente ideológico del pliegue-mítico) es donde Muñoz logra concretar todo el sentido de su trabajo: hacer posible el encuentro con lo Real, canalizar la sorpresa y el trucaje en prácticas cargadas de energía libidinal que constituyan el “plus” con el que no poder evitar dicho encontronazo, disfrazar la distancia precisa en el centro del pliegue-mítico como divertimento para al instante siguiente darse de bruces con eso que se quería velar, hacer de lo imposible posible, del trauma ejercicio desfetichizador y desideologizado.
Rastrear entonces la carrera de Muñoz es comprender la manera según la cual ha ido proponiendo una apertura en el espacio de la narración para hacer surgir el pliegue en el que no medie ya ninguna distancia. Es decir, la carrera artística de Muñoz se puede entender, según lo hasta aquí dicho, como el esfuerzo por ir abriendo el pliegue de su propia escenificación. Obras como la ‘Barandilla’ funcionan como el punto cero del pliegue. Cerrado en sí mismo, replegado en su mismo centro, la barandilla es el acontecimiento como efecto estéril. Siguiendo aquí a Deleuze, funcionaría como Órgano sin Cuerpos, como virtualidad del puro afecto extraído de su inserción en un cuerpo. Simularía la sonrisa del gato de Cheshire.


Como contrapunto, la apertura total del pliegue sería “Many times”. Ahora el Acontecimiento sería el del Devenir puro, el del pasear del espectador por el pliegue de su misma escenificación. Ahora estamos dentro del Cuerpo sin Órganos, es decir, del campo de inmanencia del ver coagulándose en percepciones, las surgidas en un campo topológico transido de puras repeticiones
Para Zizek cada uno de estos estados-límite del pliegue como totalmente replegado o absolutamente desplegado, remiten a las caracterizaciones del masoquista y del esquizoide. El primero, se aferra al teatro de sombras posponiendo siempre su ingreso en la realidad. Duele, pero más vale la satisfacción del dolor conocido que plegarse a los deseos nómadas del esquizoide. Si nos asomamos a ver que hay detrás del “Pasamanos” no nos sorprenderemos de ver una navaja, abierta, esperando a que el masoquista encuentre su propio “exceso de goce” en su querer aferrarse a la esterilidad de un pasamanos.
Por su parte el esquizo es la explosión del mismo sujeto merced a los campos intensivos límite. El sujeto, como aquel que surge en la diferencia mínima de dos significantes, es ahora el sujeto esquizoide de la repetición convulsiva de un mismo significante. Además, Muñoz lo caracteriza como a un asiático: imposible para nosotros de hallar no solo diferencias, sino simples identidades.
Pero es que, además, en “Many times” se nos está dando la posibilidad que en la ideología es dada por imposible: la del encontronazo con lo Real. Ahora el pliegue, maximizado en su apertura, tensionado a la distancia que impone la no-narración de la repetición infinita de lo Indiferente, puede hacer surgir la posibilidad de lo imposible, lo sostenido y al mismo tiempo evitado.

Insertado en el campo inmanente de la escenificación de “Many times”, el mero acto de simbolizar deviene imposible. Así, lo imposible se hace posible en el pliegue entero. Solo hay pulsión: torsión topológica de lo Real mismo. Es el devenir, en el pasear del espectador, de sentido en el sinsentido: cientos de chinos idénticos sin nada que decirse salvo un disciplente gesto de saludo.
La fetichización de la conciencia en un campo topológico e ideologizado supone que el fantasma es inaccesible para la propia subjetividad, que el sujeto no es más que el lugar vacío en la estructura al cual se va adhiriendo la sucesión de excesos de significantes, de “plus-de-goce” nacidos del hecho mismo de significar, de simbolizar, de tratar con el deseo del otro.
Pero ahora todo esto deviene imposible: el sujeto es el interminable proceso de división y repetición pero ahora en la más clara Identidad que hace surgir lo Real. La repetición pura del sinsentido, en este caso la incomunicación de lo mismo, hace surgir lo Real inmanente haciendo volar por los aires toda consideración respecto a distancia-mítica o ideologización.
En “Many times” no hay ya distancia, no hay campo ideológico; la conciencia deambula dándose constantemente de bruces con aquello que creía imposible, el fetiche de sí mismo se disuelve al no hallar la distancia precisa. Ya no es ($-a), sino ($=a): el sujeto es el propio exceso del sinsentido que hace posible lo que parecía imposible.
Y entre un estado-cero del pliegue y un estado-límite, la obra de Muñoz va alcanzando profundidad y maestría. En “Hotel” o “Contraventana” tenemos las mismas coordenadas que en el pasamanos: el pliegue reconcentrado en sí mismo. En “Balcones opuestos” la apertura ya empieza ha hacerse patente: son ahora dos balcones los que, uno enfrente del otro, hacen abrir, gracias a una simetría, un espacio latente.

La apertura de su escenografía va tomando forma en obras como “Esperando a Jerry”, “Pieza tartamudeante” o “Escena de conversación”. En ellas se palpa que el sinsentido de lo imposible puede llegar a suceder poniendo en escena la absurdez de una espera que nunca llegará a su final o la incomunicación de un diálogo donde el sentido es errante y nómada.



Pero, y como paso justamente previo a la apertura-límite, el hacer tan patente lo imposible como consecuencia de lo absurdo es un juego que Muñoz sabe que ha sido jugado hasta la saciedad. Por ello el artista opta por remitirse a juegos de ilusionismo más sutiles para que lo Real surja imposibilidad en sí misma. “Wasteland” y “El apuntador” son los más claros ejemplos. En la primera obra ya empezamos a caminar, a deambular en un espacio simulacionista donde la distancia es ya un efecto de superficie bajo la atenta mirada de alguien que nos mira desde su atril. Ya no es el absurdo, sino el comienzo de la búsqueda de una radical imposibilidad: la del hacer coincidir la mirada del enano y la nuestra en un campo topológico desideologizado.



En la segunda obra el juego ya es total garantizador, como simulación perfecta, de lo imposible: un escenario casi vacío en el que lo único que hay es un tambor, y un enano que hace las veces de apuntador. ¿Qué apunta el enano?, ¿a quién?, ¿quién sería el espectador? La clave esta vez está en el programa de mano de la propia exposición: años más tarde el artista se hizo una fotografía tocando el tambor. Todo se hace claro entonces, el ilusionismo es radical, la imposibilidad empieza a ser registrada como algo posible, lo Real está ante nuestros ojos: en el escenario está el propio fantasma del artista, y, en cuanto nuestra mirada coincide con la del enano, también nuestro propio fantasma.




Nuestra conciencia es desfetichizada y desideologizada en un mismo coincidir que parecía imposible y para el cual ya no hay distancia posible. Si en “Wasteland” la mirada del espectador y la del enano pueden coincidir pero no saben donde dirigirla, pues lo Real aún es algo imposible, en “El apuntador”, el ilusionismo de vernos dentro de la escena como nuestro propio fantasma, hace que el coincidir de nuestra mirada y la del enano se dé sólo en cuanto en tanto está dirigida hacia lo imposible: lo Real. Es en ese tambor entonces en donde va a proyectarse la mirada de nuestro propio fantasma y que, por lo tanto, se convierto en la radicalidad imposible de lo Real.
En el camino, multitud de figuras, aquellas que tratan de escuchar algo en la pared, aquellas que se acercan tanto al espejo que no pueden ver nada, nos dejan la huella de su experiencia: la de dejar constancia de que el intento de apertura de Muñoz no fue nada fácil. Ir adquiriendo la distancia precisa, tantear un encuentro con lo Real, primero como distancia-cero en la cercanía con el espejo que devuelve nuestra propia mirada como algo ciego y sin ninguna abertura de campo y luego, más tarde, como distancia-proyectada en la imposibilidad misma de ver el fantasma.
Y, por último, al final de su obra, “Descarrilamiento”: ¿no será ese descarrilamiento la consecuencia del choque brutal con lo Real en que su obra se ha convertido?; y “Figura colgada”: ¿no será ese el dolor desproporcionado e inhumano en el que cae la conciencia desideologizada y desfetichizada merced a una falta de distancia respecto de cualquier narración?


miércoles, 17 de junio de 2009

LA PULSIÓN DE ARCHIVO COMO IDEOLOGÍA


DOCUMÉNTATION CÉLINE DUVAL: “IMPRESOS Y EDICIONES”
GALERÍA LA CAJA NEGRA: 09/05/09-20/06/09

Quizá sea porque el ansia de conocimiento humano no sabe orientarse de otra manera, pero lo cierto es que la pasión por la enumeración, catalogación y clasificación viene de lejos. Y aunque pareciera que fue Aristóteles el primero en hacer de ellas el principio expositivo de ciencia, ya antes de él los ejemplos son varios. “Allí fue donde entonces troyanos y aliados formaron en grupos”, cantaba ya Homero en la “Ilíada” justo antes de lanzarse de cabeza a una precisa y exhaustiva enumeración por la que desfilan troyanos, dardianos, tracios, cícones, peonios, paflagonios, halízones, frigios, meonios, etc, todos ellos caracterizados según sus aptitudes más nobles y perfectas y por lo que, por tanto, se les conocía.
Todo ello, traído a nuestra sociedad del límite hipertecnológico, deja un rastro de explosiva inmediatez. “El sol se abre paso. La pantalla está en blanco. El avión desciende. Empieza un nuevo día en Imagen Mundo. Hoy nacerán más de 10.500 estadounidenses y morirán por lo menos 800. Esta mañana habrá 260.000 carteles en los caminos que conducen a los centros de trabajo. Esta tarde, 11.520 periódicos y 11.556 revistas saldrán a al venta. Y cuando el sol se ponga de nuevo 21.689 salas de cine y 1.548 cines al aire libre empezarán a proyectar películas, en 27.000 tiendas alquilarán cintas de video, 162 millones de televisores permanecerán encendidos durante 7 horas y se habrán tomado 41 millones de fotos. Mañana tendremos más de lo mismo”.
La distancia entre uno y otro ejemplo puede llegar a aterrar, pero incluso este último intento de catalogación llevado a cabo por Marvin Heiferman con ocasión de la exposición que albergó el Whitney Museum en 1989 llamada ‘Image World. Art and Media Culture’ se quede corto a la hora de imaginar las condiciones impuestas por un Imagen Mundo que ha devenido en la actualidad absoluta Pantalla Global.
Porque si nuestro conocimiento ha pasado de basarse en la palabra a depender eminentemente de la imagen, en la actualidad, cuando lo que se tiene es una serie inabarcable de pantallas conectadas en red, la imagen incluso ha sufrido tan implosión que ya es imposible referirse a ellas como a algo unívoco y abarcable en sí misma.
Con el advenimiento de la era tecnológica a cada imagen se le sucede otra y, a esta, una tercera. Cada imagen remite a nada más que a otra imagen haciendo que los procesos discursivos y epistemológicos adquieran carácter de arqueología estratográfica. No se trata ya de ir, como en Nietzsche o en Foucault, en busca de una genealogía que invierta los valores o dé cuenta de lo oculto en las formaciones ilustradas, sino que todo se tiene, en un abrir y cerrar de ojos, en la pantalla telemática a la que, por otra parte, no podemos dejar de estar conectados.
En este sentido, la sentencia de Deleuze de que “lo que cuenta es el intersticio entre imágenes, entre dos imágenes” se ha convertido en un absurdo ya que, en el hiato entre imágenes, no hay ya absolutamente nada. Topológicamente, el campo de inmanencia caracterizado por él mismo como transitado por flujos libidanales según la economía capitalista del signo-mercancía fetichizado, se ha convertido, merced a esta implosión de la imagen en la velocidad límite de su producirse, en una pantalla global e hipervisible a la que el sujeto se conecta para tener una mínima sensación de subjetividad.



Para Boris Groys, la diferencia que antes había entre el campo submediático y el mediático, entre el ámbito de todos los signos y el soporte del archivo, causaba una sospecha, una sospecha sobre la que se basaba la cultura y civilización que ‘consentía’ tal articulación del espacio profano de la realidad y el espacio simbólico del archivo.
Pero hoy en día, donde toda imagen es tan instantáneamente nueva que su permanencia en el archivo es tan volátil como inmediato es el surgimiento de otra imagen que la supere en hipervisibilidad, la sospecha se ha destruido. Hoy, ya por fin, el espacio mediático y el submediático coinciden absolutamente en la misma pantalla hipertecnológica.
Como corolarios, dos consecuencias capitales. Por un lado, si la realidad es aquello que ha quedado fuera del archivo, hoy en día, al ser todo susceptible de pertenecer a él, la realidad no deviene sino virtualidad absoluta presa de la instantaneidad telemática de todo producirse de imágenes.
Y segundo, y más importante, es que el proceso de virtualidad de la realidad y de amplitud casi infinita del archivo ya no tiene vuelta atrás. El poder maquínico del signo es el que ha operado este absoluto triunfo de la imagen, y su poder puede entenderse como la hipertecnologización de las teorías de Foucault, como el cierre garantizador de las estrategias capitalistas.
Si para el postestructuralismo el sujeto se sentía perdido en el flujo del lenguaje, ahora el sujeto se disuelve en la red telemática de la vorágine de imágenes con la que es constantemente bombardeado. Y lo “curioso” es que ha aceptado, que ha capitulado con el poder del signo y se ha dejado llevar por la implosión de la superficie telemática. Hoy en día se aplaude al que más rápido fluye, el ‘instante de excepción’ del que habla Groys como el momento en el que se tiene acceso al interior de lo submediático ni se contempla.
Pero es que las tentaciones eran muchas, y el poder maquínico demasiado perfecto, como para intentar hacer el esfuerzo: en la pantalla-superficie que da cuenta del poder absoluto del signo en el coincidir de lo mediático y submediático no existe ningún lugar vacío, ningún significante de más, no surge ninguna paradoja, ningún ‘objet petit a’, ninguna casi-causa, ningún ‘plus-de-goce’, ningún encontronazo con lo Real. Es decir, el trauma no existe, el deseo es satisfecho de inmediato en alguna nueva imagen. Si, en la economía capitalista del signo, el deseo es el verdadero soporte del signo, ahora más que ningún se puede decir, siguiendo a Marshall McLuhan, que “el medio es el mensaje”.
Las preguntas que surgen a colación del estado descrito son varias: ¿qué clase de cultura es la que surge del instante digital simbolizado como el dato inmediato que se puede insertar en la red de significaciones virtuales en tiempo real, fagocitando de esta manera todo el potencial memorístico de la experiencia?, ¿qué clase de subjetividad es la que habita en esta topología de la pantalla-superficie?, ¿qué nuevo saber es este que surge en la estratificación esquizoide de la dromótica del imperio del signo y que, en palabras de Lyotard, “es y será producido para ser vendido, y es y será consumido para ser valorado en una nueva producción”?
Pero hay todavía una pregunta más urgente aún. Si el artista era aquel que proponía imágenes a la sociedad en la que vivía, imágenes que lograban instalarse en el espacio submediático del archivo como aglutinantes del ‘espíritu de una época’, en el estado actual que hemos tratado de explicar, ¿qué papel puede aún tener alguien cuya misión ha quedado totalmente infundada?
Comúnmente se le otorgan diferentes espacios de producción, yendo desde la ingenuidad de seguir apuntalando los escombros del artista-maldito como aquel que tiene el poder de perfilarse como propulsor de nuevas imágenes, hasta aquellos que tomando reflexivamente el período actual optan por hacer lo único que les es permitido: proponer nuevos espacios de distribución y producción de imágenes donde el poder del signo no halla llegado aún. Así, pareciera que el arte se debate entre seguir lo festivo de cantar sus exequias mediante la espectacularidad de un momento único, o hacer lo único que el cabe y que no es sino referirse a sí mismo en un proceso autodesignativo, autoproducido y autoreferencial.
Quizá la artista de esta exposición, Céline Duval, halla tomado una opción alternativa que limita con ambas tendencias, ya que, si bien no aplaude aún los rescoldos del glamourismo y divismo asociado siempre, casi hasta de manera perversa, al arte como actividad marginal y maldita, tampoco se decide por una ulterior reflexión que le lleve a ver en la imagen algo que es necesario trasladar al límite de su autoproducirse hipertecnológico.
El arte del que hace gala consiste en claudicar ante el signo-imagen y rastrear las relaciones que las imágenes pueden crear entre ellas mismas. Pero para ello, debiendo como ha de hacer sumergirse en la estratificación modular de la pantalla-superficie, no parece que vaya pertrechada con nada parecido a un espíritu crítico ni siquiera paradójico. Simplemente crea una secuencia, otra diferente, la enésima entre imágenes diferentes. En los librillos que distribuye en la exposición las secuencias son de cuatro imágenes en las que su razón de ser remite a condiciones de formato, de calidad, de temática, y donde incluso el amateurismo de su producción es jalonado con su propia clasificación.
Y es que en toda la trayectoria que hemos tratado de recorrer, en el habitar de la pantalla-superficie, el sujeto sufre, pese a la perfección paralítica promulgada más arriba, su propio delirio: la del esquizoide compulsivo que no para de coleccionar imágenes pese a que sabe le son de todo punto inútiles. Porque en la superficie tiene lugar el reverso de la “pulsión de muerte” freudiana: la “pulsión de archivo”.


Las imágenes se devoran unas a otras, su referencialidad no escapan de sí mismas ni de la hipervisibilidad que le es propia, nada que temer ya que todo es instantáneo, visible y anestesiante. Todo salvo que “el hacer como si”, propio de la ética heredera del cinismo postmoderno, no basta para un hiato que no termina de cerrarse.
Zizek lo ve claro: “el nivel fundamental de la ideología, sin embargo, no es el de una ilusión que enmascare el estado real de las cosas, sino el de una fantasía (inconsciente) que estructura nuestra propia realidad”. Correr detrás del fantasma dejado como huella por la imagen-signo en su pertenencia al archivo, en eso consiste la ideología de la pulsión de archivo que transfiere a los síntomas de tal esquizofrenia los fantasmas propios del “yo” y que intenta hallar en ello un plus-de-goce que lo subjetive y que lo aparte del verdadero núcleo traumático y real: el absoluto poder maquínico del signo.

Por lo tanto, hacer gala hasta el aburrimiento del delirio impulsivo y archivista de quien se sabe bombardeado en la pantalla-superficie y construir así bonitos cuadernitos que regalar a las amistades como coartada de una imposible jouissance, no parece que sea la estrategia ideal que debe de llevar a cabo el arte, al menso un arte que se muestre como crítico y reflexivo.